Las
llanuras de Iranna, tierra de los cíngaros, se extendían hasta donde alcanzaba
la vista, salpicadas muy ocasionalmente por pequeñas arboledas o pantanos que
apenas merecían ese nombre.
Hakon
y Graegr caminaban en silencio la mayor parte del trayecto, manteniendo a su
derecha el único accidente geográfico que rompía el monótono paisaje: las
Montañas Cortantes, la imponente cordillera que separaba Iranna de los nueve
reinos civilizados.
Caminando
juntos, creaban una curiosa sensación de contraste. Hakon era un hombre de unos
treinta años, alto y con un cuerpo delgado en el que, sin embargo, estaban bien
definidos los músculos; pelo y barba
rubios, ojos verdes con una deformación en el ojo derecho que recordaba a una
serpiente mordiéndose la cola. Vestía pantalones de lana sujetos con un cinto
de cuero, zapatos sencillos, un chaleco de cuero que dejaba al descubierto sus
brazos tatuados, un colgante de plata, una capa casi hecha jirones y un casco
de acero enano con protección nasal. Del cinto colgaban una bota prácticamente
vacía, una pequeña bolsita con monedas y, más importante, un hacha y un
martillo de tamaño medio, armas dispuestas de forma que pudiera empuñarlas en
un momento.
Graegr
combinaba rasgos de su padre orco y de su madre humana. Medía una cabeza menos
que Hakon y su cuerpo, muy corpulento, ancho y encorvado, claramente no podía
ser considerado humano. Sus orejas sobresalían por debajo de un casco sencillo
de acero enano; de una de ellas colgaba un aro del metal más barato. Piel verdosa, ojos amarillentos,
nariz achatada, sus rasgos eran un curioso punto medio entre orco y humano,
rematados por una cicatriz en la mejilla, fruto de alguno de los muchos
combates en los que había participado. Vestía ropa de lanas muy sencillas y
claramente salpicadas de sangre en muchas ocasiones; andaba descalzo. En su
cinto había un hacha de doble filo y una bolsita con algunas bayas que estaban
reservando, uno de los pocos alimentos que habían encontrado en los dos días
que llevaban vagando solos por Iranna.
Graegr,
esclavo durante toda su vida, estaba acostumbrado a obedecer en silencio; no
tenía mucha conversación que dar.
—Me
gustaría ser leñador—dijo en una ocasión—. Los orcos tenemos mucha fuerza y
somos buenos en eso. No somos buenos en muchas cosas más.
Hakon,
por su parte, no tenía problemas en pasar unas cuantas horas al día en
silencio; pero todo el día era demasiado para él, así que se esforzaba en dar
conversación, aunque fuera narrando sus aventuras pasadas a Graegr.
Le
habló de su infancia, de peleas a cuchillo, de cómo se acostumbró a empuñar un
martillo con la mano izquierda tras tomarlo de un enemigo caído en una intensa
y sangrienta lucha, de cómo decidió dedicarse a vender baratijas. Le habló de
gente curiosa que había conocido en sus viajes: de su amigo, el arquero
Herleifr, que ahora era cazador; de Kaira, la barda que encabezaba un grupo de
música violento, gamberro y ofensivo que terminaba más veces peleando contra su
público que tocando; de Niels, el embustero de portentosa imaginación y de cómo
Hakon, al defenderle en una pelea, había acabado teniendo problemas con un
noble norteño llamado Bersi. Había unas cuantas partes de su vida que Hakon no
contaba: algunas porque había jurado mantener el secreto, otras porque eran
demasiado dolorosas… aunque algún día, pensó, tendría que enfrentarse a ellas,
y tal vez sería mejor dejar que fueran viendo la luz. Menos mal que había
vivido también muchas aventuras que sí podía contar.
Un
poco más animado, Graegr contó por encima cómo había nacido siendo esclavo,
cómo el príncipe Adalgert descubrió su talento para luchar y le dio así más
libertad de la que se suele dar a un esclavo; las distintas expediciones de
saqueo que habían hecho a lo largo de los años junto al ejército de Nihlhaim,
sus tratos con el comerciante cíngaro Szabo y algunos de los combates más
curiosos que habían librado en estos saqueos: contra un grupo de trolls o
contra arañas gigantes, en ambos casos criaturas muy poco frecuentes en el
norte. El grupo de trolls les había pillado por sorpresa, y la guerrera Aila
mató ella sola a tres de los cinco que eran; fue así como se ganó la confianza
del príncipe.
Fue
aquella noche cuando por fin tuvieron suerte con los alimentos. Como la noche
anterior, subieron un poco las Rocosas para dormir resguardados del viento y de
la vista de bandidos. Hakon vio a un grupo de cabras en la ladera, por encima
de ellos, y decidió probar suerte. Cazar sin arco o lanza se antojaba difícil,
pero Hakon lanzó su hacha con excelente puntería y alcanzó a la primera a una
cabra, hiriéndola gravemente. Las demás huyeron a toda prisa, pero una no
estaba nada mal para llenar el estómago.
El
tercer día fue bastante monótono; cabe decir que encontraron un manantial con
el que saciarse y rellenar la bota de agua, y vieron a lo lejos lo que parecía
ser un pequeño grupo de bandidos. Se escondieron como pudieron, en la falda de
las Cortantes, hasta estar seguros de que habían pasado de largo.
Llegando
la noche, encontraron una cueva en la que buscar cobijo. Hacían turnos
para dormir: Hakon permanecía despierto
la primera mitad de la noche, y Graegr la otra mitad.
Cuando
apenas había pasado hora y media –de hecho, el cielo aún no estaba
completamente oscuro-, Hakon vio movimiento. Sacudió a Graegr para despertarle.
Dos
figuras se acercaban hacia ellos, tirando de las riendas de una mula. Conforme
se definían, vieron que era una pareja tan variopinta como ellos: en este caso,
eran una mujer humana y un semiorco. Hakon y Graegr mantuvieron las manos sobre sus armas.
La
pareja continuó acercándose, sin saber que había nadie allí: ocultos en las
sombras de la cueva, Hakon y Graegr eran más difíciles de ver para los dos
desconocidos que los desconocidos para ellos.
Finalmente,
la mujer les vio cuando ya estaba subiendo a la cueva.
—¡Oh!—dijo—No sabíamos que había nadie aquí. Buscaremos otro
sitio, entonces.
Era
una mujer de estatura media, ojos verdes, cabello pelirrojo y rizado. Vestía un
vestido de lino blanco hasta un poco por debajo de las rodillas, y un chaleco
de cuero sobre el vestido. La parte que se veía de sus piernas estaba cubierta
por tatuajes decorativos, formando patrones geométricos, y calzaba botas de
cuero anudadas, que delataban que tenía un nivel económico algo mejor que el de
Hakon, aunque, probablemente, no por mucho. Lucía también un colgante de plata
con el Nudo de Diar, el símbolo del dios sureño del sol. Aunque no era el
prototipo de belleza incomparable que encandilaba a todo el que la mirara, como
la princesa Elade –conocida en los nueve reinos por eso-, a Hakon le pareció
bastante atractiva a su manera.
—Podemos
compartir cueva—propuso Hakon—. No tenéis aspecto de ser bandidos.
—¿No?
Vosotros sí lo tenéis—replicó rápidamente la mujer.
Hakon
se encogió de hombros, y agradeció que su capa, al estar usándola como manta,
le tapara el tatuaje de un cuchillo que tenía en la muñeca izquierda, tatuaje
muy asociado a los bandidos. Al fin y al cabo, es lo que había sido Hakon en
cierta etapa de su vida: un bandido, un ladronzuelo de poca monta.
—Bueno,
supongo que, guardando algo de recelo de por medio, podríamos fiarnos los unos
de los otros lo bastante como para compartir cueva—dijo finalmente la mujer—.
Soy Breanna. Él es mi hermanastro, Kronn.
Hakon
y Graegr se presentaron, y compartieron honestamente el motivo de su viaje: por
distintas circunstancias, se habían visto obligados a acompañar al ejército de
Nihlhaim en una expedición de saqueo, pero ahora ya habían cumplido su deber,
habían dejado el ejército y regresaban por su cuenta a los nueve reinos a
ganarse la vida de una forma menos violenta, si fuera posible.
—Yo
soy herrera—explicó Breanna—. Kronn es mi ayudante. Exploramos antiguas
ciudades enanas y élficas en busca de objetos de metal… en nuestro caso, no
saqueamos… o sea, no nos enfrentamos a nadie, tratamos de descubrir ciudades
subterráneas que no hayan sido descubiertas aún, y coger lo que no es de nadie. Ha pasado un
siglo desde la Gran Guerra, pero aún así, muchas ciudades no han sido descubiertas
aún, ¿lo podéis creer?
—Dicen
que al principio, sobre todo, había muchas supersticiones—apuntó Kronn,
rompiendo así el estereotipo de que los orcos y semiorcos no tienen ni un
mínimo de cultura popular—. Que quedaban enanos y elfos oscuros vivos, que los
draugr que los exterminaron todavía vagaban por allí sedientos de sangre, o que
eran los elfos y enanos los que se habían convertido ahora en draugr y buscaban
venganza contra los humanos… había muchas historias diferentes. Fueron pasando
las décadas, y la gente dejó de tener interés en ellas. Quizá unos pocos grupos
de cíngaros y orcos las busquen, pero nada más. Los saqueadores norteños sólo
se han preocupado de las que están más cerca del Mar de Hielo, nunca se
adentran mucho hacia el sur.
Eso
mismo había dicho el príncipe Adalgert a modo de autocrítica, pensó Hakon, y
por eso ellos habían ido más al sur que cualquier otro saqueador norteño… pero, aún así, todavía no habían llegado al
Paso de Danborlan, ni siquiera sumando los tres días de viaje que Hakon y
Graegr habían hecho solos; así que, obviamente, debían de quedar muchas más.
Tras
unos minutos de charla intrascendente, Graegr y Kronn se echaron a dormir,
mientras Hakon y Breanna montaban guardia. Continuaron hablando entre susurros
para no despertar a sus compañeros.
—Ahora
mismo mis armas son las mejores del mercado—comentaba Breanna, con evidente
orgullo, pero sin arrogancia—. Las de las familias nobles y las de los clanes
más importantes suelen ser mejores, están realmente bien hechas, se las pasan
de generación en generación y siguen durando…
pero, que se estén fabricando ahora, sí, creo que yo soy la mejor
herrera. Me compran armas soldados, héroes errantes, buscadores de fortuna…
hasta algunos revolucionarios.
—Parece
que ha sido una suerte conocerte, entonces—apuntó Hakon.
—No tanto
si no tienes dinero para comprarme nada, pero bueno, aún así soy simpática—bromeó
la herrera—. Suelo andar en todo tipo de torneos, ferias y festivales, son
buenos lugares para vender armas. Tal vez nos veamos alguna otra vez.
—Tal
vez. La última vez que fui a un torneo fui sólo para vender baratijas y acabé
metido en problemas bastante mayores, pero bueno, no les he cogido miedo. ¿Se
vive bien vendiendo armas?
—Más
o menos. Nos da para vivir sin pasar hambre. Con una sola espada de gran
calidad que vendamos sacamos mucho dinero, pero la mayor parte de él hay que
reinvertirlo en estas expediciones y en herramientas… así que, al final, lo que
sobra nos da para vivir sin pasar hambre, pero tampoco es una fortuna.
—Las
compran gente adinerada, claro.
—Sobre
todo. Guerreros y héroes errantes, mercenarios, soldados de alto rango del
ejército de alguno de los reinos. Varias veces he vendido armas a los Perros de
Hella, y una vez a los revolucionarios. Alguna vez, si forjamos cuchillos o
puñales, que son más asequibles para todo el mundo, los compra gente sin
renombre… Pero sí, gente adinerada sobre todo… alguno de esos cabrones ni
siquiera pueden creer que el arma tan buena que compran la ha forjado una
mujer, y se ponen a especular sobre cuál será su origen real.
—Una
postura bastante absurda. No hace mucho que he oído de una guerrera que mató
sola a tres trolls a la vez—comentó Hakon, recordando la anécdota que Graegr le
había contado sobre Aila.
