miércoles, 12 de junio de 2019

La clínica del dr. Baermann: La mansión encantada


Afueras de Düsseldorf, Alemania. 3 de octubre de 1896.

"Era una fría mañana de otoño cuando las puertas de la mansión se abrieron por primera vez para acogernos en su interior. Pese a su tamaño, había sido construida muy rápido; no en vano, puse sobre la mesa la mayor parte de la herencia que recibí tras la muerte de mi padre. Como mi hermano había decidido invertir en negocios, todas las riquezas de la familia Rosenzweig estaban desperdigadas por aquí y por allí. No obstante, hacía años ya que me encontraba demasiado fatigado para llevar a buen puerto mi parte de la herencia, y todo cuanto quería era una mansión en un lugar tranquilo y alejado, un lugar donde poder reposar y recuperarme de mis enfermedades. Estaba, pues, satisfecho con el resultado.

Era una mansión muy grande para cuatro personas, aún considerando el servicio. No obstante, como digo, era aquel lugar en el que había decidido invertir mi pequeña fortuna, por lo que, pensando en el futuro, quería una mansión grande en la que pudieran vivir todos los Rosenzweig por venir en varias generaciones o, en caso de infortunio, que al menos pudieran venderla.

Marlene, mi esposa, podrá pasear tranquilamente por los jardines de esta mansión; mis hijos, Walter y Richelle, podrán jugar en ellos. Incluso hay un pequeño estanque y un laberinto de setos cuyo premio, en el centro, es una mesa de mármol con unos bancos en los que poder descansar con toda placidez.
Creo que los Rosenzweig seremos inmensamente felices aquí.”


8 de octubre de 1896.

"Pasadas las primeras noches, mis intenciones han cambiado. No estoy seguro de que este lugar vaya a ser el más adecuado para todos nuestros descendientes. Tal vez es demasiado grande, demasiado frío, demasiado... Silencioso. Quizá una pequeña mansión en un clima más cálido sería más adecuada.

¿Por qué soy tan indeciso? ¿Es acaso fruto de mis dolencias? Hace sólo unos días estaba plenamente convencido de conservar esta mansión con vistas al futuro. Ahora ya no.”


11 de octubre de 1896.

“El día ha empezado bien. Marlene estaba leyendo una novela en la sala. Ha comentado que los personajes femeninos están muy bien desarrollados; ella sostiene que, a medida que avanzan los tiempos, los personajes femeninos en las novelas pasan a ocupar roles que también podría ocupar un hombre, y no sólo los que podría ocupar una mujer. Según dice, dentro de unas cuantas décadas, las mujeres podrán tener papeles en las novelas que no se ciñan a ser la amante, la esposa, la enfermera, la hija... Ocuparán, por el contrario, papeles en los que se podrían intercambiar por hombres sin que eso afecte al argumento. Siempre me han hecho gracia las teorías que plantea Marlene, con sus locas ideas sufragistas... Pero es la mejor esposa que podría tener.

Walter y Richelle estaban recibiendo clases de la institutriz, así que salí al jardín solo. Hacía un día nublado. Se avecinaba tormenta.

Pero… y estoy escribiendo esto al día siguiente por no haber podido escribirlo en el estado en que me encontraba… pero entonces el día se torció. Al salir al jardín, me mareé. Sentí que el jardín a mi alrededor se hacía demasiado grande. Los setos del laberinto parecían ahora amenazadoramente altos. Empecé a respirar pesadamente sin motivo alguno, y sentí que las piernas me temblaban. Tuve que sentarme allí mismo, a orillas del estanque, que ahora se me antojaba como un gigantesco lago. La cabeza me daba vueltas y empecé a verlo todo negro, pero, estando sentado, me recuperé. Pasé unos minutos allí, confuso.”


14 de octubre de 1896.

“He pasado todo el día en el estudio. Se oyen los ruidos de las obras allí abajo.

Walter estuvo llorando mientras me suplicaba que lo reconsiderara: le dije que ya es mayor y que un hombrecito como él no debe llorar nunca, y menos por un jardín.

