Relato que escribí para el número 125 de la revista MiNatura. El tema del número era la Alquimia, y a mí me dio por escribir un relato que tomara el sentido metafórico de ésta y se cagara en todo lo demás.
En un castillo rodeado por siete fosos, tras unas escaleras
de caracol y una cerradura con siete puertas, se encontraba la mazmorra más
profunda del reino. Allí, Argus Trismegisto, el mejor alquimista del mundo,
trabajaba en la piedra filosofal.
Sus manos eran precisas con los materiales. Su túnica ondeaba
tras él, con la frase “Solve et coagula” (“disuelve y concentra”) inscrita en
torno al cuello. Su ceño estaba fruncido: el precio de la fama era soportar a
todos los necios que querían ser alquimistas sin comprender de qué se trataba.
Los metales, el oro… era todo una metáfora de la historia de
la humanidad, no debía ser interpretada literalmente. En los albores del
hombre, la ciencia, conocida más bien como magia, era un todo. Mas, con el
tiempo, se había producido la disolución: para entender mejor el mundo, había
sido necesario disolver la magia en muchas artes: física, química, filosofía,
biología, psicología… La tarea del alquimista era completar ese último paso:
volver a concentrarlo todo, y así, alcanzar la comprensión definitiva, la
iluminación completa, el oro.
Argus completó su fórmula. ¿Tenía ante sus ojos, al fin, la
clave mística que transmutaría en oro a toda la humanidad? Sólo era una pequeña
piedra… ¿cómo debía interpretar aquello? Furioso, la arrojó al suelo. La losa
contra la que rebotó quedó convertida en oro.
Aquello podría servir para conseguir riquezas… pero la
avaricia cegaba la comprensión. Sería lo contrario de lo que buscaba. El
alquimista rompió todos los papeles con sus cálculos mientras gritaba en la
oscura soledad de su mazmorra. Tendría que empezar otra vez…