Llego a Las Arenas en metro. Salgo por la boca 2; no es un
nombre oficial, pero aquí todo el mundo sabe cuál es la boca 1 y cuál la boca
2. Bocas de metro con grandes cristaleras, quizá demasiado ostentosas, pero muy
útiles para saber por dónde se entra a distancia, más que la columna con el
símbolo de Metro Bilbao.
Una vez vi a un niño romper uno de los cristales de la boca
1 tirando una diminuta piedra sin apenas fuerza. Es curioso cómo a veces los
cristales se rompen prácticamente solos. Una diferencia de temperatura, una
grieta invisible a simple vista, a saber.
El sol asoma tímidamente entre las nubes, iluminando la
calle Ibaigane. Un paseo detallado, como psicogeografía, como el Ulises de
Joyce, más lo primero que lo segundo. Escritura casi automática porque he
crecido en las calles de Las Arenas y todas generan emociones, recuerdos e
historias. Historias que he vivido o que conozco, al menos. Ibaigane se llama
así porque el río Gobelas pasaba por allí antaño.
La boca 2 está justo en el cruce de la calle Ibaigane con el
final de la calle Máximo Aguirre en el callejón de los yonkis; callejón que
tampoco he sabido nunca por qué se llama así, si acaso es una exageración. En
Romo hay muchos chavales fumando porros, pero, ¿yonkis? Yonkis hay en San Francisco,
no aquí.
Cruzando la calle para coger Máximo Aguirre, está el antiguo
edificio de la Telefónica. Una A de anarquía pintada con spray negro brilla en
su fachada, llevando la protesta a los puntos clave del capitalismo. La hice yo
hará unos cinco años, no se han molestado en limpiarla.
El suelo se va cubriendo con un manto de hojas. Mirando
hacia arriba se pueden ver constantemente las hojas desprendiéndose de los
grandes árboles que hay en esta calle. Algo que siempre me ha fascinado, con
tantas hojas cayendo a cada segundo, cualquiera pensaría que los árboles
terminarían desnudos en apenas unos días. Pero no. Millones y millones de hojas
se acumulan en las copas y siguen cayendo y siguen cayendo pero es como si
nunca se acabaran. Es precioso.
Desde arriba, la vista de los árboles también es buena. Lo
sé porque un amigo vive aquí, un poco más adelante. Una vez me asomé por su
ventana con una katana y un pañuelo palestino gritando “la illa illalah
Mohammed rasul Allah”. En cualquier caso, la vista es buena. Por su
urbanización solía atajar para llegar a casa o refugiarme cuando llovía, pero
ya hace tiempo que está vallada. Ahora un vecino paranoico cuyo caso sería
interesante analizar quiere hacer otro tanto en la mía, poner vallas y la
incomodidad de tener que abrirlas y cerrarlas todo el rato además del dinero
que cuesta, y no sirve para nada porque cualquier ladrón puede trepar una valla
de metro y medio, imbécil.
Apenas pasado el edificio de la Telefónica, girando a la
derecha, se toma la siguiente calle, cuyo nombre no conozco. Ya se dice que
esta generación nuestra nunca se aprende los nombres de las calles, algo de
razón ya hay en ello. En la esquina está lo rojo, así se le ha llamado siempre,
plaza que parece ser conocida por toda la juventud en 20 kilómetros a la
redonda sin ningún motivo en concreto.
Unos columpios dan paso a simple espacio vacío con algunos
bancos de piedra sin respaldo, nada cómodos. Era habitual, ahora también pero
en mucha menor medida, ver siempre una docena de adolescentes en los bancos
tendiendo una alfombra de pipas y basura en el suelo y fumando porros.
Me da vértigo intentar calcular cuántas horas pude pasar
aquí sentado en la adolescencia, al calor del verano o el frío del invierno –si
llovía, en todo caso, íbamos a la urbanización hasta que algún vecino nos
echara de malas maneras-. Violadores del Verso sonando en mi móvil hasta que
llegara el resto de gente e hiciéramos algo, buenos y malos momentos en una
interminable sucesión, la montaña rusa de la adolescencia. Será cosa de las
hormonas, quién sabe.
Avanzando por la calle retrocedo de mi adolescencia a mi
infancia, con el batzoki a mi izquierda. Solía ir al batzoki lunes y miércoles,
de seis a siete y media, a aprender euskera. En el mundo de la infancia, las
relaciones sociales a menudo se definen por las actividades académicas, así que
de alguna forma, era una especie de microclima, con toda su diferenciación.
Porque la gente con la que estaba aquí y el entorno en el que me movía eran
distintos al del colegio o la catequesis, eso es lo que deja huella y produce
nostalgia, pese a que nunca me encantó precisamente el proceso de aprendizaje
del euskera.
