miércoles, 18 de septiembre de 2024

La balada de Hakon: Los siete guerreros


Unas nubes no muy espesas cubrían parcialmente el sol, proyectando así sus sombras sobre los campos del reino de Medderd. El paisaje estaba sembrado de pequeñas granjas situadas en mitad de la nada: una por aquí, otra por allá. Por allí sólo transcurría una vía importante: el Camino Tranquilo, cuyo nombre había sido bastante descriptivo hasta épocas recientes, en las que, ocasionalmente, algunos bandidos interrumpían aquella calma.

Por dicho camino pasaba Hakon, montado en un burro. El norteño escudriñaba el paisaje, pensando que sería agradable tener una granja allí y llevar una vida tranquila: no obstante, por supuesto, no tenía dinero para ser propietario de una, y probablemente nunca lo tendría. De ahí que se viera obligado a recurrir a todo tipo de trabajos precarios que apenas le suponían ingresos suficientes para llegar vivo al siguiente.

Hacía unos meses, había decidido volver a uno de los que ya había ejercido varias veces a lo largo de sus treinta y cinco años de vida: vendedor de baratijas. Al menos, no se metía en problemas. Había vuelto a comprar unos cuantos puñados de baratijas a un comerciante cíngaro, había vuelto a comprar un burro y volvía a recorrer los caminos. Otra vez. No podía negar que también la monotonía le molestaba un poco.

Su destino era ahora el reino de Muhsserd, donde esperaba vender aquellas baratijas, aunque, secretamente, también apostaba por planes alternativos, en caso de aburrirse del plan principal. Era bien sabido que el rey Sedrik ocupaba su tiempo en fiestas, banquetes y descanso; era un rey que no se molestaba mucho en ocuparse de los asuntos de Muhsserd, lo que había propiciado que los bandidos florecieran en aquel reino. En caso de verse sin otras opciones, tal vez Hakon podría volver a ser un bandido, robar a algunos comerciantes ricos y así ahorrar lo suficiente para retirarse y no tener que volver a recorrer los caminos…

Pero aquello sólo eran ideas muy lejanas, pensó, dejando de divagar. Ya se vería en un futuro. De momento, estaba allí, en el reino de Medderd, en el Camino Tranquilo, y se acercaba la noche. Sería buena idea parar en la siguiente posada, y tal vez pudiera vender algunas baratijas allí mismo a los comerciantes que encontrara.

El Camino Tranquilo, después de todo, también era abundante en posadas: al ser la vía principal por la que atravesar Medderd para viajar por los reinos sureños, los posaderos habían encontrado buenas oportunidades de negocio en comerciantes y viajeros. Hakon a menudo se veía obligado a dormir al raso, pero sin duda, siempre que tuviera posadas a mano y pudiera pagarlas, prefería las posadas.

La noche anterior, sin ir más lejos, Hakon había dormido en una posada bastante concurrida, llevada por un hombre pelirrojo llamado Kuot. Los viajeros comentaban entre susurros que, en algún momento de su pasado –aunque aún era joven-, Kuot había sido un héroe legendario: que había aprendido magia con los elfos, que había luchado contra reyes, y que con un laúd en sus manos, podía tocar canciones que hacían llorar a los bardos. Cada vez que los viajeros pedían una jarra de vino, hacían alguna pregunta discreta al posadero, confiando en captar algún retazo de ese pasado glorioso. Hakon, en cambio, estaba seguro de que aquel pasado de Kuot no existía, y que el propio posadero había hecho circular aquellos rumores para atraer a más viajeros a su posada, estrategia que, sin duda, funcionaba. La experiencia le decía al norteño con ojo de serpiente que las historias y canciones que se oían sobre héroes gloriosos y valientes siempre eran mucho más épicas que la realidad, que solía ser más mundana, aburrida y más bien poco gloriosa. Hakon opinaba que muchas historias que se daban por ciertas sobre héroes que llevaban a cabo hazañas prodigiosas eran sólo un cuento, una burda mentira… y estaba a punto de reafirmar su opinión con un nuevo ejemplo.

La posada en la que entró era más grande que la de Kuot, aunque estaba menos transitada. En la planta baja había una barra tras la que se encontraba la posadera, con algunos hombres apoyados, y un buen número de mesas, aproximadamente la mitad de ellas ocupadas. El techo era bajo, y se veía las escaleras que llevaban a los pisos superiores.

Pero fue un hombre el que captó la atención de Hakon. Estaba en la barra, bebiendo una cerveza a la que, sin duda, le habían invitado mientras él narraba sus hazañas. Tenía aproximadamente la misma edad que él, cabello rubio blanquecino que recogía en una coleta, a juego con su barba. Vestía con ropas de cuero que dejaban al descubierto sus brazos, llenos de tatuajes. Se trataba de Niels.

El vendedor de baratijas no había vuelto a ver a aquel hombre desde que le conoció, hacía casi seis años, pero, ¿cómo iba a olvidarle? Aquel bastardo cuentista le había metido en problemas graves. Por defenderle de un noble llamado Bersi, Hakon había sido condenado a muerte, y tuvo suerte de poder conmutar aquella pena por la de unirse al ejército de Nihlhaim. Niels, en lugar de dar la cara por él, al menos como agradecimiento, se había largado sin dejar rastro.

Y allí estaba otra vez. Era hora de saldar cuentas y, como poco, partirle la cara a golpes. Hakon avanzó hacia él, apretando los puños y, cuando ya estaba cerca, Niels se giró. La sorpresa se reflejó en sus ojos. Hakon sonrió, satisfecho, y se preparó para agarrarle del cuello…

Y, entonces, Niels se abalanzó sobre él. Fue un gesto tan brusco que le cogió por sorpresa. Pero no se abalanzó sobre él para golpearle, sino para abrazarle. Eso fue lo que dejó paralizado a Hakon, lo último que se habría esperado.

—¡Magnar Ojo de Serpiente!—gritó Niels, con un tono de alegría bastante sincero para el nombre que acaba de inventarse.

—Pero, ¿qué…?

—Es una oportunidad demasiado buena, sígueme la corriente, ganarás dinero—le susurró Niels al oído.

Acto seguido, se giró y, dirigiéndose a los dos hombres con los que conversaba en la barra, hizo un gesto hacia el perplejo Hakon.

—Os presento a Magnar Ojo de Serpiente, el domador de orcos, rompehechizos, el saqueador del Este, amante de cien—el vendedor de baratijas arqueó una ceja—. Éste es el hombre que mató al legendario Nuckelavee, mitad elfo, mitad caballo, que poseía el poder del fuego. Si estabais dudando de si podríamos defender vuestra aldea, ya no necesitáis dudar más, amigos: con Magnar de nuestro lado, la victoria es segura.

