miércoles, 5 de abril de 2023

La balada de Hakon: Por cinco monedas de oro

Últimamente no he sido asiduo a publicar todos los miércoles, no. Pero ha sido para poder preparar cosas chulas, como el regreso de Miguel Lob Lan y mío a La balada de Hakon con este relato. Recordad que, si queréis leer más relatos y novelas de La balada de Hakon, que hasta el momento son todas gratuitas, las podéis encontrar por aquí.


 

Hakon tenía poco más de treinta años. Era un hombre delgado, aunque fornido. La brisa primaveral sacudía su cabello rubio, algo sucio por el polvo del camino. Vestía una sencilla camisa de color rojizo, unos pantalones de lana y unas botas de cuero. Como era habitual en él, viajaba a lomos de un burro, pues no tenía dinero para comprar un caballo; a sendos lados de la montura colgaban un hacha y un martillo, pues no tenía dinero para comprar una espada.

Sus ojos –en uno de ellos destacaba una deformidad en la pupila, imitando la forma de una serpiente enroscada- escudriñaban las praderas verdes del reino de Svanhaim, iluminadas por el sol matutino y surcadas ocasionalmente por caminos por los que transitaban algunos viajeros, casi todos en la misma dirección que Hakon.

Esto le confirmó que iba por buen camino, y pronto vio aparecer a lo lejos las formas de la aldea de Iraghanjold, su destino.

Un torneo, aunque fuera pequeño, era un evento que siempre atraía a gente. A lo largo y ancho de los nueve reinos, casi todo el mundo admiraba a los héroes, a los guerreros, a los luchadores. El propio nombre de aquella aldea era una buena muestra de ello, honrando a Iraghan la Conquistadora, legendaria guerrera que, se decía, había nacido en aquellas tierras. Había vivido unos 1700 años antes de la derrota del Señor Oscuro; es decir, hacía 3000 años, y aún se la recordaba en las leyendas y en el nombre de la aldea, ¿qué mejor prueba de lo populares que habían sido siempre los héroes?

Por tanto, un torneo suponía un afluente de gente dispuesta a luchar para conseguir gloria y fama, o quizá simplemente la recompensa del torneo en cuestión; gente dispuesta a asistir como público y aplaudirles y vitorearles; comerciantes que, conscientes de que las dos categorías anteriores suponían clientes potenciales, querían aprovechar para vender sus productos. En definitiva, un torneo atraía a mucha gente, de entre quienes Hakon era uno más.

Iraghanjold era una aldea de tamaño medio, lo bastante importante como para aparecer en los mapas. Construida en las orillas de un río, sus construcciones, mayormente de madera, se agolpaban en un desorden al que no se le podía negar cierto encanto. Era una de esas aldeas, de hecho, en las que resultaba difícil saber dónde empezaba y dónde acababa. Al no tener muralla, unas pocas granjas dispersas iban apareciendo poco a poco, y el goteo de edificios aumentaba a ritmo constante hasta llegar a la aldea en sí.

En la calle más transitada, camino de la plaza central, los comerciantes ya habían instalado algunos pequeños puestos: vendían pieles, carnes, queso, telas o baratijas. El propio Hakon podría haber sido uno de esos vendedores de baratijas, de no ser por la recompensa que se ofrecía al ganador del torneo: cinco monedas de oro. Aquel era un premio muy tentador, lo bastante como para que en aquella ocasión prefiriera luchar a comerciar. Una recompensa tan jugosa quizá incluso podría llevarle a comprar algunas tierras y vivir tranquilo, tener un lugar en el que descansar.

Ya estaba volviendo a fantasear con la idea cuando uno de los puestos de comerciantes llamó su atención: en él, una mujer sureña de cabello pelirrojo ofrecía una amplia variedad de armas. Estaba acompañada por un medio orco, más dedicado a vigilar con recelo que nadie robara nada que a tratar con los clientes.

Hakon reconoció a la pareja: la mujer se llamaba Breanna, y su hermanastro… ¿Kronn? Les había conocido cuando regresaba de Iranna, la tierra de los cíngaros, hacía ya… tres años, si no le fallaba la memoria. Recordó que la joven herrera le había parecido atractiva en su momento, y se lo seguía pareciendo.

Hizo que el burro se detuviera y trató de que Breanna reparara en él, aunque estaba ocupada atendiendo a varios clientes a la vez, vendiendo una daga a uno al tiempo que aconsejaba a otros dos sobre el peso del metal y el equilibrio de diversas hojas.

—Saludos, viajero—dijo cuando por fin reparó en él—. ¿Qué clase de arma quieres?

Hakon no pudo evitar cierta sensación de decepción al no ser reconocido.

—Sólo pasaba a saludar. Hakon, ¿recuerdas? Acampamos juntos una noche en Iranna.

—Oh, cierto—los ojos verdes de la herrera se iluminaron ligeramente en señal de reconocimiento—. Perdona, trato con mucha gente. Hakon. Viajabas con un amigo… ¿Graegr, no es así?

—Así es. Me alegra ver que te va bien.

—Lo mismo digo. Ya hablaremos si nos vemos luego, disculpa, ahora estoy muy ocupada.

—Claro. Luego nos vemos.

El norteño continuó su camino, aún un poco decepcionado por lo frío del encuentro. En fin, cosas que pasaban. De todas formas, se dijo a sí mismo, si conseguía ganar el torneo, sin duda encontraría a alguna joven dispuesta a acostarse con él aquella noche. Todo el mundo admiraba a los guerreros, al fin y al cabo.

Llegando ya cerca de la plaza, dejó su burro con otras monturas, custodiadas por algunos guerreros del clan Ríoancho, responsables de organizar el torneo. La multitud se agolpaba para oír el discurso inaugural que daría el patriarca en la plaza; y fue allí donde Hakon tuvo el segundo encuentro fortuito del día.

Ésta vez fue él quien se giró al oír su nombre, encontrándose así a un hombre de su edad, alto, de nariz aguileña y pelo rubio. Tardó unos momentos en reconocerle: habían pasado casi catorce años, después de todo. Sin embargo, algunas amistades no se olvidaban nunca.

—¡Herleifr!—exclamó, gratamente sorprendido.

Los dos hombres se saludaron efusivamente. Se fueron poniendo al día mientras avanzaban hacia la plaza.

Herleifr llevaba todo este tiempo, desde que había abandonado el ejército, aprovechando sus talentos como arquero para dedicarse a cazar. Había pasado algunos años viviendo y cazando en el Bosque Gris, en Vellirihaim, y hacía cuatro primaveras lo había cambiado por el Bosque de Ulf, precisamente a sólo un día andando de Iraghanjold. Era allí donde solía vender sus pieles o carnes, y que se organizara un torneo era una oportunidad especialmente buena. Acababa de terminar de vender todas las que había traído, de hecho, y se las habían pagado bien. Ahora tenía intención de quedarse a ver el torneo, ya que estaba allí.

