Los
primeros copos de nieve del invierno cayeron una madrugada especialmente fría,
a escasas dos semanas de que terminara el año 1318 tras la derrota del Señor
Oscuro. Se posaron tímidamente al principio, más rápido después, y para el alba
todo el paisaje de Nihlhaim estaba recubierto de blanco.
Hakon
despertó alertado por el sonido de los cuernos que informaban que era hora de
levantarse. Maldijo por lo bajo, como cada mañana desde que, obligado por las
circunstancias, había cambiado su oficio de vendedor de baratijas por el de
guerrero del ejército de Nihlhaim, a las órdenes del príncipe Adalgert.
Los
últimos diez días no habían sido especialmente agitados. Desde la finalización
del torneo que conmemoraba un siglo de paz tras la Gran Guerra, Hakon había viajado
junto a los guerreros de Nihlhaim desde la capital de Ahrshaim, Gottegod, hasta
la de Nihlhaim, Novrogod, siguiendo la línea de la costa del Mar Interior.
Novrogod
era una ciudad erigida en la costa. No muy lejos de ésta había una plaza de
mercado asfaltada, alrededor de la cual se empezaban a extender calles formadas
principalmente por edificios de piedra no muy grandes, pero firmes y sólidos.
La costa estaba bordeada por espigones de piedra y madera en los que había un
trasiego constante de barcos, mayormente pesqueros, también algunos mercantes.
Ya pasadas tres o cuatro calles alrededor de la plaza del mercado, los
edificios empezaban a verse más pequeños, con mayor abundancia de madera en su
construcción y tejados de paja. La calidad de los hogares iba disminuyendo
progresivamente hasta llegar a las construcciones más precarias, a veces todas
ellas de madera excepto quizás algunas columnas, y amontonadas contra la
empalizada que delimitaba la ciudad.
Para
recibir a los soldados que regresaban, el rey Adalborj preparó un discurso que
dio desde el balcón del palacio real. La plaza bajo el balcón estaba repleta de
gente: los soldados sólo eran una pequeña parte, ya que buena parte de los
habitantes de Novrogod e incluso muchos comerciantes de paso quisieron asistir.
Era
la primera vez que Hakon veía al rey. Se notaba que había sido un hombre
corpulento, pero estaba muy envejecido. Su voz era ronca; su pelo grisáceo caía
de la parte de atrás de su cabeza, teniendo ya una calvicie avanzada. Vestía
una túnica azul con ribetes dorados, una sola pieza que cubría todo su cuerpo.
Llevaba las manos llenas de anillos, y en su cuello se apreciaba el comienzo de
un tatuaje difuminado por el paso del tiempo.
En
el balcón se encontraba la familia real al completo. Tras el rey Adalborj,
estaban sus cuatro hijos. El mayor, el príncipe Adalgert, seguido por Audhild
Serpiente Marina, Halvard y la princesa Mannelog, segunda hija del rey –aunque,
al ser mujer y tener tres hermanos varones, su importancia en la política era
prácticamente nula-. También estaban Sannie, esposa del príncipe Adalgert, y su
hijo Adalgosh; y Halhild Esquirla de Hielo, esposo de la princesa Mannelog, y
su hijo, aún un niño, Oskenn. Hakon no se sabía la mayoría de los nombres: le
bastaba con los del rey, sus tres hijos varones y el escudero Adalgosh. Al fin
y al cabo, los demás eran nobles sin importancia en la política del reino que
probablemente no afectarían su vida en absoluto.
Cuando
reflexionaba sobre ello, Hakon efectivamente consideraba injusto que las
mujeres no tuvieran el mismo derecho que los hombres a heredar el trono; sin
embargo, él no iba a cambiarlo, así que mientras eso siguiera así –y así seguía
en todos los reinos salvo Lingberd-, eran menos nombres que tenía que
aprenderse. Además, aunque no era común hacerlo, las leyes y tradiciones
norteñas permitían a un hombre tener varias esposas. Esto hacía que a veces las
familias reales crecieran hasta puntos en los que era realmente complicado
aprender todos los nombres.
—Gentes
de Nihlhaim—comenzó el rey—. Me llena de orgullo y satisfacción que el viaje
realizado a Ahrshaim, encabezado por mis tres hijos y mi nieto, haya sido tan
provechoso; y que uno de mis hijos haya quedado en segundo puesto del torneo
más importante que hemos vivido, ni más ni menos. Un siglo después de la Gran
Guerra, este torneo, al que lamentablemente yo no he podido asistir por tener
que gestionar importantes asuntos del reino aquí en Novrogod, ha sido una
excelente oportunidad para estrechar los lazos con nuestros vecinos norteños.
Es necesario contar con aliados para poder defendernos mutuamente de posibles
peligros y amenazas a nuestra soberanía, de bastardos que quieren quitarnos
nuestras tierras y atacar nuestras costumbres…
Hakon
tuvo que hacer duros esfuerzos para no quedarse dormido. En su favor se podría
decir que, acostumbrado a dormir solo, ahora que tenía que dormir junto a otros
soldados, el ruido que hacían por la noche perturbaba a menudo su descanso, por
lo que de día se encontraba algo más fatigado de lo normal. Pero, desde luego,
el discurso del rey no hizo sino hundirle en un estado de sopor. Además,
sospechaba que el rey Adalborj no tenía ningún importante asunto que gestionar;
probablemente no había ido al torneo por una mezcla entre su débil salud y su
poca simpatía por la monarquía de Ahrshaim, y ninguna de las dos cosas las
reconocería en público.
Agradeció
bastante cuando por fin terminó el discurso y pudo dirigirse a la armería junto
a los otros soldados que participarían en el saqueo, con el fin de seleccionar
el equipo antes de partir al día siguiente a primera hora de la mañana.
Hakon
contempló el arsenal, preguntándose qué tendría derecho a llevar y qué no,
cuando se le acercó para sacarle de dudas Danward el Tuerto, un guerrero
corpulento y veterano –parecía estar acercándose a los sesenta años-, con una
barba grisácea, muy buen humor y una risa amigable y, como su nombre indicaba,
sin un ojo.
—Toma
al menos un chaleco y unos brazales de cuero grueso—dijo, tendiéndole a Hakon
las mencionadas piezas—. Todos los soldados del ejército de Nihlhaim tenemos
derecho a llevarlas. No te salvarán si te clavan una espada, pero podrían
salvarte si sólo te golpean de refilón o si te atacan con un cuchillo no muy
afilado. Me temo que es todo lo que puedo darte… si asciendes de rango sí que
recibirás una pequeña coraza, un escudo con el blasón de la ballena y un casco.
Aunque, si lo perdemos, tampoco creas que nos dan otro, ¿eh? Tú deberías
comprarte uno.
—No
tengo dinero para un casco—repuso Hakon, encogiéndose de hombros.
—Procura
ser ágil, entonces.
***
Los
saqueos, si bien en una época de paz tan duradera como aquella no estaban muy
bien vistos, eran una constante a lo largo de la Historia. Desembarcar en el
puerto de alguna tierra lejana para llevarse por la fuerza todo lo que pudieran
era la actividad favorita de muchos guerreros. Naturalmente, con los nueve
reinos en paz, los saqueos tenían que realizarse en alguna tierra más lejana;
en alguna de las regiones que existían fuera de los nueve reinos, pobremente
desarrolladas y apenas cartografiadas, sobre las que nadie sabía mucho.
El
príncipe Adalgert se había fijado esta vez como objetivo desembarcar en Iranna,
las tierras de los cíngaros situadas al Este de los nueve reinos. Sin embargo,
los cíngaros no eran su objetivo –o, al menos, no el principal-. Su objetivo
era adentrarse en las Montañas Cortantes, la gigantesca cordillera que separaba
los nueve reinos de Iranna. Durante milenios, enanos y elfos oscuros habían construido
ciudades subterráneas en aquellas montañas. Con la extinción de los enanos y la
notable reducción de elfos oscuros durante la Gran Guerra, la mayor parte de
aquellas ciudades subterráneas habían quedado abandonadas y, probablemente, aún
un siglo después seguía habiendo muchas riquezas que saquear.
Naturalmente,
cabía la posibilidad de que diversos grupos se hubieran instalado en aquellas
ciudades, que podían ir desde cíngaros buscando cobijos hasta maleantes huidos
de los nueve reinos, incluyendo también posibilidades como grupos de orcos.
Así
pues, cuando comenzó el invierno, Hakon se encontró viajando con el ejército de
Nihlhaim: pronto pasaron Ivarjold -aldea nombrada así en honor a Ivar, uno de
los héroes de la Compañía Gloriosa que derrotó al Señor Oscuro hacía casi 1319
años- y se encaminaron hacia Oresund, aldea portuaria en el extremo norte de
Nihlhaim.
Eran
aproximadamente una treintena de guerreros. Por el momento, Hakon había sido
encomendado con la tarea de transportar en su burro un paquete con un buen número
de raciones de carne conservada en sal; otros guerreros llevaban algunos otros
útiles y reservas que necesitarían durante la expedición.
Cuando
llegaron a Oresund, supieron que el drakkar que esperaban tardaría un día más.
Habiendo sufrido daños en el viaje, aún siendo insignificantes, se había optado
por la decisión de darle una nueva capa de musgo recubierto con brea en la zona
perjudicada, para asegurar un sellado perfecto de las junturas de la madera; y,
con el clima invernal, aún no se había secado.