Los dos hombres parecían campesinos. Estaban escuálidos, como si no hubieran comido en meses, pero asentían nerviosamente. Parecían estar creyéndose todo aquello, pero aún no estaban convencidos.

—Quizá yo también pueda ayudar—dijo entonces otro hombre, interviniendo bruscamente en la conversación.

Hakon no había reparado en él. Llevaba la capucha de su capa puesta, ocultando parcialmente su rostro. Una poblada barba, repleta de adornos, asomaba por debajo. Estaba sentado él solo en una de las mesas más cercanas a la barra, cenando pan con queso. Podía haber escuchado toda la conversación perfectamente.

—Soy druida y curandero. Puedo curar las heridas de vuestro bando, preparar pócimas que os den vigor o trampas y venenos para el enemigo.

Hakon, Niels y los dos campesinos se miraron, confundidos. Era una oferta extraña. Casi demasiado oportuna para ser verdad. El hombre resultaba familiar a Hakon… le había visto en algún sitio, pero, ¿dónde?

—¿Quién eres tú, amigo?—preguntó abiertamente Niels—¿Siempre captas nuevos clientes así?

—No siempre—el druida sonrió—. Reconozco que no ha sido una completa coincidencia: me gustaría estudiar las plantas y hongos que crecen junto al Bosque de las Ardillas, si me lo permitís. Si os soy sincero, sospecho que tienen mucho que ver con el valor de vuestra aldea, y que ayuda a explicar por qué últimamente recibe tantos ataques de bandidos. Sin embargo, no necesito más que estudiarlas. No persigo la riqueza material. Así pues, al oír sobre vuestro problema, he visto dos opciones ante mí: puedo apoyar a los bandidos, que aplasten vuestra pequeña aldea y posteriormente estudiar vuestras hierbas y setas; o puedo ayudaros a defender la aldea de los bandidos y recibir algunas de éstas como pago. Puesto que ambas opciones van a tardar unos días, he pensado que podía permitirme el lujo de apoyar la causa más justa de las dos: la vuestra. Os ayudaré a defender vuestra aldea, si aceptáis ayudarme en mis estudios.

Los campesinos no lo dudaron. Era una ayuda extra que les vendría muy bien, y parecía sincero. Ni siquiera había titubeado al explicar sus intereses. Tampoco reveló su nombre.

—Llamadme Druida—dijo, retirándose—. Nos vemos mañana en vuestra aldea.

—Hemos tenido muchísima suerte—le dijo uno de los campesinos al otro—. Te dije que esto funcionaría. Ya sólo tenemos que buscar a Kuot, he oído que su posada está a un día de viaje desde aquí. Con la buena suerte que estamos teniendo, seguro que conseguimos que vuelva a las armas.

—Yo ni lo intentaría—les cortó Niels—. Kuot está totalmente retirado, fuera de circulación. No deja de recibir ofertas para rescatar a nobles secuestradas o matar a peligrosos bandidos, o trolls, o lo que sea, y no acepta ni una.

—Vaya—suspiró el otro campesino—. Bueno, así está bien. Debéis entender que, de todos modos, nos supone un esfuerzo enorme…

—Sí. Con vosotros, gastaremos casi todos los ahorros de toda nuestra aldea, si es que aceptáis el trabajo.

—Por supuesto—dijo Niels, sin dar siquiera tiempo a Hakon a responder—. Contad con Magnar Ojo de Serpiente y conmigo. Mañana partiremos hacia Myrdal.

—Perfecto—uno de los campesinos sonrió por primera vez. Parecía realmente esperanzado—. Eso es perfecto. Mil gracias. Habéis salvado nuestras vidas.

Los campesinos se retiraron. Hakon esperó prudentemente unos segundos, hasta que Niels dijo:

—Aaah, sienta bien ser un héroe, ¿verdad?

El vendedor de baratijas le agarró violentamente del cuello de su peto, considerando si había llegado el momento adecuado de partirle la cara.

—¿Qué cojones era todo eso? ¿En qué me has metido ahora?

—Eh, eh, ¡no te enfades! Si era por tu bien, un poco de dinero nunca viene mal. Lo que has oído es lo que hay: una aldea perdida en mitad de la nada, Myrdal. Unos bandidos no paran de atacarla y llevarse casi todas las posesiones de los campesinos. Están dirigidos por un cabronazo llamado Mads Quebrantahuesos. El ejército no les ayuda. Los Perros de Hella no les ayudan. Han venido a esta posada buscando un grupo de guerreros que pueda matar a los bandidos, y nosotros vamos a formar parte. Dinero fácil. Hasta podríamos quedarnos sentados y dejar que los otros guerreros que ya han reclutado hagan el trabajo por nosotros.

La cabeza de Hakon seguía bullendo de preguntas. Aquella situación era demasiado rara.

—¿Qué mierda ha sido eso de Magnar Ojo de Serpiente?

—Ah, perdona, es que no recordaba tu nombre. Y claro, habría quedado un poco raro conocer todas tus hazañas pero no conocer tu nombre. Así que he tenido que improvisar.

—Hakon, joder. Me llamo Hakon.

—Vale, Hakon. Lo tengo. Lo recordaré. Pero estaría bien que los próximos días te llamaras Magnar Ojo de Serpiente, ¿no crees? Para que se sientan más cómodos, y eso. Las hazañas que han oído son las de Magnar Ojo de Serpiente.

—¿Y lo de Nuckelavee? ¿Cómo cojones…?

—Ah, he acertado con ésa, ¿verdad? Es que un héroe como yo tiene que estar al tanto de todas las proezas heroicas que se llevan a cabo en los nueve reinos, ¡qué digo! Que se llevan a cabo en todo Danna. Hace no mucho, oí algo sobre el intento de Nuckelavee de asesinar al rey Dannadiel, y sobre un orco y un norteño con ojo de serpiente que lo evitaron… ¡así que de verdad fuiste tú! Lo suponía. Ni siquiera ha sido una mentira.

—Fue Graegr quien mató a Nuckelavee. El orco—aclaró Hakon—. Él sería quien debería llevarse el mérito.

—Bueno, no te molestes, he andado bastante cerca de la verdad, ¿no? Ahora, para esos campesinos, fue Magnar Ojo de Serpiente el valiente héroe que derrotó a Nuckelavee. A mí me suena bien.

—Debería partirte la cara—gruñó Hakon—. ¿Sabes en los problemas que me metiste por defenderte en aquel torneo? ¡Fui condenado a muerte, joder! ¡Tuve que unirme al ejército de Nihlhaim forzosamente, y me enviaron a Iranna, a pasar frío como un cabrón y saquear ciudades de mierda abandonadas…!

—¡Lo siento muchísimo!—dijo apresuradamente Niels, al tiempo que la emoción inundaba su cuerpo—Pero, oh, ¿y el maravilloso trabajo que acabo de conseguir para compensarte por aquel mal trago? Y eso no es todo, ¿el provecho que podemos sacar a esas historias?

—¡A la mierda el provecho…!

—Es la misma expedición en la que murió el príncipe Adalgert, ¿verdad? Oh, eso es maravilloso. ¿Combatiste contra Cráneo de Troll? Seguro que sí.

Hakon gruñó, nuevamente confundido por el ímpetu de Niels.

—Bueno, estaba con ellos, pero…

—¡Estupendo! Magnar Ojo de Serpiente, el domador de orcos, rompehechizos, el saqueador del Este… he acertado con eso también, ¿eh? Amante de cien, el hacha de los reyes, derrotó a Nuckelavee y a Cráneo de Troll…

—No derroté a ninguno de los dos, joder, sólo pasaba por ahí…

—Derrotó a Nuckelavee y a Cráneo de Troll. Magnífico. Explorador de ciudades enanas… es estupendo.

El vendedor de baratijas se apresuró a pagar una habitación para librarse cuanto antes de Niels. No obstante, una cosa sí que había que reconocerle: aunque fuera mediante mentiras, había encontrado un buen trabajo. Aplastar a una banda de bandidos y cobrar por ello, mucho más rápido que vender baratijas. ¿Qué podía salir mal?

 

***

 

Al día siguiente, Hakon y Niels partieron hacia Myrdal junto a los dos campesinos. La aldea estaba a menos de un día de viaje hacia el Sur, pero estaba en mitad de la nada. Ni solía salir en los mapas, ni Hakon había oído hablar de ella: de ahí que los campesinos hubieran tenido que desplazarse hasta el Camino Tranquilo para encontrar a gente que pudiera ayudarles.

La aldea era cercana al Bosque de las Ardillas, eso sí; de aquel bosque sí se oía hablar más a menudo. Se decía que aún había reliquias de los elfos escondidas allí, protegidas por peligrosos hechizos: parecía el escenario típico de una de las aventuras inventadas de Niels. Probablemente cualquier historia al respecto fuera mentira.

Estaba atardeciendo cuando llegaron a la pequeña aldea. Las construcciones de madera se agrupaban caóticamente. No había empalizada o muralla alguna alrededor: mala señal. Debía de ser un blanco extremadamente fácil. Por lo que habían contado, era una aldea de campesinos: ni uno sólo de ellos sabía luchar. Eso no pasaría en los reinos norteños, pensó Hakon. En los reinos norteños, hasta en las aldeas más humildes hay gente obsesionada con la gloria y el combate que está deseando liarse a hachazos contra alguien… en fin, la tradición norteña de saquear cosas. Tenía sus pros y sus contras. Mayormente, contras, a decir verdad.

Así pues, los siete guerreros que habían conseguido reunir eran todos ellos de fuera de la aldea. Los campesinos, emocionados, insistieron mucho en presentarlos en público a todos a la vez: hasta el último habitante de la aldea estaba deseoso de saber en qué valientes héroes se había empleado su dinero. Habían tenido que hacer muchos sacrificios para poder contratar a siete guerreros.

Hakon aprovechó también para conocer al resto. Él (presentado como Magnar Ojo de Serpiente, claro), Niels y el hombre que insistía en que le llamaran únicamente Druida tenían que sumarse a Olaf el Muerto, Ula, Balar el Silencioso y otro hombre que, como Druida, insistía en no revelar su nombre: algunos optaron por llamarle Sin Nombre; otros, Treintañero.

Ula era una joven arquera. Mercenaria. Cabeza rapada, muchos tatuajes, surcos tallados en los dientes, aspecto violento. Había sido una de las primeras en llegar, y con un objetivo claro: llegaba buscando la cabeza de Mads Quebrantahuesos, por la que había un precio en otros reinos, dadas sus múltiples fechorías. Al ver que Mads lideraba un grupo de bandidos, había decidido unirse a los campesinos, pues por sí sola no podría enfrentarse a un grupo moderadamente grande. Había llegado a un peculiar trato: no cobraría ni una moneda a los campesinos, pero toda la recompensa por la cabeza de Mads sería para ella.

El Treintañero llevaba ropas de cuero y una espada al cinto; cabello largo rapado por los lados, como solían hacer los guerreros. Al parecer, había llegado a Myrdal por casualidad y, tras enterarse de la situación, había decidido ayudarles para sacar algún dinero. Él fue el primero en pedir:

—Decidnos todo lo que sepáis sobre Mads Quebrantahuesos. Debemos conocer a nuestro enemigo.

Un murmullo de voces fue narrando sus apariciones por la aldea:

—…siempre nos deja sin nada…

—…dijo que volvería en cuanto estuviera lista la cosecha, que entonces le tendríamos que dar ocho partes de diez…

—…al ejército no le importamos, dijeron que sólo actuarían si podíamos demostrar que nos había atacado, y que no les merecía la pena dejar soldados aquí para vigilar…

—…moriremos de hambre si lo hacemos, no tenemos opción…

—Datos concretos, por favor, que sean útiles para saber a quién nos enfrentamos—matizó el Treintañero.

—Hace años perteneció a los Perros de Hella—señaló un campesino—. Después los abandonó y se dedicó a ser un bandido. Por eso los Perros de Hella no quieren ayudarnos, no quieren combatir a uno de los suyos.

Se alzó un coro de protestas contra los Perros de Hella, el grupo de mercenarios más grande de los nueve reinos. Hakon decidió que sería mejor callar y no revelar que, en el pasado, él había pertenecido a aquella organización, aunque fuera brevemente.

Probablemente Olaf el Muerto debía de estar pensando lo mismo, se dijo. Y es que Hakon no le conocía, pero había oído hablar de él: aquel infame guerrero también había pertenecido en el pasado a los Perros de Hella, hasta que le expulsaron. Cuando Hakon perteneció al grupo, oyó muchas historias acerca de él. Era, desde luego, alguien muy peculiar: llevaba una máscara de madera y se cubría completamente con pieles y cueros. Se decía que tenía una enfermedad en la piel que le daba un aspecto horrendo, y por eso nunca la dejaba ver. También se decía que hablaba solo –pronto comprobaron que era cierto-, que no estaba en sus cabales y que había recibido más heridas en combate de las que cualquier hombre podría soportar, de ahí su apodo. Algunos opinaban que no había forma de que muriera, que siempre sobrevivía a cualquier herida posible. Al menos, parecía lo bastante sensato como para no contar que estuvo en los Perros de Hella.

