No
sabía muy bien cómo dar forma a este texto, y podría parecer más bien una
extraña mezcla de ideas en torno a un tema común, eso sí. En parte, hace un año
vi la primera temporada de 8 reasons why, que me pareció una serie con una
calidad bastante por encima de la habitual en el género (porque el género de
“dramas adolescentes”, por así decirlo, tiene una calidad media que da
vergüenza ajena). Me recordó diversas situaciones y, sobre todo, pensé en
moldear un texto en torno al slut shaming, esa tendencia a considerar que las
mujeres que son unas “guarras” (definición muy amplia que incluye desde
disfrutar del sexo hasta básicamente cualquier cosa) son peores personas y
deberían avergonzarse por ello. Me recordó que yo también caí en esto en la
adolescencia y un ejemplo concreto de una conversación con una antigua
compañera de clase, que mencionaré luego… pero vamos por partes.
Como
decía, la mezcla de ideas puede quedar un poco caótica, pero hay muchos campos
en los que se aprende y desde los que se pueden revisitar cosas hechas mal en
la adolescencia, desde la psicología hasta el feminismo. Pero lo más
interesante quizá sea que, como demostraba el ejemplo de que una serie de TV
estadounidense me recordara mucho a mi propia adolescencia, existe una serie de
patrones de comportamiento que abarca a la inmensa mayoría de personas durante
su adolescencia; eso es un alivio, porque no creo que nadie tenga mucho interés
en leer un texto que sólo trate sobre mi propia adolescencia, que no fue
especialmente emocionante. Por el contrario, creo que mi experiencia fue muy
común y se extiende a casi todo el mundo hoy en día.
Una
de las primeras cosas que puedo mencionar es la intensidad con la que se vivían
los sentimientos en aquellos años, la importancia que tenía todo. ¿Serían las
hormonas? Temas que hoy resultan relativamente insignificantes parecen todo un
mundo durante la adolescencia, especialmente los relacionados con la
interacción con los iguales. Las habilidades de socialización son uno de los
campos en los que más se crece durante la adolescencia, así que no es una
experiencia en absoluto infrecuente pensar en cómo te relacionabas con la gente
durante aquellos años y que no lo hacías precisamente bien.
Esto
nos lleva a poder hacer un pequeño paréntesis para mencionar el comportamiento
clásico de macho alfa tan presente en esa época, a veces ligado al omnipresente
problema del bullying. Algunos adolescentes (especialmente del género
masculino, pero también las hay del género femenino, ya que estamos) sienten esa
necesidad de destacar a costa de comportamientos como la rebeldía (que, a
veces, puede ser sana) o simplemente ser superiores a los demás (que ya nunca
es sano). Para ello, en cuanto aprecian un indicio de debilidad, tienden a
aprovechar para burlarse o atacar a aquel a quien han visto débil.
Con
lo que en psicología conocemos como Efecto Pigmalión, las expectativas y los
tópicos sobre cómo comportarse derivan en moldearse en torno a esas
expectativas: una especie de profecía autocumplida social, la gente a menudo
termina haciendo lo que se espera de ella. En mi caso, estaba más acostumbrado
a los tópicos de macho alfa y a sus ataques en la calle, a las tardes. Y
entonces llegué a bachillerato, a un instituto nuevo.
Como
los tópicos de macho alfa de la adolescencia a menudo incluían que esos macho
alfa no llegaban a terminar la ESO (debido, seguramente, a una actitud de
rebeldía hacia los estudios y no a una falta de inteligencia que muchos
aprovechaban para señalar con cierto rencor), el bachillerato estaba libre de
ellos. El que yo estuviera acostumbrado a una, digamos, amenaza que ya no
estaba presente, me colocaba en cierta extraña posición de poder. Ahora yo tenía “más calle” que la
mayoría de la gente: sabía de qué iba ese mundo de correr de la policía, de
fumar porros, de llevar armas blancas, de dar palos, aún sin haberme adentrado
demasiado.
No
es que fuera necesario, pero saber que la gente de mi entorno en el instituto
no iba a tratar de sobreponerse a mí, no iban a atacarme directamente o
burlarse de mí a la cara y saber que tampoco me podían enseñar gran cosa en ese tipo de aspectos de
calle, me colocaba, como decía, en una posición de poder; que, sumada a mi
incapacidad para socializar correctamente, derivaba en una extraña arrogancia.