Pero, tras mi experiencia días atrás, no me sentía cómodo. No sé, hay algo en esta casa que me hace sentir incómodo, pero aquel ataque de nervios me dio en el jardín; así que di orden de despejarlo por completo. El estanque, el laberinto de setos, la mesa y los bancos de mármol, el roble, los acianos, las brunonias azules y los tulipanes. Todo, que quitaran todo. Así no se repetiría aquella desagradable experiencia en la que todos los elementos del jardín parecían terriblemente amenazadores.

¿Qué me está pasando? ¿Me estaré volviendo loco acaso…? He venido aquí a recuperar mi salud mental, y temo más bien que esté empeorando.”


1 de noviembre de 1896.

“Ayer, todo pareció mejorar. Las obras del jardín han concluido, y, aunque mucho menos hermoso ahora, resulta también más tranquilizador. No hay más que césped perfectamente recortado extendiéndose a lo largo y ancho del terreno de la mansión. Debo decir que quedé satisfecho con el resultado.

También he despedido a buena parte del personal de servicio; no quiero ser molestado. El señor Schnitzler, un hombre ya casi anciano bajito y enjuto, que está a cargo del personal, se encogió de hombros y acató mis órdenes sin preguntar. De ahora en adelante, él y su esposa se encargarán de la mayor parte de las tareas domésticas, y no dormirán en la casa. Vendrán cada mañana y se irán cada noche. La institutriz sólo vendrá unas horas cada mañana de lunes a viernes para dar clase a los niños; el jardinero sólo vendrá una vez al mes.

Mi satisfacción con estos arreglos se vio turbada a la noche. Tuve sucesivas pesadillas, largas y horripilantes, de las que desperté bañado en sudor.

En mis sueños, los muertos cobraban vida bajo el terreno de la mansión. El césped impoluto se empezaba a levantar, la tierra se resquebrajaba y cadáveres putrefactos salían de sus entrañas, reptando lentamente hacia la luz.

Tras tres repeticiones de esta pesadilla, no he podido volver a conciliar el sueño.”


16 de noviembre de 1896.

“Anoche, mis pesadillas se repitieron. Muertos animados por las fuerzas de mi imaginación que salían de las profundidades de la tierra. Esta vez han sido aún más largas, si cabe: y los difuntos, ya de pie sobre los terrenos, avanzaban imparables hacia los muros de la mansión, comenzaban a trepar por ella.

Algo no está bien aquí. No sé qué futuro nos espera a los Rosenzweig, pero no quiero dejar esta horrible mansión a mis hijos. No sé a dónde iremos, pero esta mañana he estado modificando mi testamento. En caso de mi muerte, quiero que esta mansión sea una clínica, gestionada por mis herederos. Así tal vez pueda traer bien a alguien; a mí, ya estoy convencido de que no.”


3 de diciembre de 1896.

“Tal vez he sido demasiado pesimista. Las últimas semanas me he encontrado bien, y creo que los Rosenzweig podemos volver a ser una familia feliz.

Marlene pasa el día leyendo, paseando por el jardín o elaborando bordados: es una de sus principales aficiones. Dos o tres veces a la semana también baja a Düsseldorf a hacer algunas compras; aunque los Schnitzler nos traen todo lo que necesitamos, ella lo hace porque le gusta.

Walter y Richelle, aunque reciben la mayoría de sus clases aquí a manos de la institutriz, también bajan a la ciudad los martes y los jueves por la tarde para recibir sus clases de catequesis.
Yo no suelo bajar. Estoy empezando a sentirme cómodo en esta mansión, y tengo aquí todo lo que necesito. El lechero viene todos los días. Cuando llega por la mañana, el señor Schnitzler trae el pan de una granja cercana, con un pequeño molino y un horno, que hace pan para unas pocas docenas de personas de alrededor. El resto de cosas las compran a lo largo de la mañana, si no lo hace ocasionalmente Marlene, como decía antes.

Ahora me arrepiento de haber convertido el jardín en poco más que un yermo, ¿por qué tuve ese arrebato? Tal vez podamos volver a plantar brunonias azules, crearían un paisaje más colorido y reconfortante. Pediré consejo a Marlene.

