Hoy quería compartir este pequeño ensayo de Ursula K. Le Guin que me parece fascinante. Algunas de las ideas que expone aquí jamás se me habrían ocurrido, y otras, precisamente, sí las compartía, pero no habría sabido ponerlas en palabras de forma tan certera. Habla sobre qué le gusta a escribir, sobre antropología y sobre qué relatos se cuentan y qué relatos se pueden contar.
En las regiones templadas y tropicales en las que parece que los homínidos evolucionaron para transformarse en seres humanos, el principal alimento de la especie eran los vegetales. Entre un sesenta-y-cinco y un ochenta por ciento de lo que los humanos comían en aquellas regiones en el Paleolítico, el Neolítico y los tiempos prehistóricos era recolectado [como cuando decimos cazadores-recolectores]; solo en el Ártico extremo era la carne el alimento básico. Los cazadores de mamuts ocupan espectacularmente las paredes de las cuevas y nuestras mentes, pero lo que efectivamente hacíamos para seguir vivos y gordos era recoger semillas, raíces, brotes, pequeñas plantas, hojas, frutos varios y cereales, añadiéndoles insectos y moluscos, y atrapando pájaros, peces, ratas, conejos y otros pequeños animales sin colmillos, para aumentar las proteínas. Y ni siquiera teníamos que trabajar duro para todo aquello — mucho menos duro que los campesinos esclavizados en los campos de otros después de que la agricultura fuera inventada, mucho menos duro que los trabajadores asalariados desde que la civilización fuera inventada. La persona prehistórica típica podía vivir bastante bien trabajando unas quince horas a la semana.
Quince horas de trabajo a la semana para sobrevivir dejan un
montón de tiempo para otras cosas. Tanto tiempo que es posible que algunos
inquietos, que no tuvieran un niño cerca para darles vida, o habilidad haciendo
cosas o cocinando o cantando, o pensamientos muy interesantes que pensar,
decidieran salir de aventuras y cazar mamuts. Los cazadores habilidosos
volverían con un cargamento de carne, un montón de marfil y un relato. La carne
no era lo importante. Lo importante era el relato.
Es difícil contar un relato verdaderamente apasionante de cómo arranqué una semilla de avena brava de su vaina, y luego otra, y luego otra, y luego otra, y luego otra, y luego me rasqué las picaduras de mosquitos, y Ool dijo algo gracioso, y fuimos al arroyo a beber agua y ver las salamandras un rato, y luego encontré otra mata de avena… No, no es comparable, y no puede competir con cómo le di una estocada con mi lanza al enorme flanco peludo, mientras Ooob, empalado en el enorme colmillo, se retorcía chillando, y la sangre brotaba por todas partes en borbotones rojos, y Boob fue hecho papilla cuando el mamut le cayó encima, mientras yo disparaba mi certera flecha directa del ojo al cerebro de la bestia.
Este relato no solo tiene Acción, también tiene un Héroe. Y
los Héroes son poderosos. Antes de que nos demos cuenta, los hombres y mujeres
de la mata de avena brava y sus niños y los saberes de los hacedores y los
pensamientos de los pensativos y las canciones de los cantores serán parte de
ello, serán conminados al servicio del relato del Héroe. Pero este relato no es
el de ellos. Es el relato de él.
Mientras planificaba el trabajo para el libro que terminó
siendo Tres guineas, Virginia Woolf apuntó un encabezado en su cuaderno:
«Glosario». Había pensado en reinventar el inglés de acuerdo con su nuevo plan,
para poder contar un relato diferente. Una de las voces en este glosario es
heroísmo, definido como «botulismo». Y héroe, en el diccionario de Woolf, es
«botella»: una severa revisión. Propongo ahora la botella como héroe.
No solo la botella de ginebra o de vino, sino la botella en
su sentido más antiguo de contenedor en general, como algo que contiene otra
cosa.