Sigue la calle, los setos a los lados, en primavera crecen
unas flores que no huelen prácticamente a nada. De pequeño solía arrancarlas y
olerlas, no sé para qué, si me quedaba como estaba. Claro que también arrancaba
esos pequeños frutitos rojos y jugaba a intentar encajarlos en los
limpiaparabrisas de los coches, y que se jodan, por contaminar el medio
ambiente. Ahí, guerrero desde pequeño.
Un gato sale de entre los setos y se esconde debajo de un
coche. En Las Arenas también hay muchos gatos, siempre se ven por esta calle,
no sé si tendrán dueño o no pero supongo que sí porque parecen bien
alimentados. Claro que también hay quien se dedica a alimentar gatos que no son
suyos, como esa señora en Lamiako, y de hecho es más admirable y generoso.
Siempre me emocionan estas cosas.
Pasado el batzoki está una casa que hará más de 15 años era
la guardería de San Patricio, esto sí que es volver a la infancia todavía más
después del retroceso de lo rojo y el batzoki. Claro que no me acuerdo de
mucho, aunque al parecer las profesoras, el jardinero y la portera eran gente
muy agradable.
Me viene un vago recuerdo de una sala con un piano y una
canción que no puedo recordar, qué pena, la tengo en la punta de la lengua. Es
frustrante. También hacíamos fiestas en una especie de sótano totalmente
cubierto de verde que se llamaba el Salón Verde. Claro, toda la guardería
estaba dedicada a San Patricio y al folklore irlandés y esas cosas, menos a la
cerveza y el whisky, mejor. De pequeños no teníamos ni idea, por supuesto, y
tardé muchos años en establecer la conexión.
Pasando una manzana más se llega a la calle del colegio, en
esa esquina antes estaba el videoclub, ¿no? Ya no lo recuerdo bien, pero sí
recuerdo el videoclub por dentro y supongo que gran parte de la gente de mi
generación también lo recordará, los intentos furtivos de asomarse a la sección
de películas X para ver cómo es la misteriosa anatomía de un adulto del género
opuesto. Total, las infancias se suelen parecer.
Girando a la izquierda ya se enfila la calle, enfrente de lo
que antes era el videoclub está la tienda de globos, siempre me ha llamado la
atención que una tienda dedicada exclusivamente a globos se mantenga, pero se
ve que les va bien (antes había una tienda de ropa ahí, ¿no? Sí, recuerdo a dos
compañeras del batzoki mirando el escaparate). A veces cogíamos globos de
helio, el helio es menos pesado que el aire y al inhalarlo las cuerdas vocales
tienen que hacer menos esfuerzo, por lo que queda una voz muy cómica. Ya ni te
cuento si mezclas helio y marihuana, creo que hicimos eso alguna vez, o igual
sólo lo pensé.
Después está la peluquería. Hace años que no voy, porque
descubrí que cortarme el pelo yo solo era más divertido, económico y daba
mejores resultados. No me arrepiento de la decisión. Aunque echo de menos
alguno de esos masajes capilares, por llamarlos de alguna forma, da gusto
ponerse en manos de una peluquera para que te masajee el pelo. Dicho así suena
erótico, aunque no lo es en absoluto. En bachiller también tenía una compañera
de clase que lo hacía muy bien. No sé, supongo que es algo biológico desde hace
mucho, mucho tiempo. A los perros también parece gustarles que les acaricies el
pelo.
Al otro lado de la acera están los chinos, donde solía robar
mucha gente al salir del colegio. Siempre me pareció mal. Robar en los chinos
es lo fácil, robar a gente con pocos recursos. Que roben mejor en el Corte
Inglés o en el Carrefour. Es bastante más justo.
Pasando la peluquería está esa urbanización, recuerdo que
allí vivían los dos chicos filipinos que vinieron a nuestra clase en 3º de
Primaria. Puedo recordar incluso el día que llegaron y cómo íbamos todos a
hablar con ellos en el recreo intrigadísimos. Es curioso cómo los niños no
conocen el racismo, porque a muchos de mis compañeros de clase por aquel
entonces ni se les ocurriría acercarse a alguien con aspecto de venir de
Filipinas. No sé, da un poco de pena ver cómo algunas cosas cambian a peor.
Después está el Monedero, que es una carnicería
perteneciente a una familia de apellido Monedero. De pequeño pensaba que
“monedero” era sinónimo de “carnicería” o “charcutería”, no creo que lo hubiera
oído en ningún otro contexto, curioso. De hecho, ni siquiera el de guardar
monedas, porque me acuerdo de haber jugado a Pokémon de pequeño y recibir un
monedero y creo que fue allí donde conocí esa acepción de la palabra, ¿tal vez
fuera en el casino aquel donde se escondía el Team Rocket? No sé cómo me
acuerdo todavía de aquello, con los años que han pasado.
