miércoles, 13 de marzo de 2019

La balada de Hakon: El vendedor de baratijas


Aquí empieza una saga de fantasía heroica a manos de Miguel Lo Blan y mías, que esperamos que se alargue por mucho. A ver cómo sale.


El sol, alzándose lentamente a lo largo de la mañana, empezaba a calentar las tierras de Ahrshaim. Apenas unas pocas nubes surcaban el cielo.

Por el camino polvoriento, un hombre avanzaba fatigosamente, montado encima de un pequeño burro gris que cargaba también con una buena cantidad de equipaje. El viajero tenía algo menos de treinta años. Era alto y fornido, con músculos bien definidos en un cuerpo, sin embargo, más bien delgado. Tenía el cabello largo y rubio, sucio, recogido en una trenza, y una barba descuidada. Sus ojos eran verdes, si bien en el derecho el iris estaba desprendido, una marca de nacimiento que se asemejaba a una serpiente mordiendo su propia cola en torno a la pupila.

El viajero vestía ropa sencilla y desgastada por el uso: unos pantalones de lana sujetos con un sencillo cinturón, unos zapatos de una sola pieza de cuero anudados en torno a los tobillos y una camisa de color azul –o que, al menos, en algún momento había tenido ese color antes de cubrirse de polvo y barro-, sin mangas, que dejaba ver sus brazos desnudos en los que se apreciaban algunos tatuajes.

De su cinto colgaba un hacha no muy grande, al costado derecho, lista para ser usada rápidamente. Si algún bandido se hubiera planteado atacarle, tal vez se lo habría pensado mejor y hubiera ido en busca de una presa más fácil, al ver no sólo ese hacha sino también un pesado martillo que colgaba de una de las correas del burro, asomando bajo una gruesa piel que probablemente hacía las veces de capa y de manta y que el viajero, a falta de unas horas para el mediodía, no necesitaba en aquel momento.
Por fin, para alivio suyo y de su cansado burro, llegó a su destino. Dos guardias custodiaban una de las entradas a un enorme recinto vallado con empalizadas de madera. Llevaban una pesada cota de mallas encima de la cual vestían una pieza de lino con el dibujo de un toro.

—¿Qué llevas ahí, viajero? ¿Vienes a inscribirte en el torneo?—le dijo uno de los guardias.
—Oh, no, cuesta demasiado limpiar la sangre después—bromeó el viajero—. Sólo soy un comerciante. Mi nombre es Hakon y esperaba poder vender algunas baratijas.

Uno de los guardias se acercó a revisar el equipaje y comprobar si decía la verdad. La entrada al gran recinto era libre, pero desconfiaban de quienes portasen armas: las familias más poderosas de todos los reinos iban a reunirse allí y, aunque estarían fuertemente protegidas en todo momento, tampoco era cuestión de ponérselo fácil a un posible asesino. El guardia ojeó las diversas alforjas: Hakon llevaba sobre todo broches para ropa, tanto para hombres como para mujeres, además de algunas dagas, unos vasos de cerámica bien envueltos para protegerlos, unos pocos brazaletes de metal barato y algunas piezas de cuero.

—Bien. Tendrás que pagar tres monedas a alguno de los encargados y te dará el permiso para vender dentro del recinto. Puedes pasar.

Hakon asintió y azuzó a su burro. Al pasar, no pudo evitar oír que uno  de los guardias le comentaba a otro, susurrando pero sin molestarse mucho en no ser oído:

—¿Te has fijado en su ojo de serpiente? Eso da mal fario. Seguro que luego hay problemas.

El recinto, situado cerca de Gottegod, la capital de Ahrshaim, era un hervidero de actividad: algunos comerciantes ya se habían asentado, y la gente acudía a comprar y vender a sus puestos. Otros iban de un lado para otro, buscando donde dejar su montura o a un encargado a quien pagar por el permiso para comerciar. A su vez, muchas otras personas buscaban dónde inscribirse en el torneo, guerreros en su mayoría, pero no todos: aquel torneo iba a durar varios días y, aunque los combates eran el plato fuerte, también había pruebas de carreras, de lanzamiento de hachas o de arco y flechas…  pruebas en las que muchos cazadores, pescadores o granjeros curtidos en sus respectivos trabajos también veían una oportunidad de llevarse algún premio. La gran mayoría eran humanos, pero también cierta cantidad de elfos paseaba por el recinto.

Hakon llevó el burro al abrevadero correspondiente y después buscó a uno de los encargados para conseguir su permiso; durante este recorrido no vio ningún rostro conocido, a pesar de que a lo largo de sus viajes había conocido a gran cantidad de personas de todo tipo. Estaba seguro, por ejemplo, de que su viejo amigo Herleifr, que ahora se dedicaba a cazar, no habría perdido la oportunidad de acudir al torneo a vender algunas buenas piezas.

Ojeando los puestos, decidió ponerse en algún lugar lo más alejado posible de la competencia directa para poder vender más. Se situó, pues, entre un zapatero que andaba moldeando el cuero allí mismo y un druida que vendía algunas pociones… probablemente ineficaces, la mayoría. Hakon era un hombre muy poco supersticioso, y sabía muy bien que algunas plantas recogidas por quienes sabían identificarlas podían embriagar a un hombre, dormirle o hacer que olvidara el dolor; pero, más allá de eso, no confiaba mucho en otros rumores como pociones del amor, o druidas capaces de convertirse en animales a su voluntad, de convocar una tormenta o de encender un fuego con sus manos desnudas. La magia había estado perseguida durante mucho tiempo y, aunque ahora estaba permitida en la mayoría de los nueve reinos, probablemente cualquier hechicero mínimamente poderoso ya había sido ejecutado décadas atrás. Quizá incluso antes. Quizá la magia ni siquiera había existido desde que los elfos se retiraron a los bosques de Elveon.

La mañana se desarrolló mejor de lo esperado y, pasado el mediodía, Hakon ya había vendido lo bastante como para hacer rentable su viaje hasta allí. A partir de ahí, el resto de ventas serían ganancias. Con esto en mente, cerró su puesto y marchó en busca de una buena jarra de hidromiel y un pedazo de carne que llevarse a la boca.

No tardó en encontrar una pequeña taberna improvisada al aire libre, y allí es donde vio los primeros rostros conocidos.

Sobre una larga mesa, la barda Kaira cantaba sus canciones, acompañada por otros cinco músicos que tocaban diversos instrumentos de fondo. Algunos de los presentes disfrutaban la música, pero otros murmuraban comentarios negativos. Hakon había conocido a este curioso grupo en el pasado: eran unos marginados, nómadas que no creían en nada ni en nadie. Si la mayoría de los bardos componía sus canciones sobre hazañas heroicas de nobles a quienes pretendían halagar, a menudo Kaira y los suyos hacían exactamente lo contrario: en una ocasión, en una taberna del sur, Hakon había oído a Kaira entonar una balada que titulaba “que se joda el rey”. Si bien no estaba dirigida a ningún rey específico, sino a la figura de un rey en general, lo que quizá fuera incluso peor en el contexto de aquel torneo. Supuso que, si su amiga apreciaba su vida, no la cantaría en aquel lugar.

