Maitane contempló el cielo
totalmente despejado a través de sus gafas de sol. ¿Por qué no podía llover? En
las películas, siempre llovía en los funerales. Aquel sol abrasador no encajaba
para nada.
Otro esfuerzo inútil. Aquel
pensamiento no podía distraerla de la cruda verdad: su padre había muerto, y
ella estaba allí, de pie, en su funeral. La familia, cercana y lejana, eran
sólo una sucesión de rostros borrosos que no significaban nada. Nada
significaba nada.
“Cuando el juego termina, el peón
y el rey vuelven a la misma caja.” ¿Dónde había leído aquello? Ya no podía
recordarlo, pero resumía muy bien la realidad. Ella luchaba, plantaba cara ante
los tiranos que jodían cada día de su existencia, igual que había hecho su
padre durante el franquismo, pero al final, no servía de nada. Al final todos
morían. Los pobres morían habiendo estando jodidos todos su vida, y los ricos
que les habían jodido morían sin recibir su castigo. Y todas las batallas, todo
el dolor, todo el sufrimiento, no servían para nada. Al final, todo desaparecía
y se perdía para siempre.
No había nada más. Ninguna
recompensa por haber luchado, por haber soportado aquella tortura. Ni Cielo, ni
Edén, ni vida más allá de la muerte. Sólo una tumba silenciosa y triste, y un
funeral a mediados de agosto.
En aquellas situaciones, Maitane
sólo encontraba consuelo en un pensamiento: la existencia estaba ahí, al menos.
Todo momento que había vivido, toda su felicidad, toda su lucha, todos sus
esfuerzos, al menos habían existido. Y no había nada capaz de quitarle lo que ya
había vivido. Por muchos malos momentos que hubiera, por mucho olvido que
hubiera, los buenos momentos también seguían ahí: habían existido, aunque sólo
fuera una vez, y eso era suficiente.
Y eso es lo que tendría que
pensar. Aguantar, y volver a la lucha. Pero no por hoy. Aún no tenía fuerzas, y
todo el mundo merecía un descanso para curar su dolor.
Un joven caminaba por las calles
de Astrabudua, apoyado en sus muletas, en dirección al metro. Llevaba la cabeza
rapada, una camisa azul y unos pantalones de pana; no había ni rastro de
simbología fascista en su ropa, pero era uno de los neonazis que había pintado
la lonja de la Cosa Kostra
de Erandio, siendo posteriormente escarmentado en su propia lonja en Deusto.
Otros dos jóvenes gitanos
caminaban por la acera de enfrente en dirección contraria. Cuando vieron al
neonazi, uno de ellos susurró algo al otro.
Los gitanos cruzaron la calle y
se plantaron frente al nazi, que no pudo hacer nada por evitarlos.
—¿Tú eres el que pegó a mi primo?—dijo
uno de ellos.
—¿Eh? No. Me habéis confundido.
—¿Cómo que no? Dice mi primo que
le tirasteis al suelo y le pegasteis entre cuatro, en Erandio.
—Me acuerdo de ti—dijo el otro
gitano—. Te clavaron un cuchillo en la pierna. Si todavía llevas las muletas y
ha pasado un mes.
—No, me estáis confundiendo…
—¿Le estás llamando mentiroso a
mi primo?
El primer puñetazo hizo que el
nazi se tambaleara y retrocediera. Por desgracia para él, su pierna herida aún
no podía soportar su peso, de forma que un segundo después de apoyar la pierna,
cayó al suelo.
El posterior aluvión de patadas y
pisotones fue realmente doloroso para él. Parecía ser que su pierna tardaría
bastante más de lo previsto en recuperarse.
Iker Celaya y Mikel Amorrortu caminaban por las calles de Bilbao.
Celaya no delegaba los trabajos peligrosos a nadie, al contrario que la mayoría
de los capos. Los dos tenían un único objetivo aquel día: asesinar a un senador
y escapar.
Cada paso que daban estaba
calculado. Habían estudiado los comercios cercanos; no tenían intención de
exponerse a las cámaras de alguna joyería de la zona que posteriormente serían
usadas para identificarles, ni nada por el estilo. Ambos se habían dejado
barba, que nunca llevaban. Gafas de sol y una gorra en el caso de Amorrortu.
El senador saldría de un
restaurante en unos minutos. Minuto más, minuto menos de margen, los dos
miembros de la Cosa Kostra
podían fingir mirar un escaparate cercano para no levantar sospechas.
En aquel momento, y gracias a la
disolución de ETA, el senador sólo contaba con un escolta. El plan estaba
calculado al milímetro. Primero atacaría Amorrortu; sacaría un spray de
pimienta y lo usaría contra el escolta, dejándole inutilizado. Opcionalmente,
podía añadir unos puñetazos a su ataque para asegurarse al 100 % de que el
escolta no podría intervenir. Después, Celaya sacaría su cuchillo. El cuchillo,
además, estaba impregnado de matarratas: no iban a dejar el menor margen de
error a que el senador pudiera sobrevivir. Pero, de todos modos, Celaya era lo
bastante rápido como para poder dar una certeza puñalada en el cuello a un
senador desprevenido de más de 50 años.
Amorrortu se detuvo a mirar el
escaparate y se lo señaló a Celaya. Éste asintió, manteniendo la conversación
requerida, en algo que podría considerarse incluso un exceso de precaución.
El senador salió del restaurante.
Amorrortu lo vio por el rabillo del ojo y abandonó el escaparate, seguido por
Celaya. Era hora de actuar.
—¡Eh! ¡Vosotros dos!—gritó
entonces alguien.
Los dos miembros de la
Cosa Kostra se giraron. Sí, se referían a
ellos. Un hombre de unos 60 años, camino del mismo restaurante.
—¿Ya estáis otra vez rondando por
aquí, putos rojos? ¡Mafiosos! ¿A quién vais a extorsionar esta vez, eh?
El rostro les resultaba
ligeramente familiar, pero no lo reconocieron. Daba igual. No era nadie
importante, ni nunca lo había sido. Tan sólo un cliente habitual de un bar
regentado por un nostálgico franquista, que solía ser visitado por Celaya y su
grupo para ganar algo de dinero en extorsiones. En este caso, el cliente no
parecía rendirse tan fácilmente como el dueño del bar.
—¿Disculpe, le conocemos de algo?—preguntó
Amorrortu.
—¿Que si me conocéis? ¡Qué me
vais a conocer! ¡Pero yo sí os conozco, hijos de puta! ¡Sois la puta vergüenza
de este país, hombre! ¡A ver si os enteráis ya de que perdisteis la guerra!
Una mujer paseando a un bebé en
carrito por la acera de enfrente se giró y quedó observando la situación. En un
edificio arriba, en un tercer piso, un vecino con la ventana abierta por el
calor también lo oyó y se asomó a curiosear.
Celaya y Amorrortu se miraron
entre ellos. El hombre continuó gritando, y otro vecino se asomó a la ventana.
La mujer con el carrito no se movía; parecía dispuesta a intervenir en
cualquier momento con una amenaza de llamar a la policía. El escolta contempló
la escena unos segundos y apremió al senador para que se alejara.
Habían fracasado. El asesinato
había fallado, y no tendrían otra oportunidad.
Celaya caminó rápidamente ante el
hombre, que no paraba de insultarles, y le derribó de un rápido puñetazo en la
nariz. La mujer del carrito sacó el móvil y comenzó a llamar a la policía,
mientras los dos miembros de la Cosa Kostra
se alejaban de la escena con la rabia del fracaso.
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