12 de enero de 1974.
La nieve caía con calma sobre la clínica del dr. Baermann.
De noche, la imagen que ofrecía era considerablemente desoladora.
La inmensa mayoría de los cristales de las ventanas había
desaparecido ya, y los murciélagos habían hecho nidos en buena parte de las
habitaciones. La hiedra seca cubría la fachada: al ser invierno, no se notaba
demasiado, pero allí estaba, conquistando terreno poco a poco. El ala oeste
estaba especialmente deteriorada, tras una explosión varias decadas atrás, lo
que hacía que a menudo la lluvia cayera sin piedad por dentro del edificio,
humedeciendo los pasillos para darles un aspecto aún más tétrico.
Al menos, con la nieve no había ese problema, si bien la
visibilidad también se reducía y el bosque cercano se convertía en una masa
informe que apenas se podía ver, dando la impresión de que la clínica se erguía
solitaria en mitad de la nada.
Bernardo Pedroni apartó la piedra que bloqueaba la puerta de
las escaleras y bajó. Tenía un aspecto desaseado: barba de varios días y una
melena negra ondulada que le llegaba hasta los hombros. Vestía casi como un
vagabundo.
Aquello, desde luego, no le facilitaba acercarse a sus
víctimas, pero, ¿qué más daba? Así alejaba a la escoria. Sólo aquellos que no
eran lo bastante imbéciles como para juzgar a la gente por su apariencia
merecían acercársele. Al fin y al cabo, morir en sus manos era un privilegio.
Pero no lo entendían, no. Por eso Bernardo había tenido que
huir de Italia, y más tarde, también de Austria. Nadie entendía que ser
liberado de la existencia carnal por sus manos era un honor, un motivo de
felicidad. Nadie lo entendía nunca.
Pese a que el camino estaba lleno de escombros y parecía a
punto de derrumbarse, aún se podía llegar a la morgue, situada en el sótano. Mejor
así. La gente no se atrevía a bajar, y podía hacer su trabajo en paz, sin que
nadie le molestara.
Aunque la mayor parte del sótano era accesible sin ningún
problema, y probablemente siguiera manteniéndose firme durante décadas, la
morgue estaba demasiado cerca del ala oeste. Se encontraba peligrosamente cerca
de un derrumbe, pero Pedroni era meticuloso. No pasaría nada. Él mismo colocaba
una piedra bloqueando la puerta a las escaleras, como si se hubiera derrumbado,
¿quién se iba a molestar en quitarla? Pensarían que detrás todo seguía igual.
Pero no, no.
La morgue aún estaba más o menos en buen estado. Las
baldosas blancas de la pared se habían desprendido bastante por algunas zonas,
por otras aún seguían intactas. El olor de los cadáveres era nausebundo, aunque
el frío del invierno ayudaba bastante, y, de todos modos, los conductos de
ventilación aún dejaban entrar y salir el aire de manera aceptable.
Pedroni cargó a hombros el cadáver de su última víctima y
bajó las escaleras. Allí estaba el cajón abierto, tal y como lo había dejado,
dispuesto. Con ayuda de una polea, introdujo el cadáver y lo cerró. Satisfecho,
se frotó las manos y abrió el siguiente.
Ya había llenado trece cajones. Aún quedaban diecisiete.
¿Qué haría cuando acabara con todos? Tal vez irse a otro sitio, a otro país, a
otra clínica abandonada en la que volver a llenar la morgue. O tal vez no, tal
vez podía vaciarla y empezar de nuevo. Al fin y al cabo, aquel era el mejor
sitio que había descubierto nunca.
22 de abril de 1974.
Garin fue el primero en cruzar la puerta del edificio
abandonado, ese primer paso que era el que más miedo daba. Al fin y al cabo,
había sido idea suya.
Era un joven de unos veinte años, de cabello rubio
despeinado, ropa informal. Le dio la mano para ayudar a entrar a su novia,
Anette, una joven bajita envuelta en un vestido de flores, con el pelo recogido
en dos trenzas que caían por sus hombros.
Mathilda, una amiga en común, entró segundos después. Era
muy delgada, llevaba unos pantalones y una chaqueta vaqueros, y unas gafas con
lente circular.
-¿Y de dónde has sacado este sitio?-preguntó.
-Leí una noticia sobre Gretchen Becher-contestó Garin-. ¿No
has oído hablar de ella? Ha salido en unos cuantos periódicos.
-Me suena.