A
pesar de ello o quizá precisamente por ello, no tenía problemas en hablar o
juntarme con varios grupos de personas con distintas características y sentirme
relativamente cómodo. Cuando sí se ve el precio de no saber interactuar
correctamente con la gente es a posteriori:
de todxs aquellxs compañerxs de instituto con quienes mantenía buena relación,
la lista de gente con la que mantengo contacto es bastante pequeña (y, además,
tampoco es que sea mucho contacto o muy frecuente, la verdad). De hecho, con lo
malo que soy para las caras, probablemente podría cruzarme a gente con la que
tenía buena relación sin reconocerles siquiera. Me caían/caen bien, y aquí es
donde puedo remarcar una primera consecuencia negativa de mi comportamiento en
la adolescencia: dejé de relacionarme con gente con quien tenía buena relación
sin ningún motivo, simplemente por no saber socializar, y me parece una pena.
Solía
estar de mal humor, a menudo triste (que no deprimido. Años después ya
entendería la diferencia entre la tristeza, que es un sentimiento doloroso, y
la depresión, que es mucho peor, que además es la incapacidad de sentir ninguna
motivación o sentimiento agradable). Como señalaba al principio del artículo,
los sentimientos se vivían con mucha más intensidad; sentía mucho más que lo
creo que puedo sentir ahora. Creo que tenía ventajas y desventajas, pero,
mayormente, ventajas; aunque yo, personalmente, también tenía algunos síntomas
de ansiedad que agradezco no tener ahora.
Pero
va siendo hora de pasar al que iba a ser el tema central cuando empecé a pensar
en este artículo: el machismo.
Recuerdo
que en un recreo, una compañera de clase me comentó que a una amiga suya,
cuando llevaba corsé, le solían gritar guarradas. Respondí que era lo normal si
llevaba corsé. Yo era un poco gilipollas por aquel entonces y lo más curioso es
que lo racionalizaba. El ingrediente principal de ese tipo de pensamiento
parece el machismo más rancio, pero yo tenía toda una serie de teorías aparte
que eran, como mínimo, curiosas.
Una
de mis películas favoritas por aquel entonces era Easy rider (bueno, lo sigue
siendo). Yo llevaba al extremo la verdad que me parecía entender en aquella
película como si fuera una ley natural: si quieres ser libre, tienes que pagar
un precio por ello. En la película, ser motero, llevar pelo largo, recorrer
EEUU como un nómada y consumir marihuana o LSD implica exponerse, como mínimo,
a malas miradas o a recibir una paliza a manos de un grupo de paletos. Yo, más
que cuestionar el precio de ser libre, lo asumía y lo veía como natural. Me
parecía hipócrita querer ser libre y no estar dispuestx a pagar el precio por
ello.
Con
el ejemplo anterior, me parecía lógico que una chavala quisiera ir en corsé por
la calle, pero sabiendo que tendría que aguantar a gilipollas por ello, ejemplo
aplicable a todo tipo de cosas y a mí mismo: si quieres pensar de forma
distinta, vestir de forma distinta, actuar de forma distinta o hasta consumir
productos culturales distintos a la mayoría, debes asumir que tendrás que pagar
un precio por ello. Y, como en una extraña disciplina militar, si no estás
dispuestx a pagar ese precio, "no mereces" ser libre.
Entonces,
¿qué derrochaba yo en la adolescencia con esa mierda de planteamiento? Aparte
de algo de machismo, como decía, probablemente es común a toda la adolescencia
la búsqueda de una identidad, de una individualidad, al separarse del resto.
Creemos ser más especiales y más distintos a los demás de lo que realmente
somos: esto es un hecho ampliamente demostrado en la psicología. Supongo que,
en mi caso, esta búsqueda adolescencia de individualidad me parecía una gesta
heroica que exigía fortaleza, y odiaba la debilidad, la mediocridad, aunque
sólo estuvieran en mi cabeza.
Si
volviera atrás en el tiempo, pues igual un guantazo a mi yo adolescente para que
dejara de justificar el acoso callejero por cómo viste una mujer sería buena
idea. Supongo que, por el lado bueno, me hace tener fe en que la gente puede
cambiar a mejor (aunque, probablemente, conforme aumenta la edad es más
difícil).
Las
conclusiones creo que ya han quedado implícitas en el texto: a menudo la
adolescencia acarrea errores, pero de los errores también se aprende. Hasta qué
punto es posible o conveniente saber perdonarse, es otro tema.
Escribes muy bien, me he sentido identificado y creo que estoy pasando por una segunda adolescencia pero teniendo algo más de calle como dices en el texto. Un saludo
ResponderEliminarQué interesante: si te sientes identificado, imagino que, como yo, consideras tu adolescencia mejorable... así que, si estás pasando por una segunda, pues a ver si con lo aprendido sale mejor ésta. ¡Un saludo!
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