Aún así, para cuando Hakon terminó de comer, algunos de los presentes ya habían arrojado alguna bebida contra el grupo, ofendidos por alguna de las baladas; una jarra había hecho una pequeña herida en la frente de Zssig, el único cíngaro del grupo, que tocaba un instrumento que él llamaba violín, y una piedra habría alcanzado a Kaira de no haberse interpuesto Porgist, que tocaba el bodhrán y era lo bastante grande y musculoso como para que una mirada suya sirviera para hacer recular al hombre que iba a tirar la piedra.

El comerciante se levantó y caminó con tranquilidad hacia el estadio, un conjunto de gradas de madera formando un círculo casi completo. Faltaba algo más de una hora para la ceremonia de apertura, pero las gradas estaban casi totalmente llenas. Hakon no podía negar que aquello tenía mérito: sabía que llevaban unos pocos años construyendo aquel estadio pensando en este evento específico, pero había quedado una construcción realmente colosal, y jamás había visto a tantas personas juntas.

Las gradas estaban coronadas por nueve estandartes, uno por cada uno de los nueve reinos, que se desplegaban hacia abajo. Bajo cada estandarte, había un palco de honor para cada una de las familias reales. Alrededor de los palcos –y, a menudo, también en ellos- se amontonaban guardias reales de sus respectivos territorios, preparados para atacar ante la menor amenaza. Por todas las gradas iban y venían esclavos, transportando comida y bebida a sus amos.

Hakon optó por encaramarse a lo más alto de una de las gradas, que era desde donde peor se veía y, por tanto, donde menos gente había. Permaneció allí, sin nada que hacer, mientras el estadio continuaba llenándose: de todos modos, a esas horas todo el mundo iría hacia allí, no tendría mucho sentido intentar vender sus baratijas.

Para su sorpresa, cuando estaba a punto de empezar la ceremonia, apareció Kaira, pisando a varias pesonas para llegar hasta donde Hakon, recibiendo un buen número de insultos y juramentos y, por supuesto, devolviéndolos todos.

—No te esperaba por aquí.
—Ya, bueno, lo de siempre—respondió la barda encogiéndose de hombros—. A Esbenn le han roto la gaita y no podíamos seguir tocando, así que hemos tenido que pelear contra el público. Cuando me he aburrido, me he escapado y he venido aquí.
Kaira señaló un labio hinchado, todavía un poco manchado de sangre, y un moratón en el brazo como pruebas de la veracidad de su relato.
—He conocido a soldados que han participado en menos combates que vosotros haciendo música—dijo Hakon—. Quiero decir, lo digo totalmente en serio.
—Sí, bueno, es más fácil luchar por lo tuyo que por un rey, imagino. Y a ti, ¿qué tal te va? No hemos coincidido mucho estos últimos años.
—Sigo intentando vender cosas, ya sabes. Parecía buena oportunidad…

La conversación se vio interrumpida por el rugido de varios cuernos. Las conversaciones en las gradas se fueron apagando, esperando a oír las palabras del consejero que oficiaba la ceremonia. Éste caminó hasta ponerse en mitad del estadio y comenzó a hablar lo más alto que podía:

—Hablo en representación del reino de Ahrshaim y de su rey, Gharald, al decir que es un auténtico honor acoger este torneo en conmemoración de los 100 años que han pasado desde el fin de la Gran Guerra. Tal día como hoy, hace exactamente un siglo, era firmado el Tratado de Alfhaim con el que se puso fin a una guerra que se extendió durante generaciones, la guerra más brutal que ha conocido Danna desde los tiempos del Señor Oscuro. En el año 1164 después de la derrota del Señor Oscuro, comenzó la Gran Guerra, y en el año 1218, terminó. Debemos recordar la Historia, pues nos previene de repetir sus errores y reafirma la hermandad de estos nueve reinos…
—¿No te parece que los nobles tienen la necesidad de explicar cuatro veces al día qué fue la Gran Guerra? Yo creo que se piensan que somos gilipollas—le susurró Kaira a Hakon. Éste asintió en silencio con media sonrisa: era agradable tener a alguien que pensara parecido con quien comentar aquel evento. Y de hecho, pensó, Kaira también era agradable físicamente, lo que sumaba puntos.
—Cuando el diplomático Bornthal, representante de los elfos oscuros en los territorios humanos, fue asesinado por un grupo de terroristas enanos, encabezados por el vil Argdar, las disputas entre elfos y enanos por el dominio de las Montañas Cortantes se convirtieron en una guerra abierta. Los elfos acusaron a los humanos de no haber protegido a Bornthal, mientras los enanos acusaban a los humanos de haber cometido el asesinato. Ante estas acusaciones, los humanos se vieron obligados a intervenir en la guerra…
—Fíjate que habla de los humanos como si él no fuera uno—señaló Hakon—. No, si al final va a ser verdad que este torneo busca la reconciliación de los nueve reinos y no sólo mostrar lo grande que tiene Ahrshaim la polla…
—Sí, es raro—coincidió Kaira—. De todas formas, viendo el resultado de la guerra, está claro quién se benefició más de ella… no me extrañaría que los enanos tuvieran razón y fueran los humanos los que asesinaron a Bornthal en un ataque de falsa bandera. Además, el tal Argdar nunca confesó, ¿no?
—No. Apareció ahorcado en su celda unos días después… un poco sospechoso sí que es.
—Y la guerra a tres bandas se extendió durante décadas—continuó el consejero—, hasta que, finalmente, el rey Briand de Ahrshaim recurrió a antiguas técnicas que aseguraron la victoria…
—“Antiguas técnicas”—repitió Kaira—. Bueno, eso es todo un eufemismo para decir que le pidió a algún hechicero loco que convocara a una legión de draugr que se levantaron de las tumbas, masacraron a todos los enanos y a casi todos los elfos y desde entonces Ahrshaim y las regiones que les lamieron el culo dominan el mundo, ¿no crees?
—Sí, parece que han mandado a la mierda el esfuerzo por la reconciliación.
—…y es por esto que celebramos el paso de un siglo desde el Tratado de Alfhaim. Ésta es la primera ocasión en la que miembros de las nueve familias reales se reúnen en un mismo recinto desde la firma de aquel tratado. Que los dioses guíen y protejan a todos los nobles reunidos aquí hoy, a quienes debo presentar…
—Oh, esto va a ser muy aburrido—protestó Kaira.
—Bueno, no tienes que aprendértelos todos… tampoco sirve para mucho—murmuró Hakon.
—Bajo el estandarte del toro se encuentra la familia real de Ahrshaim: el rey Gharald…—hizo una pausa para que el público ovacionara al rey. De hecho, hizo una pausa después de cada uno de los nobles que nombró—La reina Ausla… la princesa Ashlog… la princesa Arish…
—No parece útil tener tantas hijas con un sistema en el que sólo los hombres pueden heredar el trono—ironizó Kaira.
—La princesa Shasla…
—Y ésta se le cayó a su padre de sus brazos al nacer. Se golpeó en la cabeza y se quedó imbécil…—apuntó Hakon, señalando hacia la pequeña figura de ropaje blanco y moño rubio que apenas ni se veía desde allí.
—Y el príncipe Gertolt…
—El primer varón que les nace y tampoco parece que vaya a tener interés en encontrar una esposa—susurró la barda.
—He oído algunos rumores, sí.
—¿Sólo rumores? Se le conoce como Gerta la Abierta. Todas las pollas que no quieren sus hermanas las coge él.
—Bajo el estandarte de la ballena—prosiguió el consejero—, nos honra con su presencia la familia real de Nihlhaim: el príncipe Adalgert… su hijo Adalgosh…
—Sin embargo, el rey Adalborj no ha venido—apuntó Hakon—. O está demasiado viejo como para salir de su palacio, o le importa una mierda este torneo.
—El príncipe Audhild… y el príncipe Halvard… Bajo el estandarte del dragón, el rey de Vellirihaim, el rey Inge…
—Ah, de éstos sí que he oído hablar mucho—dijo Hakon—. El rey Inge, sus padres eran hermanos, así que él nació con todas las malformaciones físicas y mentales que puede haber. Yo creo que le llaman Inge porque es la única palabra que sabe decir.
—Pero es el Rey Dragón, ¿no?
—Sí. Desciende del supuesto héroe que mató al último dragón de los nueve reinos, Gran Sombra, que dominaba todo el territorio…
—Y se hizo una armadura de piel de dragón. Algo he oído.
—Eso es. Tres armaduras, más bien, de piel de dragón, que es casi impenetrable. Aunque con  el paso de los siglos dos se perdieron, ya sólo queda una, pero imagino que para decorar el palacio de Vellirihaim, más que nada… este rey difícilmente va a ponérsela algún día, y si se la pusiera, no es que le fuera a servir de mucho—prosiguió el vendedor—. Mira, los que están alrededor… el que va camino de ser anciano es el regente Odd, ha sido uno de los mejores luchadores de los nueve reinos, ahora seguirá siendo muy bueno, aunque imagino que habrá empeorado por la edad. La que está al lado es la cuidadora Freda. Ésos dos son quienes gobiernan realmente el reino. Y mira, el capitán de la guardia real es Immir… también es muy buen luchador. Es un sami. La realeza de Vellirihaim deja a los sami vivir en paz en el Saliente a cambio de que algunos de ellos se unan a la guardia real y al ejército, son excelentes guerreros. El tal Immir… dicen que comanda un escuadrón de asesinos. Si alguien les molesta, aparece muerto.