En todo caso, yo tiendo a estar mayormente en mi estudio o en la biblioteca; agradezco que leer sea una de mis mayores aficiones y poder deleitarme con todos los clásicos que hice traer; si me planteo reconstruir el jardín será mayormente pensando en los niños.”


21 de diciembre de 1896.

“Anoche, de manera imprevista, las pesadillas me sacudieron más fuertemente que nunca.
Los muertos salían de la tierra, y esta vez tenían un rostro muy definido. Eran mi padre, mi madre, mi tío, mi hermano, mi sobrina, Marlene, Walter, Richelle, los Schnitzler, la institutriz… todas las personas cercanas en algún momento de mi vida.

Los detalles eran tan estremecedores que juro que podía oler la podredumbre que despertaban aquellos cadáveres. El chirrido de sus uñas rascando las puertas de la mansión al intentar entrar todavía resuena en mis oídos.

Esta mansión está maldita.”


24 de diciembre de 1896.

“El señor y la señora Schnitzler celebrarán la Navidad con su familia. Creo que es una buena oportunidad para estar en familia… quizá sacar algo bueno de todo esto, si es que todavía es posible. Aunque temo que mis presagios son más bien funestos.”


25 de diciembre de 1896.

“Marlene y los niños se encontraban mal. Mareados y confundidos, decían. Sé que ahora ellos, tal vez menos sensibles a estos fenómenos, han empezado a percibir por fin las diabólicas fuerzas que se agolpan en esta mansión.

Me cuesta reordenar los acontecimientos. Es como si el tiempo no fluyera en línea recta, sino que ésa fuera sólo nuestra percepción… como si todo en realidad sucediera a la vez. Es una idea interesante. Es igual.

Después de que termináramos de cenar, los muertos por fin se levantaron, como mis sueños habían sabido predecir con extraordinaria certeza. El olor a podredumbre y los chirridos de sus uñas intentando entrar, como en la pesadilla de hace días, inundaban toda la casa.

Sin embargo, Marlene y los niños dormían. ¿Cómo era posible que aquel chirrido infernal no les despertara? Aquel fenómeno no podía ser natural; era obvio que habían caído presas de alguna influencia maligna, una somnolencia sobrenatural para que no pudieran defenderse o huir y quedaran a merced de las fuerzas que nos asaltan. Que nos asaltaban. Sigue siendo difícil reordenar los acontecimientos. No estoy seguro de que hora es.

Pero tengo que apuntar esto aunque se vaya de mi memoria, es importante que quede constancia de lo que ha pasado y que se sepa que hemos muerto como buenos cristianos. A quien lea esto, sepa que aún estoy vivo cuando escribo estas líneas, pero mi muerte es ya una certeza inevitable. Quizá no hacía falta aclararlo, ¿no sería obvio que un muerto no podría estar escribiendo esto? No lo sé. Ya no estoy seguro de que la frontera entre vida y muerte sea tan clara.

Me acababa de acostar, pero no pude conciliar el sueño. Desperté aterrorizado y bajé al piso de abajo; creo que fue ahí cuando empecé a escuchar y oler a los muertos intentando entrar, ¿o tal vez ya lo había hecho en la cama? En todo caso, fue allí donde supe lo que tenía que hacer. Entré en la cocina y cogí el cuchillo más grande que encontré.

El procedimiento fue el siguiente: primero tenía que sacarles los ojos, para que en su camino al Cielo no vieran los horrores maléficos que se agolpaban en torno a nuestra mansión. Después ya sólo tenía que degollarles para que murieran con el menor sufrimiento posible.

La primera fue Marlene; no paraba de resistirse, y me llevó varios minutos llevar a cabo el proceso. No entendía que lo hacía por su bien, sin duda, al estar su conciencia obnibulada por las mismas fuerzas maléficas que nos asaltaban y que la habían dejado dormir pese al insoportable chirrido de las uñas de los muertos. Marlene también gritó mucho, y temí –con razón- que sus gritos pudieran despertar a los niños y asustarles. Así que traté de ahogarlos con la almohada, y degollarla a través de ésta. La sangre brotaba de sus arterias con extraordinaria fuerza; me salpicó toda la cara. La almohada, tras rasgarla con el cuchillo, también empezó a esparcir sus plumas como consecuencia del forcejeo, y todo se llenó de plumas manchadas de sangre. La verdad es que daba muy mala imagen.
Luego fui a la habitación de los niños que, tal y como temía, estaban despiertos. Intenté tranquilizarles, asegurándoles que no pasaba nada, pero estaban aterrorizados.