Cruzando la calle, en la primera esquina había un Prenatal,
con ropa para bebés y esas cosas. Hace unos años ya que lo sustituyeron por una
extraña tienda de artículos hippies o algo así. Una amiga se compró unos
pantalones allí. Al pasar junto a la tienda, me llega un penetrante olor a
incienso. Sé que si giro a la derecha el olor a incienso se mezclará con el
olor a pizzas recién hechas del Telepi, pero prefiero seguir todo recto.
De todas formas, el olor es agradable. Ya que mi sentido del
olfato nunca ha sido precisamente bueno, raramente voy oliendo cosas por la
calle y se agradecen olores tan penetrantes y agradables como el incienso o las
pizzas recién hechas. Tampoco es plan de pasar por aquí todos los días, Ibai,
recuerda las magdalenas de En busca del tiempo perdido.
Al otro lado de la acera hay una especie de almacén
derruido, desde hace unos años ya y todos los escombros siguen ahí
perfectamente ordenados, sin que nadie los toque. De pequeño pasaba todos los
días por aquí al salir del colegio y ese extraño edificio que parecía no pintar
nada me llamaba la atención. Es más, suscitaba mi curiosidad y mi imaginación.
No recuerdo nada concreto, pero probablemente sería muy
interesante. De pequeño, cualquier misterio totalmente cotidiano se puede
convertir en algo mágico, y esa puerta que siempre permanece cerrada y nadie te
deja entrar puede ocultar todo tipo de maravillas.
Ahora a la derecha está la casa de las monjas del colegio,
hermanas capuchinas de la Madre del Divino Pastor, una vez estuve allí porque
me dejé la bata en clase en junio.
Y después está el colegio, claro, la verja de hierro dando
acceso al patio, luego el edificio principal y girando a la derecha el patio
pequeño y el edificio de informática o bien el castillo de adelante y el
castillo de atrás, como llamábamos a esos pequeños patios.
Esto sí que genera toda una oleada de recuerdos, pasé 10
años de mi vida aquí y crecí aquí y apenas veo a profesores ni a la mayoría de
los alumnos, así que la sensación de nostalgia es enorme. Alguna vez me pasé a
hacer una visita después de terminar, creo que incluso tres años después o tal
vez cuatro, pero ahora ya ni la nueva portera conoce mi nombre y tantos
profesores jubilados, y desde luego no conozco a ninguno de los alumnos. A la
hermana Teresa la veo a veces por la calle.
Era un colegio pequeño, tenía la ventaja de que todos los
profesores y alumnos nos conocíamos entre nosotros. El mundo de la infancia
puede ser cruel, y aquí también lo era, pero dentro de lo que cabe creo que en
este colegio había relaciones muchísimo mejores entre todos (incluyendo a los
profesores) que en la mayoría de sitios. Ésa es la sensación que me da.
Y podría pasarme horas recordando anécdotas, y la canasta, y
cuando cayó la ventana, jugar a pisuelo en el castillo de adelante, el gimnasio
y el campo quemado, el aula de tecnología, las partidas de ajedrez, aquella vez
que un profesor se hizo pasar por un colega mío en el messenger y consiguió que
dijera que él era un cabrón, las canciones de misa –lauratto si oh mi
signoreeee-, la tómbola y el suelo del gimnasio lleno de boletos y Diente Puto,
qué mítico, y Miniyo, y aquella vez que me mandaron copiar y yo hice una página
con boli negro, luego hice fotocopias y coló, las guerras de tizas, carreras
por los pasillos, la cantidad de coñas que se podían hacer con el padre José
Tous mirándonos desde su retrato en todas las aulas, ¡y el aula de música!, que
antes tenía los pupitres de dos en dos aunque los cambiaron muy pronto, y el
laboratorio con interminables pintadas en los cajones y la cabeza reducida que
me llevé pero luego tuve que devolver, y ver películas en la capilla…
En la acera de enfrente hay una clínica de neuropsicología.
Es uno de los sitios a los que podía ir de prácticas en la universidad, muy
cerca de casa, pero estoy mucho mejor en San Francisco, sin duda. Un trabajo
mucho más interesante, variado, positivo… no me arrepiento para nada.