Kaira asintió en silencio, impresionada: no esperaba que Hakon supiese tanto de los tejemanejes de Vellirihaim. Mientras tanto, el consejero proseguía con su trabajo.

—Bajo el estandarte del carnero, está la familia real de Svanhaim: el rey Alvis…
—Fíjate, debe de tener ochenta años, pero apenas aparenta cincuenta. Está claro que tiene sangre élfica. Bueno, Svanhaim es el reino humano más cercano a los elfos, algo se tenía que pegar…
—La reina Tyra… el príncipe Alf… el príncipe Arbid…
—Con esa capucha que lleva—indicó Kaira señalándole—, parece que tiene clara su vocación de druida, o de hechicero, o alguna mierda de ésas.
—Y la princesa Siv…
Hakon no le dijo nada a Kaira, pero el primer comentario que se le hubiese ocurrido sin duda habría tenido una fuerte connotación erótica. La princesa Siv de Svanhaim era considerada una de las mujeres más atractivas de los nueve reinos, y no era para menos.
—Bajo el estandarte del bosque, la familia real de Elveon…
—Esto se pone interesante—murmuró Kaira.
—El rey Dannadiel…

Hakon y Kaira contemplaron al rey. Parecía estar poniendo todo su empeño en mantener una expresión neutra, pero no debía de ser fácil: era el rey de los elfos, expulsados de sus territorios y reunidos en un solo reino, el de Elveon; su padre y su primera esposa habían muerto a manos de los draugr en la Gran Guerra; era él quien había firmado el tratado de Alfhaim. Estaba allí en aquel torneo en el que celebraban su propia derrota. El rey Dannadiel rondaría los 1200 años de edad, lo que le convertía en uno de los seres más longevos de los nueve reinos; era frío y paciente, pero la paciencia debía de tener algún límite.

—La reina Rowen… y la princesa Elade…

Hakon volvió a callar. Si la princesa Siv era una de las mujeres más atractivas, la princesa Elade tranquilamente podría ser de las pocas que la superaran. La mitad de los hombres quedaban embobados al verla.

—Bajo el estandarte del águila, la familia real de Gohlerd…
—Oye, sobre lo que hablábamos antes de la reconciliación, fíjate que están nombrando a todos los reinos por el nombre en su idioma propio, no en la lengua norteña.
Kaira asintió en silencio: efectivamente, los norteños conocían Elveon como Alfhaim, o Gohlerd como Halhaim –de la misma forma que los sureños llamaban Easserd a Ahrshaim, sin ir más lejos-. Pronunciar los nombres de otros países en élfico y en lengua sureña, al fin y al cabo, era una forma de halagar sus sentimientos patrióticos.
—El rey Arlen… el príncipe Bendren… y el príncipe Brent…
—Brent Mataosos—señaló Hakon—. La cicatriz que tiene en la cara es de haberse enfrentado a un oso cuando tenía 12 años… y lo mató y se hizo una capa con su piel.
—Sí, algo había oído. Y también he oído que el rey Arlen encerró a la reina en una torre, acusándola de locura sin motivos. Y que tiene tres o cuatro hijas que corren el peligro de seguir el mismo camino que su madre. No parece un hombre que sepa tratar muy bien a las mujeres.
—Bajo el estandarte del zorro, la familia real de Medderd… el príncipe Breoghan…
—Aquí hay otra ausencia importante. El rey Eoghan no ha venido.
—Debe de ser por el asunto con los independentistas…
—Sí. Medderd y Lingberd tienen cada uno problemas con sus respectivos independentistas… bueno, Lingberd no, Lingberd más bien son ellos los independentistas.
—Y la princesa Alanna…
—La cicatriz que tiene en la cara, dicen que se la hizo su propio hermano, ¿no?
—Sí. Breoghan mató a su hermano mayor y desfiguró a su hermana… supuestamente en un accidente. Nunca se han dado muchos detalles.
—Bajo el estandarte del jabalí… el rey Sedrik…
—Joder, ¿quedan muchos nobles? Esto empieza a aburrir.
—La princesa Grainne… y el príncipe Diarmuid…
—Cuentan que es un hijo bastardo con una prostituta—dijo Hakon—. Y, sin embargo, su padre le ha reconocido como príncipe en lugar de mandarle a la mierda como hacen todos los reyes con sus bastardos.
—Oh, de lo más sentimental.
—Y bajo el estandarte de la nutria… la reina Morrighan…

Hakon observó a la reina, una mujer pelirroja envuelta en ropa negra; estaba en el palco con sus tres perros de caza, de los que no se había separado ni para ver el torneo. Algunos recuerdos que prefería olvidar cruzaron su mente: la reina Morrighan cuando aún no era reina, tiritando de miedo, unas capuchas negras, sangre en el suelo… Sacudió la cabeza y se obligó a enterrarlos otra vez.

