domingo, 9 de abril de 2023

Somos moléculas inertes

Un pequeño fragmento de Serpientes y Escaleras, de Alan Moore, que me vino a la mente hace poco, de hecho, porque creo que en tres parrafitos contrasta muy bien la aparente insignificancia de la vida en el Universo con la importancia que tiene.

Somos moléculas inertes, unidas por el código fortuito que está grabado en nuestros genes. Barro que se alza. Las sustancias químicas se mezclan en nuestro sedimento, y en nuestras interacciones y combustiones nos imaginamos que sentimos, nos imaginamos que amamos. Nos reproducimos, con matemática previsibilidad como esporas en una placa de Petri. Funcionamos por corto tiempo, luego nos hundimos una vez más en el barro sin conciencia.

Somos una simple contingencia, un movimiento inquieto de suciedad sin importancia y a pesar de ello Rossetti pinta a su difunta Elizabeth, con su cabeza inclinada hacia atrás sobre su garganta imposiblemente delgada, con sus ojos cerrados frente a la luz dorada que la rodea.

El barro contempla al barro, y comprende que es hermoso. A través de nosotros, el cosmos se mira a sí mismo, se quiere a sí mismo, se rompe su propio corazón. A través de nosotros, la materia mira fijamente su propio rostro de ensueño lleno de estrellas y se da cuenta, con incredulidad, de que se da cuenta. Y se da cuenta de que es el Universo.

miércoles, 5 de abril de 2023

La balada de Hakon: Por cinco monedas de oro

Últimamente no he sido asiduo a publicar todos los miércoles, no. Pero ha sido para poder preparar cosas chulas, como el regreso de Miguel Lob Lan y mío a La balada de Hakon con este relato. Recordad que, si queréis leer más relatos y novelas de La balada de Hakon, que hasta el momento son todas gratuitas, las podéis encontrar por aquí.


 

Hakon tenía poco más de treinta años. Era un hombre delgado, aunque fornido. La brisa primaveral sacudía su cabello rubio, algo sucio por el polvo del camino. Vestía una sencilla camisa de color rojizo, unos pantalones de lana y unas botas de cuero. Como era habitual en él, viajaba a lomos de un burro, pues no tenía dinero para comprar un caballo; a sendos lados de la montura colgaban un hacha y un martillo, pues no tenía dinero para comprar una espada.

Sus ojos –en uno de ellos destacaba una deformidad en la pupila, imitando la forma de una serpiente enroscada- escudriñaban las praderas verdes del reino de Svanhaim, iluminadas por el sol matutino y surcadas ocasionalmente por caminos por los que transitaban algunos viajeros, casi todos en la misma dirección que Hakon.

Esto le confirmó que iba por buen camino, y pronto vio aparecer a lo lejos las formas de la aldea de Iraghanjold, su destino.

Un torneo, aunque fuera pequeño, era un evento que siempre atraía a gente. A lo largo y ancho de los nueve reinos, casi todo el mundo admiraba a los héroes, a los guerreros, a los luchadores. El propio nombre de aquella aldea era una buena muestra de ello, honrando a Iraghan la Conquistadora, legendaria guerrera que, se decía, había nacido en aquellas tierras. Había vivido unos 1700 años antes de la derrota del Señor Oscuro; es decir, hacía 3000 años, y aún se la recordaba en las leyendas y en el nombre de la aldea, ¿qué mejor prueba de lo populares que habían sido siempre los héroes?

Por tanto, un torneo suponía un afluente de gente dispuesta a luchar para conseguir gloria y fama, o quizá simplemente la recompensa del torneo en cuestión; gente dispuesta a asistir como público y aplaudirles y vitorearles; comerciantes que, conscientes de que las dos categorías anteriores suponían clientes potenciales, querían aprovechar para vender sus productos. En definitiva, un torneo atraía a mucha gente, de entre quienes Hakon era uno más.

Iraghanjold era una aldea de tamaño medio, lo bastante importante como para aparecer en los mapas. Construida en las orillas de un río, sus construcciones, mayormente de madera, se agolpaban en un desorden al que no se le podía negar cierto encanto. Era una de esas aldeas, de hecho, en las que resultaba difícil saber dónde empezaba y dónde acababa. Al no tener muralla, unas pocas granjas dispersas iban apareciendo poco a poco, y el goteo de edificios aumentaba a ritmo constante hasta llegar a la aldea en sí.

En la calle más transitada, camino de la plaza central, los comerciantes ya habían instalado algunos pequeños puestos: vendían pieles, carnes, queso, telas o baratijas. El propio Hakon podría haber sido uno de esos vendedores de baratijas, de no ser por la recompensa que se ofrecía al ganador del torneo: cinco monedas de oro. Aquel era un premio muy tentador, lo bastante como para que en aquella ocasión prefiriera luchar a comerciar. Una recompensa tan jugosa quizá incluso podría llevarle a comprar algunas tierras y vivir tranquilo, tener un lugar en el que descansar.

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