Si no tienes dónde ponerla, la comida se te escurrirá,
incluso si es algo tan poco combativo y hábil como la avena. Puedes meterte
tantas como puedas en el estómago mientras las tengas a mano, siendo la mano el
primer contenedor, pero ¿qué pasará mañana por la mañana cuando te despiertes y
hace frío y llueve? ¿No estaría bien tener por lo menos un poco de avena para
llevarte a la boca y para darle a la pequeña Oom para hacer que se calle? Pero
¿cómo llevar más de un estómago y más de un puñado a casa? Así que te levantas
y vas a la maldita mata de avena mojado bajo la lluvia, y ¿no estaría bien
poder poner al bebé Oo Oo en algo para que puedas coger avena con ambas manos?
Una hoja un calabacín una red una bolsa un cabestrillo un saquito una botella
una olla una caja un contenedor. Algo que contenga. Un recipiente.
El primer artefacto cultural probablemente fuera un
recipiente… Muchos teóricos creen que los primeros inventos culturales debían
de ser un contenedor para productos recolectados, y alguna forma de cabestrillo
o red.
Es lo que dice Elizabeth Fisher en Women’s Creation
(McGraw-Hill, 1975). Pero no, esto no puede ser. ¿Dónde está esa maravilla, esa
cosa grande, larga, dura, creo que un hueso, con el que el Hombre Mono primero
golpeó a alguien en la película, y luego, rugiendo en éxtasis al haber llevado
a cabo el primer asesinato, lanzó el hueso al aire, y ahí, girando en el cielo,
se convirtió en una nave espacial, penetrando el cosmos para fertilizarlo y
producir, al final de la película, un feto precioso (un niño, por supuesto),
que flota por la Vía Láctea sin (extrañamente) útero o matriz alguna? No lo sé.
Ni siquiera me importa. No es el relato que estoy contando. Lo hemos oído,
todos hemos oído de los palos y las lanzas y las espadas, las cosas para atizar
y para pinchar y para golpear, las cosas largas, duras, pero todavía no hemos
oído de la cosa que sirve para poner cosas dentro, el contenedor para el
contenido. Esto es un nuevo relato. Esto es algo nuevo.
Pero es, a la vez, algo viejo. Antes —si lo piensas bien,
seguramente mucho antes— del arma, una herramienta tardía, ociosa, superflua;
mucho antes de los útiles cuchillo y hacha; junto con las indispensables
herramientas para machacar, moler, y cavar —porque ¿de qué te sirve cavar un
montón de patatas si no tienes nada para llevar las que no te puedas comer a
casa?— al mismo tiempo que, o antes de la herramienta que expulsa energía hacia
fuera, creamos la herramienta que lleva energía a casa. Esto tiene sentido para
mí. Soy una seguidora de lo que Fisher llama la Teoría de la Bolsa de
Transporte de la evolución humana.
Esta teoría no solo explica grandes zonas de oscuridad
teórica, y evita grandes zonas de despropósitos teóricos (en general, habitadas
por tigres, zorros, y otros animales muy territoriales); también me ancla a
tierra, personalmente, en la cultura humana de una forma de la que nunca me he
sentido anclada hasta ahora. Mientras la cultura se explicaba como algo
originado en, y desarrollado a partir del uso de objetos largos y duros para
pinchar, atizar, y matar, nunca pensé que tuviera, o quisiera tener, nada que
ver con ella. («Lo que Freud confundió con su falta de civilización es la falta
de lealtad a la civilización de la mujer», observó Lillian Smith). La sociedad,
la civilización de la que estaban hablando estos teóricos, era, evidentemente,
la suya. Era su posesión, les gustaba. Eran humanos, completamente humanos,
atizando, apuñalando, penetrando, matando. En mi deseo de ser también humana,
busqué pruebas de mi humanidad. Pero, si esto era un requisito previo, el crear
un arma y matar con ella, entonces yo era o extremadamente defectuosa como ser
humano, o no era ser humano en absoluto.
Así es, dijeron. Lo que eres es una mujer. Posiblemente en
absoluto humana, y ciertamente defectuosa. Ahora guarda silencio mientras
seguimos contando el Relato del Ascenso del Hombre Héroe.