—El duque Drystan…—al consejero no se le escapó el detalle de que Lingberd era el único reino en el que las mujeres podían heredar el trono, y también el único en el que al consorte de la reina no se le llamaba rey, sino duque—Y los príncipes Enyd y Mirdhimm…

Cuando cesaron los aplausos, por fin terminó la presentación de nobles.

—Reunidos todos aquí, y en memoria de aquellos que cayeron luchando con valentía en la Gran Guerra, declaro… ¡Que comience el torneo!

Hakon y Kaira suspiraron aliviados. Pasada la ceremonia, el torneo comenzó con alguno de los apetitos: primero, una competición de levantamiento de pesos, que ganó un guerrero sureño llamado Narrmuid el Fuerte, sin duda un hombre con un apodo acertado.

A continuación, llegó la competición de lucha cuerpo a cuerpo. El ganador de la competición anterior también se había inscrito en ésta, pero, agotado como estaba, no pudo hacer gran cosa. La competición se extendió por varias horas, cayendo ya la tarde, y el combate final fue ciertamente apasionante: el único noble inscrito en el torneo, Brent  Mataosos, consiguió  llegar a la final contra Leif, una joven promesa de la Guardia Real de Nihlhaim, que, pese a ser visiblemente más delgado que el noble, era extremadamente ágil y esquivaba casi todos los golpes y agarres de su contrincante. Finalmente, gracias a un tropiezo de Brent Mataosos, el joven Leif consiguió la victoria.

Por fin llegó el plato fuerte: las primeras eliminatorias del torneo propiamente dicho. Participaban algunos de los nobles que habían estado en las tribunas: Audhild Serpiente Marina, el hijo mediano del rey Adalborj; el príncipe Alf de Svanhaim; el príncipe Breoghan de Medderd; y el príncipe Diarmuid de Muhsserd. Juntar a cuatro nobles tan importantes en un torneo era toda una proeza: principalmente, porque a menudo los nobles no sentían la necesidad de participar en torneos en los que había riesgo de morir. Según la normativa, los combates se prolongaban hasta que uno de los combatientes quedara inconsciente o  anunciara su intención de rendirse;  el problema, claro, es que en cualquier momento del combate es posible recibir un golpe letal y no tener ya oportunidad de rendirse. La mayor parte de los participantes, por tanto, eran guerreros de nombre no muy conocido, sedientos de gloria.

Un sorteo  decidió cómo se conformaban las primeras parejas de contrincantes. La primera pareja elegida fue la de el príncipe Alf y un guerrero sureño.

—Dicen que Alf es muy bueno—comentó Hakon—. Al parecer, pasó su adolescencia en Elveon y allí le enseñaron a luchar como los elfos. Domina muy bien la espada.

Efectivamente, el combate fue muy breve –quizá incluso a un nivel decepcionante; aunque ver moverse al príncipe Alf era todo un espectáculo-. El príncipe esquivó los dos primeros mandobles de su contrincante; después chocaron sus espadas tres veces y, al cuarto golpe, la espada de Alf acertó en la mano del guerrero sureño, que inmediatamente quedó desarmado y a merced del príncipe, rindiéndose.

La segunda pareja fue la de dos guerreros norteños, combate que concluyó con uno atravesando el costado del otro con su espada. Se llevaron al guerrero herido y consciente para ser atendido, con escasas posibilidades de seguir vivo a la mañana siguiente. La tercera tuvo como protagonistas a un elfo y un guerrero sureño que fue el primero en no usar espada, al preferir un gran hacha de dos manos. Ganó el elfo al conseguir desarmarle.  En la cuarta, un guardia real de Vellirihaim, de etnia sami, consiguió derrotar a un elfo; y en la quinta, un guerrero sureño derrotó  a uno norteño –probablemente matándolo-.

En la sexta y última batalla de la jornada, Audhild Serpiente Marina combatió contra un guardia real de Gohlerd.

—Éste también debe de ser una bestia, ¿no?—comentó Kaira.
—Parece que tiene un largo pasado saqueando puertos, imagino que luchará bien.

Audhild tenía  el cuerpo lleno de tatuajes, alguno reconocible –como la ballena, símbolo del reino de Nihlhaim-, pero muchos de ellos distintos a los habituales en los nueve reinos: probablemente, tatuajes exóticos de sus viajes. Le faltaban dos dedos de la mano izquierda, aunque prefería luchar sin escudo. El pelo estaba echado hacia la derecha, de tal forma que dejaba ver las cicatrices del lado izquierdo de su cabeza, afeitado.

El sureño inició el ataque con varios mandobles que Audhild esquivó, aparentemente sin dificultad, aunque por una distancia muy escasa. Después la Serpiente Marina contraatacó; su adversario apenas pudo parar los golpes y tuvo que retroceder varios pasos. Aprovechando un momento de respiro, el sureño atacó nuevamente; pero esta vez el noble norteño, además de esquivar el  golpe, le agarró del brazo de la espada, inmovilizándolo, al tiempo que se agachaba y, con la mano derecha, soltaba su espada –con la que no tenía margen de movimiento para atacar- y desenfundaba una daga con la que cortaba tras la rodilla de su rival.

Al tiempo que el guardia real caía al suelo, herido, Audhild soltó su brazo y aprovechó para girar sobre sí mismo y recoger su espada con la otra mano. Quedó así de pie, orgulloso, con la espada en su mano mala y la daga en la buena, mientras que su rival, aún no estando desarmado, se encontraba en el suelo indefenso, con la pierna derecha totalmente inutilizada. Naturalmente, se rindió; y así terminó la primera jornada.

—Será mejor que vaya a dormir—dijo Kaira, despidiéndose con un abrazo—. Hemos tenido que emprender el viaje antes del amanecer para llegar a tiempo; estoy agotada.

Hakon se despidió, ligeramente decepcionado: le hubiera gustado continuar la fiesta con Kaira, o acostarse con ella; o, aún mejor, ambas cosas.

Encogiéndose de hombros, se dispuso a seguir la fiesta él solo. Quizá pudiera conseguir algo de sexo aquella noche de todas formas… aunque, por desgracia, seguro que la mayoría de mujeres allí presentes no tenían tanta tendencia  a ignorar las normas sociales como Kaira, y probablemente estarían demasiado apegadas a ciertas ideas sobre no tener sexo salvo en el matrimonio que Hakon consideraba desgraciadamente conservadoras.

