domingo, 5 de febrero de 2023

Las uvas de la ira: No hay bastante espacio para ricos y pobres

Dejo por aquí dos cachitos más de Las uvas de la ira que me parecen muy bien escritos y muy ciertos, la verdad.


 –Bueno, California es un estado grande.

–No tan grande. Ni siquiera el país entero es tan grande. No es tan extenso. No es lo suficientemente amplio. No hay bastante espacio para usted y para mí, para la gente de su clase y la de la mía, para ricos y pobres todos juntos en un país, para ladrones y hombres honrados. Para el hambre y la abundancia. ¿Por qué no se vuelven por donde han venido?

–Este es un país libre. Cada uno puede ir donde le apetezca.

–¡Eso es lo que usted se cree! ¿Ha oído hablar alguna vez de la patrulla fronteriza de California? Es de la policía de Los Angeles. Les detendrán, desgraciados, les harán volver. Mire, si no puede comprar tierras no le queremos aquí. Por cierto, ¿tiene carnet de conducir?, déjeme verlo. Se ha roto. No se puede entrar sin carnet de conducir.

–Es un país libre.

–Bueno, intente comprar la libertad. Por aquí decimos que un tipo tiene tanta libertad como su dinero le permite comprar.



El propietario intervino:

–Si quiere detenerse aquí y acampar, le costará medio dólar. Hay sitio para acampar, agua y leña. Y nadie le molestará.

–¡Qué demonios! –exclamó Tom–. Podemos dormir en la cuneta al lado de la carretera y nos sale gratis.

El dueño tamborileó en la rodilla con los dedos.

–El encargado del sheriff suele pasar por la noche. Se lo puede poner difícil. En este estado la ley prohíbe dormir afuera. Hay una ley de vagabundos.

–Y si le pago a usted cincuenta centavos, ya no soy un vagabundo, ¿eh?

–Exactamente.

Los ojos de Tom brillaron con furia.

–¿El encargado del sheriff no será cuñado de usted por casualidad?

El dueño se inclinó hacia delante.

–Pues no. Y todavía no ha llegado el tiempo en que la gente de aquí tenga que tragarse las impertinencias de unos vagabundos de mierda.

[...]

Tom permaneció en silencio largo rato. Sus oscuros ojos se movieron lentamente hasta quedar fijos en el propietario.

–No quiero causar molestias –dijo–. Es duro que le llamen a uno vagabundo. Yo no tengo miedo –continuó quedamente–. Me enfrentaría con usted y su encargado con los puños, aquí, ahora, que me caiga muerto si miento. Pero no tiene ningún sentido.

Los hombres se agitaron, cambiaron de postura y sus ojos relucientes se fijaron despacio en la boca del propietario, para verle mover los labios. Él se había tranquilizado. Sintió que había ganado, pero no con una victoria tan clara como para seguir atacándole.

–¿No tiene medio dólar? –preguntó.

–Sí que lo tengo. Pero lo voy a necesitar. No puedo soltarlo nada más que por dormir.

–Bueno, todos tenemos que ganarnos la vida.

–Sí –replicó Tom–. Pero preferiría que hubiera alguna forma de hacerlo que no fuera a costa de otro.

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