miércoles, 18 de diciembre de 2013

Triscaidecafobia

Este relato lo escribí para la revista Ultratumba. Después lo volví a publicar en el blog Me gusta leer. Y ahora aquí, porque reciclar es bueno para el medio ambiente y esas cosas.

Escribo esta misiva dirigida a nadie con la esperanza de recuperar, quizás, la certeza de mi cordura; pues ésta ha sido puesta en duda debido a los terribles hechos que me acontecieron hace apenas unos días.

No, no es del todo cierto: son los hechos que me han acontecido, perseguido más bien, a lo largo de toda mi vida los que ponen en peligro mi cordura, al menos de cara a los observadores ajenos.

Vine al mundo el viernes, 13 de mayo de 1831. Mi madre siempre pensó que mi vida estaría marcada por la desgracia por el simple hecho de nacer un viernes 13. Lo que no observó –y probablemente ustedes tampoco habrán observado; es algo totalmente natural, dado que es un detalle aparentemente nimio- es que las cifras del año 1831 sumaban también 13, quedando yo de esta forma doblemente maldito.

Naturalmente, yo no di a esto demasiada importancia, pues mi vida no parecía ni más ni menos desdichada que las de aquellos que me rodeaban. Era yo un joven tímido, volcado a la lectura, aunque también tenía inquietudes matemáticas que se fueron intensificando conforme el número maldito fue repitiéndose a lo largo de mi vida; mas estoy adelantando acontecimientos.

Mi temor ante dicho número comenzó el día en que cumplí 13 años. Aquella noche, mis padres nunca regresaron a casa; fue cuando recibí la noticia de que habían fallecido en un terrible accidente. El cochero, que había sobrevivido, afirmaba que los caballos se habían desbocado repentinamente, “como si hubieran sido poseídos por el mismísimo Diablo”, aseguró mientras se santificaba, saliéndose de esta forma del camino y cayendo a un río, en el cual mis padres murieron ahogados.

Tras esta primera desgracia, tuve que trasladarme al hogar de mis tíos, situado a las afueras de Portsmouth, en una carretera solitaria que se extendía muy hacia las afueras; en el número 13, concretamente.

Mi tío llevaba unas semanas aquejado de algunos problemas de salud leve, pero su pronóstico había mejorado considerablemente y parecía totalmente recuperado: no fue así. El mismo día en que yo llegué, tan sólo dos días después de las muertes de mis padres, una insólita fiebre se llevó la vida de mi tío. De este modo, el deber de mi cuidado recayó en mi tía y en los criados de la casa.

No hace falta decir que desarrollé un cariño extraordinario hacia mi tía, la única persona que quedaba para cuidar de mí. Yo también era lo único que quedaba para ella, una pobre mujer que había enviudado demasiado pronto, de modo que me dedicó todo su cariño y atención. Los lazos que nos unían se hicieron cada vez más fuertes.

Yo me convertí en adulto, y continué viviendo en esa casa. Éramos una familia adinerada, pero nuestra fortuna pronto comenzaría a escasear si yo no me ponía a trabajar; por desgracia, la suerte no parecía acompañarme en esto. Debido a la tristeza que siguió a la muerte de mis padres, me había resultado difícil centrarme en mis estudios, y a los 20 años no contaba con suficientes conocimientos.

A pesar de todo, conseguí un trabajo como traductor de alemán. Por desgracia, la pequeña editorial para la que trabajaba quebró cuando yo llevaba 13 meses trabajando en ella.

Unos pocos años después, cuando yo tenía 23, ya conseguí encontrar un trabajo, nuevamente como traductor de alemán, que conservé durante años. Ésta fue una época relativamente feliz, considerando la desgracia que había inundado mi vida durante mi pasada juventud.

Unos meses después, sin embargo, la tragedia me azotó de nuevo: esta vez en forma de la muerte de mi tía por una extraña enfermedad. Como inevitablemente tenía que suceder, el número maldito apareció de nuevo: mi tía falleció un 13 de enero. Yo heredé la casa y los criados, y me convertí en una persona aún más desdichada, reservada y melancólica que en el pasado. Toda mi vida parecía ser un cúmulo de desgracias.

Durante estos años, gracias a mi trabajo, conocí a la hermosa Adara. No encuentro palabras en ningún lugar para describir su infinita belleza, la ternura de su mirada, el color de sus ojos, la forma en que su cabello caía sobre sus hombros rizándose lentamente. Tampoco hay palabras para describir el anhelo que sentía mi corazón, la constante necesidad de verla y de tenerla junto a mí, la pasión que embargaba cada poro de mi ser. Apenas un año después de conocerla, cuando ella tenía 13 años, la pedí matrimonio. Aceptó.