Así
pues, tuvieron una noche libre. Hakon estuvo en una taberna, vaciando cuernos
de hidromiel con algunos otros soldados: estaban Danward el Tuerto, que había
sido de mucha ayuda para Hakon al explicarle cómo funcionaban varias cosas en
el ejército de Nihlhaim; Knutr, el comandante de los arqueros, un hombre bajito
y de rostro enjuto y cubierto por tatuajes; y Egil, un hombre también delgado,
con la barba recogida en una larga trenza y al que le faltaba el brazo derecho,
perdido en una batalla anterior.
Hablaron
de batallas pasadas, de sus preferencias en el físico de las mujeres y de la
situación política de los nueve reinos. También conocieron a un curioso
personaje, un marinero que respondía al nombre de Onund del Hielo y que aseguraba
haber viajado a una lejana isla situada muy al norte en el Mar de Hielo,
poblada por extraños gigantes.
Onund
era un hombre ya mayor, con pelo y barba blancas y bien recortados y, pese al
frío que hacía aún dentro de la taberna, llevaba el pecho al descubierto,
mostrando un tatuaje del Copo de Bere, el símbolo del dios del hielo norteño.
—Los
gigantes de escarcha son tres veces más altos que un hombre—aseguraba—, y
tienen la piel azulada. Apenas llevan unas pocas pieles por encima, a pesar de
que el frío en la isla es muchísimo peor que el peor día de invierno aquí.
—¿Y
por qué esa isla no aparece en los mapas?—preguntaba Danward el Tuerto,
divertido—¿No sería buena idea mandar expediciones, formar una alianza con
estos gigantes de escarcha?
—Ah,
no es nada fácil llegar allí, amigo mío—respondió Onund del Hielo—. No sólo son
temibles las corrientes marinas y la temperatura, sino que por el sur de la
isla mora un kraken. Sus tentáculos son tan gruesos como el tronco de un roble,
y puede partir un barco por la mitad sin apenas esforzarse. Por eso sólo unos
pocos hemos conseguido regresar vivos.
Danward
reía ante las ocurrencias del marinero. Por su parte, Knutr no sabía muy bien si
creerle o no, y Egil parecía convencido de que decía la verdad. A Hakon este
personaje le recordaba a Niels, el cuentista que se les daba de héroe errante
al que había conocido en el torneo, y cuyas mentiras fueron, al fin y al cabo,
las que desencadenaron los sucesos que ahora le situaban allí: golpear a aquel
bastardo de Bersi para defender a Niels, ser condenado a muerte por ello y ser
salvado por el príncipe Adalgert cuando reconoció el tatuaje de dos hachas
cruzadas que Hakon lucía en su antebrazo derecho. El ahora nuevamente guerrero
no perdía oportunidad para maldecir internamente la obligación de luchar para
el príncipe Adalgert hasta que uno de los dos muriera; al menos, pensó, algunos
de sus compañeros eran tipos con los que uno se podía emborrachar en una
taberna.
A la
mañana siguiente, el drakkar estaba listo. La capitana era una mujer llamada
Vidgis Vientofrío, acostumbrada al salvaje Mar de Hielo desde pequeña, pues el
clan Vientofrío era conocido por tener a algunos de los mejores guerreros y
marineros de Nihlhaim. Embarcaron rumbo a Iranna, no sin cierta resaca.
El
drakkar navegó en todo momento cerca de la costa, evitando así un frío mayor
del que ya hacía; en caso de alejarse, habría existido peligro incluso de
chocar contra bloques de hielo que se hubieran formado en el mar. Pasaron cerca
de Vieja Hallstromm, la antigua isla-prisión donde los reyes de Ahrshaim
encerraban a sus enemigos; sustituida hace ya tiempo por una Hallstromm situada
en el Mar Interior a la que era mucho más cómodo viajar. Después bordearon el
Saliente de Vellirihaim, la gran península habitada por los sami, y tras esto
sólo quedaba pasar Svanhaim para llegar a Iranna.
Durante
el viaje, Hakon tuvo la oportunidad de hablar con el príncipe Adalgert en
varias ocasiones. Esto no dejaba de sorprenderle: al fin y al cabo, el príncipe
era el heredero del trono de Nihlhaim, y cuando su padre, el rey Adalborj,
muriera, él sería una de las personas más poderosas de los nueve reinos. Sin
embargo, conocía por su nombre a todos los miembros de la expedición, y hablaba
con ellos con naturalidad. Muchas otras personas en su posición no se dignaban
a dirigirle la palabra a sus súbditos salvo para darles órdenes.
—¿Pasaste
mucho tiempo en el ejército la primera vez que fuiste soldado, Hakon?
—No
realmente. Cuando me uní tenía 17 años… 18 recién cumplidos, tal vez. No
recuerdo. Pasé unos meses entrenando, después entré en combate en una campaña.
Tras esto, me fui.
—Sin
problemas, imagino.
—Sin
problemas. Me pidieron que jurara no contar lo que había pasado, lo hice y me
fui.
—Sí,
había deducido eso. Por eso no te he preguntado qué pasó en Inhvhaim durante
aquella campaña. ¿No te gustó lo que viste?
—Sinceramente,
no—confesó Hakon, que tampoco tenía intención de morderse la lengua.
—Espero
de verdad que esta nueva etapa como soldado te resulte más agradable.
El
príncipe Adalgert era un hombre alto y fornido. Llevaba el pelo rubio recogido
en una sola coleta que le llegaba hasta la cintura, mientras que la barba se la
recogía en dos trenzas adornadas con diversos abalorios. Tenía algunas
cicatrices en los brazos y una pequeña en la barbilla, pero nada realmente
notable. De entre los tatuajes que llevaba al descubierto, destacaban el de una
ballena, símbolo de la monarquía de Nihlhaim, en el cuello; un sol en el brazo
derecho y una luna en el izquierdo; así como runas en la mano derecha, una en
cada dedo.
—Mi
hermano, Audhild, ha realizado largas y fructíferas campañas en Iranna. Su
fiereza en el combate y sus habilidades como marinero le dieron el apodo de la
Serpiente Marina—le contó en otra ocasión a Hakon—. La mayor parte de cuevas y ciudades
subterráneas cercanas a la costa están saqueadas por aventureros como él, por
eso esta vez tenemos que ir más lejos hacia el sur.
—Por
lo que vi en el torneo, es un gran guerrero.
—Sí,
lo es. Está enseñando a luchar a mi hijo Adalgosh; por eso lo he traído a esta
campaña como mi escudero, para que ponga en práctica lo que ha aprendido de su
tío.
—Podría
ser también un buen guerrero—dijo Hakon, y lo dijo sinceramente: no era la
clase de persona a la que le gustaba alabar a nobles para ganarse su favor.
—Por
el contrario, mi hermano pequeño, Halvard, no es dado al combate—continuó el
príncipe, sorprendiendo a Hakon por el carácter personal de sus confidencias,
que le remarcaron que, definitivamente, el príncipe se mostraba bastante
cercano a sus guerreros—. Pasa la mayor parte del tiempo en el Regalo de Erde,
sin hacer nada. ¿Conoces el Regalo de Erde, Hakon?
—
No, la verdad.
—Es
un pequeño archipiélago situado en la costa oeste de nuestro reino. Pese a que
las aguas del Gran Azul son frías, y mucho más estando tan al norte, entre las
islas de este archipiélago hay aguas termales, muy cálidas, que se usan como un
gran balneario en el que los guerreros pueden descansar y sanar sus heridas.
Algunos atribuyen tal maravilla al dios del fuego, Erde, que mantiene calientes
esas aguas como un regalo para los grandes guerreros. Los Sacerdotes de Erde
gestionan el lugar. Yo tiendo a pensar que esas aguas no son un regalo de un
dios, sino un fruto casual de corrientes marinas que no podemos entender bien…
tal vez relacionadas con el fuego que escupen los volcanes… probablemente las
profundidades de la tierra guardan el calor. ¿Qué opinas tú de los dioses?
—No
creo mucho en ellos.
—¿No
crees mucho?
—No.
Nunca me han inspirado confianza las cosas que la gente no puede ver y de las
que sólo hablan algunos.
—¿Por
qué?
Hakon
se señaló el ojo derecho, con la pupila deformada de tal forma que parecía una
serpiente mordiéndose la cola.
—Hay
quien cree que haber nacido con una pequeña deformidad en la pupila determina
mi destino. Que nacer con un ojo de serpiente da mala suerte y da mala suerte a
la gente de alrededor. Yo creo que son jodidas tonterías sin sentido. Alguna
gente me evitaba por esto. Sobre todo, en mi aldea natal.
—Yo
he visto muchas cosas en este tipo de campañas... criaturas extrañas
desconocidas para los nueve reinos, reliquias mágicas. Creo que es posible que
los dioses existieran, ¿por qué no? Otra raza más, como humanos, elfos, hados o
enanos, una raza mucho más poderosa. Posiblemente muchas leyendas sobre ellos
sean falsas, pero... quién sabe. Sin embargo—añadió—, tienes suerte: yo también
creo que pensar que el nacer con un ojo de serpiente da mal fario es una jodida
tontería sin sentido.
Hakon
asintió en silencio. Tenía que reconocer que, para ser un noble, Adalgert no le
caía mal del todo.
