El Gudari estaba lleno a rebosar
aquella noche. Era el cumpleaños de Maitane Lamikiz, y nadie dudaba de que era
una de las soldados más queridas de la familia bilbaína.
Los regalos se amontonaban sobre
la barra. Mikel no dejaba de servir
cañas, una tras a otra, a toda la gente que intentaba hacerse un hueco entre
los paquetes para recibir algo de alcohol.
En el exterior, Hernández fumaba
un cigarrillo, vestido con su larga gabardina de cuero negro. Martín estaba
cerca, asegurándose de que todo iba bien, y Haizea, una de las soldados bajo el
mando de Josu, le mostraba al don su obra de arte, en un cuaderno de dibujo.
—Está inspirada en el anillo que
te regalaron por tu cumpleaños—insistió—. Creo que podría ser un buen logo para
la Cosa Kostra.
En la lámina de dibujo se veía un
símbolo, efectivamente, muy parecido al del anillo de Hernández: una C y una K
entrelazadas y rodeadas por una circuferencia, alrededor de la cual estaba
escrito: “Quieres identificarnos · Tienes un problema”, con dos estrellas
negras separando ambas frases de La Polla Records.
—Interesante—comentaba Hernández—.
Lo pensaré, Haizea.
Dentro del bar, Maitane no podía
evitar quejarse de que una de las bebidas de su fiesta fuese Coca-Cola.
—Y lo de los ERES es lo de menos—aseguraba—.
En la India querían privatizar el agua, habrían matado de sed a millones de personas.
En Colombia se comenta que contrataron paramilitares para asesinar a los
sindicalistas que intentaban protegerse de la explotación a la que les someten…
y lo consiguieron. Joder, podríamos estar bebiendo cualquier cosa menos
Coca-Cola.
Junto a ella, algunos de los
soldados de Celaya, ya borrachos, coreaban:
—Si tienes un hijo subnormaaaal,
si tienes un hijo subnormaaaaal, no le trates maaaal, no le trates maaaal,
hazle policía nacionaaaal.
—Se podría decir lo mismo sin
insultos capacistas…—murmuraba Ariane, soldado de Chapa.
Osegi bebía una cerveza en la
mesa más cercana, aunque ajeno al debate. Eneko se le acercó.
—Osegi.
—Dime, Eneko—respondió,
invitándole a sentarse con un gesto.
—Estaba pensando que, ahora que
está la cosa un poco más jodida y eso… y como yo también llevo tiempo implicado
y tengo todavía ese juicio pendiente y me van a joder de todas maneras, a ver
si podría tomar misiones más arriesgadas, y eso.
—¿Más arriesgadas?—Osegi dio un
sorbo a la cerveza.
—Sí, ya sabes, no hace falta que
sólo esté ahí para cobrar a los que ya tenemos controlados. Puedes mandarme a
amenazar a alguien, a dar algún palo… como hace Maitane. Quiero decir, con
Alazne y Sidorenko en el talego, apenas tienes soldados que estén dispuestos a
jugársela y eso, que sepas que yo estaría dispuesto si quieres.
—Bien. Lo tendré en cuenta,
Eneko. Gracias.
El joven se alejó mientras Osegi
se encogía de hombros. Parece que a veces, el valor crecía donde menos se lo
esperaba uno.
Acabado el cigarrillo, Hernández
entró de nuevo en el Gudari. Inés Chapa le esperaba en la entrada, dispuesta a
cotillear sobre asuntos amorosos.
—¿Qué tal con Iratxe?–preguntó
sin pensárselo.
—Bastante bien–respondió
simplemente Hernández.
—¿Pero vais en serio, sois fieles
y eso?
—Sí, fiel sí soy. Soy fiel a mis
ideas, a mis principios, a mi familia de la Cosa Kostra. Si te refieres a si
soy monógamo, pues no.
—Bien visto.
El ambiente continuó animándose;
fue un buen cumpleaños. En realidad, aquel enero de 2015 fue una buena época
para la Cosa Kostra; tal vez el último mes realmente bueno antes de que las
cosas se empezaran a torcer.
Juan González estaba organizando
papeles en su casa cuando alguien llamó a la puerta. Ya era hora, pensó.
Abrió la puerta y entró su hijo,
Kepa. Padre e hijo se dieron la mano y cambiaron tres o cuatro frases
intrascendentes acerca del tiempo y la programación televisiva.
La conversación pronto se tornó
trascendente en cuanto empezó a tratar sobre la Cosa Kostra. Cuando padre e
hijo eran también capo y soldado, era inevitable: siempre lo había sido.