Para subir a la clínica hay unas escaleritas, y también hay
un muro rodeándola, así que era un buen lugar para sentarse antes de que
abrieran el colegio por la tarde a las tres. Aquí se solía poner la gente,
digamos, más chunga. Los malotes. Yo solía ir más puntual así que no me pasaba
mucho por aquí, aunque alguna vez ya vine. Siempre me llevé bien con ellos, es
curioso, porque entre las pintas que he tenido siempre, las buenas notas que he
sacado y lo irritante que he sido es un milagro que no me pusieran pa’ llevar.
Supongo que siempre he tenido cierto carisma o cierta
habilidad para llevarme bien con determinado tipo de gente. No sé, ya lo dice
mi madre, que siempre me junto con lo peor, aunque exagera un poco. También es
verdad que yo no me siento incómodo en absoluto, otro de los motivos por los
que estoy muy bien en mis prácticas con toxicómanos, ¡pero si son inofensivos,
joder! No sé cómo hay tanta gente que les puede tener miedo.
Junto a la clínica la pared parece un rocódromo, acumula
trozos de plastelina pegados con fuerza. Fue una idea de olla de una tarde, ya
digo que en esa acera se juntaban los más liantes, y tenían plastelina a saber
por qué, y empezaron a jugar a ver quién estampaba trozos contra la pared a
mayor altura. Y ahí se quedaron pegados.
Siguiendo por la calle está la tienda aquella que no
recuerdo de qué era y ahora es de juegos de mesa o así, y en la otra acera, al
otro lado de la clínica, una casa vieja con aspecto de estar abandonada, la
vegetación crece por todo su jardín y por su muro, donde de hecho un árbol
crece entre el cemento, fusionándose con él. Al igual que el almacén de más
atrás, esta casa también estimula la imaginación de los pequeños, o por lo
menos estimula la mía. Los edificios abandonados me siguen fascinando por su
extraña belleza, aunque no creo que esta casa esté abandonada del todo. No lo
sé. Muy cuidada no está, desde luego.
Más allá, en el siguiente cruce, una calle diagonal se
dirige a la Calle Mayor. Podría ser un buen sitio para continuar el paseo, con
la óptica en la que siempre he comprado todas mis gafas –y qué gusto ir a por
las nuevas y de repente ver todo mucho mejor, hasta da cierta sensación de
sentirse más bajo porque el suelo se ve mejor-, y la panadería que emanará ese
agradable olor a pan caliente, uno de los mejores olores que hay, y tendrá
muñequitos de ésos que se comen, y más allá el kiosko y esos jardines que antes
tenían una valla pero hace ya años que no, que una compañera de clase se cayó y
se hizo una buena avería en el muslo con la valla, unos centímetros más arriba
y podría haberse matado, así que la quitaron.
En la calle que dirige a la Calle Mayor está la oficina de
Correos, y en la otra acera, esa inmobiliaria con una televisión en el
escaparate, que recuerdo que un colega cuando se aburría mucho llevaba el mando
de televisión de su casa y ponía el canal que quisiera en aquella tele. Pero
no, no me apetece ir hacia allí.
Cruzo recto pasando un viejo árbol lleno de grapas oxidadas,
porque por algún motivo es en ese árbol donde durante años y años se han ido
acumulando esquelas y demás carteles. En la acera de enfrente está el antiguo
Pizza Hut, ahora Domino’s Pizza. Girando a la izquierda se toma la calle en la
que estaba la librería de mi primo, donde siempre comprábamos todos los libros
del colegio, y que sigue hasta la ermita de Santa Ana ,
que por cierto, nunca he visto abierta, a saber cómo será por dentro,
cruzándose con Máximo Aguirre, la calle en la que ha empezado mi paseo.
Pero no voy a llegar hasta Santa Ana .
Mucho antes me desvío hacia la derecha, pasando a la pequeña plaza que hay
detrás del Domino’s. Uno de estos bancos es un buen lugar donde acabar el paseo
y sentarme un rato a dejar pasar la vida.
Esta plaza era una especie de resquicio de libertad en mi
infancia. Celebrábamos los cumpleaños de clase en el Pizza Hut y después
jugábamos en esta plaza mientras nuestros padres tomaban un café o algo así, lo
que significa que básicamente esta plaza era el único lugar en el que podía
estar sin la tutela de padres o profesores. Se habla poco de la poquísima
libertad que permite la infancia, ¿no? Supongo que porque cuando tenemos edad
de quejarnos de verdad ya se nos concede algo más. Pero, no sé. Tampoco es que
esta plaza sea mi lugar favorito del mundo, ni nada de eso. Simplemente, de vez en cuando, yo diría que
me siento más libre aquí.
Sólo es eso. Dar un paseo, reflexionar un poco, sentarme un
rato en soledad y saborear unos minutos de libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario