Un relato que ya publiqué en Tusrelatos.com
Era un buen escritor, pero necesitaba serlo más. Tenía que
llegar más lejos, porque contar una historia que cualquiera pudiera contar no
bastaba. Necesitaba realismo: la gente no lee una historia para algo que le
puede pasar cualquier día, la lee para experimentar cosas nuevas, y eso no
funciona si no sabes cómo describirlas.
La primera vez fue cuando aún era joven. Había reescrito la
escena docenas de veces, pero algo no funcionaba: los diálogos no tenían el
realismo necesario. Uno de sus personajes, Marlene, chillaba y se ponía hecha
una furia en la discusión que terminaría con la ruptura con su novio… pero no
había manera de hacer que aquel diálogo cobrara vida.
De modo que forzó la situación. Fue una decisión difícil, ya
que quería a su novia, pero… de todos modos, no podría mantenerla si no vendía
aquella novela. Así que se convirtió en el protagonista de su propio relato, y
adaptó cada palabra de su novia para crear la escena que algunos de los
críticos más importantes del país definieron como “desgarradora”,
“terriblemente conmovedora” o “la mejor escena de amor jamás escrita”.
Su fama creció, y pronto comenzó a escribir historias aún
mejores. Parecía que su imaginación no tenía límites, y, cuando se debilitaba,
recurría a todo tipo de trucos para encontrarla de nuevo. Pasaba horas ante el
folio blanco; probó también cualquier droga que pudiera ayudarle.
Pero años después, una vez más, se encontraba ante una
escena difícil. El protagonista de su novela estaba atado a una silla, las
cuerdas tensándose alrededor de sus músculos, provocándole un intenso dolor. Y
entonces, su némesis, aquel carismático villano al que había tardado meses en
dotar de una personalidad sádica sin convertirlo en el típico psicópata
amargado, se sacaba el puro de la boca y lo apagaba en el ojo del protagonista.
El dolor estaba claro, pero, ¿qué se sentiría? ¿Cómo podía
describir la angustia del protagonista en una situación tan alejada de
cualquier cosa que hubiera vivido él? ¿La visión se perdería de inmediato, o
tardaría quizá un segundo? ¿El ojo puede sentir dolor por dentro? ¿Y calor?
La solución estaba clara. Una noche, en su escritorio,
desesperado por no saber cómo seguir, encendió un cigarrillo y se lo apagó en
el ojo derecho, perdiéndolo para siempre.
Nunca se lo contó a nadie. Sabía que las leyendas en torno a
los escritores traían éxito, fama y popularidad. Pero él no las necesitaba; sus
historias eran lo bastante buenas como para elevarle a lo más alto sin la
necesidad de crear ninguna leyenda negra en torno a él.
Pocos años después, tras el éxito de su última novela,
empezó a escribir una sobre la muerte. Era ya un hombre anciano y sentía que su
final estaba cerca. Las primeras páginas fluyeron sobre la seda, iniciando una
atmósfera oscura, fría y solitaria, transmitiendo una sensación de olvido y
miedo a la no existencia que cautivaría a cualquier lector.
Sin embargo, no sabía lo que era morir. Y estaba dispuesto a
intentarlo, pero no era tan necio: sabía que sería un esfuerzo vano, pues no
podría escribir lo que se sentía después, ni siquiera grabarlo de ninguna
forma.
Así pues, se tenía que enfrentar ante una vida en la que no
podría acabar su última novela. Los medios aún continuaban hablando de él; la
gente estaba ansiosa por disfrutar de aquella historia. ¿Era ésa vida la que le
esperaba?
El mejor escritor acabó su historia a cualquier precio. Un
día, desesperado, se metió una pistola en la boca y apretó el gatillo. Murió, y
al hacerlo descubrió la última pieza que le faltaba a la mejor de las
historias; pero nunca pudo escribirla.