***
El
clima en la costa norte de Iranna no era mejor que el del drakkar o el de
Nihlhaim. La cala en la que atracaron estaba cubierta de nieve, y la
temperatura estaba por debajo del punto de congelación: sólo el movimiento de
las olas evitaba que se formara hielo en el mar. Hakon, norteño y de sangre
norteña durante tantas generaciones como conocía, era más resistente al frío
que muchos hombres, pero un clima tan extremo era realmente molesto. Tenía la
esperanza de que, conforme avanzaran hacia el sur, aquello mejoraría.
Cuando
desembarcaron, la capitana Vidgis Vientofrío y unos pocos soldados se quedaron
para vigilar el drakkar; los demás emprendieron el camino de inmediato.
Enseguida
entendió la formación que adoptaron para avanzar. Los más cercanos al príncipe
Adalgert, aparte de, obviamente, su hijo y escudero, eran uno de sus esclavos,
Grager, y una guerrera llamada Aila.
Graegr
era un semiorco. Aunque con rasgos en parte humanos, su cuerpo seguía siendo el
de un orco, sus orejas sobresaliendo hacia los lados, su mandíbula enorme y su
piel ligeramente verdosa. Los orcos rarísima vez tenían cabida en los nueve
reinos, excepto quizás en Elveon, que, al ser el único reino no humano, miraba
con mejores ojos a otras especies. Los mestizos entre humanos y orcos, como
Graegr, tampoco estaban en absoluto bien aceptados, y solían ser esclavos. El
príncipe Adalgert, como cualquier persona poderosa, tenía varios esclavos, pero
la función de todos los demás parecía meramente doméstica; sólo Graegr,
portando un hacha de doble filo, le seguía al combate.
Aila
era de estatura media y constitución fuerte. Ocupaba el rango de comandante en
el ejército de Nihlhaim, y tenía fama de ser una guerrera extraordinariamente
hábil. Ojos azules, nariz pequeña y labios siempre fruncidos, su pelo rubio
caía ligeramente ondulado sobre la fina cota de mallas que llevaba sobre un
ropaje de cuero grueso. Llamaba la atención que una comandante no llevara casco
ni escudo; aunque sí llevaba una gran espada de acero élfico colgando imponente
del cinto. No llevaba tatuajes a la vista, aunque en alguna ocasión que se
quitó la coraza para dormir o se recogió el pelo, Hakon pudo ver varios: un
patrón geométrico en el brazo izquierdo, meramente decorativo; el símbolo del
dios norteño del sol, Gor, en el brazo derecho; dos espadas cruzadas en su
nuca, simbolizando que era una guerrera.
—Pero
no luchaste en el torneo, ¿no?—le preguntó Hakon en una ocasión, dado que no
recordaba haberla visto allí.
—No.
No tengo interés en torneos o juegos de ningún tipo; cuando lucho, es para
matar por Nihlhaim y por sus gentes—respondió ella simplemente.
Aila
parecía totalmente comprometida a la guerra en cuerpo y alma; de hecho, hasta
su nombre se lo habían puesto en honor a la legendaria guerrera Aila de la
Compañía Gloriosa, dejando claro así sus padres lo que esperaban de ella y, sin
duda, habían obtenido.
Al
principio, siguieron el curso de las Montañas Cortantes. Aquellas montañas
estaban llenas de pasadizos y asentamientos de elfos oscuros y enanos; eran las
mismas que pretendían explorar, aunque mucho más al sur.
—Siempre
me impresiona su vista, lo magníficamente altas que son—le comentó Danward el
Tuerto, que ya había estado varias veces en Iranna, a Hakon—. Apenas hay sitios
seguros por los que atravesarlas. Paso Angosto, el Paso de Danborlan… más al
sur está el Desfiladero de las Arañas. Por el Desfiladero de las Arañas fue por
donde pasó la Compañía Gloriosa para llegar hasta el palacio del Señor Oscuro,
¿lo sabías?
—Ese
palacio… ¿Supuestamente estaba en esta cordillera?
—Sí,
en la cima del monte más alto—asintió Danward.
—¿Y
dónde está ahora?
—El
palacio se sostenía con la magia negra del Señor Oscuro; cuando la Compañía
Gloriosa destruyó la gema que era la fuente de su poder, todo el palacio se
desmoronó. Apenas pudieron salir con vida.
—Así
que no queda ninguna prueba de aquello… qué conveniente.
Danward
el Tuerto rió a carcajadas.
—Yo
también soy escéptico, amigo, pero no pensé que conocería a nadie que lo fuera
hasta ese punto. La Compañía Gloriosa y el Señor Oscuro existieron: su
existencia está probada de sobra. Aún quedan elfos que vivieron aquella época.
—Es
probable—repuso Hakon, encogiéndose de hombros—. Pero seguro que fue todo mucho
menos espectacular y épico que lo que cuentan las novelas. La realidad no suele
ser tan espectacular y épica.
Sólo cuando llegaron al río Argan, el más largo del mundo conocido, se separaron de la falda de las Montañas Cortantes para seguir el curso del río y poder así beber cuando lo necesitaran. Las tierras de Iranna eran mayormente llanas, prácticamente una estepa que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, excepto en las zonas más cercanas al río, donde aquí y allá, muy ocasionalmente, había alguna arboleda o algún pequeño pantano.
Los
primeros días de viaje transcurrieron sin problemas; siguieron el curso del río
Argan hacia el sur. Cazaban lo que podían –algún conejo, algún ciervo-,
reservando las provisiones que llevaban para cuando no había más remedio. No se
encontraron con mucha gente: sólo familias de cíngaros nómadas que vagaban de
aquí para allá o se establecían en algún pequeño campamento. No tenían
absolutamente nada de valor, de modo que el grupo se limitó a ignorarles y
continuar hacia el sur, donde sí esperaban encontrar riquezas.
Fue
cuando ya casi había pasado una semana de viaje cuando fueron atacados por
primera vez. Un guerrero llamado Ashild Lobo Gris había avisado en varias
ocasiones de que sospechaba que, entre aquellos cíngaros que veían de vez en
cuando, había alguno que les estaba siguiendo para tenerles controlados.
Aquello pareció confirmarlo.
Una
flecha que nadie vio cómo disparaban salió de una arboleda y se hundió en el
cuello de un soldado cuyo nombre Hakon todavía no se había aprendido, matándolo
al instante. Otra le siguió, hundiéndose en el suelo sin dañar a nadie.
A
partir de ahí, quienes tenían escudos los levantaron, y empezaron a parar
algunas de las flechas que siguieron.
—¡Al
ataque!—ordenó el príncipe Adalgert.
Los
guerreros comenzaron a correr hacia la arboleda. Era evidente que algún grupo
de bandidos, demasiado desesperados por el hambre, había querido usarla como cobertura,
esperando que eso les diera una gran ventaja frente a un grupo de guerreros
mejor equipados que ellos. No fue así.
Aila
permaneció en todo momento cerca de Adalgert y Adalgosh, dispuesta a
interponerse en la trayectoria de una flecha de ser necesario. Sin embargo, el
príncipe desvió un par de ellas con su escudo, demostrando que no tenía miedo
al combate y sí buenos reflejos. Danward el Tuerto y Ashild Lobo Gris, también
contando con escudos, hicieron lo posible por cubrir a los demás de las flechas.
Knutr, de todos modos, pronto comandó a los arqueros a devolverlas, y en cuanto
se empezaron a asomar algunos de los bandidos, cayeron.
Egil
fue el primero en llegar a la arboleda, matando a otro de los bandidos de un
solo golpe con la espada que empuñaba con su único brazo.
—¡Vamos,
jodidos bastardos!—rugió—¿Es que no podéis vencer a un hombre con un solo
brazo?
Hakon
llegó poco después, destrozando el cráneo de un cuarto bandido con un certero
golpe de su martillo. Contempló, gruñendo, cómo no llegaba a tiempo de evitar
que un quinto bandido se abalanzara con su puñal sobre Egil, pero una certera
flecha disparada por Knutr salvó la vida del manco y se llevó la del ladrón.
Para
entonces, el grueso de guerreros de Nihlhaim ya había llegado a la arboleda: el
resto de bandidos no tardó en caer. Otro bajo la espada de Aila, otro herido
primero por Danward el Tuerto y rematado por Graegr. Otro consiguió herir a
Ashild Lobo Gris en un brazo, pero cayó bajo la espada de Adalgert; el último
estaba encarándose con Hakon cuando Danward el Tuerto le atravesó el pecho con
su hoja.
Los
soldados de Nihlhaim se reagruparon, con sólo una baja y un herido.
—Estos
cabrones tenían que saber que no tenían ninguna oportunidad—murmuró Danward el
Tuerto—. Con apenas unos arcos y unos cuchillos se han lanzado a atacar a un
grupo más numeroso y mucho mejor armado, ¿en qué pensaban?
—En
el hambre, probablemente—respondió Hakon—. Sólo una auténtica desesperación por
no encontrar presas más fáciles te lleva a cometer locuras así.
Remataron
a dos de los bandidos, que agonizaban en el suelo, y después dedicaron un rato
a enterrar a su hombre muerto, aunque fuera con algunas piedras. Tras esto, reemprendieron
el camino y, al día siguiente, llegaron a su principal parada intermedia: Arganna.