Sin demorarse, puesto que ya estaba anocheciendo, Hakon pagó una cerveza y comenzó a beber. A su alrededor, los desconocidos con un deseo más fuerte de proseguir la fiesta se agrupaban en torno a hogueras y charlaban animadamente: el alcohol, en la mayoría de los casos, hacía desaparecer las barreras entre norteños y sureños, e incluso entre humanos y elfos; en una pequeña cantidad de casos, tampoco se puede negar, propiciaba peleas que los guardias se esforzaban por resolver.

Hakon terminó unido a un grupo de aventureros. En torno a una hoguera, hablaban de épicos viajes y enfrentamientos que ellos mismos habían protagonizado o que alguien les había contado…  o, a veces, que les había contado alguien a quien a su vez se lo había contado otro alguien. Contaron historias de pescadores enamorados de una sirena, de escaramuzas luchando contra trolls y de viajes hacia el lejano sur, donde se acaban los nueve reinos y se extiende un gigantesco desierto del que nadie ha visto el fin.

Animándose al escuchar la temática del grupo, un hombre camino de los treinta años decidió unirse, presentándose ante el grupo.

—Me llamo Niels—dijo—, y soy un guerrero errante. Sobrevivo buscando fortuna aquí y allí, luchando por causas justas allá donde las encuentre, y por los dioses que sé bien de lo que habláis.

Entre risas y gritos de júbilo,  el grupo brindó por su presencia y le ofreció un cuerno de hidromiel.

—En el desierto estuve una vez—comenzó—, al perseguir a través de las montañas a una banda de ladrones que había robado unas reliquias muy preciadas para la familia real de Muhsserd…

Niels era un hombre de estatura media, no demasiado musculoso; ojos claros, pelo rubio que, pese a su edad, tiraba a blanquecino, recogido en una coleta, y barba bien recortada. Vestía ropas de cuero desgastadas por el paso del tiempo y llevaba, eso sí, una espada en el cinturón. Su cuerpo parecía lleno de tatuajes, a juzgar por las partes visibles -brazos y cuello-, que conmemoraban algunas de sus aventuras. Mientras iba contando sus historias, se señalaba aquí y allí, el tatuaje de arañas gigantes en su brazo derecho por haber luchado contra ellas en el desierto, o una gaviota en el cuello por aquella ocasión en la que, tras haber luchado contra tritones, se encontraba perdido y desorientado en el mar y una gaviota le sirvió como guía para regresar a tierra firme.

A Hakon pronto le quedó claro que Niels tenía un extraordinario talento para conseguir que la gente que escuchaba sus historias le invitara, especialmente a bebida –aunque también a un muslo de pollo cocinado en la propia hoguera-. También que sus historias, o al menos la  inmensa mayoría de ellas, eran puras invenciones difíciles de sostener.

—De modo que estaba buscando este tesoro en una antigua ciudad subterránea enana—proseguía Niels—, ¿habéis estado en alguna? Son fascinantes, esos cabrones realmente sabían construir antes de que murieran en la Gran Guerra. Bueno, casi todos, al menos, porque una vez  conocí a uno… pero ésa es otra historia. De modo que estaba en la ciudad subterránea enana, giro por un pasillo y una llamarada, como una tormenta de fuego, os lo aseguro por los dioses, avanza hacia mí. Apenas si tuve tiempo de saltar y ponerme a cubierto tras unas rocas. Me asomo un poco, y, ¿qué encuentro ante mí? ¡Un dragón!
—Eso es mentira—proclamó entonces otro de los hombres del grupo, un tipo con cabeza rapada y barba oscura que estaba allí desde antes de que llegara Hakon.
Niels titubeó. Sabía que había contado una mentira demasiado grande, pero ya no le quedaba más remedio que sostenerla.
—Bueno, amigo…  tuve que matar a ese dragón, y después me lo tatué en el pecho. Es mi tatuaje estrella, ¿sabes?
—Los dragones se extinguieron hace muchos siglos. Nadie  jamás ha visto a uno,  ni los elfos más viejos. Es imposible que nadie combatiera contra un dragón,  y mucho menos que un patán como tú lo matara.
—Bueno… era un dragón pequeño…

El hombre se puso en pie, con su enfado aumentando.

—¡Vienes aquí y nos cuentas un puñado de inventos y majaderías cuando sólo eres un patético inútil embustero! ¿Te atreves a mentirme a la cara? ¿Me tomas por un estúpido, joder? ¡Debería matarte aquí mismo!

El escéptico hizo un amago de llevarse la mano a la empuñadura de su espada,  pero Hakon, sentado a su lado, le detuvo aferrando su muñeca.

—Controla tu ánimo, amigo—le dijo—. El tipo es un embustero, pero no estaba haciendo daño a  nadie, ¿no? No puedes matar a un hombre porque no te gusten sus historias. Es la cerveza la que habla por ti.
—¡No te atrevas a tocarme, sucio vagabundo!—rugió el hombre, abofeteando a Hakon con la otra mano.

El vendedor de baratijas no dudó ni un segundo, y tiró fuertemente del brazo que ya estaba sujetando para tirar al hombre al suelo. Vio de refilón que Niels y los otros hombres dudaban, sin saber bien qué decir o si intervenir en la pelea. Los dos se empezaron a incorporar al tiempo que su rival hacía nuevamente amago de sacar la espada, pero Hakon le golpeó fuertemente en la boca del estómago y le hizo doblarse sobre sí mismo. Sin darle tiempo a recuperarse, le dio un rápido puñetazo en la cara, partiéndole el labio y tirándole nuevamente al suelo.

—¡Eh! ¿Qué ocurre aquí?

Dos guardias con el dibujo del toro sobre una pieza de lino llegaron corriendo.

—Una pelea amistosa…—empezó Hakon.
—¡Guardias! ¡Arrestadle!—le interrumpió el otro hombre desde el suelo, tratando de incorporarse mientras la sangre corría por su barbilla—¡Este vagabundo se ha atrevido a agredirme a mí, a un noble de Ahrshaim!

Hakon se giró, sorprendido. ¿Noble? ¿Quién demonios era aquel tipo?

—Está bien—dijo uno de los guardias—, señor…  eh…
—¡Soy Bersi, sobrino de carne del rey Brentonn! ¡Arrestadle!

Hakon maldijo por lo bajo. Era evidente que ni los guardias le conocían; normal que no estuviera en el palco real. Ni siquiera era sobrino del actual rey Gharald, sino de su padre, Brentonn, el anterior rey. Debía de ser, a juzgar por su edad –tampoco pasaría de los treinta años-, uno de los hijos pequeños del hermano pequeño del rey anterior. No estaba ni entre los diez primeros puestos de la línea sucesoria.