-Es una enfermera a la que han detenido, está a la espera de
juicio. Al parecer, en su juventud fue cómplice de tantos crímenes y
atrocidades que todavía la van a juzgar aunque tenga casi ochenta años.
-Aaaah, sí, sí, oí algo en la radio-repuso Mathilda.
-Así que me puse a investigar que había hecho, y hablaban de
esta clínica. En un artículo decía que llevaba abandonada desde los años 30,
excepto por unos meses que la usaron los nazis. Tuve que hojear unos cuantos
libros en la biblioteca hasta que encontré dónde estaba, porque en el artículo
ése no lo decía, y resulta que la teníamos a menos de 40 kilómetros de
casa.
-Es como se veía en las fotos-añadió Anette, que también
había leído los artículos encontrados por su novio.
Los tres jóvenes comenzaron a subir las escaleras. Mathilda,
tal y como le había recomendado la pareja, llevaba una cámara. Era fotógrafa, o
lo intentaba; el periódico local le había comprado fotos en dos ocasiones,
aunque aún faltaba mucho para que pudiera ganarse la vida así. De todas formas,
sólo tenía diecinueve años, le quedaba mucho tiempo por delante para mejorar.
Lo cierto es que la clínica ofrecía unas fotografías
bastante espectaculares. Con las cortinas hechas jirones ondeando y los
retorcidos pasillos, la iluminación regalaba tantas fuentes y contrastes como
fuera posible imaginar.
Una silla de ruedas abandonada al fondo del pasillo. Una
flor creciendo solitaria en un muro, en mitad de un papel pintado con motivos
de flores. Un charco con informes médicos flotando. Cada foto era mejor que la
anterior.
Garin y Anette, por su parte, no necesitaban de cámara para
disfrutar de la visita. La emoción de estar recorriendo aquellos pasillos
abandonados en penumbra, sabiendo la cantidad de horribles crímenes que habían
sido cometidos allí, era incentivo suficiente.
Los pisos superiores fueron una visita interesante; tras
esto, volvieron sobre sus pasos hacia la entrada. La puerta estaba cerrada y
asegurada con un candado.
-Joder. ¿Hay más gente aquí?-murmuró Garin.
-Vámonos-dijo rápidamente Anette-. Podemos irnos por
cualquier ventana de la planta baja, están todas abiertas.
-Pero espera, no hemos acabado la visita.
-No, pero aquí hay más gente y nos han encerrado.
-Serán sólo unos chavales intentando asustarnos-dijo Garin
tranquilamente, ya recuperado de la sorpresa-. ¿Quién más va a venir a este
sitio? No hay ningún peligro.
-No sé, no me gusta nada.
-¿Por qué no saco unas pocas fotos más en el sótano y nos
vamos?-sugirió Mathilda, intentando adoptar una posición intermedia que
terminase la discusión.
Funcionó. Los tres jóvenes se dirigieron a los sótanos,
ligeramente nerviosos. Garin cogió un ladrillo suelto y lo guardó en el
bolsillo de su cazadora sin que le vieran, manteniendo la mano dentro. No
quería asustarlas, pero iría bien tener un arma a mano, sólo por si acaso.
No es que fuera a haber un peligroso asesino ahí, pero,
¿quién sabe? Tal vez algún sin techo que dormía en la clínica, en el peor de
los casos podría querer robarles la cartera o, con tanto suelto loco, esperemos
que no, podría verse tentado a violar a dos chicas jóvenes.
Pero lo cierto es que sí había un peligroso asesino. Sentado
tranquilamente en una silla, en las sombras de una habitación sin luz, les vio
pasar por la zona iluminada y sonrió.
-Esta puerta está bloqueada, no creo que nadie la haya
abierto en años-comentó Garin fijándose en el penoso estado de las escaleras
que bajaban a los sótanos, y la piedra que la bloqueaba.
-Mejor, por lo menos ahí abajo no nos encontraremos
sorpresas. ¿Puedes moverla?
Garin desplazó la piedra con ayuda de Mathilda. Anette se
frotó los brazos. Comenzaba a hacer frío, y cada vez le hacía menos gracia
estar allí.
Una vez libre el camino, los jóvenes pasaron. Garin y
Mathilda llevaban una linterna cada uno, Anette les seguía, pegada a ellos, por
el estrecho pasillo.
-Por aquí debe de estar la morgue. Seguro que es el sitio
más siniestro de la clínica, ¿no?
El haz de la linterna de Garin, efectivamente, iluminó el
letrero de “morgue” en una puerta. Asió el picaporte y la abrió.
El hedor casi hace que se desmaye ahí mismo. Los tres
jóvenes tosieron y trataron de cubrir sus narices del nausebundo olor de las
entrañas de la clínica.
-¿Qué coño es eso?-murmuró Garin.
-Huele a cadáver-respondió inmediatamente Mathilda-. Así
olía mi portal cuando murió mi vecina. Tenía 80 años, murió ella sola en su
cama, sin que nadie se enterara. No nos dimos cuenta hasta días o semanas
después, cuando el olor ya era insoportable. Cuando llegó la policía, la
encontraron tumbada pacíficamente en la cama; sólo cuando la levantaron vieron
que los gusanos ya se habían comido casi toda su espalda. Os juro que es el
mismo olor.
-Pero no pueden tener cadáveres aquí desde hace 40 años,
¿no?-preguntó Anette-Tuvieron que llevárselos. ¿Creéis que las morgues siempre
huelen así?
-Salgamos de dudas.
Garin se acercó al primer cajón y lo abrió. El olor se
multiplicó y vieron un cadáver, la carne podrida de color verdoso, la mandíbula
inferior desprendida en una mueca de dolor.
-¡Joder!-gritó el joven entre el chillido de sus dos
amigas-¡Este cadáver es reciente! ¡Vámonos de aquí!
El trío echó a correr de vuelta por el pasillo. Mathilda y
Anette, que estaban fuera de la morgue cuando comenzaron a correr, llegaron
primero a la puerta del sótano, y la intentaron abrir inútilmente. Para su
sorpresa, estaba cerrada, como cuando habían llegado. La piedra bloqueando la
salida.
Mientras Mathilda golpeaba inútilmente la puerta, Anette se
giró. Garin ya les alcanzaba, estaba llegando hacia ellas, a la altura de una
intersección en el pasillo… y entonces, algo le sujetó.
En la oscuridad del pasillo, Anette no pudo verlo bien, pero
fue como si su novio cayera hacia atrás, y una hoja metálica surgiendo de su
pecho, alguien le había apuñalado por la espalda. La linterna cayó al suelo.
-¡Garin!-chilló la joven.
En las novelas siempre había leído la frase “quedó
paralizada por el terror”. Ella no quedó paralizada. Corrió y corrió por otro
pasillo, Mathilda detrás, en cuanto comprendió que no iba a poder abrir la
puerta y que tenía que seguir a su amiga.
Tenía que haber otra salida. Una puerta que llevara al
sótano principal, aunque estuviera semienterrado por los escombros, y desde ahí
poder salir. Tenía que haberla.
Todas las puertas parecían iguales, aquello era un laberinto
y el asesino no parecía tener ninguna prisa por encontrarlas, como estando
seguro de su éxito. El haz de la linterna de Mathilda no iluminaba ni
remotamente el campo visual necesario.
Las lágrimas corrían por el rostro de Anette casi por acto
reflejo: no es que hubiera tenido tiempo para asimilar la muerte de su novio,
ni mucho menos. Tropezó y cayó, desgarrándose ligeramente el vestido de flores
y haciéndose sangre en las manos al caer sobre escombros en punta, pero apenas
tardó un segundo en reincorporarse y seguir corriendo.
-¡Por aquí!-gritó Mathilda, encontrando unas escaleras de
mano.
Era el hueco del montacargas. Retirado hacía ya tiempo, ya
sólo era un hueco con unos cables colgando y la susodicha escalera, pensada
para ayudar a obreros en caso de que el montacargas se estropeara por algún
motivo.
Las dos chicas subieron tan rápido como pudieron,
conscientes de que dejaban atrás la planta baja y, por tanto, la salida más
rápida, pero no tenían otro remedio: las puertas del montacargas en la planta
baja estaban cerradas. Tal vez se podrían abrir sin problemas teniendo un suelo
en el que apoyarse, pero no contaban con esa ventaja.
De modo que fue en el, ¿primer piso, quizás? ¿Segundo?
cuando las chicas pudieron salir. Allí, una de las hojas de la doble puerta se
había desprendido, y pudieron saltar y salir del hueco. Con la adrenalina al
máximo, el salto fue un juego de niños, lo que en otra situación habría sido
todo un reto: apenas había que saltar algo más de un metro, cierto, pero la
caída implicaba una muerte casi segura.
-¿Qué hacemos? ¡¿Dónde está salida?!-gritó Mathilda mirando
en todas las direcciones. Todos aquellos pasillos parecían iguales.