***
Arganna,
que debía su nombre a estar montada a la orilla del río Argan, era
probablemente el asentamiento cíngaro más grande y estable de todos los de
Iranna. Los cíngaros eran a menudo nómadas, y también en Arganna,
constantemente se marchaban algunos, desmantelando su parte del campamento, y
llegaban otros, montando la suya. Sin embargo, el flujo no cesaba y en ningún
momento llegaban a desaparecer todos los habitantes a la vez, de modo que
Arganna, fuera más grande o más pequeña, nunca dejaba de existir.
Los
cíngaros se organizaban en torno a familias en las que, normalmente, mandaba un
patriarca: sin embargo, no tenían como tal un rey o siquiera señores en Iranna.
Por tanto, nadie mandaba tampoco en aquel campamento, no oficialmente: pero Hakon
pronto descubrió que, en la práctica, quien daba las órdenes era un comerciante
llamado Szabo, a quien el príncipe Adalgert ya conocía de haber hecho negocios
con él en el pasado.
Szabo
les consiguió, incluso, algunas lonas y mantas más de las que traían con ellos
para la noche que pasaron en Arganna. También renovó sus provisiones, a cambio
de algunas monedas.
—Sé
que querrás llevarte la mayoría de cosas a Nihlhaim, príncipe—dijo, jugando con
una moneda entre sus dedos—. Pero, si encuentras alguna reliquia mágica, no
olvides pasar por aquí a la vuelta para vendérmela. Te ofreceré más de lo que
te ofrecería cualquier comerciante necio de los nueve reinos que no sabe lo que
tiene ante sus narices.
—Veremos,
Szabo, veremos—sonrió Adalgert, que sabía que Szabo no habría llegado a tener
tanto dinero y poder en Arganna de no ser por tácticas comerciales poco
honestas.
Aquella
noche, Hakon cayó inmediatamente dormido, pero pasadas dos o tres horas, como
era de costumbre, se despertó por los ruidos de otros soldados. De hecho, uno
parecía estar masturbándose.
Maldiciendo
por lo bajo, Hakon se levantó. Dio un paseo hasta unos arbustos a orinar, y
después regresó al campamento. La mayor parte de la gente estaba durmiendo: en
zonas de Arganna que no tenían nada que ver con ellos sí parecía haber gente
despierta, pero le parecía violento entrar en las lonas propiedad de algunos
desconocidos para conversar con ellos mientras le entraba el sueño.
Sin
embargo, sí comprobó que uno de los esclavos de Szabo, otro cíngaro llamado
Zoltan, si no recordaba mal, estaba despierto. Parecía estar rezando ante una
desgastada estatuilla de piedra.
Cuando
vio que Hakon andaba merodeando entregado, y dado que el recién nombrado
soldado había sabido transmitir sin necesidad de palabras que se inclinaba más
a simpatizar por los esclavos que por los amos, Zoltan le hizo señas para que
se acercara y le enseñó la estatuilla.
—Los
norteños le conocéis como Hal—explicó—, y los sureños le llaman Holl. Pero es
Hallfor, el Señor Oscuro. Hace más de 1300 años tomó forma mortal para
liberarnos a todos los esclavos del mundo.
—Bueno,
es una teoría curiosa—comentó Hakon, incrédulo pero intrigado—. Había oído
alguna vez que el Señor Oscuro era un dios, aunque otros dicen que era humano y
otros, que era un elfo oscuro. Pero hasta ahora, todo el mundo me lo había
pintado como un tirano sádico cuya derrota a manos de la Compañía Gloriosa se
supone que debemos celebrar.
—No
es una teoría—respondió Zoltan, firmemente aunque sin rastro de agresividad en
su voz—. Es la verdad. Es el dios de los esclavos, y tomó forma mortal para
liberarnos. En Iranna casi todos los esclavos lo sabemos, y a los que no,
debemos explicárselo. Esa supuesta Compañía Gloriosa no le mató, ¿sabes? No se
puede matar a un dios. Halfor sólo dejó morir su forma mortal, pero sigue en
las nubes atendiendo nuestros deseos si rezamos con suficiente devoción.
—Entiendo,
amigo.
A
Hakon le volvió a invadir el sueño y regresó a ver si podía dormir algunas
horas más, pero había aprendido algo: nada sobre el Señor Oscuro de lo que
Zoltan había pretendido enseñarle, eso no llamaba en absoluto su atención… lo
que Hakon había aprendido tenía más bien que ver con reforzar una creencia que
él tenía desde pequeño: que el mundo está lleno de locos que son capaces de
creer en cualquier cosa, por absurda que sea, con la esperanza de que rezándola
solucionen sus problemas, en lugar de luchar por solucionarlos ellos mismos.
***
Efectivamente,
Hakon consiguió dormir algunas horas más, pero no muchas hasta que amaneció y
reemprendieron el viaje.
Sólo
a mediodía, en una parada que hicieron para comer algo de carne, supo Hakon la
conversación que Adalgert había tenido con Szabo en Arganna la noche anterior.
—Los
bandidos están muy agitados últimamente—había comentado Szabo al narrarle el
príncipe Adalgert la refriega que habían tenido, en la que habían perdido a un
soldado y Ashild Lobo Gris había sido herido—. Se están organizando cada vez
más. Hay pequeñas bandas uniéndose para formar una más grande bajo las órdenes
de una especie de bandido jefe al que se atribuyen enormes proezas, Cráneo de
Troll.
—Es
un nombre curioso—apuntó Adalgert.
—Se
debe a que lleva el cráneo de un troll por encima de su cabeza, a modo de
yelmo. Cuentan que él mató con las manos desnudas a aquel troll.
—¿Y
qué credibilidad le das a ese rumor?
—Ni
idea—repuso Szabo encogiéndose de hombros—. Pero sí está claro que el cabronazo
tiene carisma, inteligencia y sabe combatir. Nadie que no tuviera esas tres
cualidades podría dirigir durante mucho tiempo a tantos bandidos sin que alguno
de ellos le matara a puñaladas para quitarle el puesto.
El
príncipe Adalgert les narró esta conversación como una advertencia clara: que
estuvieran alerta.
Con
todo, la segunda semana de viaje transcurrió en perfecta tranquilidad. Hakon
fue conociendo al resto de soldados cuyos nombres aún no se había aprendido:
después de todo, lo que antes le parecía un grupo homogéneo de capullos
obedientes resultaba ser en realidad bastante variado, y cada soldado tenía sus
peculiaridades. Estaba Brynjar, el peor arquero que Hakon había conocido jamás:
no había acertado a ninguno de los bandidos en el combate de hacía una semana,
pero lo peor es que tampoco acertaba jamás a ningún animal de los que intentaba
cazar. A saber qué pintaría en aquella expedición y por qué no había desistido
ya de su profesión, ¿quizá luchando cuerpo a cuerpo sería aún peor? También
estaba Hogann, aficionado a abrirse la ropa y quedar semidesnudo, con intención
de pelear, ante la menor provocación por parte de cualquier otro soldado;
constantemente le tenían que frenar para evitar que se produjera dicha pelea.
Ashild Lobo Gris, mayormente recuperado de su herida, también entretuvo a Hakon
con historias sobre su clan y la costumbre que tenían de llevar pieles de lobo.
Así,
se le hizo más ameno el viaje hasta que por fin llegaron a la zona de las
Montañas Cortantes que querían explorar. El clima, efectivamente, había
mejorado para entonces bastante respecto a la costa norte, así que Hakon no
tenía motivos para quejarse –salvo el concepto en general de tener que luchar
para un príncipe-.
El
primer día de búsqueda en las montañas fue infructuoso. Ashild Lobo Gris había
traído consigo algunos mapas antiguos del reino enano de Goabeirba. Aunque no
muy precisos, indicaban la localización de varios asentamientos subterráneos;
de modo que sabían con seguridad que había uno allí cerca, pero encontrar la
entrada era mucho más difícil. El grupo tenía que dispersarse un poco para
acelerar la búsqueda, o permanecerían allí durante años; pero tampoco podía
dispersarse mucho: todo soldado debía poder tener al alcance de su vista en
todo momento a, al menos, otros dos, o serían una presa extremadamente fácil en
caso de otro ataque de bandidos.
En
varias ocasiones alguno de los soldados creyó haber encontrado por fin una
entrada que se dirigiera al interior de la montaña; para minutos más tarde, con
decepción, comprobar que sólo se trataba de una pequeña cueva sin salida. De
modo que, al caer la noche, aún no habían encontrado nada y tuvieron que
acampar allí.
Al
día siguiente, había pasado el mediodía cuando por fin la búsqueda dio fruto:
se habían ido desplazando poco a poco más hacia el sur, cubriendo todos los
rincones que venían, y por fin Knutr dio con la entrada auténtica, avisando a
gritos a los demás. Se reunieron con alegría y júbilo, y se repartió una
antorcha para cada dos soldados. Así pertrechados, comenzaron a adentrarse en
la oscuridad de la montaña.