Los campesinos continuaron respondiendo a las preguntas de los guerreros. El único que no participó en la conversación fue Balar el Silencioso, haciendo honor a su nombre.

Hakon pronto dedujo por qué: aquel hombre, aunque aún era joven, estaba sordo como una tapia. Debía de haber sufrido alguna enfermedad o infección en los oídos. Sólo se enteraba de las conversaciones si leía los labios de su interlocutor, y tampoco se le daba especialmente bien, de todas formas. Sin embargo, él se negaba a admitirlo. Ser guerrero era el único oficio que sabía hacer, y confesar que estaba sordo sería admitir una importante desventaja: sus enemigos pronto sabrían que le podían matar sin problemas si le atacaban por la espalda, y quienes quisieran sus servicios… bueno, ¿quién querría contratar a un hombre con un problema tan grave para el combate? Así pues, la única forma de seguir ganándose la vida como guerrero era negar su sordera, fingir que simplemente era un hombre al que no le gustaba mucho hablar, y de ahí su apodo.

Terminadas las conversaciones, algunos de los guerreros fueron dirigiéndose hacia los aposentos que les habían reservado, entre cumplidos y agradecimientos de los campesinos. Hakon observó, intrigado, cómo Olaf el Muerto se plantaba frente a Druida y le cortaba el paso. No parecía hacerlo por molestar, ni se intuía agresividad en sus movimientos: Olaf sólo parecía un chalado irritante que habla con los demás cuando no les apetece hablar.

—Yo te he visto antes—dijo Olaf, señalando su cara muy de cerca—. Eres Arbid. Qué gracioso.

—Puedes llamarme Druida—respondió calmadamente el hombre.

—Como sea. Si quieres ocultar tu identidad, deberías usar una máscara como la mía. Están bien, ¿sabes? Es mejor que ir por ahí siendo un importante noble norteño y esperar que no te reconozcan.

El curandero le ignoró y continuó su camino. Pero Hakon se dio cuenta de que tenía razón: por eso Druida le resultaba familiar, porque, efectivamente, era Arbid, el hijo mediano de Alvis, rey de Svanhaim. Le había visto en el torneo para conmemorar los 100 años del final de la Gran Guerra.

Aquello era, como mínimo, inusual: el segundo en la línea de sucesión del trono de Svanhaim paseándose por los reinos sureños y uniéndose a un grupo de mercenarios a cambio de estudiar algunas hierbas. Sin embargo, era bien sabido que mientras el príncipe Alf, el hijo mayor del rey Alvis, era un excelente guerrero y siempre se implicaba en los asuntos del reino, los intereses de Arbid giraban en torno a la magia y los usos de las plantas. Sencillamente, no le interesaba la política: él se dedicaba a estudiar plantas y hechizos. Era natural que, para no provocar un escándalo político, prefiriera mantener en secreto su identidad. Otros nobles habrían llevado, al menos, a algún guardia real como escolta (además, la guardia real de Svanhaim, compuesta sobre todo por guerreros de las tribus de las montañas, era especialmente alabada por su eficacia), pero él parecía confiar en su capacidad de defenderse por sí mismo.

Hakon hizo un breve repaso mental: de modo que Niels y él estaban allí con historias inventadas. Él, además, tenía que ocultar que había sido miembro de los Perros de Hella, y Olaf el Muerto también. Balar el Silencioso ocultaba que era sordo. Druida ocultaba que era un noble. El Treintañero seguro que también ocultaba algo, pero mejor ni planteárselo, ¿para qué complicar aún más aquel extraño esquema? La única que no parecía ocultar nada era Ula, aunque desprendía tanta agresividad que probablemente apuñalaría a cualquiera que se planteara que ocultaba algo, así que mejor dejarlo también. Era un grupo curioso, desde luego. Habría que ver si funcionaba bien.

 

***

 

El inconveniente más grave surgió apenas unos días después. Dos días después de llegar a Myrdal, Ula y Niels partieron en dirección a los Montes Huecos, donde al parecer acampaban Mads Quebrantahuesos y su grupo de bandidos. Era absurdo ir los siete a una misión de exploración, y la aldea estaría mejor protegida si se quedaban allí; por eso fueron sólo dos los elegidos para explorar.

Volvieron al cabo de tres días. Efectivamente, habían encontrado el campamento de Mad, pero traían una pésima noticia:

—Hemos contado casi cuarenta, y probablemente había más—anunció Ula—. Es… un inconveniente. Pensábamos que serían una docena como mucho.

—No hay forma de que podamos con ellos, joder—dijo Niels, más desanimado—. Nos superan por cinco a uno… qué digo, por seis a uno. Estamos jodidos. No podíamos saber esto cuando aceptamos el trabajo.

Los campesinos quedaron aterrorizados al saberlo: normalmente Mads bajaba a Myrdal con una docena de hombres. Probablemente, porque sabía que con eso le sobraba para saquear una aldea de campesinos indefensos. Que hubiera tantos era algo que no habían previsto, y ahora alcanzaban a comprender que, con toda probabilidad, los siete guerreros renunciarían al trabajo.

Los siete se reunieron para hablar. Niels fue muy claro con su postura:

—No hay forma de que podamos hacer esto. Aunque sólo vinieran la mitad, no tenemos nada que hacer. Renunciamos al trabajo, y les devolvemos la mayor parte de lo que nos han pagado. Sólo nos quedaríamos con una pequeña parte por las molestias de haber venido hasta aquí…

—Entonces les estamos condenando a muerte—replicó Balar el Silencioso—. Si somos guerreros honorables, no podemos retirarnos ahora.

—He venido hasta aquí a por la cabeza de Mads Quebrantahuesos—señaló Ula—. No quiero irme con las manos vacías.

—No me gusta faltar a mi palabra—añadió Druida—. Dije que les defendería de los bandidos.

—Sólo hay una opción—atajó el Treintañero—. En lugar de atacar el campamento de los bandidos como planeábamos, debemos preparar esta aldea para resistir su ataque. Si sus habitantes están dispuestos a luchar, ganaremos en número a los bandidos.

—Es ridículo. No saben luchar. Nunca han luchado.

—Aún nos quedan quince días para la cosecha. Tenemos tiempo para preparar defensas, para fabricar armas y para enseñar a los campesinos a usarlas.

—Imposible…

—¿Quince días? Es más bien poco. Claro que, si nosotros nos encargáramos de la peor parte…

—Además, los bandidos no se lo esperarían ni por asomo. Vendrán confiados, esperando una aldea indefensa, probablemente ni siquiera vengan todos, y les aplastaremos… luego podemos ir a su campamento a rematar a los que queden…

—No hace falta mucha habilidad para clavarle una estaca afilada a alguien. Coges la estaca, se la clavas. No hay más.