Un silbido empezó a sonar entonces por alguno de esos
pasillos, perdido en el eco. Poco a poco, se añadió el ruido de unos pasos que
se acercaban.
-¿Dónde estáis, chicas?-dijo la voz del asesino en
serie-Salid a jugar, vamos.
Aterradas, corrieron hacia la sala más cercana: el
laboratorio. Docenas de estanterías acumulaban productos, aquellos no tan
interesantes como para ser saqueados por toxicómanos, y algunos otros que se
habían dejado.
Las dos jóvenes se apresuraron a esconderse. Mathilda se
colocó tras uno de los muchos armarios de cristal y Anette se agachó tras un
estante.
Los pasos se fueron acercando. ¿Les había oído entrar? ¿Cómo
sabía que estaban ahí? Las lágrimas resbalaban por el rostro de las dos chicas
en el mayor silencio del que eran capaces. Sus corazones parecían a punto de
salirse de sus pechos, tanto que daba hasta la sensación de que el asesino
podría oírlos.
Lentamente, entró en la sala. Anette pensó en asomarse
ligeramente a mirar, pero no podía. Intentó centrar su mirada en el estante
tras el cual estaba escondida. Distintos barbitúricos y opiáceos caducados
hacía años, vendajes desparramados por el suelo, incluso una de las pocas
jeringuillas que no se había llevado algún toxicómano.
-Venga, sé que estáis aquí… ¿no queréis conocerme? Vamos,
salid…
No tuvo mucho que buscar. Al momento, estaba junto a
Mathilda. Con una sonrisa sádica, la empujó contra uno de los estantes de
cristal. El vidrio estalló en pedazos, cortando la piel de la joven. El asesino
siguió presionando, los cristales rotos clavándose cada vez más y la sangre
resbalando.
Anette apenas pudo ahogar un grito. La estaba asesinando.
Estaba asesinando a su amiga, después de asesinar a su novio. Y ella no podía
hacer nada.
En todo caso, la mente humana es un laberinto, y aún esconde
muchos entresijos. A veces, ante una situación así, una persona queda
totalmente paralizada. Otras veces, sus músculos y su mente se mueven casi por
reflejo, sin que ella sea consciente, y actúan.
Lo primero en lo que se fijó fue en los cristales que habían
caído al suelo. Si pudiera apuñalarle con alguno de esos cristales… pero era
demasiado arriesgado. No podía acercarse tanto, agacharse a coger el cristal y
levantarse y apuñalarle sin que aquel psicópata se diera cuenta. Más que
arriesgado, era imposible.
Y entonces, su cerebro pareció empezó a trabajar por sí
solo, quizás influido por el lugar en el que había centrado su vista segundos
antes. Pentobarbital. Era el único barbitúrico de los que había en aquel
estante que se suministraba en estado líquido.
Los dedos de Anette palparon el suelo y se aferraron a la
jeringuilla abandonada. Su otra mano abrió lentamente el estante, con todo el
silencio posible –aunque, para su pesar, los últimos estertores de su amiga
eran lo que más le ayudaba a cubrir el ruido-. Giró la tapa y la aguja atravesó
el protector del frasco, llenándose del barbitúrico.
La chica salió de su escondite, el rostro empapado en
lágrimas. Su amiga ya estaba muerta, pero el asesino todavía la sostenía,
empujándola contra el estante, como queriendo alargar el momento lo máximo
posible para exprimir todo el placer de segar una vida.
Ni siquiera pudo verla. Acaso habría podido verla en el
reflejo del cristal de no haberlo roto, pero no tuvo esa oportunidad. La aguja
se hundió en su cuello, Anette presionando el émbolo con todas sus fuerzas, una
dosis letal de pentobarbital derramándose en las venas.
Los dedos del hombre se aflojaron y, sin que pudiera
sostenerla, Mathilda cayó al suelo, muerta desde hacía un minuto. Su asesino
hizo un amago de girarse para intentar entender qué había pasado, pero no llegó
a completar el giro y también cayó al suelo, si no muerto, con escasos segundos
de vida por delante.
La última en caer fue Anette, de rodillas. Los cristales
rotos del suelo le cortaron las piernas, pero no le importó. La pesadilla había
terminado, y ya no era necesario guardar silencio. Sus gritos de dolor y su
llanto resonaron en toda la clínica. Lo había perdido casi todo, pero, al
menos, estaba viva.
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