El
pasadizo de entrada era recto y, aunque considerablemente largo, estaba
dispuesto en tal ángulo que, en otro momento del día, los rayos del sol lo
atravesarían por completo, para después rebotar en un cristal que había al
fondo. Los enanos, expertos ingenieros, no sólo habían realizado la proeza de
construir tales ciudades subterráneas sino que habían diseñado un complejo
sistema de iluminación formado por toda una serie de recursos combinados:
agujeros por los que entraba la luz del sol, refracción en cristales o hasta
hongos que resplandecían en la oscuridad solían estar dispuestos por sus
ciudades de tal forma que siempre hubiese, al menos, una luz muy tenue. Esto no
bastaba para que los humanos pudieran ver con claridad, pero sí para los
enanos, con una vista mucho más acostumbrada a la oscuridad.
Cuando
los saqueadores por fin terminaron el descenso, con sus ojos ya acostumbrados a
la oscuridad, prácticamente enmudecieron por el espectáculo: ante ellos se
erguía una gran ciudad tallada cuidadosamente en la roca, con un río
subterráneo atravesándola por varias zonas. Algunos rayos de sol que entraban
por el alto techo, sumados a la luz de las antorchas y a las de algunos hongos
luminosos, se reflejaban cientos de veces en rocas cristalinas convenientemente
dispuestas para permitir la vista de la ciudad.
—Nunca
había estado en una tan grande—murmuró Danward el Tuerto.
—Ni
yo, Danward. Ni yo—confirmó el príncipe Adalgert.
Los
asentamientos enanos más pequeños tendían a ser sólo una galería continuada de
pasadizos y estancias, como una perfección de una mina; pero las ciudades más
grandes, como aquella, eran más bien un prodigio arquitectónico, en el que se
habían tallado cuidadosamente y con una planificación meticulosa enormes
espacios vacíos, dejando pilares y estructuras que harían las veces de
edificios o de puentes para el río subterráneo. El techo estaba tan por encima
de ellos que, en la penumbra, casi parecía que estuvieran al aire libre.
La
admiración duró pocos segundos más. No tardaron en ver que parte de la luz
provenía de lámparas de aceite que colgaban en algunos edificios: era evidente,
por tanto, que aquella ciudad enana estaba habitada.
—Preparaos.
Desenfundad las armas—ordenó el príncipe. Sus órdenes fueron repetidas por Aila
y por Knutr.
Inmediatamente
después, oyeron una especie de ronco gruñido de alarma. En la penumbra, Ashild
Lobo Gris fue el primero en distinguir a un orco asomado por la ventana de uno
de los edificios cavados en la propia roca, avisando a sus compañeros.
—¡Atacad!
Knutr
lo ordenó y una lluvia de flechas se dirigió a la ventana, no alcanzando por
poco al orco, que pudo cubrirse.
—¡Los
arqueros, cubridnos desde aquí!—ordenó Adalgert—¡Los demás, bajad conmigo!
Descendieron
por unos escalones ya algo desgastados labrados en la roca. Los orcos
comenzaron a salir de los edificios, ataviados con partes de armaduras y armas
enanas: era evidente que habían descubierto aquella ciudad hacía ya años y la
habían convertido en su asentamiento.
Como
era habitual, Egil, siempre presto al combate, fue el primero en llegar al
grupo de orcos y atacar con su espada, que chocó inútilmente contra un escudo
de acero enano. Otro se prestó a ayudar a su compañero, pero Aila llegó lo
bastante rápido para alcanzarle en el costado con la espada; sin frenarse, se
giró sobre sí misma y atacó una vez más, alcanzando esta vez en la nuca al orco
y matándole. A su vez, Hakon se lanzó nuevamente contra el primero, que detuvo
un golpe de su martillo con el escudo tal y como había detenido el de Egil; pero
esta vez, el príncipe Adalgert estaba ahí para aprovechar el hueco en su
defensa para alcanzarle en el cuello, hiriéndole mortalmente.
Lo que siguió fue una caótica sucesión de
golpes, cortes y heridas varias. Algunos orcos arrojaron piedras contra Knutr y
los otros arqueros: una de ellas acertó en la frente de Brynjar, dejándole
inconsciente; las demás no dieron en el blanco o sólo provocaron algunas
magulladuras. Los orcos parecían parar las flechas bastante bien con los
escudos; sólo algunas les alcanzaron y no mortalmente. Sin embargo, al
centrarse en ellas, quedaban expuestos a los ataques cuerpo a cuerpo del resto
de guerreros. Hakon vio cómo Hogann prácticamente arrancaba la cabeza de uno de
los orcos de un hachazo; sin embargo, apenas un momento después, era su cráneo
el aplastado por una maza.
Graegr
agitaba su hacha de un lado para otro con gran habilidad; al menos dos de los
orcos, que bien podrían ser primos lejanos suyos, cayeron bajo ella. Mientras
Hakon mataba a hachazos a uno de los que lanzaban piedras, vio cómo Egil se
arrojaba sin ningún problema contra un grupo de tres orcos, repartiendo cortes
con su único brazo. Pudo matar a dos de ellos antes de que un tercero le
destrozara la garganta con un hacha.
—Por
fin—pudo apenas murmurar Egil entre borboteos de sangre, antes de caer al
suelo, muerto.
Inmediatamente
después Danward le vengó, abriendo un profundo corte en el cráneo de su asesino
al tiempo que rugía de rabia. Mientras tanto, Adalgert abatía a otro de los
orcos, y su hijo a uno más. Los saqueadores comenzaban a tomar una ventaja
clara.
A un
lado, Aila mataba a uno; a otro lado, Ashild Lobo Gris a otro. Otro,
concentrado en parar un golpe de Graegr, cayó bajo un certero flechazo de
Knutr, y otro más bajo la espada de Danward el Tuerto. Un orco, sin embargo, sí
consiguió matar a un soldado de Nihlhaim cuyo nombre Hakon tenía en la punta de
la lengua, pero había olvidado. Le aplastó el cráneo por completo. Fue Aila
quien inmediatamente aprovechó para hacer un profundo tajo en el brazo del orco
y que soltara su arma; el príncipe Adalgert le hundió su espada en el pecho.
Hakon
vio cómo el último de los orcos derribaba a Danward de un escudazo, dejando así
su torso descubierto. Antes de que pudiera rematar al soldado en el suelo,
Hakon arrojó su hacha, que dio una vuelta completa en el aire antes de hundirse
en el pecho del orco.
—Con
esto, ya está—dijo.
—¿Cuántas
bajas?—preguntó el príncipe Adalgert.
—Tres…—respondió
Danward, incorporándose.
—No,
cuatro…—añadió Ashild Lobo gris.
—Tres—corrigió
uno de los arqueros que, junto a Knutr, cargaba el cuerpo inconsciente de
Brynjar hacia donde estaban los demás—. Éste se despertará.
—Siguen
siendo demasiadas—suspiró el príncipe—. Luego les enterraremos. Dentro de la
mala suerte que hemos tenido al encontrarnos con una comunidad de orcos, al
menos era una pequeña. Seguramente, estos orcos encontraron esta ciudad por
casualidad y ocultaron su descubrimiento para quedarse sus riquezas.
Hakon
asintió en silencio, siguiendo el razonamiento que rápidamente había hecho el
príncipe Adalgert. Los orcos solían vivir en comunidades muy grandes; así que,
siendo ésta una pequeña, efectivamente debían haberse separado de su grupo. El
motivo más lógico era que quisieran quedarse sus riquezas. Debían haber sacado
y vendido ya una buena parte, tal vez a cíngaros que hubieran pasado cerca. Los
orcos, naturalmente, no podían entrar en los nueve reinos, de modo que
probablemente sólo comerciaban con algunos cíngaros, que les estafarían y les
ofrecerían apenas algunas lámparas de aceite o útiles similares a cambio de
piedras preciosas que más tarde ellos revenderían en los nueve reinos por una
cantidad considerable de dinero. Gente como Szabo no se habrían hecho ricos si
no hubieran sabido revender reliquias enanas por precios mucho más altos. Con
todo, tendrían que intercambiar las riquezas muy poco a poco para no levantar
sospechas: Iranna era una tierra llena de gente astuta y ambiciosa, y si se
supiera que un grupo de orcos manejaba una gran cantidad de objetos valiosos,
sin duda les seguirían para averiguar de dónde provenían. Aquellos orcos
llevarían tiempo allí; no había forma de saber si varios meses o quizá varios
años, pero no mucho más, o la ciudad estaría en un estado mucho peor.
—Al
menos—continuó el príncipe—, nuestro viaje de ida ha concluido: ya estamos en
la ciudad que buscábamos. Saqueadla por completo, no dejéis nada de valor.
Cuatro quintas partes de todo lo que recojáis corresponden a las arcas de
Nihlhaim. El resto, os lo quedáis para vosotros.
La
mayoría de los guerreros alzaron el brazo y gritaron de alegría, dispuestos a
recoger las recompensas por su lucha.
***
Lo
primero que hizo Hakon fue coger lo que más tenía a mano: dos de los cascos que
llevaban puestos los orcos y una maza de acero enano. Guardó los tesoros en una
bolsa de lino y se encaminó después hacia los edificios.
Cogió
una lámpara de aceite para explorarlos aunque, con la vista ya acostumbrada a
la oscuridad, en la ciudad se veía razonablemente bien. Después de un siglo sin
ser controlados, los hongos luminosos habían empezado a extenderse también por
otras zonas aparte de las previstas para ello, creando una iluminación irregular
y fantasmagórica que, reflejada en las rocas cristalinas, dotaba a toda la
ciudad de un resplandor entre azulado y verdoso. Dentro de algunos edificios se
podían apreciar esqueletos de enanos ya muy dañados; probablemente eran de los
enanos más débiles, los que no habían partido al frente para luchar, y se
habían quedado en aquella ciudad hasta morir de hambre, sin atreverse a salir
al exterior. Algunos de estos esqueletos eran precisamente el lugar elegido por
los hongos para crecer. Algo lógico, pensó Hakon, ya que los hongos se habrían
alimentado de la carne de los cadáveres; pero no por ello menos inquietante.
En
cuanto a objetos de valor, no quedaba gran cosa. Antaño había habido muebles
cuidadosamente labrados, pero prácticamente todos habían sido destrozados por
los orcos para hacer hogueras y antorchas en alguna u otra ocasión.
En
los primeros edificios, Hakon no encontró nada de valor hasta dar con un cáliz
de plata, que los orcos habían usado para beber rack, un nauseabundo y
fortísimo licor que ellos elaboraban. Otros de los saqueadores parecían estar
teniendo más suerte, encontrando todo tipo de piedras preciosas. Los enanos,
expertos mineros, las acumulaban sin problema, pero en los nueve reinos eran
muy valiosas. Era imposible saber con exactitud cuántas habría antes de la
llegada de los orcos, pero era probable que, en el peor de los casos, sólo
hubieran llegado a intercambiar la mitad de ellas con los cíngaros.
Más adelante, los edificios empezaban a ser más bien una sucesión de pasadizos y estancias, algo más similar a una mina que rodeaba la enorme cámara principal. Probablemente, estancias menos elaboradas reservadas para los enanos menos adinerados o poderosos: todas las razas tenían sus jerarquías y su gente rica y pobre, de una forma u otra. Allí, Hakon sí pudo encontrar una estatuilla tallada en zafiro de una de las Hermanas Aidar, semidiosas adoradas por los enanos, así como algunas monedas de oro enanas que usaban en la época de la Gran Guerra. Aparte de las señas de haber estado habitada por orcos -esas señas incluían incluso un edificio entero lleno de excrementos de orcos que, por algún motivo, no habían querido hacer sus necesidades en el río, sino allí; Hakon estuvo a punto de vomitar-, la ciudad estaba prácticamente desierta. Precisamente, al cabo de un rato encontró la principal excepción.
Fue
cuando oyó algunos ruidos, no muy lejos del edificio lleno de excrementos.
Probablemente sería algún animal pequeño, pero no quería correr riesgos y que
un orco le aplastase el cráneo. Dejó la lámpara y las riquezas en el suelo y,
silenciosamente, empuñó su hacha y su martillo. Se movió a lo largo del
pasadizo con cautela, hasta llegar a un portón de madera. Aprovechando que la
madera era de mala calidad –nueva seña de que aquellos edificios habían
pertenecido a los enanos más pobres- y muy envejecida, Hakon la derribó de una
patada, para pillar por sorpresa a quien hubiera dentro.
Un
niño orco trató de contener un grito. Los demás sólo temblaban, aterrorizados.
Eran tres en total, de entre cuatro y ocho años, aproximadamente. Estaban
acurrucados contra la pared; debían de haberse escondido cuando empezaron los
ruidos del combate.
Hakon
también quedó inmóvil unos segundos. Se había preparado esperando una posible
amenaza, no que la amenaza fuera él. Cuando se recuperó de la sorpresa, les
hizo un gesto de que guardaran silencio, se dio media vuelta y se fue.
No
sabía qué pasaría si los demás hicieran aquel descubrimiento. Era probable que
no hicieran nada y simplemente les dejaran en paz; quizá había alguna
posibilidad de que se llevaran al más pequeño para convertirle en esclavo, o a
los tres, incluso. No parecía probable que les fueran a asesinar sin motivo
alguno, pero Hakon no pensaba correr el riesgo; sabía por experiencia propia
que los ejércitos sacaban el lado más cruel de las personas.
Continuó
explorando, sin encontrar muchas más cosas: uno de los esqueletos de enanos
llevaba un anillo con una esmeralda incrustada, y otro de ellos, un colgante de
plata. También encontró algunas monedas más. No mucho después, llegó a una
bifurcación de la que partía un estrecho y serpenteante pasadizo que parecía
una salida secundaria al exterior, a algún rincón de las Cortantes; supuso que
los niños orcos escaparían por allí en cuanto se atrevieran a moverse. Por el
otro lado había más edificios, de los que venía Danward el Tuerto.
—¿Están
explorados todos los de allí?—preguntó el guerrero.
—Sí.
No queda nada interesante—mintió Hakon.
Los
dos volvieron juntos hacia el centro de la ciudad; la mayor parte de los
guerreros ya había regresado. Procedieron al reparto.
Hakon
se quedó con uno de los cascos, que se ajustaba bien a su cabeza y le sería
útil en futuros combates; también con el colgante de plata y con algunas
monedas. El otro casco, la maza, la estatuilla, el anillo y el resto de monedas
representaban las cuatro quintas partes del botín que pasarían a llenar las
arcas de Nihlhaim, basándose en una tasación a ojo que debía ser aprobada por
el príncipe Adalgert.
Algunos
soldados habían conseguido más riquezas, otros menos; Brynjar se acababa de
despertar y algún compañero compasivo le había dado un par de monedas de oro
para que no se quedara sin nada. El ejército de Nihlhaim cuidaba de sus
heridos, pero otra cosa era dejarles quedarse con riquezas que no pudieran
coger por sí mismos.
—Pasaremos
la noche aquí y partiremos mañana un poco antes de que salga el sol, para
aprovechar las horas de luz—anunció el príncipe—. Poneros cómodos.
***
Como
cada mañana, sin excepción, Hakon maldijo el sonido de los cuernos que le
despertaron. Llenó varias botas de cuero con el agua del río subterráneo y
cargó también con una de las pesadas bolsas de tesoros destinadas a las arcas
de Nihlhaim. Echaba de menos las bravatas de Hogann acerca de que él podía
cargar más cosas que nadie: de haber seguido vivo, Hakon no habría tenido que
cargar tanto peso.
Salieron
al exterior y, aunque apenas empezaba a amanecer y todavía no había mucha
claridad, el contraste entre los primeros rayos del sol y la oscuridad de la
ciudad enana era lo bastante fuerte como para cegarles durante unos segundos.
A
medida que salían, parpadearon y se frotaron los ojos para acostumbrarse
nuevamente a la luz; sólo cuando terminaron este proceso entendieron que
estaban completamente rodeados.
Los
bandidos habían permanecido en silencio: muchos de ellos encaramados por encima
de la montaña, a mayor altura que la cueva, apostándose tras rocas y apuntando
desde allí con sus arcos y alguna ballesta.
Los
demás se fueron acercando de frente, encabezados por un hombre montado a
caballo. Era grande y corpulento: además de ropas de cuero, llevaba también una
cota de malla y unos guanteletes de acero enano. Una barba de color castaño
asomaba de su rostro cubierto por la mitad superior de un cráneo algo más grande
que el de un humano. Aquel detalle no daba lugar a dudas: se encontraban ante
Cráneo de Troll.
—Veo
que ha sido fructífera vuestra visita a Iranna, norteños—dijo—. Seguir vuestras
huellas también ha sido fructífero para nosotros. Dejad todo en el suelo... a
la mujer también—añadió, señalando a Aila—. Si os dais prisa en obedecerme, tal
vez os perdone la vida.
El
príncipe Adalgert frunció el ceño, evaluando rápidamente la situación. Era
absolutamente obvio que estaban en una gran desventaja estratégica y numérica
–veinte contra once-, pero seguían contando con las ventajas del entrenamiento
y el equipamiento. Al fin y al cabo, eran soldados entrenados contra bandidos;
y, ahora que llevaban las armas y armaduras enanas que habían obtenido de los
orcos, todos estaban bien armados y protegidos, mientras que la mayoría de
bandidos no llevaba casco ni escudo. Apenas tenía unos segundos para sopesar
estos elementos y decidirse por luchar o por rendirse; y, efectivamente, no
tardó en tomar la decisión.
—¡Cubríos
y a la cueva!—bramó.
—¡Matadles!—gritó
a su vez Cráneo de Troll.
Una
lluvia de flechas cayó sobre los saqueadores, al tiempo que alzaban sus
escudos. Uno de los arqueros, que no llevaba escudo, cayó instantáneamente,
atravesado por varias flechas; los demás habrían corrido la misma suerte de no
haberse interpuesto los escudos de sus compañeros.
Una
segunda carga de flechas también fue mayormente bloqueada: una de ellas rebotó
en el nuevo casco de Graegr, y otra de ellas atravesó el brazo izquierdo de
Danward el Tuerto justo por encima de su brazalete, haciéndole gritar de dolor.
Era evidente que no tenían suficientes escudos para protegerse: tenían que
llegar a la cueva.
Knutr
enseguida notó que tampoco conseguirían llegar todos bajo un ataque tan intenso
de los arqueros enemigos: tenían que reducir su número. Rompiendo ligeramente
la formación, apuntó en un instante y disparó una flecha que alcanzó a uno de
los bandidos sobre la montaña en el pecho, matándolo. Brynjar y el otro arquero,
Astol, siguiendo sus órdenes, hicieron lo propio. Brynjar se arrodilló para
apuntar mejor, disparó… y, para su sorpresa, por primera vez en su vida tuvo
una excelente puntería –o quizá una excelente suerte-, metiendo la flecha por
el ojo de uno de los ballesteros de la montaña y matándole al instante. No tuvo
tiempo de celebrar su victoria: una flecha arrojada desde el otro lado, por uno
de los arqueros que estaban junto a Cráneo de Troll, le atravesó el cuello,
hiriéndole mortalmente. Por su parte, Astol disparó contra éstos otros, pero
falló.
Algunos
consiguieron llegar ya a la cueva que descendía a la ciudad enana,
protegiéndose al menos así de las flechas de los arqueros y ballesteros
situados sobre la montaña, aunque no de los situados junto a ellos. Los escudos
pararon algunas flechas más; otra alcanzó en la espalda al príncipe Adalgert,
pero no logró atravesar la cota de mallas. Hakon notó, de hecho, que las
flechas se dirigían más hacia el príncipe: sin duda, la estrategia de Cráneo de
Troll era matar al líder enemigo lo antes posible para desmoralizar. Si sólo
una había llegado a alcanzar su cota de mallas era porque Aila estaba poniendo
especial atención en proteger al príncipe con su propio escudo –conseguido en
la ciudad enana-, y era muy buena en ello.
Todo
el recorrido desde el grito del príncipe Adalgert hasta que se refugiaron en la
cueva, con sus dos muertos en cada bando, se produjo en poco más de diez
segundos. A partir de ahí, el ritmo del combate se ralentizó: en aquel pasadizo
estrecho, los que tenían escudos se pusieron delante y, agazapados, se cubrían
completamente a sí mismos y a los demás. Por muchas flechas que los bandidos
quisieran tirar, no atravesarían aquella defensa.
—¿Qué
hacemos?—gruñó uno de los bandidos—¿Vamos a por los demás?
Tal
y como Szabo había dejado caer, sin duda Cráneo de Troll tenía varias docenas
de hombres bajo su mando. Probablemente eran tantos que podían dedicarse a
viajar en varios grupos, cubriendo más terreno, asaltando a más gente y
reuniéndose en algún punto acordado. Los saqueadores norteños habían tenido
suerte en que los bandidos fueran tan temerarios y confiados de atacarles con
un solo grupo.
—¿Qué
clase de jodido cobarde eres?—replicó Cráneo de Troll—Somos el doble que ellos.
¡Atacad!
Los
bandidos obedecieron, y el propio Cráneo de Troll azuzó también a su caballo.
Mientras llegaban, Knutr y Astol dispararon sus flechas cada uno por un pequeño
hueco entre los escudos. La de Knutr alcanzó a uno de los bandidos en el
estómago, derribándole; la del otro arquero mató al instante a su blanco.
Escasos
segundos después, los dos grupos chocaron en la entrada de la cueva. Cráneo de
Troll manejaba una sólida maza de acero enano con púas que astilló el escudo de
Aila al chocar contra él, pese a lo resistente que parecía. Graegr se abalanzó
sobre sus enemigos con el hacha, hiriendo mortalmente a dos seguidos; Hakon
esquivaba un hachazo al tiempo que el príncipe Adalgert bloqueaba otro con su escudo
y contraatacaba, hundiendo la espada en el esternón de su rival.
Un
hombre armado con un martillo se abalanzó sobre Astol, indefenso a aquella
distancia; pero Danward le protegió al tiempo que sumaba otra víctima. De todos
modos, un nuevo bandido surgió empuñando una lanza con la que empaló al arquero
norteño, matándole al instante.
A
escasa distancia, Cráneo de Troll paraba con su maza un golpe de Ashild Lobo
Gris, y Aila y Hakon mataban cada uno al contrincante que habían encontrado. No
obstante, el hacha de Hakon quedó incrustada en el pecho del suyo, y no le dio
tiempo a sacarla debido a que, un segundo después, tuvo que saltar hacia atrás
para esquivar la maza de Cráneo de Troll. El guerrero maldijo, al ver sus
posibilidades en combate seriamente reducidas.
Mientras
tanto, Knutr había retrocedido por el pasadizo y, con el arco tenso, esperaba
una ocasión clara en la que poder matar a algún enemigo sin el riesgo de que la
flecha alcanzara por error a un aliado. La encontró y, efectivamente, su flecha
atravesó de lado a lado el cuello de un bandido. Caían tan rápido que Knutr no
pudo evitar pensar que ganarían aquella batalla con toda certeza.
Y,
apenas unos segundos después, mientras preparaba otra flecha, el panorama que
vio le hizo cambiar de opinión. Ashild Lobo Gris estaba apoyado contra la
pared, perdiendo ventaja rápidamente; era evidente que la herida que había
recibido días atrás no estaba del todo curada. Quien fue a defenderle fue
precisamente Danward el Tuerto, el otro guerrero con un brazo inutilizado,
llevando la flecha aún clavada. Knutr vio por el rabillo del ojo que Adalgosh
mataba a otro bandido, pero lo que realmente le impactó fue el hacha de un
bandido hundiéndose en la garganta de Danward el Tuerto. Danward era el
guerrero más veterano y uno de los mejores luchadores que conocía Knutr: verle
morir le hizo temer por el resultado de la batalla.
Ashild
Lobo Gris, rugiendo de rabia, mató al bandido de un hachazo en la cabeza.
Danward, compañero en más de una aventura, había muerto por defenderle, y
tendría que cargar con eso.
Mientras
tanto, Aila desviaba un nuevo golpe de Cráneo de Troll que, sin embargo,
contraatacó con una patada que hizo que la norteña perdiera el equilibrio,
resbalara y cayera al suelo. El príncipe Adalgert mató a otro bandido con su
espada y se volvió para ayudarla; no llegó a tiempo, pero tampoco hizo falta.
Aila rodó rápidamente por el suelo, esquivando por muy poco la maza de Cráneo
de Troll, dispuesta a rematarla. Entretanto, Hakon se tiró él al suelo para coger
el hacha caída de uno de los bandidos y se incorporó al tiempo que provocaba un
profundo corte en la pierna de otro, haciéndole caer. Antes de que pudiera
rematarle, Graegr se le adelantó con un certero hachazo en la cabeza.
Cráneo
de Troll sabía que iba perdiendo, pero tenía al príncipe Adalgert cerca. No
dudó en centrarse en su plan: eliminar al líder enemigo para desmoralizarles
cuanto antes. La maza del bandido y la
espada del príncipe iban a chocar, pero el primero cambió la trayectoria de su
arma en pleno golpe con una habilidad asombrosa para lo mucho que pesaba, y
alcanzó al príncipe en la mano, destrozándosela y haciéndole soltar el arma.
—¡Padre!—gritó
Adalgosh, corriendo en su rescate. Esto, sin embargo, casi hizo que otro
bandido le arrancase la cabeza de un hachazo; Ashild Lobo Gris le salvó por
poco al abalanzarse contra el bandido pese a que no le dio tiempo a levantar el
hacha.
Adalgosh
no llegaba al rescate, Ashild Lobo Gris estaba protegiéndole a él, Aila se
acababa de levantar del suelo, Knutr no encontraba blanco y Hakon y Graegr
estaban ocupados contra sus propios contrincantes –dos de los arqueros que
antes estaban sobre la montaña, que acababan de entrar a la cueva cambiando sus
arcos por hachas-. Considerando esto, el resultado fue obvio: la maza de Cráneo
de Troll alcanzó al desarmado príncipe Adalgert en la cabeza. El golpe fue tan
fuerte que deformó por completo el casco al tiempo que aplastaba la cabeza del
príncipe; la sangre salpicó por todos los lados y el ojo más cercano al lado
del impacto, encontrándose de pronto sin hueso malar ni músculos que lo
mantuvieran en su sitio, se salió de su órbita y se escurrió a lo largo de su
cara.
—¡Padre!—rugió
nuevamente Adalgosh, con mucha más rabia esta vez.
Aila
mató rápidamente al contrincante al que estaba combatiendo Ashild, al tiempo
que los otros retrocedían y reubicaban sus posiciones, al entender que el
combate había dado un vuelco. Graegr atacó a Cráneo de Troll, que paró el golpe
con su maza.
—¡Es
mío!—gritó Adalgosh, corriendo hacia él.
Otro
bandido se interpuso, pero Adalgosh prácticamente le decapitó de un golpe de
izquierda a derecha; saltando desde allí y simplemente aprovechando el
movimiento para lanzar un nuevo tajo de derecha a izquierda, golpeó a Cráneo de
Troll con todas sus fuerzas.
La
espada alcanzó al líder de los bandidos en la parte izquierda de la cabeza,
destrozando por completo el cráneo que le servía de casco y de mote y también
el suyo. La espada se hundió en su cara, básicamente destrozando la parte
inferior izquierda de su cabeza y haciendo que cayera al suelo escupiendo
sangre. Allí, Adalgosh le remató con otro golpe.