—Los campesinos están acostumbrados a hacer esfuerzos físicos. Con unas nociones básicas de combate, tal vez podrían dar la talla…

—Y tampoco creo que los bandidos estén muy entrenados, ¿no? Vale, su líder entrenó con los Perros de Hella, pero, ¿y los demás? Seguro que muchos de esos cabrones sólo saben amenazar a campesinos indefensos o pequeños comerciantes y nunca han estado en un combate real…

—No sé…

—Quiero cortar cabezas, quiero sacar entrañas—canturreó Olaf el Muerto, una ridícula melodía que parecía haber inventado en aquel mismo momento—. Quiero pisar gargantas de bandidos, quiero quemarles vivos…

 

***

 

La respuesta de los habitantes de Myrdal fue unánime. Sólo los niños permanecerían al margen del combate: todo hombre y toda mujer se prepararía para luchar. Estaban desesperados. Sabían que entregar la mayor parte de su cosecha a Mads Quebrantahuesos era una condena a morir de hambre: cualquier cosa era preferible. Si había que luchar, lucharían.

De modo que, pese a la reticencia de Niels, los siete guerreros se quedaron en la aldea y comenzaron a preparar las defensas y a entrenar a los campesinos.

Antes de enseñarles a usarlo, Ula tuvo que enseñar a los habitantes de Myrdal a fabricar un arco. Fueron perfeccionando la técnica poco a poco, mientras otros tallaban flechas. Con el paso de los días, terminarían saliendo quince arcos listos para ser usados.

Niels, por su parte, narraba muchas historias de sus improbables aventuras a los campesinos. Según él decía, les inspiraría para tener valor. Hakon no terminaba de entender la utilidad de narrarles por sexta vez que había recorrido el Desierto de Arann hasta llegar a Erdia y que había luchado contra lagartombres.

Él mismo no se sentía del todo cómodo con su papel: nunca antes había tenido que enseñar a luchar a un grupo de personas. No se veía como instructor, pero poco a poco, se fue acostumbrando. Con el hacha en la mano derecha y el martillo en la izquierda, trataba de enseñar a los campesinos las técnicas que él había aprendido en el ejército norteño. Su estilo de combate no pasó desapercibido para Arbid:

—No recordaba tu nombre, Magnar—le dijo. “Normal”, pensó Hakon—. Pero recuerdo haberte visto luchar. En el torneo de los 100 años, ¿no es así? Luchabas bien.

El vendedor de baratijas asintió: no tenía sentido negarlo, después de todo. Él mismo tampoco tenía interés en mantener su tapadera como Magnar Ojo de Serpiente, más allá de no dejar a Niels como el mentiroso que era, pero la historia se mantenía. Sólo en una ocasión, el Sin Nombre señaló:

—Yo tenía entendido que quien mató a Cráneo de Troll fue Adalgosh, el hijo de Adalgert, vengando así a su padre justo después de que éste cayera.

—Eso es lo que cuentan—apuntó rápidamente Niels—. Lo cierto es que fue Magnar quien dejó herido de muerte a Cráneo de Troll, y Adalgosh simplemente le remató. Pero ya sabes, a los nobles les gusta que cuenten hazañas gloriosas sobre ellos, así que los hechos… se terminan distorsionando. No imaginas cuántas hazañas gloriosas de las que se cuentan por ahí son vulgares mentiras. ¿No es así, Magnar?

Hakon gruñó y asintió en silencio, tentado de reírse de la ironía de la situación. Cualquier retazo de su vida que Niels captara era exagerado y distorsionado hasta extremos ridículos.

—¡Magnar y el príncipe Audhild Serpiente Marina lucharon codo a codo contra una horda de revolucionarios!—narró en una ocasión—Les habían envenenado la comida, todos los demás hombres cayeron y sólo ellos dos se mantuvieron en pie a pesar del veneno. Juntos, cubriéndose mutuamente, terminaron derrotando a todos los revolucionarios en la gloriosa batalla de Iraghanjold. ¿No fue así, Magnar?

—Más o menos—respondía el del ojo de serpiente, considerando seriamente patear los testículos de Niels si volvía a oír la palabra “gloriosa”.

El Treintañero, Balar el Silencioso y Olaf el Muerto también enseñaban algunas técnicas de combate a los campesinos ocasionalmente; pero, puesto que ellos luchaban con espada y las únicas disponibles eran las suyas propias y la de Niels, no tenía mucho sentido. Así pues, ellos tres, junto a todos los campesinos que estuvieran disponibles en el momento, se centraban en recoger madera, tallarla y construir, al menos, una pequeña empalizada, por endeble que fuera.

Arbid, siempre con la capucha puesta aunque el día fuera soleado, había reunido una buena colección de recipientes de cerámica –enviando, en una ocasión, a tres de los campesinos a la posada del Camino Tranquilo, para adquirir algunos más-. Los últimos días se centró en elaborar distintas pócimas y mejunjes en un caldero, y rellenar unos cuantos recipientes de cada.

—Cuidado, no mezcléis éstos—procuraba aclarar—. Éstos nos darán vigor antes de la batalla, estos otros son para untar las heridas una vez acabe todo, y éstos de aquí son para arrojar a nuestros enemigos. Confundirlos sería terrible.

Una mañana, cuando quedaban cuatro días para que terminara el plazo dado por Mads Quebrantahuesos, el entrenamiento de los lugareños fue interrumpido por Olaf el Muerto. Una veintena de ellos estaba practicando el arte de clavar estacas, imitando los movimientos de Hakon y de Balar el Silencioso, cuando el guerrero enmascarado apareció en el patio, dejando tras de sí dos regueros de sangre.

Uno de ellos manaba de una herida en su propio costado; otro, como comprobaron los campesinos con horror, de una cabeza humana mutilada que traía con total naturalidad, agarrada de sus largos cabellos.

Alguno de los habitantes de Myrdal no pudo contener las náuseas; uno de ellos llegó a vomitar en cuanto vio la cabeza. Una mujer joven palideció: parecía a punto de desmayarse.

—Pues sí que empezamos bien—comentó Olaf—. Si os vais a poner así en cuanto veáis un poquito de sangre, lo lleváis mal para una batalla, ¿eh?

El Treintañero, Ula y Niels fueron los siguientes en acercarse, atraídos por el alboroto.

—¿Qué significa esto?—preguntó el Treintañero, contemplando la cabeza de un hombre de unos cuarenta años, con melena y barbas pelirrojas, que Olaf acababa de dejar caer sobre el suelo.

