Va un relato que, hasta ahora, sólo se podía leer en la recopilación de Tres tercios españoles, lo que es un buen momento para recordaros que existe y podéis leerla aquí.
Cuando los guardias divisaron una silueta corriendo,
apenas iluminada por la luz de la luna que se filtraba entre las nubes, lo
primero que hicieron fue dar la voz de alto. Lo que empezaba a dibujarse como
un hombre escapando de la finca no obedeció; de modo que dispararon.
Las detonaciones rasgaron el silencio nocturno cuatro
veces, cinco, seis. La silueta se desplomó.
Los guardias acudieron corriendo al lugar en el que
había caído. Estaba muerto. Era un hombre de unos 45 años, delgado, con los
ojos hundidos. Vestía con ropas sencillas, de campesino; con la mano izquierda,
parecía haberse intentado tapar la primera herida que había recibido. La mano
derecha estaba cerrada en un puño.
—Eh—dijo uno de los guardias—, ¿éste no es…?
—Sí. No me acuerdo cómo se llamaba, pero es aquel tipo
que trabajaba aquí, ¿no?
Pasaron unos minutos hasta que el señor González, el
administrador de la finca, apareció. Era un hombre camino de los 60 años, calvo
y regordete, con gafas circulares y un mostacho blanco. Llevaba una gabardina
mal puesta por encima del pijama y en su rostro se notaba claramente que aún
estaba somnoliento: era evidente que dormía plácidamente cuando los disparos le
habían despertado.
—¿Qué ha pasado?—preguntó.
—Había un hombre corriendo, saliendo de la finca. Le
ordenamos que se detuviera, pero no lo hizo, así que disparamos.
—Es aquel hombre que trabajaba aquí…
El señor González se inclinó y, con gesto de
incomodidad, examinó el rostro del cadáver.
—Ah, sí. Es Toño. ¿Decís que estaba saliendo?
—Sí. Debió de colarse sin que le viéramos, pero le
pillamos cuando salía.
—Que no os dé ninguna pena, entonces. Vendría a robar,
el muy sinvergüenza. Mirad a ver si ha conseguido llevarse algo.
Los dos guardias registraron el cadáver, vaciando
todos sus bolsillos. No encontraron nada. Uno de ellos, sin embargo, se fijó en
su puño.
—¿Tiene algo ahí?—dijo, tratando de abrirlo.
—Apostaría a que sí—bufó el señor González.
Los dos hombres intentaron abrir el puño del muerto,
firmemente cerrado.
Mientras tanto, el administrador intentó hacer
memoria, recordar lo que sabía sobre aquel hombre al que hacía tres o cuatro
años que no veía, para explicárselo a don Alfonso cuando le tuviera que
informar.
Aquel hombre había trabajado casi toda su vida en
aquella finca. Como su padre. Recordó que también había conocido a su padre.
El padre de Toño también se llamaba Antonio, y también
había trabajado toda su vida en la finca que ahora pertenecía a don Alfonso;
desde antes de que don Alfonso naciera y de que el señor González empezara a
trabajar como administrador, de hecho.
Toño era hijo único, creía recordar. Algo le sonaba
acerca de algún otro intento por parte de sus padres de tener descendencia,
pero los demás habían nacido muertos, o habían muerto a los pocos meses de
vida, o algo así. Sí, al menos uno había muerto a los pocos meses, recordaba
que hace muchos años Antonio le pidió permiso para ausentarse unos días porque
tenía que llevar a su hijo recién nacido al médico más cercano. Tos ferina, o
escarlatina, o algo parecido.
Además de no tener hermanos, Toño siempre había vivido
con sus padres: no había sido capaz de encontrar pareja y nunca se había
casado. Es verdad que el pobre hombre no era muy agraciado, pensó González.
Había sido un buen trabajador, eso sí. Decente, al
menos. Había cumplido bien hasta el día en que fue despedido.
El motivo había sido la adquisición por parte de don
Alfonso de 350 hectáreas de tierra cultivable que hasta entonces habían
pertenecido a otra familia. Tras esta compra, la gran mayoría de tierras
cultivables en muchos kilómetros a la redonda le pertenecían. Su negocio
agrícola había pasado a ser, prácticamente, un monopolio. Entonces decidió que
ya no tenía la necesidad de explotar tantas tierras como antes: dado que ya no
tenía competencia, posiblemente le saldría más rentable producir menos y vender
a precios más altos. Había otras posibilidades, claro; de hecho, el propio
señor González le sugirió que podía seguir explotando la tierra tanto como
hasta entonces y, además, también subir los precios, y que eso sería una opción
aún más rentable. Pero don Alfonso decidió que no, que si hacía eso, no habría
suficientes compradores para la cosecha y se echaría a perder una parte, y
entonces estaría pagando a trabajadores para nada.
De modo que ésa fue su elección, y no sólo despidió a
una buena parte de los trabajadores de las tierras que acababa de comprar, sino
también a unos cuantos de su finca original. Eso incluía, por supuesto, a Toño.
Había trabajadores mucho más jóvenes que él, que rendían más por el mismo
salario.