Aún
años después se seguiría contando la historia de cómo Adalgosh vengó
inmediatamente a su padre, el príncipe Adalgert. Tenía todos los ingredientes
para una buena historia: príncipes, venganzas, un villano carismático y
legendario que había matado a un troll con sus propias manos, un salto
prodigioso, el derecho a trono perdido –si el príncipe Adalgert hubiera vivido
unos años más y hubiera llegado a ser rey, Adalgosh habría sido su heredero y
podría haber sido rey en el futuro; de esta forma, sería Audhild Serpiente
Marina quien heredaría el trono del rey Adalborj, al ser el hijo varón más
viejo con vida-. Aún así, Hakon, que lo vio todo tal y como pasó, no podría
evitar pensar siempre que la realidad había sido ligeramente distinta de la
historia que se contaría: Adalgosh había necesitado dos golpes para matar a
Cráneo de Troll, no uno solo y, aún más llamativo, todo el mundo parecía haber
olvidado que el bandido no pudo parar el golpe porque ya estaba ocupado
enfrentándose a Graegr. La gente parecía estar de acuerdo en que las historias
épicas eran menos épicas si un príncipe necesitaba la ayuda del esclavo orco de
su padre para matar al villano, así que aquellos detalles se perdían en el
transcurso de la Historia.
Los
dos bandidos que quedaban no dudaron en aprovechar el momento de distracción
que la escena había generado para darse media vuelta y escapar corriendo.
Knutr, simplemente andando unos pasos para salir de la cueva, tensó el arco,
disparó una flecha y alcanzó a uno de ellos en la espalda mientras corría,
matándole. Al otro no pudo acertarle.
—Hemos
perdido a más de la mitad de los que hemos venido—murmuró Ashild Lobo Gris—.
Qué desastre.
Hakon,
por su parte, notó que uno de los primeros bandidos en caer, aquel al que Knutr
había acertado en el estómago, aún seguía vivo ahí fuera, retorciéndose de
dolor. Se encaminó a rematarle, en parte por pura compasión –si le capturaban
vivo, quién sabe si a Adalgosh se le ocurriría alguna tortura espantosa que
aplicarle para “vengar” nuevamente la muerte de su padre, como el águila de
sangre- y en parte por, sencillamente, evitar un momento incómodo. Desde luego,
a él no se le daba bien consolar a gente afligida ni tenía la menor intención
de meterse en el drama de unas personas a las que apenas conocía desde hace dos
meses y por las que tampoco tenía un gran afecto.
Cerca,
Aila agarraba las riendas del caballo de Cráneo de Troll. Les vendría muy bien
para cargar peso de vuelta al drakkar, incluido el cuerpo del príncipe
Adalgert: el resto de guerreros serían enterrados, pero alguien de la talla de
un príncipe debía ser llevado a Nihlhaim para recibir un funeral apropiado
según la tradición norteña, incinerado en una barca.
—Mi
señor Adalgosh—dijo Graegr, acercándose al afligido hijo—. Me preguntaba cuál
será mi destino ahora, puesto que era esclavo de vuestro padre y ahora me
habéis heredado; si queréis que os siga en combate…
—Déjame
en paz, haz lo que te salga de los cojones—respondió Adalgosh, que
evidentemente necesitaba más tiempo a solas antes de recomponerse lo suficiente
como para empezar a gestionar sus asuntos.
—Sí,
mi señor Adalgosh.
Así,
Graegr se dedicó a ayudar a Hakon, Knutr y Aila a cavar las tumbas de sus
compañeros. Ashild Lobo Gris, que efectivamente se había abierto la herida en
el combate, tampoco podía hacer gran cosa cavando.
La
tierra, por suerte, era blanda, y en menos de una hora cada uno había cavado
una tumba. Metieron los cuatro cuerpos; hicieron algunos comentarios. Hakon se
enteró de que Brynjar nunca había sido un arquero o un guerrero aceptable, y
básicamente era cercano al príncipe Adalgert por provenir de una familia
notoria en Nihlhaim. Nadie pensaba que aquel saqueo iba a ser tan peligroso: lo
normal serían algunos heridos leves y dos o tres bajas en total; ni por asomo
las ocho que habían resultado ser. Pero Brynjar, en concreto, teniendo
habilidades de lucha tan escasas, parecía ser el que más había subestimado el
peligro.
También
quedó claro, una vez más, que Danward el Tuerto era uno de los guerreros más
apreciados, y su muerte dolió mucho a sus compañeros. De todos modos, como buen
guerrero, prefería morir en combate que por una enfermedad. Aunque no anhelaba
tanto una muerte gloriosa como la anhelaba Egil desde que perdió su brazo, a
Danward no le habría parecido tan mala idea morir noblemente defendiendo a un
amigo; ese consuelo, al menos, era el que le quedaba a Ashild Lobo Gris y el
que apaciguaba su sentimiento de culpa.
—Desde
aquí mismo, ¿cuál sería el camino más corto a los nueve reinos si hubiera que
ir andando?—se interesó Hakon cuando terminaron la inhumación.
—Siguiendo
las Cortantes hacia el sur, calculo que en dos o tres días se podría llegar al
Paso de Danborlan y llegar a Elveon—contestó Ashild Lobo Gris sin la menor
necesidad de consultar su mapa—. Se llama así por el explorador elfo que lo
descubrió durante la invasión del Señor Oscuro… en aquella época era un paso
muy recóndito y escondido por la maleza, pero hoy en día se ha convertido en un
camino muy visible. ¿Por qué lo preguntas?
—Me
voy. Todavía no es mediodía, así que ahora que ya no hay nada que hacer, creo
que partiré de inmediato.
Los
demás guerreros recibieron la noticia con sorpresa.
—¿Cómo
que te vas?—preguntó Knutr, confundido—¿Así… de repente? ¿Sin motivo?
—Sí,
bueno… yo lo formularía al revés. O sea, yo no quería estar aquí, he venido
porque juré luchar para el príncipe Adalgert hasta mi muerte o hasta la suya.
Así que ahora que está muerto y he quedado liberado de mi promesa, pues… no es
que me caigáis mal, eh, pero ya no tengo ningún motivo para estar aquí.
—No
es propio de un guerrero abandonar cuando aún no se ha acabado la expedición—le
espetó Aila—. Podrías al menos regresar con nosotros a Nihlhaim y abandonar el
ejército una vez allí.
—Sí,
sí que podría—coincidió Hakon—. Pero significaría tener que pasar varias
semanas más despertándome con el sonido de esos cuernos infernales, y volver a
pasar por el extremo norte de Iranna y de los nueve reinos en pleno invierno, y
congelarme otra vez los huevos. Así que, sin ánimo de ofenderos, pero prefiero
irme lo antes posible. Estoy seguro de que vuestro viaje de vuelta no será
problemático; con Cráneo de Troll muerto hace nada, los bandidos todavía
estarán desconcertados y luchando entre ellos por el liderazgo, no creo que
vuelvan a atacaros.
—Veo
que no podemos hacer nada por cambiar tu decisión. En todo caso, deja aquí los
brazales y el chaleco de cuero; son del ejército de Nihlhaim, no tuyos.
Hakon
asintió y se despojó de aquellas piezas, aunque con la vista clavada en otro
chaleco de cuero que llevaba uno de los bandidos muertos. Las rígidas normas de
los ejércitos siempre le habían parecido absurdas: tenía que devolver un
determinado chaleco que había cogido de la armería de Nihlhaim, pero podía
coger en aquel mismo momento otro casi idéntico porque ése pertenecía a un
bandido. Bueno, no había problema.
Cogió
el chaleco en cuestión, recogió el resto de sus cosas –cargando en el caballo
las botas de agua y la parte del botín que se suponía que debía cargar él-, se
asomó un poco a la cueva para despedirse rápidamente de Adalgosh y después,
volviendo a pasar ante los guerreros que estaban fuera, se despidió
definitivamente.
—En
serio, no sois la peor compañía que podría haber tenido en el ejército. Si nos
volvemos a encontrar en cualquier taberna, torneo, festival, o en cualquier
mierda de ésas, podemos tomar una cerveza juntos. Pero ahora deseo irme lo
antes posible. ¡Adiós!
—¡Espera!—dijo
Graegr cuando Hakon ya se había dado la vuelta.
El
norteño se giró de nuevo, dispuesto a escuchar alguna queja más.
—Te
acompañaré, si te parece bien—dijo el orco—. Aunque no vayamos a encontrar
ningún grupo tan peligroso como el de Cráneo de Troll, puede seguir habiendo
bandidos sueltos… será más seguro si vamos dos. Yo tampoco tengo a dónde ir.
—¿Pero
tú…?—le miró confundido.
—Se
suponía que ahora Adalgosh me heredaría como esclavo, pero me ha dicho “haz lo
que te salga de los cojones”, así que parece que me ha liberado de la
esclavitud.
Aila,
Knutr y Ashild, tras él, intercambiaron miradas de confusión y resignación.
—Está
bien. Viajemos juntos entonces, Graegr.
Hakon
y su nuevo compañero emprendieron el viaje.
—Os
dije que traería mala suerte traer a un soldado con ojo de serpiente—murmuró
Knutr a sus compañeros cuando los dos viajeros ya no podían oírle.
—No
digas tonterías—le cortó Aila, casi totalmente segura de que aquello no había
tenido nada que ver con la gran cantidad de bajas de la expedición.
Los
dos desertores se perdían ya en la estepa de Iranna. Las Montañas Cortantes se
erguían imponentes a su derecha, separándoles de los nueve reinos. Partían
hacia lo desconocido, sin tener siquiera pensado a qué se dedicarían para
ganarse la vida; pero, al menos, estaban vivos, íntegros y regresaban a casa.
La primera saga de La balada de Hakon, Hakon saqueador, concluye aquí.
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