—Uno de los dos hombres que he encontrado cuando iba al bosque a aliviar mis tripas. Me ha rozado con un cuchillo, pero no os molestéis en preocuparos por mí, ¿eh? Nada, como si no estuviera sangrando—respondió Olaf fingiéndose dolido—. No soy adivino, pero yo diría que son exploradores de Mads Quebrantahuesos. El otro ha escapado. Creo que los muy bastardos tenían caballos atados más lejos.

—Eso… eso es un problema—señaló Niels—. Eso es un problema grave. Si has dejado escapar a uno, avisará a Mads. Perderemos el elemento sorpresa.

—“Has dejado escapar, has dejado escapar”. Al menos les he visto y he matado a uno de los dos, ¿dónde estabas tú, creyéndote el héroe de alguna historia? Sólo eres un secundario cómico, idiota.

—¡Eh...!

—¡Callad los dos, joder!—les cortó el Treintañero—¿Podemos seguirle? Tal vez podamos alcanzarle y matarle antes de que informe a Mads.

—No, no lo creo—meditó Ula—. ¿Qué monturas tenemos entre todos los que estamos aquí? ¿Cuatro burros, un mulo y un caballo viejo? No creo que le alcancemos. Y aunque lo hiciéramos, los beneficios no compensarían mucho: si sus exploradores no regresan, Mads también sabrá que se enfrenta a una amenaza. Hemos perdido el factor sorpresa, sí. Si antes dudábamos de si traería a toda su banda o no… ahora está claro que sí. No podemos contar, entonces, con que se dividan y matarles en dos batallas. Será todo o nada.

—Joder, ¿tenemos que combatir a más de cuarenta de golpe? Habrá unas cuantas bajas… incluso puede que no ganemos.

—Ganaremos y con pocas bajas, si lo hacemos bien. Redoblemos nuestros esfuerzos. Hay que hablar con Druida, ¿sigue preparando sus pociones?

—Sí, está con ello…

—Me interesan las que estaba preparando para arrojar a los bandidos. A ver si puede hacer más de ésas…

 

***

 

Mads Quebrantahuesos cabalgaba furioso. No le hacía gracia haber perdido a uno de sus hombres. No le hacía gracia que sus presas se resistieran a él. Ya no iba a llevarse ocho partes de diez, iba a llevarse todo. Y después quemaría aquella jodida aldea. No dejaría a nadie vivo. ¿Cómo se atrevían…?

Quería azuzar a su caballo y llegar allí lo antes posible, pero la mayor parte de sus hombres, por supuesto, iban a pie. Así que tenía que esperar y avanzar a su paso. Eso le irritaba. Joder, todo era irritante aquel día.

Tenía casi en sus manos la posibilidad de hacerse inmensamente rico. Aquellos campesinos no sabían siquiera el valor de lo que cultivaban. Para ellos, era lo más común del mundo: trigo, centeno, cebollas, zanahorias, apio y una vid. Comerciaban con aquellos bienes, llevándolos casi siempre a Brightd, la capital del reino, donde los intercambiaban por otras cosas que necesitaran, o a Niabrida, donde obtenían principalmente arroz en grandes cantidades.

Los idiotas no tenían la menor idea de que los hongos que ocasionalmente infestaban su centeno eran extraordinariamente raros y valiosos para los druidas, que podían preparar ciertas pociones con ellos. Si lo supieran, Myrdal sería una aldea rica y aparecería en todos los mapas de los nueve reinos; desconocedores de ello, vendían su centeno a precio de centeno normal, cuando fácilmente podía valer veinte veces más.

Por supuesto, también pocos druidas eran los que conocían el secreto que albergaba Myrdal; sólo algunos de ellos, comprando en Brightd este valioso producto, habían seguido el rastro para descubrir de dónde provenía. La mayoría de éstos estaban contentos con obtener el ingrediente a buen precio, sin levantar las sospechas de los campesinos locales; pero Mads Quebrantahuesos había tenido la suerte de conocer a un druida más ambicioso, un hombre pequeño de espesa barba llamado Herve.

Él fue quien le habló de este hongo y su valor. Gracias a sus incursiones previas en Myrdal, había logrado amasar una buena cantidad de dinero, la suficiente para ampliar su banda de manera notable: y la mejor parte era que ni siquiera los campesinos sabían el valor de lo que le estaban dando. Ahora, una última incursión y sería definitivamente rico. Con tanto dinero, podría hacer lo que quisiera; probablemente, incluso se las arreglaría para que fueran perdonados todos sus crímenes como bandido desde que dejó los Perros de Hella. Después de todo, los reyes saben valorar el dinero.

Naturalmente, una vez comprobó lo cierto de sus afirmaciones, Mads asesinó a Herve sin ningún tipo de contemplaciones: cuanta menos gente tuviera aquella información, mejor para él.

Por fin, el bandido divisó la aldea de Myrdal a lo lejos. Había levantada una pequeña empalizada que no estaba allí antes: estaban preparados para luchar. Sin duda, habían contratado a algún mercenario, a juzgar por la descripción del explorador superviviente. Pero no podían tener dinero para contratar a muchos, no mientras desconocieran la riqueza que crecía en su centeno. No podía ser difícil matarlos a todos.

Haciendo uso de las estrategias aprendidas con los Perros de Hella, ordenó a sus arqueros que fueran desplegándose para poder atacar la aldea desde distintos ángulos. El grueso de sus tropas lo dividió poco más adelante, también enviando a un tercio de sus hombres al lado contrario de la aldea, rodeándola.

Se disponía entonces a dar instrucciones a los hombres que quedaban con él para el combate, pero no tuvo tiempo: sin previo aviso, una lluvia de flechas emergió de la aldea y cayó sobre los bandidos.

Mads Quebrantahuesos alzó su escudo para defenderse, aunque, de todos modos, ninguna de las flechas cayó sobre él. La mayor parte de ellas fallaron su blanco: era evidente que no contaban con arqueros expertos. Dos de ellas, sin embargo, sí derribaron a dos de sus hombres, uno de ellos muerto al instante.

—Quieren guerra, los hijos de puta—comentó el bandido—. ¡Atacad! ¡No dejéis ni uno vivo!

 

***

 

—¡Otra ronda! ¡Ya!

Los campesinos obedecieron las órdenes de Ula y, tras colocar una segunda flecha en el arco, la soltaron nuevamente.

Los bandidos aún estaban tan lejos que apenas se veían sus borrosas siluetas. La mayoría de campesinos no se acercaba siquiera a acertar: en la ronda anterior, sólo habían acertado Ula y un campesino, pero por pura suerte. La segunda ronda de flechas no alcanzó a ninguno de sus objetivos. No obstante, cuanto más se acercaran, más probable era acertar: la mercenaria tenía esperanzas de lograr unas cuantas bajas más antes de que llegaran a la empalizada.

Fue entonces cuando la primera flecha enemiga cayó junto a ellos. Los arqueros desplegados por Mads empezaban su ataque. Aquello era un contratiempo, pensó Ula; no contaba con tantos arqueros en el bando enemigo como parecía haber. Los bandidos solían ser más de hacha o cuchillo. Éstos estaban bien preparados.

La arquera luchaba descalza para que sus pies se fijaran mejor al terreno y apuntar fuera más fácil, estrategia que la mayor parte de los campesinos había decidido imitar. Con movimientos expertos, disparó su tercera flecha, alcanzando en el abdomen a un arquero del bando contrario.

—Vosotros dos—señaló a dos de sus aliados—, tratad de acertar a los arqueros enemigos. Los demás, seguid apuntando al grueso de los bandidos. Cubríos con la empalizada, no os expongáis mucho. Ellos están en pleno campo, descubiertos, nosotros tenemos defensas. Seguimos teniendo ventaja.

Para cuando Mads Quebrantahuesos y sus hombres llegaron a la empalizada, la resistencia estaba preparada. Hakon, Balar el Silencioso, el Treintañero y varios campesinos les esperaban. La mayoría de ellos portaban estacas con una longitud similar a la altura de un hombre. Se encontraban estimulados por el brebaje que Druida había preparado para ellos; no es que fuera gran cosa, pero al menos les daba la sensación de tener más energía, notaban menos el cansancio y se sentían más agresivos y concentrados a la vez.

Y, aunque algunas de las estacas hicieron blanco y atravesaron la carne de sus enemigos, lo que realmente les cogió por sorpresa a éstos fue otra de las pócimas que Druida había preparado. El primer campesino que arrojó una de ellas contra los bandidos lo hizo siguiendo al pie de la letra sus instrucciones: recipiente destapado, un pedazo de tela ardiendo en la abertura. La única propiedad interesante de aquella pócima era ser extremadamente inflamable; por eso, al romperse el recipiente, el líquido entró en contacto con la tela ardiendo y se extendió con una llamarada que cubrió a varios de los bandidos. Impregnados en el líquido pegajoso, continuaron ardiendo entre gritos de dolor.

La batalla había empezado de forma muy favorable para las gentes de Myrdal; sin embargo, empezó a torcerse cuando el grupo de bandidos que había rodeado la aldea llegó al otro lado, menos defendido. Olaf el Muerto, Niels, varios campesinos con estacas y otro encargado de lanzar una de aquellas pócimas inflamables consiguieron contener brevemente a los bandidos, pero tuvieron que retroceder. Eran demasiados.

Ula ordenó a los arqueros que se fueran separando. Tenían demasiados puntos que cubrir, tenían que ayudar también en otras partes.

—¡Ayudad al otro lado! ¡Tenemos que evitar que entren en la aldea!—gritó Druida, temiendo que la defensa fallara.

Hakon y tres de los campesinos decidieron apartarse de la entrada que estaban defendiendo y corrieron hacia el otro lado. Algunos bandidos se estaban dispersando, buscando también otros puntos por los que atacar: después de todo, la empalizada no era extremadamente sólida, y tenían ciertas posibilidades de derribarla.

Olaf, Niels y los campesinos de aquel lado estaban retrocediendo cuando Hakon y los otros llegaron en su ayuda. Una campesina logró acertar en el cuello a uno de los bandidos con su estaca, matándolo casi al instante. Hakon mató a otro de un certero martillazo en la cabeza.

Sin embargo, era ya tarde. Cuando dos de los campesinos cayeron bajo las hachas de los bandidos, y parte de la empalizada se derribó con la caída en cadena de varios hombres, continuar cubriendo aquella entrada fue inviable. Sus defensores fueron retrocediendo con cuidado, entrando en la aldea mientras los bandidos se iban extendiendo.

El último en retroceder era Olaf el Muerto, que resultó ser un guerrero mucho más preparado de lo que Hakon esperaba. Con una espada en cada mano, numerosos bandidos caían ante sus golpes y su peculiar estilo de lucha. Por si fuera poco, entre los gritos de rabia y de dolor habituales en toda batalla, y alguna invocación a algún dios sureño, se seguía oyendo su voz incesante.

—¡Eh, amigo, cuidado! Parece que acabas de perder tres dedos, no deberías ser tan descuidado—parloteaba, tras mutilar la mano derecha de un bandido que le atacaba con una lanza.

En el extremo opuesto de la aldea, Mads Quebrantahuesos también acababa de tomar ventaja. Sin Hakon y aquellos tres campesinos para defender la empalizada, sus hombres habían conseguido que alguno de los defensores cayera, y pronto fue evidente para Balar el Silencioso y el Sin Nombre que también tendrían que retroceder.

Entre tanto, la lluvia de flechas tardaba en cesar. Algunos de los arqueros de Myrdal habían caído ya, pero Ula continuaba disparando flechas certeras, dispuesta a no dejar vivo a ni uno solo de los arqueros del exterior para poder centrarse en ayudar a sus compañeros. Ciertamente, su trabajo estaba siendo lento en comparación a la acción del resto de la batalla, pero concienzudo: uno tras otro, los bandidos arqueros iban cayendo.

Con los bandidos dentro de la aldea, el número de bajas de entre las gentes de Myrdal empezó a aumentar a buen ritmo. Ya no era tan sencillo como defender una entrada: podían ser atacados desde cualquier lado, y no tenían suficiente experiencia en combate.

Al tener que retroceder hacia el interior, poco a poco, los combatientes se fueron juntando en un número más reducido de espacios entre edificios. La última pócima incendiaria de Druida estalló sobre la cabeza de uno de los bandidos, prendiendo fuego a él y a dos de sus compañeros; aunque, por desgracia, también alcanzó en menor medida a una de las aldeanas.

—Eso ha sido muy arriesgado—murmuró Druida—. ¡No deberíais usarlas dentro de la aldea, podrías haber prendido fuego a las casas!

Cerca de él, Olaf el Muerto contenía a una buena tanda de bandidos. Niels, que estaba maldiciendo haber aceptado aquel trabajo, no pudo por menos que admirarse de su talento blandiendo dos espadas. Tendría que contar algunas historias sobre Olaf en el futuro, pensó. Y tal vez hacerse él mismo con otra espada, todo parecía indicar que llevar dos era buena idea.

El Treintañero, Balar el Silencioso y Hakon también estaban haciendo un buen trabajo combatiendo a sus enemigos. No obstante, la balanza se inclinó ligeramente cuando un bandido se acercó por atrás a Balar.

