Este relato lo escribí para la revista Ultratumba. Después lo volví a publicar en el blog Me gusta leer. Y ahora aquí, porque reciclar es bueno para el medio ambiente y esas cosas.
Escribo esta misiva dirigida a nadie con la esperanza de
recuperar, quizás, la certeza de mi cordura; pues ésta ha sido puesta en duda
debido a los terribles hechos que me acontecieron hace apenas unos días.
No, no es del todo cierto: son los hechos que me han
acontecido, perseguido más bien, a lo largo de toda mi vida los que ponen en
peligro mi cordura, al menos de cara a los observadores ajenos.
Vine al mundo el viernes, 13 de mayo de 1831. Mi madre siempre
pensó que mi vida estaría marcada por la desgracia por el simple hecho de nacer
un viernes 13. Lo que no observó –y probablemente ustedes tampoco habrán
observado; es algo totalmente natural, dado que es un detalle aparentemente
nimio- es que las cifras del año 1831 sumaban también 13, quedando yo de esta
forma doblemente maldito.
Naturalmente, yo no di a esto demasiada importancia, pues mi
vida no parecía ni más ni menos desdichada que las de aquellos que me rodeaban.
Era yo un joven tímido, volcado a la lectura, aunque también tenía inquietudes
matemáticas que se fueron intensificando conforme el número maldito fue
repitiéndose a lo largo de mi vida; mas estoy adelantando acontecimientos.
Mi temor ante dicho número comenzó el día en que cumplí 13
años. Aquella noche, mis padres nunca regresaron a casa; fue cuando recibí la
noticia de que habían fallecido en un terrible accidente. El cochero, que había
sobrevivido, afirmaba que los caballos se habían desbocado repentinamente,
“como si hubieran sido poseídos por el mismísimo Diablo”, aseguró mientras se
santificaba, saliéndose de esta forma del camino y cayendo a un río, en el cual
mis padres murieron ahogados.
Tras esta primera desgracia, tuve que trasladarme al hogar
de mis tíos, situado a las afueras de Portsmouth, en una carretera solitaria
que se extendía muy hacia las afueras; en el número 13, concretamente.
Mi tío llevaba unas semanas aquejado de algunos problemas de
salud leve, pero su pronóstico había mejorado considerablemente y parecía
totalmente recuperado: no fue así. El mismo día en que yo llegué, tan sólo dos
días después de las muertes de mis padres, una insólita fiebre se llevó la vida
de mi tío. De este modo, el deber de mi cuidado recayó en mi tía y en los
criados de la casa.
No hace falta decir que desarrollé un cariño extraordinario
hacia mi tía, la única persona que quedaba para cuidar de mí. Yo también era lo
único que quedaba para ella, una pobre mujer que había enviudado demasiado
pronto, de modo que me dedicó todo su cariño y atención. Los lazos que nos
unían se hicieron cada vez más fuertes.
Yo me convertí en adulto, y continué viviendo en esa casa.
Éramos una familia adinerada, pero nuestra fortuna pronto comenzaría a escasear
si yo no me ponía a trabajar; por desgracia, la suerte no parecía acompañarme
en esto. Debido a la tristeza que siguió a la muerte de mis padres, me había
resultado difícil centrarme en mis estudios, y a los 20 años no contaba con
suficientes conocimientos.
A pesar de todo, conseguí un trabajo como traductor de
alemán. Por desgracia, la pequeña editorial para la que trabajaba quebró cuando
yo llevaba 13 meses trabajando en ella.
Unos pocos años después, cuando yo tenía 23, ya conseguí
encontrar un trabajo, nuevamente como traductor de alemán, que conservé durante
años. Ésta fue una época relativamente feliz, considerando la desgracia que
había inundado mi vida durante mi pasada juventud.
Unos meses después, sin embargo, la tragedia me azotó de
nuevo: esta vez en forma de la muerte de mi tía por una extraña enfermedad.
Como inevitablemente tenía que suceder, el número maldito apareció de nuevo: mi
tía falleció un 13 de enero. Yo heredé la casa y los criados, y me convertí en
una persona aún más desdichada, reservada y melancólica que en el pasado. Toda
mi vida parecía ser un cúmulo de desgracias.
Durante estos años, gracias a mi trabajo, conocí a la
hermosa Adara. No encuentro palabras en ningún lugar para describir su infinita
belleza, la ternura de su mirada, el color de sus ojos, la forma en que su
cabello caía sobre sus hombros rizándose lentamente. Tampoco hay palabras para
describir el anhelo que sentía mi corazón, la constante necesidad de verla y de
tenerla junto a mí, la pasión que embargaba cada poro de mi ser. Apenas un año
después de conocerla, cuando ella tenía 13 años, la pedí matrimonio. Aceptó.