Hakon, por su parte, había vivido tantas aventuras y tan variadas que apenas tuvo tiempo a hacer un resumen muy general de ellas antes de verse interrumpido por la llegada a la plaza de Halvdan Ríoancho.

El patriarca del clan Ríoancho era un hombre que aparentaba entre cincuenta y sesenta años.  Llegó sentado en una silla, cargado por cuatro esclavos. Saltaba a la vista que esta cantidad apenas llegaba para cargar con él correctamente: era un hombre tan obeso, casi una bola de grasa de aspecto desagradable, que debía de dejar exhaustos a los desafortunados esclavos. Una nariz muy ancha, una calvicie que avanzaba inexorablemente y una gruesa cadena de oro colgando sobre su camisa contemplaban la imagen de un hombre del que Hakon ya había oído hablar en alguna ocasión. Se decía que era desde hace tiempo un señor local con ínfulas de poder: ni siquiera contaba especialmente con el favor o la amistad del rey Alvis, pero éste tampoco se metía en sus asuntos, así que actuaba como si fuera un semidiós. Tenía ya setenta años, aunque, como era frecuente entre las familias de Svanhaim, y especialmente en alguna de ellas como el clan Ríoancho, aparentaba unos cuantos menos. Sin duda había algo de sangre élfica en su linaje, un factor que aumentaba en cierto grado la esperanza de vida aún cuando ni siquiera entre sus antepasados conocidos hubiera un elfo al que pudiera recordar.

Conforme empezó su discurso, claramente dándose importancia –después de todo, organizar un torneo con una recompensa tan generosa era sólo una forma de alimentar su ego-, Herleifr, mejor informado que Hakon, aprovechó para señalarle a los otros miembros del clan Ríoancho que posaban orgullosos junto al patriarca.

A su derecha estaba Hjalmar Ríoancho, el hijo mayor del patriarca. Como una versión más joven de él, mostraba también cierto sobrepeso, aunque considerablemente menos que el padre.  Parecía orgulloso junto a su esposa y sus dos hijos –un chico y una chica que ya se estarían acercando a los veinte años-, aunque las malas lenguas, según contaba un hombre muy hablador que le había comprado una piel de ciervo a Herleifr, aseguraban que engañaba a su esposa.

A la izquierda del patriarca estaba Randel Ríoancho, sobrino de Halvdan y, por tanto, primo de Hjalmar, que ya no compartía en absoluto la obesidad de sus parientes. Al contrario: de cuerpo fornido y rasgos bellos, el pelo moreno recogido en una coleta, era considerado el mejor guerrero de Iraghanjold, y le encantaba presumir de ello frente a otros guerreros o frente a las chicas de la aldea. Lucía una cara armadura bajo una camisa roja, unos elegantes guantes amarillos y una espada en su cinto. Por supuesto, participaría en el torneo, y era el favorito. Además, en un curioso giro de los acontecimientos, las malas lenguas le señalaban a él como la persona con la que Hjalmar engañaba a su esposa.

Por fin, el soporífero discurso de Halvdan fue terminando, tras hacer algunas referencias a que él había llegado a su posición por méritos propios, sin que nadie le hubiera regalado nada y a lo adinerada que era dicha posición.

El patriarca se apartó y se colocó –o, más bien, le colocaron sus esclavos- junto a una mesa en la que un escriba iba anotando los nombres de los participantes en el torneo para llevar a cabo el sorteo, al tiempo que un par de guerreros del clan Ríoancho iban dando su aprobación a los candidatos, asegurándose antes de que su descripción no coincidiera con la de ningún criminal buscado.

Hakon se incorporó a una fila no muy formal de candidatos, mezclados parcialmente con la multitud que acudía a apoyarles o simplemente a interesarse por el proceso. Herleifr permaneció a su lado, apartándose sólo un par de pasos para dar a entender que él no estaba en la fila.

Faltaba poco para el turno de Hakon cuando se empezó a producir cierto revuelo en la plaza, lo que hizo que la fila para inscribirse se detuviera. Una pequeña comitiva de hombres montados a caballo acababan de llegar: portaban el estandarte de la ballena, símbolo de la familia real de Nihlhaim, y cabalgaban directamente hacia la mesa. La gente se apartaba a su lado entre algunos murmullos de admiración al reconocer al líder de la comitiva.

Hakon no pudo sino maldecir por lo bajo ante el tercer encuentro del día con viejos conocidos, si bien esta vez se trataba de un encuentro que le alegraba bastante menos que Breanna o Herleifr. El que encabezaba la comitiva era el príncipe Audhild de Nihlhaim, apodado la Serpiente Marina. Habría sido imposible no reconocerle, dado su habitual porte y sus inconfundibles cicatrices, especialmente la gran cicatriz en forma de tres cortes que ocupaba buena parte del lado izquierdo de su cabeza y de su cara.

La última vez que Hakon había visto a la Serpiente Marina, éste era el hermano del príncipe Adalgert, cuatro años más joven que él. Desde que la maza de Cráneo de Troll se había llevado la vida del príncipe Adalgert ante los ojos de Hakon, no obstante, Audhild era el heredero al trono de Nihlhaim, cada vez más cercano, dada la avanzada edad del rey Adalborj.

El príncipe Audhild desmontó con agilidad ante la atónita mirada de Halvdan Ríoancho, que inclinó la cabeza tanto cuanto le permitía su obesidad.

—Príncipe Audhild—dijo—. No esperábamos ni por asomo la presencia de alguien tan distinguido en nuestro humilde torneo.

—Entonces es tu día de suerte… ¿Halvdan, no es así?

—Ése es mi nombre.

—Bien. Quiero inscribirme en el torneo.

Era bien sabido que Audhild Serpiente Marina era uno de los guerreros más notables de los nueve reinos, y participaba en tantos torneos, expediciones y saqueos como podía: sus cicatrices así lo atestiguaban. No obstante, eso era… antes. Antes de que se convirtiera en el heredero al trono de Nihlhaim, uno de los reinos más poderosos. Generalmente, cuando uno iba a ocupar un cargo tan importante, solía exponerse a menos peligros, y, aunque era probable que quisiera mostrar su valentía ocasionalmente, participaba sólo, si acaso, en aquellas expediciones en que menos peligros se esperaran.

—No… no esperaba al príncipe de Nihlhaim como participante…

—Apunta mi nombre, escriba—ordenó Audhild.

Halvdan, titubeando, hizo una mueca en señal de aprobación. El patriarca se había convertido en un manojo de nervios y contradicciones: por un lado, le alegraba mucho el incremento de la popularidad que suponía la llegada de Audhild; por otro lado, le habría preferido como público que como participante. No podía evitar que se le pasara por la cabeza la idea: ¿y si Audhild Serpiente Marina matara a su sobrino en combate, por ejemplo? O quizá incluso peor, ¿y si muriera él en combate? ¿En qué posición le colocaría eso a él, como organizador del torneo? Pero tampoco podía atreverse a insinuar la menor preocupación por este hecho: seguro que la mera insinuación de que Audhild podría no ganar el torneo sería insultante para un guerrero de su talla.