Kepa fue el primer y único hijo
de Juan. Nació en julio de 1976, lo que había valido para largas bromas a lo
largo de su vida afirmando que era fruto de un polvo de celebración por la
muerte de Franco. Las bromas no estaban tan desencaminadas, pues Juan no había
querido tener un hijo hasta aquel 20 de noviembre por la sencilla razón de que
no quería que sus hijos crecieran en una dictadura.
La esposa de Juan y madre de Kepa
murió de cáncer a finales de los 90. Padre e hijo siguieron adelante, y allí
estaban: luchando por lo que creían y viviendo de la Cosa Kostra.
—Imanol dice que están cediendo
todas las competencias sobre nuestra familia a la Guardia Civil—informó Kepa—.
Eso es mala señal, ¿no?
—Sí. Supongo que empezarán a
considerarnos terrorismo. Habrá que andar con pies de plomo.
—¿Y lo del topo?
—¿Qué sabes tú de eso?—preguntó
su padre con media sonrisa, ligeramente amarga por lo complicado de la
situación.
—Es lo que se rumorea, por el
tiroteo del otro día. Que tenemos otro topo.
—Es probable. Hernández lo cree.
Por eso nos ha pedido investigar a las nuevas incorporaciones, pero parece que
están todos limpios. Se nos coló Zalbidea, pero dos ya son muchos.
—Entonces, ¿no hay topo?
—No lo sé. Pero de haber, sería
un miembro de la familia más antiguo de lo que pensamos.
Y tras decir esto, Juan supo que
no hacía falta ser un genio para saber que las cosas empezaban a empeorar
drásticamente.
Por la mañana, Hernández y Martín
se dirigían al Gudari, en metro hasta el Casco Viejo. El padrino parecía haber
cogido gusto a la gabardina de cuero negro, y la llevaba una vez más. En su
mano izquierda tenía un anillo simple, un aro de metal, y en la derecha, en el
corazón y el anular, un anillo en forma de calavera y el sello con las
iniciales de la Cosa Kostra.
Iban de pie en el último vagón,
apoyados contra la pared. Más allá, en los asientos, de espaldas a ellos, había
un par de chavales de unos 16 años. Un poco más adelante, ya en los asientos
reclinables y de frente a los chavales, había otra pareja poco mayor que ellos.
En este caso, los dos jóvenes eran visiblemente una pareja gay.
Hernández contempló la escena
mientras se acariciaba la perilla, intrigado, y con media sonrisa en su boca.
Los dos jóvenes más cercanos a él parecían no haber visto una pareja gay en su
vida, o al menos, actuaban como si así fuera. Habían entrado en un juego de
comentarios homófobos impersonalizados: no hablaban lo bastante alto o directo
como para insultar directamente a los otros jóvenes, pero sí lo bastante como
para que les oyeran, conscientemente.
—Pero luego la sacarás llena de
mierda, ¿no?—decía uno—¿O tienes que meterte agua por el culo antes de cada
polvo para limpiarte?
—Calla, qué puto asco—decía el
otro entre risas.
La pareja gay se limitaba a
ignorar los comentarios de los otros dos jóvenes y hacer como si no existieran.
Incluso en un país occidental, en el año 2015, la homofobia era lo bastante
frecuente como para que supieran que lo mejor era hacer oídos sordos.
Hernández, aún con media sonrisa
en su rostro, caminó lentamente hacia los asientos. Martín hizo un amago de
seguirle, pero el padrino hizo un gesto con la mano para que se detuviera.
Se acercó por detrás a uno de los
jóvenes, que se giró al verle. La gabardina hasta los pies era una prenda lo
bastante curiosa como para aumentar las risas (“¿pero en qué vagón me he
metido? ¿Hay alguien normal aquí?”, pensó), pero el rostro le resultó vagamente
familiar.
—¿Sabes quién soy?—susurró
Hernández.
La voz fue la pieza que le faltó
para reconocerle. Sí, claro que lo sabía. Aitor Hernández era un rostro
bastante difundido por televisión, señalado constantemente como el don de una
de las familias más poderosas de la Cosa Kostra, aunque no había pruebas
definitivas en su contra.
—Sí—respondió, titubeando.
—¿Sabes lo que te pasará si
sigues haciendo el capullo?
—Sí—repitió el joven.
—Bien.
Hernández volvió de nuevo con
Martín. El resto del viaje transcurrió en un silencio absoluto en el vagón.
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