Uno de los guardias golpeó a Hakon en la cabeza con el mango de su lanza. Semiinconsciente, notó cómo se lo llevaban a rastras, mientras Bersi se levantaba. Niels había aprovechado la  confusión para esfumarse.

***

Hakon despertó dolorido a la mañana siguiente encadenado en una especie de calabozo improvisado bajo las gradas de madera. Probablemente no le dolería tanto la cabeza si le hubieran dejado tomar al menos un trago de agua para aliviar la resaca, pero no le concedieron ese  lujo.

A su alrededor había cerca de una docena de hombres; por meterse en peleas, la mayoría, así como un ladronzuelo que había intentado robar los caballos de algunos viajeros al azar y un violador.

Desde allí abajo se oía el transcurso del torneo. Durante la mañana fue la competición de tiro con arco.

Algo después del mediodía, un guardia pasó y entregó un mendrugo de pan a cada prisionero. Hakon lo comió como pudo, con la boca totalmente seca.

A la tarde continuaron las eliminatorias del torneo principal. Hakon se enteró de que el príncipe Breoghan había derrotado a un elfo, de que el príncipe Diarmuid perdió ante un guardia real de Nihlhaim especialmente talentoso y de que la mayoría del público apostaba por el príncipe Alf o por Audhild Serpiente Marina como ganadores.

A la noche, por fin, otro guardia repartió pescado seco, otro mendrugo de pan, esta vez untado con queso, y algo de leche a los prisioneros; en ínfimas cantidades, eso sí. Poco después, algunos prisioneros fueron liberados: Hakon se enteró de que estaban dispuestos en orden por la gravedad de sus delitos. Los que habían cometido delitos más leves eran apresados por un día; otros, hasta el fin del torneo; después estaban los casos no muy claros que serían juzgados cuando terminara el torneo; más allá, los condenados a esclavitud; y, por último, los condenados a muerte. Hakon estaba entre estos últimos. Parece ser que Bersi había movido hilos.

La noche fue incómoda y no durmió mucho. A la mañana siguiente, entraron nuevamente varios guardias, esta vez acompañados. Hakon observó con sorpresa que se trataba de la familia real de Nihlhaim:  los príncipes Adalgert, Audhild Serpiente Marina, Halvard y el hijo de Adalgert, Adalgosh.

—Éstos son los prisioneros. Éste no sabemos bien qué ha hecho, será juzgado; éstos están hasta que acabe el torneo, éstos condenados a esclavitud y estos dos a muerte.

Los nobles mantenían actitudes dispares: Adalgert y Audhild Serpiente Marina parecían escudriñar todo lo que les rodeaba como estando acostumbrados a ello; Adalgosh parecía más bien estar haciendo un esfuerzo activo por asimilar todos los datos posibles y terminar siendo tan inteligente y observador como su padre y su tío; mientras que Halvard, distraído, mostraba una expresión de aburrimiento y desdén, como dejando translucir que aquella chusma era tan insignificante que no quería ni mirarles.

—Si me siguen por aquí, verán…—dijo uno de los guardias, dispuesto a continuar enseñando las instalaciones.
—Un momento—le interrumpió el príncipe Adalgert, y el guardia se calló inmediatamente.

El príncipe caminó hacia Hakon con mirada curiosa. Se agachó junto a él y señaló uno de sus tatuajes.

—He visto ese tatuaje antes.

Hakon le miró, extrañado de que un príncipe se dignara a hablarle. El tatuaje que señalaba eran dos hachas cruzadas en su antebrazo derecho.

—Has luchado en un ejército norteño, ¿no es cierto?—insistió el príncipe.
—Sí, así es—contestó Hakon con voz ronca por la deshidratación—. Hace tiempo. Lo dejé, no era lo mío.
—Y participaste en la campaña de Inhvhaim, ¿no es así? En el año 1308. Debías de ser joven.
—Eh, bueno…
—Yo también estuve en esa campaña. Creo que podríamos compartir ciertas historias sobre lo que pasó realmente allí.

El príncipe Adalgert se giró hacia el guardia.

—¿Sería posible liberar a este prisionero?
—Bueno…—titubeó el guardia—En realidad, no ha habido juicio, así que tampoco hay una condena firme…  se peleó con Bersi, un noble local, uno de los sobrinos del rey Brentonn, creo. Si la familia real como tal no se ha pronunciado, tal vez podría ser liberado cuando termine el torneo, pero sería necesaria alguna razón…
—Si es un guerrero, que luche—propuso la Serpiente Marina—. Anoche, un sureño borracho que estaba inscrito en el torneo se cayó desde las gradas. Se rompió un brazo y una pierna. Estaban valorando si buscar un sustituto o que su rival pase la eliminatoria directamente… si realmente quieres liberarle, hermano, podrían sustituirle por este hombre.
—Parece buena idea—asintió Adalgert—. ¿Cuál es tu nombre, prisionero?
—Soy Hakon.
—Bien, Hakon. Combatirás en el torneo. Si pierdes contra tu primer rival, difícilmente podríamos justificar que te hayamos liberado para combatir, así que te devolveré aquí para que seas ejecutado. Si consigues derrotar al menos a tu primer rival, te sacaré de aquí, pero jurarás combatir para mí hasta el día de mi muerte... o de la tuya. ¿Trato hecho?

El vendedor de baratijas se encogió de hombros. No le agradaba en absoluto volver a luchar en un ejército norteño, y menos sin la posibilidad de retirarse cuando él quisiera, pero tampoco estaba en condiciones de negociar. Desde luego, era mejor eso que la ejecución.

—Trato hecho—dijo.
—Por lo menos tendrá mucha rabia dentro, seguro que con ese ojo ha tenido una infancia de mierda. Pero te aviso, hermano—puntualizó el príncipe Audhild—, que si combate contra mí no llegará a luchar para ti.

***

—¿Hakon?
—Soy yo.

Uno de los organizadores se acercó a él.

—Serás el tercero en combatir esta tarde. Tu rival será Daven Colmillo de Lobo. ¿Dónde está tu espada?
—No tengo espada. No he heredado ninguna ni tampoco he tenido nunca dinero para comprarla—repuso Hakon—. Pero tengo un martillo y un hacha en mi puesto de baratijas.

Los organizadores presentes se miraron entre sí, adoptando una mueca que era mezcla de incredulidad y lástima.

—Que alguien traiga a este hombre sus armas… y que los dioses repartan suerte.

Un rato después, Hakon sopesaba sus armas, caminando hacia la arena. Al salir, la visión de tantas miradas sobre él desde las gradas le impactó brevemente; nunca se había visto en una situación así. Sin embargo, sí que tenía cierta costumbre de que la aprobación o desaprobación de la gente no le afectara mucho, así que aquello era lo mismo pero a mayor escala, pensó.

Las voces en las gradas se convertían en un murmullo sordo, como un zumbido de fondo. Hakon se centró en su rival, que entraba a su vez a la arena. Le anunciaron como Daven Colmillo de Lobo.