Richelle se había metido debajo de la cama; por suerte, no pesa casi nada, así que la saqué sin problemas. Tampoco tuve problemas para sacarle los ojos y degollarla, aunque lloraba mucho.
Y Walter… ¿Dónde estaba Walter? Había salido corriendo de la habitación. Menos mal que también estaba llorando, o podría haber pasado meses sin encontrarle, vagando por esos pasillos familiares que ahora me parecían absurdamente laberínticos.

Mi hijo, poseído por Dios sabe qué fuerzas malignas, huía de mí. Actuaba como si yo no fuera su padre. Incluso actuaba como si no oyera el chirrido infernal de los seres del inframundo que intentaban atravesar la puerta. La fuerza que le poseía intentaba engañarme, manipularme. Suplicaba, preguntaba por qué había matado a su madre y a su hermana, me gritaba que estaba loco, intentaba huir. No me dejé engañar.

Cuando por fin le atrapé, fue el más difícil de todos. No tenía la ventaja de tenerle ya inmovilizado contra la cama, como a Marlene. Me llevó varios minutos de lucha conseguir sacarle los ojos -¡con qué fuerza apretaba los párpados!- y degollarle, sobre todo degollarle. Interponía las manos todo el rato, le corté con el cuchillo innumerables veces en los brazos y en los dedos, pero seguía peleando. Casi diría que perdió más sangre por los ojos y por las manos que cuando llegué al cuello.

Ahora, mientras escribo esto, el chirrido infernal de esos engendros se ha ido apaciguando. Ya apenas se oye. Sé que casi hemos escapado, y estoy impaciente por hacerlo yo también; mas necesitaba que quedara constancia de esto. Ahora procederé a extraerme yo mismo los ojos y morir también para poder escapar de esta mansión maldita.”


26 de diciembre de 1896.

El señor Schnitzler se santiguó otra vez.

-Por Dios, es horrible… ¿y cómo dice que se llama?
-Cornezuelo del centeno-repitió el policía-. Infecta a veces el centeno, y el pan hecho a partir de él puede producir alucinaciones… todos los que estos días hayan comido el pan de ese molino habrán notado los efectos.
-Mi esposa y yo nos encontrábamos mareados, confundidos… el tiempo parecía transcurrir más lento… y el calor de la chimenea creaba formas extrañas, ¿sabe? Como si las paredes se ondularan… pero esto… Dios mío.
-Cada persona es un mundo, señor Schnitzler-apuntó otro de los policías-. Si el señor Rosenzweig tenía algunos… síntomas psicóticos previos, como los llama el dr. Freud, los efectos del cornezuelo tal vez empeoraran mucho más su estado… es algo que habría que investigar.
-Bueno, creo que estaba algo afectado de los nervios, por eso mandó construir esta mansión en primer lugar… y era un hombre extraño… parecía tener algunos arrebatos repentinos, como cuando mandó destruir todo el jardín… pero de ahí a… esto…
-Es un episodio escalofriante, sin duda. No me imagino qué clase de ideas pasarían por su cabeza para hacer esto a su familia… y a sí mismo.
-Una tragedia, una absoluta tragedia. Vaya a descansar, señor Schnitzler. No imagino el impacto de haber encontrado los cuerpos así.
-Sí… sí, será lo mejor.
-Es una lástima, un lugar tan bonito-comentó un tercer policía, distraído-. ¿Sabe quién heredará esta mansión?
-El señor Rosenzweig modificó su testamento hace unos meses… creo que quería que fuera una clínica.
-Bueno-dijo, dando unas caladas a su pipa y encogiéndose de hombros-. Esperemos que al menos sea una buena clínica.

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