Lo último que creía recordar sobre la familia es que
se habían mudado al pueblo más cercano, a casa de unos primos. A saber si había
podido encontrar alguna otra forma de ganarse la vida. Tierras en las que
trabajar no había muchas, desde luego, y sobraban trabajadores más capacitados
que él. Y aprender otro oficio, a su edad… no podía imaginarse a un zapatero
contratando como aprendiz a un hombre de más de 40 años, desde luego.
Si Toño había acabado siendo un mendigo, al menos,
había una explicación fácil a por qué había intentado robar en la finca de don
Alfonso. Ahora, ¿cómo podía haber pensado que tenía posibilidades de
conseguirlo? Porque era imposible, ¿no? Como mucho, podría fantasear con entrar
y salir de los terrenos de la finca sin que los guardias que vigilaban la zona
le pillaran. Pero para robar algo de valor, tenía que entrar en la casa de don
Alfonso o, acaso, en la del propio González; y hacerlo sin despertar a nadie de
sus familias, a los guardias o a los criados se antojaba imposible.
Y, sin embargo, tenía algo en el puño. Y si los
guardias lo abrieran y fuera un colgante de oro o algunas joyas de doña
Jacinta, habría que concluir que, efectivamente, había conseguido robar en la
casa y había estado a punto de escapar con éxito.
Con la información que tenía, con la parte de la
historia que conocía, no había forma de saber qué había en aquel puño. Sin
embargo, había otra parte de la historia que el señor González no conocía.
Él no sabía nada de lo que había sido para Toño crecer
en las tierras de don Alfonso. El cansancio palpable de su padre Antonio cuando
regresaba de trabajar por la noche. La permanente mirada de tristeza de su
madre Remedios. Los pocos años en los que acudió a la escuela, cuando se
quedaba en casa de tío Eustaquio y tía Jacinta, los primos de su padre. Las
lecciones de don Cosme. Jugar a cazar gatos con los otros niños del pueblo. Y
tener, al menos, dentro de la pobreza, un hogar acogedor.
Para Antonio, Remedios y Toño, aquella pequeña casa,
si es que se le podía llamar casa y no chabola, había sido su hogar durante
toda su vida. Aquellas tierras que habían trabajado eran sus tierras. Y, sin
embargo, por lo visto, no les pertenecían.
Toño apenas había podido asimilarlo, de hecho. La idea
de que ya no podían quedarse en aquella casa, en aquellas tierras, porque nunca
habían sido suyas. Palabras como “cesión” o “subarriendo” le sonaban a un
idioma desconocido que se hubieran inventado para reírse de ellos.
Las palabras de su padre fueron las que quedaron
grabadas en su memoria, más que las del señor González cuando les explicó la
situación. “Ahora nos echan. Nos han dejado sin nada. Sin nada”, repetía
Antonio, “todos estos años trabajando y no nos han dejado nada. Ni un puñado de
tierra”.
Se mudaron al pueblo, nuevamente a casa de la tía
Jacinta, convertida ahora en una anciana viuda con tres hijos. Sólo había una
habitación para los tres.
En el pueblo no había trabajo para él… y, entonces,
Toño conoció la pobreza y el hambre aún más de cerca que hasta entonces. El
tener que pedir en la calle, literalmente, tener que mendigar por un mendrugo
de pan.
Parecía que todo sería a partir de entonces un
descenso hasta la pobreza más absoluta, hasta morir de hambre… y, sin embargo,
tras unos meses en aquella situación, la suerte le volvió a sonreír, dentro de
lo que cabe. Cuando murió uno de los molineros, le ofrecieron ocupar su puesto.
Aunque el hambre seguía ahí, aunque seguía siendo aún más difícil ganarse el
pan que en la finca de don Alfonso, al menos, Toño consiguió un trabajo en el
molino.
Durante una breve época, el optimismo todavía brilló
dentro de él. Tal vez podría ganarse la vida. Además, ahora que vivía en el
pueblo, podía conocer a más gente. Puede que por fin conociese al amor de su
vida y se casase con ella. Era ya mayor, sí, pero tal vez todavía estaba a
tiempo…
Pero, en realidad, aunque los primeros meses en el
molino fueran mucho mejor que mendigar, la cosa volvió a empeorar. Por motivos
que Toño no podía entender, pero que sospechaba vagamente que tenían que ver
con la misma razón por la que había sido despedido, la comida cada vez era más
cara. No sólo sus padres y él: mucha gente en el pueblo pasaba hambre. El
precio del resto de productos también subió.
Su padre, Antonio, murió una fría mañana de enero. No
había vuelto a ser el mismo desde que dejaron sus tierras… las tierras de don
Alfonso. Llevaba ya meses en los que apenas se podía levantar de la cama, ya ni
siquiera iba a misa los domingos.
Apenas cinco semanas después, murió su madre. La gente
del pueblo decía que había muerto de pena. Tal vez tuvieran razón.
Sólo después de esto, Toño se decidió a actuar.
Si el señor González hubiera sabido todo eso, también
podría haber imaginado qué era lo que guardaba Toño en su puño. Es más, habría
sido absolutamente previsible: una migaja de lo que le habían quitado, tomada
en un gesto de rebeldía simbólico que le había costado la vida. Nada más que un
puñado de tierra.
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