Era un hombre joven, de estatura media, en buena forma física. Llevaba el pelo recogido en una trenza, y la barba muy corta. Vestía ropas de cuero muy gruesas, con algunos detalles de metal en hebillas y en broches que le hicieron pensar a Hakon que provenía de una familia razonablemente adinerada. Portaba también un pequeño escudo de madera robusta en el brazo izquierdo, con símbolos tallados. Desenfundó la espada sin quitarle la mirada de encima a Hakon.

—¿No luchas con espada, guerrero?—le preguntó intrigado.
—No—Hakon repitió la explicación dada a los organizadores—. No heredé ninguna, tampoco he tenido dinero para comprar una.
—No eres un guerrero. No deberías estar aquí. Ríndete y no te haré daño.
—Hoy no vas a tener suerte—contestó simplemente.

El combate comenzó. Daven atacó con gracia y rapidez; pero Hakon esquivó los dos primeros tajos y, en el tercero, espada y martillo se entrechocaron con un fuerte ruido.

—Esta lucha no tiene sentido. Si no eres un guerrero, ¿qué haces aquí? Sólo conseguirás hacerte daño. ¿Sabes quién soy? ¿Conoces la espada que empuño?
—Preferiría que no me la presentaras muy de cerca, la verdad.  No es mi tipo—bromeó Hakon.
—Esta espada ha pasado de padre a hijo durante generaciones. Soy descendiente directo de Hofrl, el héroe de la Batalla de Dos Cascadas en la Gran Guerra;  él defendió Ahrshaim con esta espada.
Los dos contrincantes daban vueltas en círculo, estudiándose, preparándose para atacar otra vez.
—Eso está muy bien, pero nunca me han interesado mucho las tradiciones y las gloriosas batallas del pasado, y eso. Vale, eres el bisnieto de un capullo peligroso que peleaba bien, ¿y qué?
—Te he ofrecido misericordia, imbécil, y la has rechazado. Tú has decidido tu destino—repuso Daven, y atacó de nuevo.

Hakon esquivó nuevamente otro golpe, para esta vez contraatacar él con su hacha, en un golpe que tampoco alcanzó su blanco. Daven Colmillo de Lobo se lanzó hacia delante, cortando de arriba abajo, y esta vez Hakon, al golpear la hoja con su martillo, desvió  la espada y dirigió el golpe de su contrincante contra el suelo. Mientras la espada del guerrero golpeaba el suelo, su defensa estaba descuidada, y el vendedor de baratijas atacó con su hacha. Sólo gracias a sus excelentes reflejos pudo Daven alzar el brazo izquierdo y cubrirse con su escudo. El golpe, al acertar en un costado del disco de madera, lo partió, arrancando un buen trozo y dejándolo  prácticamente inservible.

—Cabrón…—murmuró el guerrero.

Hakon, tomando ventaja, intentó varios golpes con su martillo, pero su rival los esquivó sin muchos problemas, al ser el martillo demasiado pesado como para blandirlo con rapidez. Daven Colmillo de Lobo intentó un corte horizontal directo a decapitar a Hakon, pero éste se agachó y, al cruzarse con el guerrero a su izquierda, giró sobre sí mismo, dando un golpe con el hacha a su rival que le alcanzó en la parte trasera del costado izquierdo. El hacha rebotó contra una de sus costillas, sin llegar a astillarla, pero cortando, naturalmente, toda la carne hasta llegar a ella.

No era una herida profunda pero, desde luego, sí lo bastante incómoda como para suponer un lastre. La sangre manaba del costado de Daven Colmillo de Lobo, que gruñó y adoptó una postura un poco más encorvada. Ya no podía permanecer totalmente erguido sin sentir un dolor considerable.

—Mira, tampoco pareces mal tipo del todo—dijo Hakon, encogiéndose de hombros—.  Supongo que tenías buena intención al sugerirme que me rindiera, así que ahora te lo digo yo a ti. Ríndete y ya está, volverás a casa con sólo una cicatriz.
—¡Y una mierda!

Sin que Hakon entendiera muy bien por qué, su rival atacó de nuevo, con más rabia. Al haberse confiado, el primer tajo casi le arranca la cabeza: apenas pudo esquivarlo por una distancia mínima. Ya preparado y con Daven limitado por su herida, el segundo fue más  fácil de esquivar.

Hakon atacó con el martillo, de tal forma que su contrincante recibió un nuevo golpe en el escudo, astillándolo y destrozándolo ya por completo. Daven Colmillo de Lobo contraatacó con una patada en las costillas del vendedor ambulante, que le hizo retroceder; y, después, volvió a atacar con la espada.
El ataque fue, nuevamente, fácil de esquivar. Daven embistió y golpeó con la espada más de cerca, teniendo esta vez Hakon que golpear la hoja de su espada con el hacha para desviarla; a continuación, contraatacó con un golpe de martillo. Daven no pudo esquivarlo; lo único que pudo hacer fue levantar el brazo izquierdo para cubrirse el cuerpo. El martillo impactó con fuerza en su antebrazo y notó cómo el hueso se rompía.

Doblemente herido, con un brazo inutilizado y colgando inerte, Daven Colmillo de Lobo retrocedió.

—En serio, no seas gilipollas—insistió Hakon—. ¿Has escuchado el reglamento al menos? No son  combates a muerte. Puedes rendirte, no pasa nada, sólo es un jodido torneo.
—¡No me rendiré!—rugió Daven—¡No pienso rendirme ante un gusano que ni siquiera tiene una espada!

Hakon suspiró, hastiado. Así que era eso. Un pobre imbécil dispuesto a morir por orgullo. Por creerse superior a los demás sólo porque había heredado una espada de algún gilipollas que hace más de un siglo hizo alguna heroicidad. En su mente, Hakon se preguntaba qué demonios podía pasar en la cabeza de aquella gente para que esas mierdas pesaran más que su instinto de supervivencia.

El guerrero atacó nuevamente. Hakon esquivó el primer corte, y desvió el segundo hacia la izquierda con un certero golpe de su martillo. Con el brazo izquierdo inutilizado y habiendo perdido el equilibrio, Daven Colmillo de Lobo quedó así totalmente expuesto. Hakon atacó con el hacha, que se hundió en la frente de su rival.

Daven cayó hacia atrás, con el hacha aún incrustada en su frente, instantáneamente muerto. El vencedor se acercó, se agachó y, pisando el pecho al muerto para sacarla con mayor facilidad, desincrustó el hacha. Después la limpió de sangre en  las ropas del guerrero y la guardó en su cinto.

Hakon se volvió sin molestarse en celebrar su victoria, caminando con tranquilidad hacia la puerta por la que había salido, entre vítores de la grada y algún que otro insulto o queja.

—Un gran combate—le felicitó uno de los organizadores—. Eres bueno desviando los golpes, sobre todo el que has desviado con el hacha. Ahí pensaba que no serías capaz de acertar justo en la hoja y que te rebanaría la mano de cuajo, pero tienes buena puntería. Quién iba a pensar que sin tener una espada…
—Posiblemente en la próxima ronda te toque contra algún príncipe—añadió otro—. Joder, hay que ver. Has salido de la nada y ya estás en la segunda ronda del torneo más importante que ha habido en siglos. Si sigues así…
—No habrá próxima ronda—le cortó Hakon—. Me retiro del torneo.
—¿Qué?

El otro organizador se acercó, estupefacto, escudriñando a Hakon de pies a cabeza.

—¿Estás herido? Creía que no había llegado a rozarte más que con esa patada…
—No estoy herido, no necesito pelear más. El príncipe me dijo que me quitarían la sentencia de muerte si derrotaba a mi primer rival, ¿no? Pues ya está, derrotado. No tengo motivos para seguir.
—Pero… ¿estás loco?—le increpó el primero de los organizadores.
—Es una ocasión histórica, el torneo más importante que ha habido en siglos—insistió el otro—. Por los dioses, es la primera vez que las nueve familias reales se reúnen desde la Gran Guerra. Estás ante los ojos  de todos los que gobiernan este mundo y de varios miles de personas más. ¿Te das cuenta de la oportunidad que esto supone para alcanzar honor y gloria…?
—El honor y la gloria han sido lo que han llevado a ese idiota a morir por mi hacha—repuso Hakon, señalando el cadáver de Daven Colmillo de Lobo que ahora se estaban llevando otros dos organizadores para entregárselo a la familia—. El honor y la gloria no te hacen sobrevivir. Joder, ni siquiera te  dan de comer.

Los dos hombres contemplaron estupefactos cómo Hakon se alejaba, sin poder articular palabra.

—¡Adiós, eh!—les dijo Hakon ante su silencio—Cabrones.

***

La cuarta noche del torneo, Hakon recogió su puesto de baratijas y se instaló en el campamento del ejército de Nihlhaim. Se veía obligado a luchar para el príncipe Adalgert hasta el día de su muerte, cosa que no le hacía gracia en absoluto; pero, al menos, estaba dispuesto a aprovechar las pocas ventajas que eso tenía. Ya no tenía que vender baratijas para sobrevivir y podía dormir sobre un jergón de paja, que era algo mejor que dormir a la intemperie cubierto con su manta.

El quinto día fue el torneo de tiro con arco, cerrando así los torneos menores que transcurrían durante las dos primeras rondas del torneo principal y permitiendo a la gente centrarse en él durante las jornadas que quedaban.

Hakon estuvo buscando a Kaira y al resto de su banda, pero supo que se habían ido. Al parecer, un hombre del púbico, borracho, hizo un comentario obsceno sobre la flautista, Assi, y sobre, precisamente, por dónde podría meterse la flauta. Probablemente era algo frecuente para cualquier conjunto musical, acostumbrado a tocar en veladas festivas y animadas en las que corría demasiado alcohol; cualquier otro grupo habría ignorado a aquel hombre y habría seguido tocando. Sin embargo, si por algo destacaba la banda de Kaira era precisamente por no ser como los demás grupos: Assi no dudó en aprovechar la ventaja de la altura que le daba estar tocando sobre una mesa para patear la cara del hombre, lo que dio origen a una multitudinaria pelea que terminó con Esbenn, el pequeño gaitero del grupo, apuñalado en una mano, Abbien rompiendo su instrumento musical contra la cabeza de otro hombre –por cuarta vez en la trayectoria del grupo- y, finalmente, los seis miembros del grupo teniendo que huir apresuradamente.

La quinta noche, Hakon consiguió que una curtidora de cuero sureña, notablemente impresionada por su pelea contra Daven Colmillo de Lobo, accediera de buena gana a masturbarle mientras él le tocaba los pechos; no obstante, insistió en conservar su himen intacto. Hakon, de todos modos, quedó bastante satisfecho.

El sexto día fue considerablemente lluvioso, lo que empañó un poco la festividad y las celebraciones en torno a las semifinales del torneo. La arena se llenó de barro, y hubo cierta polémica porque, al parecer, hubo un guerrero norteño que ganó de forma no muy honorable, aprovechando la ventaja que le dio que su rival –el príncipe Breoghan de Medderd- resbalara  en el barro, para dejarle inconsciente con un golpe que casi atraviesa su casco. Esto, a su vez,   reavivó más peleas entre norteños y sureños, dado que además Medderd era el reino más poderoso de entre los sureños y contaba con muchos defensores.

El séptimo día, se selló el torneo con una espectacular batalla entre Audhild Serpiente Marina y el príncipe Alf. Al ser ambos norteños, esta vez no hubo tanta rivalidad y fue un combate más amistoso. Audhild era rápido, fuerte y salvaje, pero el príncipe Alf tenía una técnica impecable perfeccionada durante años de entrenamiento. En los estilos de ambos hombres se notaban dos vertientes de lucha muy distintas: Audhild Serpiente Marina había aprendido a luchar a base de saquear antiguas ciudades enanas o élficas, combatiendo contra los orcos y bandidos que anduvieran cerca para llevarse las riquezas a Nihlhaim en el drakkar. Alf había aprendido a combatir en simulaciones y entrenamientos en Svanheim y en Elveon, aprendiendo a combinar técnicas humanas y élficas, y contando con una espada elfa perfectamente equilibrada: el acero élfico era conocido por ser, la mayoría de las veces, más ligero que el humano. Finalmente, fue el  príncipe Alf el que ganó, al herir levemente en el brazo a la Serpiente  Marina y hacerle soltar la espada.

Con el torneo ya terminado, buena parte de los asistentes regresó a sus hogares –o , en caso de vivir lejos, emprendió el viaje de vuelta- aquella misma noche. Los guerreros de Nihlhaim esperaron hasta el alba del octavo día. El sonido de los cuernos despertó a Hakon, trayéndole malos recuerdos de su anterior época como soldado: odiaba la disciplina bélica y despertar con aquel estruendo.

El príncipe Adalgert, acompañado de su hijo Adalgosh, de Audhild Serpiente Marina  -perfectamente recuperado y, aparentemente, muy satisfecho con haber conseguido el segundo puesto- y Halvard, encabezaban la marcha de vuelta a Nihlhaim. Hakon azuzó a su burro, dándose cuenta de que todos los demás guerreros tenían una montura mejor: caballos más rápidos o más lentos, pero, al menos, caballos. Suspirando, se unió a la columna, con el sol aún semioculto entre montañas iluminando a sus espaldas. Tenía la certeza de que esa nueva vida como guerrero al servicio de un príncipe se le iba a hacer muy larga.


Las aventuras de Hakon continúan aquí.

2 comentarios:

  1. Buff menuda pintaza, vaya ganas de que haya mas, ánimo con ello!

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  2. ¡Muchas gracias! El segundo debería caer en cuestión de meses, espero.

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