miércoles, 27 de abril de 2016

La Cosa Kostra: Capítulo IX


Maitane contempló el cielo totalmente despejado a través de sus gafas de sol. ¿Por qué no podía llover? En las películas, siempre llovía en los funerales. Aquel sol abrasador no encajaba para nada.

Otro esfuerzo inútil. Aquel pensamiento no podía distraerla de la cruda verdad: su padre había muerto, y ella estaba allí, de pie, en su funeral. La familia, cercana y lejana, eran sólo una sucesión de rostros borrosos que no significaban nada. Nada significaba nada.

“Cuando el juego termina, el peón y el rey vuelven a la misma caja.” ¿Dónde había leído aquello? Ya no podía recordarlo, pero resumía muy bien la realidad. Ella luchaba, plantaba cara ante los tiranos que jodían cada día de su existencia, igual que había hecho su padre durante el franquismo, pero al final, no servía de nada. Al final todos morían. Los pobres morían habiendo estando jodidos todos su vida, y los ricos que les habían jodido morían sin recibir su castigo. Y todas las batallas, todo el dolor, todo el sufrimiento, no servían para nada. Al final, todo desaparecía y se perdía para siempre.

No había nada más. Ninguna recompensa por haber luchado, por haber soportado aquella tortura. Ni Cielo, ni Edén, ni vida más allá de la muerte. Sólo una tumba silenciosa y triste, y un funeral a mediados de agosto.

En aquellas situaciones, Maitane sólo encontraba consuelo en un pensamiento: la existencia estaba ahí, al menos. Todo momento que había vivido, toda su felicidad, toda su lucha, todos sus esfuerzos, al menos habían existido. Y no había nada capaz de quitarle lo que ya había vivido. Por muchos malos momentos que hubiera, por mucho olvido que hubiera, los buenos momentos también seguían ahí: habían existido, aunque sólo fuera una vez, y eso era suficiente.

Y eso es lo que tendría que pensar. Aguantar, y volver a la lucha. Pero no por hoy. Aún no tenía fuerzas, y todo el mundo merecía un descanso para curar su dolor.


Un joven caminaba por las calles de Astrabudua, apoyado en sus muletas, en dirección al metro. Llevaba la cabeza rapada, una camisa azul y unos pantalones de pana; no había ni rastro de simbología fascista en su ropa, pero era uno de los neonazis que había pintado la lonja de la Cosa Kostra de Erandio, siendo posteriormente escarmentado en su propia lonja en Deusto.

Otros dos jóvenes gitanos caminaban por la acera de enfrente en dirección contraria. Cuando vieron al neonazi, uno de ellos susurró algo al otro.

Los gitanos cruzaron la calle y se plantaron frente al nazi, que no pudo hacer nada por evitarlos.

—¿Tú eres el que pegó a mi primo?—dijo uno de ellos.
—¿Eh? No. Me habéis confundido.
—¿Cómo que no? Dice mi primo que le tirasteis al suelo y le pegasteis entre cuatro, en Erandio.
—Me acuerdo de ti—dijo el otro gitano—. Te clavaron un cuchillo en la pierna. Si todavía llevas las muletas y ha pasado un mes.
—No, me estáis confundiendo…
—¿Le estás llamando mentiroso a mi primo?

El primer puñetazo hizo que el nazi se tambaleara y retrocediera. Por desgracia para él, su pierna herida aún no podía soportar su peso, de forma que un segundo después de apoyar la pierna, cayó al suelo.

El posterior aluvión de patadas y pisotones fue realmente doloroso para él. Parecía ser que su pierna tardaría bastante más de lo previsto en recuperarse.


Iker Celaya y Mikel Amorrortu caminaban por las calles de Bilbao. Celaya no delegaba los trabajos peligrosos a nadie, al contrario que la mayoría de los capos. Los dos tenían un único objetivo aquel día: asesinar a un senador y escapar.

Cada paso que daban estaba calculado. Habían estudiado los comercios cercanos; no tenían intención de exponerse a las cámaras de alguna joyería de la zona que posteriormente serían usadas para identificarles, ni nada por el estilo. Ambos se habían dejado barba, que nunca llevaban. Gafas de sol y una gorra en el caso de Amorrortu.

El senador saldría de un restaurante en unos minutos. Minuto más, minuto menos de margen, los dos miembros de la Cosa Kostra podían fingir mirar un escaparate cercano para no levantar sospechas.

En aquel momento, y gracias a la disolución de ETA, el senador sólo contaba con un escolta. El plan estaba calculado al milímetro. Primero atacaría Amorrortu; sacaría un spray de pimienta y lo usaría contra el escolta, dejándole inutilizado. Opcionalmente, podía añadir unos puñetazos a su ataque para asegurarse al 100 % de que el escolta no podría intervenir. Después, Celaya sacaría su cuchillo. El cuchillo, además, estaba impregnado de matarratas: no iban a dejar el menor margen de error a que el senador pudiera sobrevivir. Pero, de todos modos, Celaya era lo bastante rápido como para poder dar una certeza puñalada en el cuello a un senador desprevenido de más de 50 años.

Amorrortu se detuvo a mirar el escaparate y se lo señaló a Celaya. Éste asintió, manteniendo la conversación requerida, en algo que podría considerarse incluso un exceso de precaución.

El senador salió del restaurante. Amorrortu lo vio por el rabillo del ojo y abandonó el escaparate, seguido por Celaya. Era hora de actuar.

—¡Eh! ¡Vosotros dos!—gritó entonces alguien.

Los dos miembros de la Cosa Kostra se giraron. Sí, se referían a ellos. Un hombre de unos 60 años, camino del mismo restaurante.

—¿Ya estáis otra vez rondando por aquí, putos rojos? ¡Mafiosos! ¿A quién vais a extorsionar esta vez, eh?

El rostro les resultaba ligeramente familiar, pero no lo reconocieron. Daba igual. No era nadie importante, ni nunca lo había sido. Tan sólo un cliente habitual de un bar regentado por un nostálgico franquista, que solía ser visitado por Celaya y su grupo para ganar algo de dinero en extorsiones. En este caso, el cliente no parecía rendirse tan fácilmente como el dueño del bar.

—¿Disculpe, le conocemos de algo?—preguntó Amorrortu.
—¿Que si me conocéis? ¡Qué me vais a conocer! ¡Pero yo sí os conozco, hijos de puta! ¡Sois la puta vergüenza de este país, hombre! ¡A ver si os enteráis ya de que perdisteis la guerra!

Una mujer paseando a un bebé en carrito por la acera de enfrente se giró y quedó observando la situación. En un edificio arriba, en un tercer piso, un vecino con la ventana abierta por el calor también lo oyó y se asomó a curiosear.

Celaya y Amorrortu se miraron entre ellos. El hombre continuó gritando, y otro vecino se asomó a la ventana. La mujer con el carrito no se movía; parecía dispuesta a intervenir en cualquier momento con una amenaza de llamar a la policía. El escolta contempló la escena unos segundos y apremió al senador para que se alejara.

Habían fracasado. El asesinato había fallado, y no tendrían otra oportunidad.


Celaya caminó rápidamente ante el hombre, que no paraba de insultarles, y le derribó de un rápido puñetazo en la nariz. La mujer del carrito sacó el móvil y comenzó a llamar a la policía, mientras los dos miembros de la Cosa Kostra se alejaban de la escena con la rabia del fracaso.

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