—Ya,
bueno. A veces parece que no cabe un imbécil más en todos los nueve reinos.
Contaron
algunas anécdotas más: aprovechando que Breanna había mencionado al ejército de
mercenarios conocido como los Perros de Hella, Hakon le mencionó que él había
formado parte de ellos durante unos meses, cuando aún no sabía a qué dedicarse
–unos meses después de su primera estancia en el ejército norteño, aunque eso
lo omitó-. Poco a poco, la somnolencia fue apoderándose de Hakon y Breanna y
dejaron de hablar, concentrándose sólo en mantenerse despiertos y vigilar si se
acercara alguien. Pasadas unas horas, por fin llegó su turno de dormir: el
guerrero errante se acurrucó contra una pared de la pequeña cueva, la herrera
contra la de enfrente, y Graegr y Kronn pasaron a hacer guardia. Hakon supuso
que ellos tampoco se aburrirían, seguro que tenían temas de conversación en
común y podían compartir múltiples experiencias ser un semiorco en los nueve
reinos.
La
realidad no fue exactamente así; resulta que la experiencia de ser un semiorco
en los nueve reinos no era un tema agradable del que hablar.
—Hay
nubes negras por el Este—dijo Kronn—. Pero parece que se esté alejando, no creo
que nos alcance la tormenta.
—No,
no parece que nos vaya a alcanzar—asintió Graegr. Y eso fue prácticamente todo
lo que hablaron.
A la
mañana siguiente, las dos parejas de aventureros se despidieron y prosiguieron
el viaje. Tuvieron menos problemas de los habituales para encontrar alimento:
la vegetación era más abundante y había mayor número de arbustos que, pese a
ser invierno, estaban repletos de bayas. Aquello, razonó Hakon, debía de
significar que ya estaban bastante cerca de Elveon, y que se dejaban ver ya los
efectos de la magia élfica.
Los
elfos siempre habían habitado en bosques, de forma natural o mediante el uso de
la magia. Durante muchos siglos, los elfos habitaban los bosques de todo el
mundo conocido y los humanos, los espacios entre bosques; los enanos, por su
parte, las montañas. Había conflictos con frecuencia, pero cierta estabilidad
general. Tras la Gran Guerra, cuando el mundo conocido se dividió en nueve
reinos, los humanos se quedaron ocho de ellos y los elfos solamente uno: y en
aquel reino, aunque ya había de por sí abundantes bosques, los elfos usaron su
magia para hacer crecer mucha más vegetación aún, hasta que prácticamente todo
Elveon quedó convertido en un gigantesco bosque. Los efectos de aquella magia
sin duda se notaban también en todos los territorios adyacentes, ya fueran los
reinos fronterizos o aquella zona de Iranna.
Así
pues, la mañana de aquel día fue llevadera. Cuando ya estaba atardeciendo,
vieron a un pequeño grupo de hombres que se acercaba hacia ellos. Hakon intuyó
que llegaban los problemas.
—Buenas
tardes, viajeros—dijo el primero de ellos cuando llegó lo bastante cerca—.
¿Habéis tenido fortuna en alguna ciudad enana? Parece que sí—comentó, señalando
los objetos que portaban Hakon y Graegr.
—Así
es—respondió rápidamente Hakon—. Deberíais probar suerte, aún quedan todo tipo
de riquezas bajo las Cortantes.
—Hemos
pensado que, ya que somos cuatro y vosotros sólo dos, sería más fácil para
todos que compartierais vuestras riquezas—insistió aquel hombre.
—No
lo haremos. Tampoco tenemos tantas riquezas, no es un gran tesoro. Os
convendría buscar una presa con una mejor relación entre indefensión y valor de
lo que lleva, ¿de verdad os apetece morir por un botín más bien pequeño?
—Tú
te lo has buscado—respondió el bandido, desenfundando un gran cuchillo.
Con
una sonrisa sádica en su cara, se lanzó hacia Hakon, que le esquivó con gracia;
exponiéndole así ante el ataque de Graegr, que ya había desenfundado su hacha y
mató al bandido de un solo golpe.