El escriba anotó el nombre, y el príncipe, satisfecho, intercambió unas palabras más con Halvdan antes de girarse, indicando a uno de sus esclavos que guardara su caballo.

Fue al dirigir su mirada hacia la multitud cuando notó la presencia de Hakon. Las esperanzas de éste de que no le reconociera se evaporaron.

—Te recuerdo, ojo de serpiente—comentó el príncipe—. Tu nombre era Hakon, ¿no? Me dijeron que abandonaste el ejército norteño en condiciones no muy honorables. No quisiste ni hacer el viaje de vuelta con ellos, ¿eh?

—Cumplí mi palabra—replicó Hakon, intentando encontrar un tono equilibrado que no denotara ni arrogancia ni cobardía—. Luché por el príncipe Adalgert hasta el último de sus días.

—Ciertamente. ¿Y qué te trae por aquí? Si no recuerdo mal, preferías vender baratijas a luchar en torneos. Te retiraste del torneo más importante que ha habido en varios siglos sólo porque no te apetecía luchar, ¿no?

—Así es. En aquel torneo se luchaba por gloria y por hacerse un nombre, y eran cuestiones que no me interesaban. Pero en este torneo se lucha por cinco monedas de oro, y eso puede darme de comer.

Audhild Serpiente Marina permaneció en silencio durante unos breves momentos. Las personas más cercanas de la multitud, Herleifr incluido, parecían pensar para sus adentros que no era buena idea que alguien tan insignificante como Hakon despreciara así la gloria del combate hablando con un príncipe guerrero. No les habría extrañado que Audhild le replicara con un puñetazo o, peor aún, desenvainando su espada. Pero, en lugar de eso, el príncipe soltó una carcajada.

—Eres un hombre práctico, Hakon. Y también extraño.

Y, dicho esto, se marchó, seguido de su comitiva.

 

***

 

Las seis personas reunidas en torno a una mesa, en una granja solitaria a las afueras de Iraghanjold, permanecían en un silencio ligeramente tenso. Un hombre de poblada barba bebía hidromiel; otro tallaba virotes para su ballesta; una mujer de mediana edad afilaba su cuchillo. Estaban esperando noticias, y por fin llegaron.

El séptimo miembro del grupo, un joven pelirrojo, entró apresuradamente en la estancia tras atar su caballo fuera.

—¡Joder, no os lo vais a creer!—dijo sin saludo alguno.

—¿Qué pasa?—inquirió una mujer de unos treinta años, considerablemente alta, sentada en la cabeza de la mesa.

—Audhild Serpiente Marina. Ha venido Audhild Serpiente Marina, participará en el torneo.

—Bueno, joder, sí que son noticias.  No esperábamos nada así. ¿Eso es bueno o malo, Ragga?—inquirió el hombre de la ballesta a la mujer alta.

Ragga permaneció unos momentos en silencio. Demasiadas cosas pasaban por su cabeza. ¿Qué respuesta esperaba de ella su grupo?

Desde muy joven, Ragga había tenido un sueño: llevar la cultura y las enseñanzas a cada rincón de Danna. No sólo a los nueve reinos, sino más allá incluso. Y, sobre todo, sin importar lo humilde que fuera alguien. No era justo que sólo los más afortunados, los que nacían en familias prósperas, pudiesen aprender a leer y a desenvolverse mientras la mayor parte de la población permanecía sumida en la ignorancia.

Era sólo un sueño, por supuesto, probablemente imposible de llevar a la práctica.  Por eso, Ragga se había unido a los revolucionarios: para construir un mundo en el que aquello dejara de ser un sueño. Por eso comandaba aquel grupo de siete revolucionarios.

—Rune—dijo, dirigiéndose a un hombre que rondaría los sesenta años, sentado a su derecha—, las plantas que usas… ¿qué pasaría si pusiéramos, digamos, el doble?

Con toda probabilidad, Rune era uno de los miembros más imprescindibles del grupo: aquel druida revolucionario había sido parte indispensable del plan, y también era el dueño de aquella granja en la que se reunían. Tenía sus defectos, por supuesto: hay quien decía que el consumo frecuente de setas y brebajes que le ayudaban a ver cosas que no estaban allí había dejado su mente algo trastornada. También podía ser extremadamente irritante cuando se empeñaba en hablar de las gallinas y los patos que criaba. Pero él era el que tenía los conocimientos necesarios sobre las plantas que estaban manejando.

—Bueno, eso haría más que dejarles dormidos. Creo que morirían. Sí, morirían. La dosis exacta es difícil de calcular, por eso, cuando aún era un joven druida…

—Bien—le cortó Ragga—. Entonces, eso es lo que haremos. No podemos desperdiciar esta oportunidad.

—Eso es… inesperado—señaló otra mujer, de pelo castaño y rizado—. Se suponía que sólo íbamos a dormirlos y robarles

—Eso se suponía, sí—confirmó Ragga—. Robar a un puñado de idiotas ricos y de guerreros que le lamen el culo a esos idiotas ricos. Pero ahora, lo que tenemos delante es mucho más tentador. Podemos acabar con la vida del príncipe heredero de Nihlhaim, ¿os dais cuenta? Eliminaremos a uno de los nobles más poderosos de los nueve reinos.

—A mí me suena bien—asintió otro hombre. Hubo más murmullos de aprobación.

—¿Cuántos guerreros hay inscritos en el torneo?—preguntó Ragga al joven recién llegado con las noticias.

—Veinticuatro en total, pero he podido ver también la mesa para el banquete. Supongo que cuentan con Ríoancho padre e hijo y con que la mayoría de guerreros sobreviva al torneo o no quede malherido y pueda estar presente en el banquete, incluso trayendo algún acompañante. Había veintiocho sillas alrededor de la mesa.

Veintiocho. Bien. Seguimos con el plan como hasta ahora. Rune, necesito que calcules cuánto necesitaremos para que mueran envenenados veintiocho hombres adultos. ¿Lo tienes?

—Lo tengo—sonrió el druida.

 

***

 

Hakon y Herleifr terminaron de almorzar junto al río que pasaba por Iraghanjold, sentados tranquilamente en la orilla.

—No sé cómo te las arreglas para meterte en tantos líos—comentó el arquero—. También tengo que decirlo, si me llegan a decir sólo que estuviste presente cuando el príncipe Adalgert murió combatiendo a unos bandidos, habría dicho que tú estarías con los bandidos, no con el ejército.

Hakon rió de buena gana.

—Es una larga historia. Había un capullo llamado Niels que se inventaba historias…

—¿Niels? He oído hablar de él.

—¿En serio?

—Claro. Es uno de esos nombres que se oyen cuando se cuentan aventuras sobre guerreros, ya sea de un ejército o guerreros errantes… Eltari, Lars… Niels. Sí, me suena haber oído sobre él.

—Joder, qué imaginación debe de tener el muy bastardo. Pues por su culpa, acabé peleándome con un gilipollas que resultó ser noble y eso llevó a que me condenaran a muerte salvo que aceptara luchar para el príncipe Adalgert, y así es como acabé en Iranna luchando junto a ellos.

—Conociste a la familia real de Nihlhaim, entiendo.

—Sí, bueno, a los tres hijos varones. Adalgert, Audhild y Halvard. A Halvard no mucho, a Adalgert y Audhild más. Para ser nobles, con lo cabrones que eso implica ser… tienen esclavos hasta para limpiarles el culo, los muy inútiles… no eran tan malos como el resto de nobles. No sé.

—¿Te estás ablandando?

—No, joder, ya te digo que eran unos cabrones—rió Hakon—. Pero éstos al menos tenían cierto sentido del honor, y hablaban con normalidad con todos sus hombres… no nos trataban como si fuéramos una mierda a la que pisar, ya sabes. Creo que eran los nobles menos malos que he conocido, aunque eso no es mucho decir. ¿Sabes qué fue lo que llevó a Adalgert a hablar conmigo en primer lugar, lo que terminó llevándole a decidir que me perdonaría la condena a muerte? El tatuaje. El jodido tatuaje.

Herleifr miró su propio tatuaje de dos hachas cruzadas, idéntico al de Hakon.

—¿Lo sabía?

—Eso es lo más jodido, creo que no. El pobre mamón debía de recordar algo, seguramente se fijó en nuestro tatuaje cuando embarcamos de vuelta. Creo que sospechaba la existencia de nuestro comando y lo que hicimos, pero que su padre realmente nunca se lo llegó a contar.

—Ya. Los secretos son secretos, ¿eh?

—¿Crees que nos dejaron ir así sin más, Herleifr? ¿Que confiaron en que no dijéramos nada a nadie? ¿Que no intentaron silenciarnos?

—No sé. Tengo mis sospechas.

—Una vez, no mucho tiempo después de aquello, me asaltaron tres bandidos en un camino. No dijeron ni palabra. No me pidieron que les entregara mi dinero, iban directos a matarme. Siempre me pregunté si eran bandidos comunes.

—Yo también. También—asintió el arquero.

—¿Así?

—Me pasó exactamente lo mismo. Tres bandidos, sin decir ni palabra. Les maté para defenderme, no pude hacerles preguntas. Supongo que tú tampoco.

—No, ya me habría gustado que esos cabrones me contasen de qué iba el asunto—suspiró Hakon.

—¿Es sólo una casualidad extraña que nos ha pasado a los dos, o alguien quería asegurarse de que no se supiera nada sobre nuestra estancia en Inhvhaim?

—Ésa es una pregunta muy buena. Joder.

—Espero que se aburrieran de nosotros, o que se olvidaran. O que empezaran a pensar que si no hemos abierto la boca en más de diez años es que no tenemos intención de abrirla. Si tú has estado en un ejército norteño otra vez, y pudiste abandonar otra vez, y sigues vivo… bueno, creo que es posible que ya no tengan intención de matarnos. O que no quieran molestarse, al menos. Si es que alguna vez han querido matarnos.

—Dentro de la mierda que supone todo esto… ni tan mal…

—Eso espero. Quiero que haya acabado. Ya he saldado algunas deudas pendientes que tenía… a ti todavía te debo una por salvarme el culo en Nhuada, ¿recuerdas?

—Oh, joder, olvida eso ya. No hay de qué y todas esas mierdas.

—Bueno, aparte de ésa, no creo tener muchas más deudas. Quiero haber acabado ya, no quiero ser un guerrero. Quiero cazar animales, y ya está. No quiero más mierdas, no quiero más problemas; nunca los quise para empezar.

—Te entiendo. ¿Quién cojones quiere gloria y grandes luchas pudiendo vivir tranquilo?

—Y toda esta mierda de mundo… tal y como está hecho… mira esto—Herleifr señaló al río que tenían delante—. Sabes cómo se llama este río, ¿no?

—Eeeeh, claro, no soy tan inculto. Pero dilo tú primero para asegurarme de que tú también lo sabes—bromeó Hakon.

El arquero soltó una carcajada.

—El Río Carmesí. Se llama el Río Carmesí.

—No parece muy carmesí, pero igual las luces del atardecer lo mejoran, ¿no?

—No es eso. Se llama el Río Carmesí porque, al final de la Gran Guerra, los draugr masacraron a miles de enanos río arriba. Se dice que las aguas del río se tiñeron completamente de sangre, que bajaban de color carmesí. Lo que yo digo es: bueno, si se llama así por eso, antes de la Gran Guerra tenía que tener otro nombre, ¿no? Pero nadie lo recuerda ya. Ésa es la cuestión. En esta mierda de mundo en el que vivimos, la guerra y los guerreros lo definen todo. La gente admira a los guerreros, la gente pierde el culo por los guerreros y hasta los pueblos reciben su nombre por una guerrera de hace siglos y los ríos por lo que pasó en una guerra. ¿Podemos entonces dejar de luchar?

—Supongo que no, ya que ahora mismo me toca combatir a algún otro capullo que aspire a conseguir las cinco monedas de oro. ¿Habrán salido ya los nombres del sorteo?

—Comprobémoslo.

Los dos amigos se encaminaron nuevamente a la plaza, charlando por el camino. Hakon pensó que era curioso cómo funcionaba la amistad: después de más de trece años sin verse, parecía que una amistad fuerte no se deterioraba. Podían seguir hablando con la misma naturalidad que si estuvieran en el barco que volvía de Lingberd, tantos años atrás. Con algunas amistades eso no ocurría, pero con otras, aunque la vida te llevara por distintos caminos, un amigo siempre era un amigo.

Por fin llegaron a la plaza. Se acercaron a la mesa del escriba. Hakon se preguntó si tenía posibilidades de ganar: tal vez si los mejores guerreros se anulaban mutuamente, si alguno era herido en las primeras rondas y a Hakon sólo le tocaba luchar con algún inútil no muy hábil…

Pero no fue así en absoluto. De los veintitrés posibles guerreros contra quienes le había podido tocar luchar en la primera ronda, el destino había querido que saliera el peor resultado para él: primera ronda, Hakon contra Audhild Serpiente Marina.

—Mierda—murmuró.

 

***

 

Halvdan Ríoancho se encargó de repetir una vez más las normas, las habituales en aquella clase de torneos: el combate termina cuando uno de los dos luchadores se rinde, queda inconsciente o muere. El público aplaudió entusiasmado. El torneo comenzó.

En el primer combate, se batieron en duelo dos guerreros armados con espada y escudo. Uno de ellos quedó inconsciente tras recibir un fuerte golpe en el casco, que le salvó la vida. El segundo combate fue similar, aunque uno de los combatientes luchaba con hacha, y se rindió tras ser herido y ver peligrar su vida. La sorpresa del tercer combate fue que uno de los guerreros fuera un elfo, o, al menos, medio elfo. Desde luego, tenía las orejas puntiagudas y los rasgos élficos habituales. Después de todo, Svanhaim era el reino humano que mejor toleraba a los elfos y que más relaciones tenía con ellos; aún así, seguía siendo muy raro ver a elfos fuera del reino de Elveon. En este caso, no obstante, mejor habría sido que nunca hubiera salido de allí, ya que la espada de su rival le atravesó el costado. Los hombres del clan Ríoancho le ayudaron a retirarse de la arena cuando se rindió, aunque difícilmente sobreviviría a aquella noche con una herida con tan mal aspecto.

Con este incómodo precedente, Hakon salió a la arena.

Audhild Serpiente Marina era, con toda probabilidad, una de las pocas personas de los nueve reinos que luchaba sin casco ni escudo aún teniendo dinero para ellos. Puede que a alguien tan rápido como él sólo le estorbaran, o puede que alguien tan hábil como él prescindiera de ellos simplemente para impresionar a su público.

Por el contrario, el antiguo vendedor de baratijas no tenía casco ni escudo por no disponer de dinero para ellos: daba gracias de poder contar con un chaleco de cuero que se había puesto sobre su camisa rojiza.

El príncipe se fue moviendo con calma, con movimientos precisos, sosteniendo la espada con una mano. Hakon empuñaba el hacha con la mano derecha y el martillo con la izquierda, preparado para atacar. Apenas pudo alzarlos para defenderse.

El primer ataque de la Serpiente Marina fue rápido pero suave: la hoja de su espada rebotó contra el martillo de Hakon. Parecía un ataque de prueba, aunque su contrincante rara vez había visto a nadie moverse tan rápido.

Inmediatamente después, Audhild lanzó dos ataques más, que pasaron silbando junto a la cara de Hakon, éste retrocediendo para esquivarlos. Tras esto, vio una oportunidad para atacar: se lanzó hacia delante oscilando su hacha, pero el príncipe evitó su filo sin problemas.

La Serpiente Marina mantenía en todo momento una sonrisa arrogante, casi un gesto sádico. Sabía que la posibilidad de que perdiera aquel combate era prácticamente inexistente.

Atacó de nuevo, acercándose aún más. Esta vez, a pesar del salto hacia atrás de su contrincante, su hoja le pasó rozando: cortó a través de la coraza de cuero y abrió una herida no muy profunda en el pecho de Hakon. La sangre brotó. Si hubiera tardado una fracción de un instante más en apartarse, el corte habría sido considerablemente más profundo.

El menos popular de los dos guerreros tuvo así un doloroso recordatorio de que tenía que medir muy bien sus movimientos para sobrevivir a aquel combate, mucho más para ganar. Decidido, contraatacó con su martillo, en un movimiento tan brusco, usando todo el peso de su cuerpo, que Audhild tuvo que bloquearlo con su espada, sujetándola con ambas manos para no ceder. Hakon aprovechó aquello para atacar con el hacha. Contra su pronóstico, su contrincante consiguió esquivarla una vez más a pesar de la corta distancia que les separaba; al menos, estaba teniendo que retroceder y obligado a adoptar una posición defensiva.

Tomando así la iniciativa, Hakon descargó una patada contra las costillas de Audhild, obligándole a retroceder y a bajar aún más su espada. Trató de atacar con el hacha por tercera vez, pero la Serpiente Marina hizo gala de una extraordinaria velocidad al girarse y, si bien estaba demasiado cerca para usar la espada, dar un fuerte codazo a Hakon en la cara que le hizo tambalearse e interrumpir su ataque.

El príncipe, ahora sí, echó la espada hacia atrás para coger impulso y atacó una vez más, con todas sus fuerzas. Hakon, aturdido, apenas pudo alzar el martillo para parar el golpe, pero la fuerza del impacto le arrancó el arma de las manos.

Se lanzó hacia delante, agitando su hacha inútilmente, desorientado y parcialmente desarmado. Audhild le esquivó con facilidad apartándose a un lado al tiempo que le daba una fuerte patada en la pierna, lo que, sumado al impulso que ya tenía Hakon, le tiró al suelo de espaldas.

La Serpiente Marina, teniendo al antiguo vendedor de baratijas boca arriba en el suelo, aturdido e incapaz de bloquear el siguiente golpe, alzó su espada para rematarle.

—¡Me rindo!—gritó Hakon rápidamente.

Audhild seguía manteniendo aquella sonrisa sádica en su rostro, mirando a su contrincante con superioridad. Hakon tuvo la certeza, en aquel momento, de que su vida acabaría allí. Por supuesto, el combate debía acabar cuando él se rindiera, pero, ¿de qué iban a servir esas dos palabras frente a la furia de la Serpiente Marina? ¿Por qué un simple “me rindo” iba a impedir que el príncipe de Nihlhaim rematara a un desertor del ejército norteño? ¿Y quién iba a reprocharle que lo hiciera, quién iba a reprochar a un príncipe que rematara a un vagabundo en combate?

La espada de Audhild descendió con furia. Su filo mortal se hundió en la tierra a escasa distancia de la cabeza de Hakon. El príncipe, triunfante, hizo un gesto de victoria.

El perdedor se incorporó, aturdido, la sangre manando de su nariz y del corte de su pecho. Había perdido el torneo en la primera ronda, cierto, pero en aquel momento estaba bastante aliviado simplemente por seguir vivo.

 

***

 

Los combates continuaron con rapidez, aunque Hakon se perdió la mitad de ellos mientras buscaba a un druida que, a cambio de unas monedas, le untó un mejunje de hierbas en la herida del pecho que, le aseguró, garantizaba que la herida no se infectaría. Hakon, que por naturaleza tendía a desconfiar de druidas y otros charlatanes, también le aseguró que, si aquello no era verdad, le encontraría y le partiría las piernas.

En la primera ronda habían sido eliminados doce de los aspirantes; dos de ellos muertos y otros dos mortalmente heridos, cabía señalar. Tras esto, hubo una pausa que la mayor parte de la gente aprovechó para comer.

A primera hora de la tarde, la segunda ronda transcurrió con rapidez, suponiendo la eliminación de otros seis participantes del torneo (uno de ellos, muerto). Sin embargo, uno de los vencedores había sido también herido en el costado: esto le obligó a retirarse, y pese a haber ganado, no pudo participar en la próxima ronda.

Así pues, ahora quedaban cinco aspirantes a ganar el torneo: para que las cuentas cuadraran con un número impar, se decidió organizar una ronda de parejas. Se hizo un sorteo en el que dos de los participantes mantendrían un duelo doble contra otros dos, mientras que el quinto pasaría directamente a lo que probablemente sería la semifinal. Sospechosamente, el sorteo favoreció a Randel Ríoancho, y así, el sobrino del patriarca se ahorró un combate.

El duelo por parejas fue ciertamente espectacular: cuando las espadas apenas se habían entrecruzado un par de veces, un corte alcanzó en la garganta al compañero de Audhild Serpiente Marina, matándole casi al momento. Sin embargo, el príncipe, un instante después, pudo cortar de cuajo la mano de uno de sus contrincantes y herir al otro en el vientre, ganando así a los dos.

Por tanto, ya sólo quedaban como aspirantes a ganar el torneo la propia Serpiente Marina y Randel Ríoancho, y lo que en un principio iba a ser la semifinal se convirtió ya en la final del torneo. Se alargó hasta el doble la pausa de descanso antes de la final para, ya que sobraba tiempo, aumentar el suspense y que ésta se celebrara poco antes de la hora de la cena.

No teniendo mucho más en qué ocupar su tiempo, Hakon y Herleifr bebieron unas cuantas cervezas en una de las tabernas de Iraghanjold. Pudieron encontrar una taberna grande con sólidas paredes de madera en la que un bardo entonaba, con cierto talento, canciones sobre Iraghan la Conquistadora, Asbjorn Dos Espadas o Erick el Explorador; sobre la Compañía Gloriosa que derrotó al Señor Oscuro, las Guerras Místicas o la espectacular batalla de Ulfgod en la Gran Guerra. Como bien había señalado Herleifr durante el almuerzo, vivían en un mundo que glorificaba la guerra y a los guerreros; pero, al menos, también había cerveza.

Tambaleándose un poco y de mejor humor, llegaron de vuelta a la arena de combate a tiempo para ver la final. De todos modos, no se habrían perdido mucho: en comparación al espectacular duelo de parejas que había sido la semifinal, la final fue terriblemente decepcionante.

Audhild y Randel chocaron sus espadas en dos ocasiones; a la tercera, la espada de Randel salió volando de su mano y gritó rápidamente que se rendía. Eso fue todo el duelo final. Para disgusto del público, que esperaba ver sangre y golpes duros, era evidente que Randel sabía que no era rival para Audhild y tampoco tenía la menor intención de morir aquel día, por lo que había procurado rendirse lo antes posible.

Halvdan Ríoancho se apresuró a salir –o, más bien, a que le sacaran- a la arena a hablar de la prodigiosa fiesta que les esperaba ahora: del gran banquete principal al que invitaba él, del resto de cenas que habría por todo Iraghanjold, de los ríos de cerveza e hidromiel que correrían, de los muchos bardos y de las atractivas bailarinas que amenizarían la velada. Después de todo, Halvdan sabía que hay pocas cosas más peligrosas que una masa de gente que busca diversión y no la encuentra, así que era importante apaciguarles cuanto antes.

Para confirmar sus palabras, entraron en la arena cuatro esclavas elfas, semidesnudas. Por lo visto, a Halvdan le gustaba agrupar a sus esclavos de cuatro en cuatro, y aquellas cuatro, por así decirlo, eran las joyas de la corona. Ante la visión de los pechos de las cuatro elfas, los vítores y gritos del público resonaron por todo Iraghanjold; especialmente los de los hombres que no habían acudido al torneo con sus esposas, aunque alguno de los que sí lo había hecho vitoreaba de todos modos. No debía de haber sido fácil conseguir a cuatro elfas como esclavas, pensó Hakon, y menos en Svanhaim, el reino que mejores relaciones tenía con Elveon. Probablemente las cuatro habían sido en el pasado criminales de alguna índole, desterradas de Elveon por ello; ésa era quizá la única explicación posible a que el patriarca de un clan de Svanhaim pudiera tener esclavas elfas sin molestar a las coronas de su reino y del reino vecino.

Así, la fiesta se fue animando. Hakon, como participante del torneo, tenía una silla en la mesa del banquete principal; y, dada la cantidad de participantes que habían muerto o estaban gravemente heridos y, por tanto, habían dejado su hueco libre, se le permitió invitar a Herleifr.

Echando un vistazo a la configuración final de la mesa, Hakon contó que había seis hombres del clan Ríoancho –incluyendo a Halvdan en la cabeza de la mesa, a su hijo Hjalmar y a Randel-, quince de los otros participantes del torneo –incluidos Audhild Serpiente Marina y él mismo- y siete invitados, amigos de alguno de los participantes del torneo –incluido Herleifr, claro-. Es decir: básicamente no conocía a casi ninguno de los hombres sentados en torno a la mesa, y con los pocos que conocía, descontando a su amigo arquero, tenía mala relación; pero había comida gratis. Carne tierna de cordero, de ternera, de cerdo, de pollo y de pato llenaban las bandejas sobre la mesa. Hakon nunca había tenido tal manjar frente a él, y pensaba aprovecharlo.

Empezaron a comer entre charlas distendidas sobre batallas y aventuras. La atracción principal de la mesa, por supuesto, era Audhild Serpiente Marina: todo el mundo estaba pendiente de sus historias sobre cómo perdió varios dedos de una mano luchando contra unos wulver cuando saqueaba una ciudad de los elfos oscuros abandonada tras la Gran Guerra, sobre la ocasión en la que viajó a Kress o sobre cómo navegó por la Costa Larga hasta llegar más al sur de lo que cualquier otro aventurero norteño hubiera llegado jamás.

Hakon, por su parte, prefería centrarse en tragar comida que en escuchar aquellas historias y emitir algún ruido de admiración de vez en cuando. Aún así, al fin y al cabo era un hombre que no estaba acostumbrado a comer mucho, por lo que no podía competir contra otros comensales, como Halvdan Ríoancho, que devoraban la cena a una velocidad muy superior a la suya.

Con el paso del tiempo, la conversación se fue apagando. Los comensales, con el estómago lleno, empezaban a disfrutar de una agradable y plácida sensación de sueño. Hakon pensó que quizá podría quedarse dormido allí mismo si cerraba los ojos. Se estaba tan a gusto…

Era un poco raro, eso sí, pensó. ¿Todo el mundo se sentía igual? Todos los comensales parecían estar quedándose dormidos, sus ojos se cerraban…

Entonces, la cabeza de Halvdan Ríoancho se desplomó sobre su plato, sobresaltando a todos los presentes. El obeso patriarca había caído de bruces, dormido allí mismo. Su hijo se apresuró a sacudirle el hombro.

—¿Padre? ¿Padre?

Sólo entonces lo entendió Hakon. La cena. Envenenada. Tenía que ser eso. Rápidamente se giró sobre su silla e introdujo dos de sus dedos en la boca, buscando el reflejo emético que le hiciera vomitar lo antes posible. Herleifr, dándose cuenta de lo que pasaba instantes después, hizo lo propio. Idiotas, pensó Hakon. Los dos habían pertenecido a un comando asesino que en una ocasión usó aquella misma estrategia, tenían que haberlo notado mucho antes.

La mayor parte de los esclavos que habían preparado la cena o asistían a alguno de los presentes estaba en pánico, sin saber qué hacer. No así tres de ellos, revolucionarios camuflados como esclavos. Ragga y el resto del grupo salieron de las sombras y se juntaron con ellos. La líder examinó la situación: casi la mitad de los guerreros parecía inconsciente, y Halvdan, en concreto, parecía el único definitivamente muerto. Sin embargo, los demás aún estaban conscientes.

—¿Qué ha pasado, Rune?—murmuró Ragga—Dijiste que les mataría. A todos.

—Bueno, esto de matarles y no dejarles inconscientes…—se apresuró a explicar el druida—ha sido… o sea, ha sido un plan de última hora… tal vez no he calculado del todo bien, pero si no mueren, al menos sí deberían quedar inconscientes…

—No si vomitan la cena—respondió Ragga, señalando a Hakon y a Herleifr—. Rematemos a todos ahora. Ya.

Hakon terminó el proceso y se aclaró la garganta; algún otro de los comensales parecía haber seguido su estrategia, pero pocos. El antiguo vendedor de baratijas tuvo que gritarlo explícitamente para los que eran demasiado estúpidos como para darse cuenta:

—¡La cena estaba envenenada! ¡Vomitad! ¡Vomitad ahora mismo!—gritó.

Ahora sí, alertados por el grito, unos cuantos más les siguieron. Randel estaba intentando reanimar a su tío, pero de todos modos parecía demasiado tarde para él; así que decidió priorizar su propia supervivencia y provocarse el vómito. Hjalmar pareció a punto de hacerlo, pero finalmente, también él cayó inconsciente.

Entonces, Ragga se colocó detrás de uno de los guerreros del clan Ríoancho y le apuñaló sucesivas veces con un cuchillo. Alertados así de aquel otro peligro, los que podían hacerlo se pusieron de pie.

Siguiendo el ejemplo de su líder, los demás revolucionarios se adelantaron y se lanzaron sobre los comensales. Ragga retrocedió, satisfecha por haberles animado por fin. Uno de los guerreros cogió el mismo cuchillo con el que estaba comiendo y apuñaló a Rune en la garganta, hiriéndole mortalmente; pero después el cayó bajo la ballesta de otro de los revolucionarios.

Algunos guerreros consiguieron alcanzar sus armas. Herleifr, sin embargo, había dejado el arco y las flechas más lejos. Hakon había hecho lo propio con el hacha y el martillo. Los dos intentaron avanzar para coger sus armas, pero cada paso requería un esfuerzo enorme; sus pies pesaban y todo daba vueltas. Sin duda, vomitar había prevenido que absorbieran todo el veneno de la comida ingerida y que seguramente les habría matado; pero aún así, habían absorbido suficiente veneno como para que moverse fuera una proeza.

Los guerreros empezaron a defenderse de los revolucionarios, pero todos tenían el mismo problema. Sus movimientos eran lentos y pesados, su sentido del equilibrio les fallaba; pese a que tenían mejores armas y muchísima más experiencia de combate que los revolucionarios, iban perdiendo por mucho, y se veían forzados a retroceder y a mantenerse a la defensiva.

—¡Estás bien así muerto, jodido cerdo!

Ragga reparó en la elfa que profirió aquellas palabras: era una de las cuatro esclavas elfas de Halvdan Ríoancho, que acto seguido escupió sobre el cadáver del patriarca. Sonriendo, la esclava se giró hacia ella.

—Sois revolucionarios, ¿verdad? ¿Puedo unirme a vosotros? No puedo soportar un día más como esclava. ¿Me aceptaréis?

Ragga le devolvió la sonrisa, gratamente sorprendida.

—Claro que eres bienvenida. Coge un cuchillo y matemos a todos estos cerdos.

Hakon estaba perplejo: el veneno le impedía razonar con claridad. Era la primera vez que tenía la oportunidad de ver –y de vivir, pues esta vez él era uno de los blancos- un ataque de los revolucionarios, aunque había oído hablar de ellos. Sí, claro, los revolucionarios. Incluso había estudiado sus ideas, sus costumbres y sus formas habituales de actuar durante su primera estancia en el ejército.

Era gente que buscaba que los reyes y nobles perdieran sus privilegios, ¿no? Aquello a Hakon no le sonaba nada mal, aunque era demasiado cínico como para simpatizar con los revolucionarios o unirse a ellos. Seguro que sólo eran un poco menos malos que los reyes. Y adoraban a aquella heroína mitológica, ¿cómo se llamaba? Okto-Breanna Estrella Roja. Eso. Qué gracioso, pensó: el segundo nombre de Okto-Breanna Estrella Roja era Breanna, como la herrera sureña. Nunca había reparado en ello. Y al final no se había vuelto a encontrar con ella a pesar de que a la mañana se había despedido con un  “luego nos vemos”, vaya mierda, seguro que ya se había ido…

Absorto en la cadena de pensamientos delirantes inducidos por el veneno, Hakon apenas había podido darse cuenta de que uno de los revolucionarios, el de la ballesta, se había colocado frente a él y le estaba apuntando. El norteño no tenía fuerzas para apartarse, sencillamente moriría…

Una flecha pasó silbando por encima de su cabeza y terminó clavándose en el pecho del revolucionario, matándole al momento antes de que pudiera disparar su ballesta. Hakon se giró, mareado, y pudo ver a Herleifr, sonriendo, ya habiendo recuperado su arco y sus flechas. Él tenía que hacer lo propio con su martillo y su hacha… pero estaban demasiado lejos… había algunos revolucionarios por el camino…

La esclava elfa, cogiendo un cuchillo de la mesa, pudo matar a un guerrero sin ningún problema. Sin embargo, después se encontró a Audhild Serpiente Marina; y fue él quien, balanceando su espada, aún mareado, la mató a ella. Hakon contempló asombrado lo bien que luchaba el príncipe… sobre todo, considerando que no se había forzado el vómito. No se había forzado el vómito, ¿verdad? Estaba luchando aún con todo aquel veneno dentro de su cuerpo, y aunque sus movimientos estaban obviamente entorpecidos y se tambaleaba, seguía siendo un buen luchador. No cabía duda de que aquel cabronazo no sólo era uno de los guerreros más hábiles de los nueve reinos, sino también uno de los más duros, pensó Hakon.

Ragga estaba pensando lo mismo, pero con la preocupación reflejada en su rostro. Aquello no estaba saliendo en absoluto como estaba previsto. Que no hubieran muerto todos envenenados ya era un problema, pero confiaba en arreglarlo rematándolos. Sin embargo, la habilidad de algunos guerreros y, sobre todo, la de Audhild, estaba inclinando la balanza a su favor. Quedaban pocos revolucionarios ya.

Hakon cayó al suelo de rodillas, demasiado mareado para seguir andando. Al menos, al descansar, el mareo se le empezó a pasar un poco. Junto a él estaban los cadáveres de uno de los guerreros y del revolucionario de la ballesta; por casualidad, los dos habían caído justo al lado, y al lado también del punto en el que las piernas de Hakon habían decidido que no podían seguir sosteniéndole.

Herleifr disparó otra flecha, y otro de los revolucionarios cayó. Lo que él no había notado es que tenía a otra a sus espaldas.

—¡Cuidado!—le advirtió alguien, aunque demasiado tarde.

Una revolucionaria que empuñaba un cuchillo se abalanzó sobre Herleifr, que sólo pudo girarse a tiempo de ver cómo el filo del cuchillo se acercaba a él. Sin embargo, un virote se adelantó y se hundió en la cabeza de la revolucionaria, matándola al momento y salvando al arquero de un apuñalamiento seguro. Desde el suelo, Hakon sonrió, sosteniendo aún la ballesta.

—Era un tiro fácil, vale, pero tienes que admitir que no se me da mal usar este trasto—comentó, satisfecho.

Ragga, ya la única superviviente de los revolucionarios, retrocedió, sosteniendo el cuchillo en su mano temblorosa. Audhild Serpiente Marina avanzó hacia ella, espada en mano. La revolucionaria decidió que tal vez era mejor apuntar el cuchillo contra su propio cuello que contra su contrincante. No podía huir, y sabía muy bien la crueldad con la que los nobles tratan a sus enemigos cuando les hacen prisioneros. Para la líder de un grupo de revolucionarios que habían matado a varios guerreros y al patriarca de un clan importante, se podía esperar un castigo tan cruel como el águila de sangre.

—No me vas a coger viva—dijo, temblando. Una lágrima de terror resbaló por su rostro—. No dejaré que me cojáis viva para torturarme y violarme y mutilarme y exponer mi cadáver.

—Me da exactamente igual—repuso Audhild, y, antes de que ella pudiera matarse, él la mató de un solo golpe con su espada.

 

***

 

Un par de horas después del amanecer, Hakon y Herleifr se encontraron a la salida de la posada en la que habían dormido. El arquero, al parecer, ya llevaba más de una hora levantado, mientras que Hakon era un gran amante del acto de dormir todo lo que pudiera.

—He oído que al final Hjalmar Ríoancho ha sobrevivido, el veneno sólo le dejó inconsciente durante unas cuantas horas—comentó, a modo de curiosidad.

No es que Hakon estuviera muy interesado en la política, pero ya que había participado en el combate de la noche anterior, tenía curiosidad por saber qué había sido del único hombre conocido cuyo destino era incierto. Cuando terminó el combate, estaba claro que habían muerto Halvdan, otros catorce comensales y los ocho revolucionarios –incluyendo a la esclava elfa que se había unido a ellos a última hora-. También estaba claro que diez comensales habían sobrevivido: esto incluía a Hakon, Herleifr, Audhild Serpiente Marina y Randel. Sin embargo, otros tres, entre los que se encontraba Hjalmar, habían quedado profundamente inconscientes y no se les podía reanimar: no se sabía, por tanto, si el veneno acabaría matándoles o si conseguirían reponerse.

—Bien por él, pero me intrigaba sólo por curiosidad—repuso Hakon, encogiéndose de hombros—. Tampoco creo que se hubiera perdido mucho si se moría, ¿eh?

—Ya me imagino, ya—rió Herleifr.

—Joder, vaya clan de inútiles—Hakon se aseguró de que nadie estuviera lo bastante cerca para escucharles mientras montaba en su burro—. El padre muerto, el hijo a punto y el sobrino sobrevivió al combate sin problemas pero por pura suerte, ¿eh? No te creas que mató a ninguno de los revolucionarios, si estaba ahí mareado con la espada desenvainada pero sin hacer nada, que lo vi yo.

—No creo que fueran más inútiles que la media. Sólo te caen peor porque son nobles, ricos y daban un poco de asco en general.

—También es verdad.

—A todo esto, te sigo debiendo una.

—¿Eh?

—Me salvaste la vida en Inhvhaim y te dije que te debía una, ¿recuerdas? Y anoche te salvé la vida a ti, pero después me la salvaste tú a mí y de una forma inusual para ti, no te imaginaba tan competente con una ballesta.

—Joder, ¿todavía sigues con esa mierda? Te dije ayer que lo olvidaras.

—Pues no lo he olvidado, y no manejas mal la ballesta.

—Por lo menos aquel pedazo de mierda de Gunnjorn nos enseñó algo útil, ¿eh? Llevaba sin coger una ballesta desde que nos enseñó aquel cabrón cómo funcionaban. Creo que me llevé algún bastonazo por fallar alguna de las dianas, pero acertaba la mayoría, me parece.

—Oh, joder, es verdad—Herleifr soltó una carcajada—. Había olvidado que también a vosotros os hizo tirar con arco un par de días y con ballesta otros dos. Mierda, nunca consiguió que Olson el Muro acertara a una sola diana, pero a él no se atrevía a darle bastonazos.

—Hasta que le dio uno, y mira cómo terminó—Hakon también estalló en carcajadas. Era sorprendente que, con el paso del tiempo, hasta aquella mierda de entrenamiento pudiera ser recordado con nostalgia y provocar risas. Hacía falta un amigo para ello, claro: para recordar con nostalgia momentos amargos, es necesario haber tenido al menos un amigo en ellos.

—¿A dónde irás ahora?

—Tal vez al sur otra vez. No se estaba mal por allí. He venido al norte sólo por la noticia del torneo, la verdad. ¿Tú seguirás en el Bosque de Ulf, entonces?

—Eso es. Visítame si vuelves a pasar por aquí. Mi cabaña está en mitad del bosque, pero no es difícil de encontrar si la buscas: entras al Bosque de Ulf por el extremo Este y sólo verás un riachuelo por esa zona. Si lo sigues, tarde o temprano llegarás a mi cabaña.

—Vale, eso parece fácil. Nos vemos entonces, Herleifr.

—Hasta otra, Hakon. Y te sigo debiendo una—los dos hombres se estrecharon la mano.

En el camino hacia el sur, de nuevo, el sol iluminaba los campos de Svanhaim. Hakon se quitó el hacha y el martillo de encima y los colgó de la montura de su burro, igual de accesibles en caso de que le atacaran pero más cómodo que llevarlos colgando de su propio cinturón. Después, examinó de nuevo su nueva bolsita de terciopelo rojo llena de monedas. Contenía cuatro monedas de plata, seis de bronce y unas cuantas más de menos valor: muchísimo menos que las cinco monedas de oro que habría ganado de haber salido triunfante en el torneo, pero no estaba nada mal.

La noche anterior, en medio del fragor de la batalla, Hakon había caído junto a dos cadáveres, el de un revolucionario y el de un participante del torneo. Había aprovechado entonces para coger la ballesta de las manos del revolucionario muerto y salvar la vida de Herleifr; pero también, sin que nadie lo notara, había hurgado un poco en el cinto del participante del torneo muerto. No era un acto muy noble, pero Hakon tenía la firme opinión de que los muertos no necesitan dinero para nada, así que seguro que aquella bolsita estaba mejor en sus manos.

Después de todo, a pesar de haber perdido en la primera ronda, el torneo no había salido tan mal para él.




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