Seguid, dije, de camino a la avena brava, con Oo Oo en el
cabestrillo y con Oom cesto en mano. Seguid contando cómo el mamut se abalanzó
sobre Boob y cómo Caín se abalanzó sobre Abel, y cómo cayó la bomba sobre
Nagasaki y cómo cayó la gelatina ardiente sobre los habitantes del pueblo, y
cómo caerán los misiles sobre el Imperio del Mal, y todos los demás pasos del
Ascenso del Hombre.
Si es humano poner algo que quieres, porque es útil,
comestible, o hermoso, en una bolsa, o un cesto, o en un poco de corteza
enrollada o en una hoja, o en una red hecha con tu propio pelo, o lo que sea, y
luego llevártelo a casa, siendo la casa otro tipo diferente de saquito o bolsa,
un recipiente para personas, y más tarde sacarlo y comértelo o compartirlo o
guardarlo para el invierno en un contenedor más sólido, o ponerlo en el
botiquín o en el altar o en el museo, en el lugar sagrado, en el área que contiene
lo sagrado, y luego al día siguiente probablemente hacer más de lo mismo — si
hacer esto es humano, si esto es lo que se pide, entonces, resulta que sí soy
humana, a pesar de todo. Completamente, libremente, alegremente, por primera
vez.
No, huelga decir, un ser humano poco agresivo o poco
combativo. Soy una señora mayor enfadada, arreando mi bolso para mantener a
raya matones y rufianes. Pero no me considero, ni nadie debería considerarse,
heroica por hacer esto. Es simplemente una de esas malditas cosas que tienes
que hacer para poder seguir recolectando avena brava y contando relatos.
El relato es lo importante. Es el relato el me escondió mi
propia humanidad, el relato que contaron los cazadores de mamuts sobre atizar,
penetrar, violar, matar, el relato del Héroe. El maravilloso, envenenado relato
del Botulismo. El relato del asesino.
A veces, parece que este relato está tocando a su fin. Para
que no se llegue a la situación de que ya no quede nadie contando relatos,
algunos de nosotros aquí entre la avena brava, entre el maíz alienígena,
creemos que es mejor empezar a contar otro relato, que quizás la gente pueda
seguir desarrollando cuando el antiguo relato haya terminado. Quizás. El
problema es que nos hemos permitido ser parte del relato asesino, y puede que
su fin también sea el nuestro. Por eso es con cierta sensación de urgencia que
busco la naturaleza, el sujeto, las palabras del otro relato, del nunca
contado, del relato de la vida.
Es un relato extraño, no se nos da con facilidad, no se nos
pone en la punta de la lengua con la misma facilidad con la que lo hace el
relato asesino. Aun así, «nunca contado» fue una exageración. La gente lleva
siglos contando el relato de la vida, en muchos tipos de palabras y maneras.
Mitos de creación y transformación, relatos de picaresca, cuentos folclóricos,
bromas, novelas.
La novela es un tipo de relato fundamentalmente
anti-heroico. Por supuesto que el Héroe se ha apoderado de la novela con
frecuencia, siendo así su naturaleza imperial y su impulso irrefrenable, para
tomar todo y gobernarlo con duros decretos y leyes para controlar su
incontrolable impulso de asesinarlo. Así que el Héroe ha decretado a través de
sus portavoces, los Legisladores, primero, que la forma adecuada de la
narrativa es la de la flecha o la lanza, que comienza aquí y va recta hacia
allí y ¡ZAS! da en su blanco (que cae muerto); segundo, que la preocupación
central de la narrativa, incluida la novela, es el conflicto; y en tercer
lugar, que el relato no vale para nada si él no figura en él.
Estoy en desacuerdo con todo esto. Diría incluso que la
forma natural, correcta, adecuada de la novela quizás sea la de un saco, o una
bolsa. Un libro contiene palabras. Las palabras contienen cosas. Portan
significados. Una novela es un botiquín, que contiene cosas en una relación
particular, poderosa, entre sí, y con nosotros.
Una relación posible entre elementos en una novela bien
podría ser la de un conflicto, pero reducir la narrativa al conflicto es
absurdo. (He leído un manual-de-cómo-escribir que decía «Un relato debe
entenderse como una batalla», y luego hablaba de estrategias, ataques,
victoria, etc.). El conflicto, la competición, la presión, la lucha, etc.,
dentro de una narrativa concebida como una bolsa/vientre/caja/hogar/botiquín,
podrían ser vistos como elementos necesarios de un todo que, en sí, no se puede
caracterizar ni como un conflicto ni como armonía, ya que su propósito no es ni
la resolución ni la inmovilidad, sino un proceso continuado.
Finalmente, está
claro que el Héroe no queda bien en esta bolsa. Necesita un escenario, o un
pedestal, o una cima. Lo metes en una bolsa y parece un conejo, o una patata.
Por eso me gustan las novelas: en lugar de héroes, contienen
personas.
Así que, cuando comencé a escribir novelas de ciencia
ficción, llegué arrastrando este saco grande y pesado lleno de cosas, mi bolsa
llena de peleles y patosos, y pequeños granos de cosas más pequeñas que un
grano de mostaza, y redes intricadas que, al ser laboriosamente desenhebradas,
dejan ver que contienen un guijarro azul, un cronómetro impertérrito que marca
la hora en otro mundo, y la calavera de un ratón; lleno de principios sin
finales, de iniciaciones, de pérdidas, de transformaciones y traducciones, y
muchos más trucos que conflictos, muchos menos triunfos que trampas y
espejismos; lleno de naves espaciales que se quedan encalladas, misiones que
fracasan, gente que no entiende. Dije que era difícil contar un relato
apasionante de cómo sacamos la avena brava de sus vainas, no dije que fuera
imposible. ¿Quién dijo que escribir una novela fuera fácil?
Si la ciencia ficción es la mitología de la tecnología
moderna, entonces su mito es trágico. La «tecnología», o la «ciencia moderna»
(uso estas palabras de la manera común, como una abreviatura no-cuestionada de
ciencias «exactas» y alta tecnología fundadas sobre un crecimiento económico
continuo), es una gesta heroica, hercúlea, prometeica, concebida como un
triunfo, y, por tanto, finalmente una tragedia. La ficción que da cuerpo a este
mito será, y ha sido, triunfadora (el Hombre conquista la tierra, el espacio,
los alienígenas, la muerte, el futuro, etc.) y trágica (Apocalipsis,
Holocausto, entonces o ahora).
Si, en cambio, una evita el modo linear, progresivo, de
flecha-que-mata-el-Tiempo de lo tecno-heroico, y redefine la tecnología y la
ciencia como fundamentalmente una bolsa de transporte más que como un arma de
dominación, un agradable efecto secundario de esto es que la ciencia ficción
puede ser entendida como un campo mucho menos rígido y estrecho, no necesariamente
prometeica o apocalíptica en absoluto, y, de hecho, un género mucho menos
mitológico que realista.
Es un realismo extraño, pero es que es una realidad extraña.
La ciencia ficción, concebida de la manera correcta, como
toda ficción seria, por muy humorística que pueda resultar, es una manera de
intentar describir qué está pasando realmente, qué es lo que la gente realmente
hace y siente, cómo se relaciona la gente con todo lo demás en este
apilamiento, este vientre del universo, este útero de cosas por venir y tumba
de cosas que fueron, este relato sin fin. En ella, como en toda ficción, hay
espacio suficiente para mantener incluso al Hombre en el lugar que le corresponde,
en su lugar en el esquema general de las cosas; hay tiempo suficiente para
recoger mucha avena brava y también para sembrarla, y para cantar al pequeño
Oom, y para escuchar el chiste de Ool, y para mirar las salamandras, y el
relato todavía no ha terminado. Todavía quedan semillas por recolectar, y
todavía queda espacio en la bolsa de estrellas.
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