El 6 de julio de 1857 por fin contraje matrimonio con mi prometida. Acostumbrado como estaba a buscar el número 13 directamente o, en su defecto, en el año, no reparé en la importancia de la fecha: 6 de julio. 6 y 7 sumaban 13, efectivamente. Sin embargo, nada malo pareció suceder a efectos inmediatos. En aquel momento pensé que tal vez un ángel me había concedido la piedad que tanto suplicaba y me había librado de la terrible maldición que me había perseguido durante toda mi vida.

Gracias a Adara, también, encontré por fin la felicidad y la paz que tanto ansiaba. Los años fueron pasando y, pese a algún pequeño inconveniente –intentamos tener un hijo y no pudimos- éramos tremendamente dichosos, y nos sentíamos muy satisfechos con la vida que llevábamos, en la mansión que había pertenecido a mis tíos.

No obstante, y pese a que la dicha duró más años de los que pensaba posibles, se fue extinguiendo como una llama en la oscuridad. La madre de mi amada falleció –no encontré ningún 13 posible en la fecha, pese a que lo busqué; era evidente que tan terrible maldición sólo me había perseguido a mí, por estar predestinado a ella desde el mismo día de mi nacimiento- y ella tuvo que viajar a Baviera para asistir al funeral.

Tal vez no lo haya concretado; apenas he mencionado que la conocí gracias a mi trabajo, pero ella nació en Alemania. El viaje y las reuniones con la familia podrían extenderse hasta más de dos semanas, incluso. Nada me hubiera complacido más que acompañarla en tan duros momentos, pero yo tenía un trabajo urgente que realizar, y no podíamos permitirnos perder ese dinero si queríamos mantener la gran casa en la que vivíamos. De hecho, habíamos tenido que despedir a la mayoría de los criados, y ya sólo quedaba una que acudía a limpiar nuestro hogar una vez a la semana.

De modo que ella partió y yo quedé solo en la mansión. Entonces, comencé a tener terribles pesadillas, que yo tomé por augurios. Soñaba con Adara muerta; con sangre, con dolor. No entendía el por qué de estos presagios, hasta que reparé en un terrible hecho: faltaban unos pocos días para nuestro decimotercer aniversario.

Y supe, con toda seguridad de la que mi mente era capaz, que Adara fallecería aquel mismo día. Ni siquiera estaba a mi lado para poder protegerla del mal que la amenazara.

Atenazado por la certeza de que tan terrible desgracia no tendría remedio posible, decidí poner fin a mi vida. Para ello, opté por el envenenamiento, mezclando una gran cantidad de absenta y de láudano, convencido de que dicha combinación me llevaría directamente a los brazos de la Muerte. Necesitaba escapar como fuera de la terrible desdicha que conllevaría la muerte de mi amada, la única razón de mi existencia.

No disponía de mucha cantidad de ninguno de los dos brebajes, pero, como ya he dicho, pensé que la combinación sería suficiente, de modo que procedí a saciar mi sed. El veneno empezó a fluir por mis venas y comencé a sentirme mal, pero supe que no bastaría. No habría suficiente.

De modo, que, tambaleándome, me dirigí a por un cuchillo para cortar mis venas a la altura de la muñeca. Apenas podía andar, pero conseguí llegar hasta él y empuñarlo. Lo que pasó después no puedo explicarlo con claridad.

Mi intención era poner fin a mi vida, pero me vi sumergido en una espiral de locuras y alucinaciones producidas por la absenta y el láudano. Vi frente a mí al número 13 –no, no un número 13 escrito, sino el propio número 13 en toda la magnitud de su maldición, aunque esto no pueda ser comprendido por una mente cuerda o libre de drogas- y lo apuñalé, lo apuñalé con toda mi rabia, en venganza por todo lo que me había hecho.

Después caí desmayado por la droga, y todos los demás sucesos hasta mi llegada a este lugar son un poco confusos. Soy vagamente consciente de haber visto el cadáver de Adara en el suelo. Según los hombres que me arrestaron, ella volvió de Baviera aquel día y yo la apuñalé 13 veces sin motivo aparente, poniendo fin a su vida.


Es de esta forma como he acabado aquí, en una prisión recién inaugurada. Al parecer, dado que mi cordura está en tela de juicio, no seré ejecutado; si bien es cierto que no podré salir de aquí en lo que me resta de vida. Y así concluye, con todo detalle posible, la historia que quería contar. Oh, ¿mi nombre? Es bien cierto que he omitido este detalle, pero ha sido deliberadamente, dado que no quiero manchar la reputación de mi familia. Podéis llamarme por mi nombre en la prisión, el que me fue asignado al llegar: el prisionero 0013.

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