El 6 de julio de 1857 por fin contraje matrimonio con mi
prometida. Acostumbrado como estaba a buscar el número 13 directamente o, en su
defecto, en el año, no reparé en la importancia de la fecha: 6 de julio. 6 y 7
sumaban 13, efectivamente. Sin embargo, nada malo pareció suceder a efectos
inmediatos. En aquel momento pensé que tal vez un ángel me había concedido la
piedad que tanto suplicaba y me había librado de la terrible maldición que me
había perseguido durante toda mi vida.
Gracias a Adara, también, encontré por fin la felicidad y la
paz que tanto ansiaba. Los años fueron pasando y, pese a algún pequeño
inconveniente –intentamos tener un hijo y no pudimos- éramos tremendamente
dichosos, y nos sentíamos muy satisfechos con la vida que llevábamos, en la
mansión que había pertenecido a mis tíos.
No obstante, y pese a que la dicha duró más años de los que
pensaba posibles, se fue extinguiendo como una llama en la oscuridad. La madre
de mi amada falleció –no encontré ningún 13 posible en la fecha, pese a que lo
busqué; era evidente que tan terrible maldición sólo me había perseguido a mí,
por estar predestinado a ella desde el mismo día de mi nacimiento- y ella tuvo
que viajar a Baviera para asistir al funeral.
Tal vez no lo haya concretado; apenas he mencionado que la conocí gracias a mi
trabajo, pero ella nació en Alemania. El viaje y las reuniones con la familia
podrían extenderse hasta más de dos semanas, incluso. Nada me hubiera
complacido más que acompañarla en tan duros momentos, pero yo tenía un trabajo
urgente que realizar, y no podíamos permitirnos perder ese dinero si queríamos
mantener la gran casa en la que vivíamos. De hecho, habíamos tenido que
despedir a la mayoría de los criados, y ya sólo quedaba una que acudía a
limpiar nuestro hogar una vez a la semana.
De modo que ella partió y yo quedé solo en la mansión.
Entonces, comencé a tener terribles pesadillas, que yo tomé por augurios.
Soñaba con Adara muerta; con sangre, con dolor. No entendía el por qué de estos
presagios, hasta que reparé en un terrible hecho: faltaban unos pocos días para
nuestro decimotercer aniversario.
Y supe, con toda seguridad de la que mi mente era capaz, que
Adara fallecería aquel mismo día. Ni siquiera estaba a mi lado para poder
protegerla del mal que la amenazara.
Atenazado por la certeza de que tan terrible desgracia no
tendría remedio posible, decidí poner fin a mi vida. Para ello, opté por el
envenenamiento, mezclando una gran cantidad de absenta y de láudano, convencido
de que dicha combinación me llevaría directamente a los brazos de la Muerte. Necesitaba
escapar como fuera de la terrible desdicha que conllevaría la muerte de mi
amada, la única razón de mi existencia.
No disponía de mucha cantidad de ninguno de los dos
brebajes, pero, como ya he dicho, pensé que la combinación sería suficiente, de
modo que procedí a saciar mi sed. El veneno empezó a fluir por mis venas y
comencé a sentirme mal, pero supe que no bastaría. No habría suficiente.
De modo, que, tambaleándome, me dirigí a por un cuchillo para
cortar mis venas a la altura de la muñeca. Apenas podía andar, pero conseguí
llegar hasta él y empuñarlo. Lo que pasó después no puedo explicarlo con
claridad.
Mi intención era poner fin a mi vida, pero me vi sumergido
en una espiral de locuras y alucinaciones producidas por la absenta y el láudano.
Vi frente a mí al número 13 –no, no un número 13 escrito, sino el propio número
13 en toda la magnitud de su maldición, aunque esto no pueda ser comprendido
por una mente cuerda o libre de drogas- y lo apuñalé, lo apuñalé con toda mi
rabia, en venganza por todo lo que me había hecho.
Después caí desmayado por la droga, y todos los demás
sucesos hasta mi llegada a este lugar son un poco confusos. Soy vagamente
consciente de haber visto el cadáver de Adara en el suelo. Según los hombres
que me arrestaron, ella volvió de Baviera aquel día y yo la apuñalé 13 veces
sin motivo aparente, poniendo fin a su vida.
Es de esta forma como he acabado aquí, en una prisión recién
inaugurada. Al parecer, dado que mi cordura está en tela de juicio, no seré
ejecutado; si bien es cierto que no podré salir de aquí en lo que me resta de
vida. Y así concluye, con todo detalle posible, la historia que quería contar.
Oh, ¿mi nombre? Es bien cierto que he omitido este detalle, pero ha sido
deliberadamente, dado que no quiero manchar la reputación de mi familia. Podéis
llamarme por mi nombre en la prisión, el que me fue asignado al llegar: el
prisionero 0013.