—¡Cuidado, a tu espalda!—le avisó Hakon.

Evidentemente, no sirvió de nada. Balar el Silencioso era sordo como una tapia. El bandido le atestó un martillazo en la nuca por la espalda que lo mató al instante. En cierto sentido, como se bromearía en las tabernas en un futuro cuando se contase aquella historia, se podía decir que Balar el Silencioso había muerto de sordera; o, al menos, de una complicación provocada por ésta.

Ula aún continuaba disparando flechas junto a otros dos campesinos cuando los bandidos por fin llegaron a su posición. El arco no es un arma muy útil en un combate a corta distancia; los dos campesinos cayeron rápidamente bajo las hachas de los bandidos. Podría haber pasado lo mismo con la mercenaria si no fuera porque, con una velocidad digna de admiración, dejó caer su arco y desenvainó rápidamente una daga con la que cortó la garganta del primer bandido y apuñaló entre las costillas al segundo.

El siguiente en caer fue Olaf el Muerto, atravesado por la espada del propio Mads Quebrantahuesos. Su talento para la lucha era notablemente mayor, pero estaba en desventaja numérica: el líder de los bandidos tuvo suerte. Mientras las espadas de Olaf atravesaban a sus hombres, él pudo hundir la suya en el abdomen del guerrero. De un antiguo Perro de Hella a otro, un final digno para un guerrero. Hakon maldijo al darse cuenta de que la herida que su compañero había sufrido era mortal: nadie podría sobrevivir a una espada que se hundió en sus tripas y salió asomando por su espalda.

Sin embargo, sí era cierto que el número de bandidos se había reducido notablemente. Probablemente Mads también lo notó, mientras sacaba su espada de las entrañas de Olaf. Aquella batalla había sido mucho más dura de lo que pensaba: su banda había sido reducida prácticamente a la nada.

Y en la nada terminó, escasos momentos después. Mads aún pudo matar a otro aldeano más antes de que el Treintañero acabara con él de un certero golpe en el cuello. Entre tanto, Ula, Hakon y un puñado de campesinos despejaban la aldea matando a los pocos bandidos restantes. Incluso Niels logró matar a un bandido ya herido en el brazo, felicitándose por su talento.

 

***

 

—Mil gracias, guerreros. Con todo, habéis salvado nuestra aldea.

El campesino decía esto con lágrimas en los ojos. Su hijo mayor había muerto durante la batalla; era una victoria agridulce, desde luego.

—Estamos honrados de haber luchado en una batalla tan gloriosa—repuso de inmediato Niels, mientras limpiaba la espada de Mads Quebrantahuesos. Era de un buen acero, y parecía que nadie iba a poner inconvenientes a que él se la quedara, así que podría satisfacer su deseo de tener dos espadas—. No tienes nada que agradecernos, la gloria del combate es suficiente recompensa. Eh, y el dinero prometido, claro. Pero los bardos cantarán las hazañas de los siete guerreros que defendimos la aldea de Myrdal de los bandidos, y de los cinco que sobrevivimos.

—Seis. Jodido bastardo, seis.

Niels se giró sorprendido, para ver a Olaf el Muerto arrastrándose hacia ellos, encorvado por el dolor en sus entrañas.

—Por las lágrimas de Anan—murmuró Druida—. ¿Cómo puedes moverte en ese estado? Rápido—indicó a dos aldeanos—, metedle a una de las casas. Puedo aliviar su dolor…

—Y una mierda, aliviar mi dolor—gruñó el guerrero, en brazos de los dos aldeanos—. Si vas a hacer algo por mí, ponme algún mejunje para que esto no se infecte, Arbid, no me vengas con mierdas para dormirme. No tengo intención de morir por esta herida.

—Amigo, es una herida mortal… es…

—Y yo soy el jodido Olaf el Muerto, ¿vale? Sobreviviré, siempre sobrevivo, no importa lo grave que sea la herida. Ya estás poniéndome algún mejunje de esos tuyos, venga, que se note la educación de los nobles norteños.

El druida asintió en silencio, notablemente impresionado. No sabía qué tipo de magia fluía por las venas de Olaf o si sólo era un cabrón demasiado tozudo para morir, pero no podía negar que era un asunto sorprendente.

Las próximas horas se dedicaron a atender a los heridos y enterrar a algunos de los muertos; a los que merecían respeto, al menos. Los campesinos se fueron reagrupando. Habían perdido a muchos de los suyos, pero eran gente dura, acostumbrada a los infortunios. No tardaron en organizarse de nuevo.

También reunieron el poco dinero y los pocos objetos de valor que llevaban encima los bandidos (al menos, los pocos objetos de valor que llevaban después de que Niels se hubiese quedado, sin preguntar, su objeto más valioso con diferencia). Así se produjo el reparto de dinero: Hakon, Niels y Olaf el Muerto se quedaron sus respectivas partes. Ula ya había cortado a hachazos la cabeza de Mads, la había envuelto en unos harapos y había marchado a caballo rápidamente, evitando así cualquier posible reproche o discusión acerca de si la cabeza del bandido era más valiosa que la recompensa que la gente de Myrdal ofrecía.

—Como os dije, no quiero vuestro dinero—repuso con tono amable Druida, en cambio, renunciando a la suya—. Lo necesitaréis para reconstruir Myrdal, para sobreponeros a esto. Aceptaré como pago sólo unos sacos de vuestro centeno. Como druida, tiene mucho valor para mí.

—Sí, no es mala idea—añadió de repente el Treintañero—. Creo que haré lo mismo. Yo también prefiero que me paguéis en centeno.

El noble norteño dirigió una furtiva mirada de sospecha hacia el misterioso guerrero sin nombre. ¿Acaso sabía…? Otro misterio más, pensó. El mundo estaba lleno de ellos.

Hakon no tenía interés por ninguno. Para él, aquellos dos hombres estaban locos por preferir centeno antes que monedas; aunque, al menos, en el caso de Arbid, se entendía. Seguro que el cabrón ya tenía todo el dinero que podía querer. Jodidos nobles.

—Una batalla gloriosa, ¿no es así, Magnar Ojo de Serpiente?—le comentó Niels, apareciendo de la nada para propinarle una amistosa palmada en la espalda.

—La próxima vez que me metas en un lío así, Niels, te mataré—repuso Hakon.

—Aaah, tienes la furia de un guerrero, pero no su afán por las batallas. Bueno, tanto da. Espero que nos volvamos a ver, Magnar. Eres un buen hombre y un buen amigo. Ten por seguro que tu futuro será glorioso: los bardos cantarán tus hazañas; todos los hombres las narrarán en las tabernas y en las hogueras.

—Sí—gruñó—. Eso es lo que me temo.



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