Los
otros tres se abalanzaron a por ellos, también con cuchillos; Hakon desenfundó
rápidamente su hacha y su martillo, esquivó un tajo y contraatacó con el hacha,
fallando él también.
El
semiorco consiguió herir a otro de los bandidos, al tiempo que Hakon intentaba
golpear con hacha y martillo a la vez; su rival, bastante corpulento, le agarró
de las dos muñecas y le inmovilizó.
—¡Le
tengo! ¡Matadle, rápido!—gritó.
Pero
los otros dos bandidos estaban ocupados luchando contra Graegr; el que estaba
indemne, defendiendo al herido. Hakon continuó brevemente el forcejeo, tratando
de librar sus brazos, hasta que recordó que llevaba puesto el casco de acero
enano que había encontrado en la ciudad abandonada. Entonces, dio un fortísimo cabezazo
a su rival, rompiéndole la nariz, haciéndole soltar su presa y casi tirándole
al suelo. Aprovechando su desequilibrio, Hakon le remató de un hachazo.
Mientras
tanto, Graegr había conseguido hacer retroceder al bandido indemne, y,
confiado, desatendió al herido. Fue un error: el herido se abalanzó sobre el
semiorco y le apuñaló, hundiendo el cuchillo en su costado. Graegr gritó de
dolor mientras su rival hundía el cuchillo aún más; después, aprovechando la
cercanía, hundió los colmillos en su cuello. De un mordisco arrancó un buen
pedazo de cuello del bandido ya herido, matándole casi al momento.
El
único bandido que quedaba, tras ver el destino de sus tres compañeros, decidió
que la mejor idea era soltar su cuchillo, girarse y echar a correr. Huir de una
pelea iniciada por su bando era poco digno, pero muy inteligente, dadas las
circunstancias.
—¿Estás
bien?—preguntó Hakon, acercándose al semiorco.
—No…
no lo estoy…—Graegr gruñó de dolor; el mango del cuchillo asomaba grotescamente
por fuera de su carne—Me ha dado bien. No voy a sobrevivir a esto.
—No
pierdas la esperanza. No te ha dado en ningún órgano vital… vivirás. Con
suerte, podemos llegar a Elveon y encontrar un curandero.
—No
creo que… pueda llegar…
—Yo
tampoco veo muchas posibilidades, la verdad—dijo Hakon, encogiéndose de hombros—.
Aún queda un buen trecho para la frontera, y puede que más aún para la aldea
más cercana. Pero quién sabe, los elfos tienen magia y hierbas poderosas; son
buenos curanderos. Si consigues llegar vivo hasta ahí igual te salvan. No te
tomes a mal mi sinceridad, ¿eh? Sólo he intentado transmitirte los motivos para
el ánimo y el desánimo más o menos como los veo.
El
orco gruñó nuevamente, con la mirada perdida en el camino que les quedaba por
delante. Hakon suspiró. Ojalá tuviera su burro. Era una montura lenta y poco
elegante, pero mucho mejor que ir a pie. No es que hubiera podido hacer nada
por traerlo, claro, no podía llevar su burro en el drakkar del ejército de
Nihlhaim; pero no tenerlo empezaba a ser realmente molesto.
—Bueno.
Será mejor que nos pongamos a ello, entonces.
***
Habían
andado casi toda la noche, con muy breves descansos, y ya había amanecido
cuando por fin enfilaron el Paso de Danborlan. La vegetación crecía abundante y
frondosa, pero había un camino abierto. La sangre empapaba toda la improvisada
venda de Graegr, hecha con ropas de los bandidos muertos; pronto habría que
cambiarla ya por segunda vez.
A lo
lejos, sobre el desfiladero en las Cortantes que formaba el Paso de Danborlan,
Hakon podía divisar lejanas siluetas que, intuyó, serían arqueros de Elveon.
Supuso que serían un refuerzo adicional para apoyar, en caso de emergencia, a
los guardias fronterizos; y, efectivamente, tras girar por el recodo una vez
más, allí estaban éstos.
Eran
dos guardias armados con lanzas; llevaban torso y extremidades cubiertos por
cota de mallas, brazaletes y yelmos de acero sólido que apenas dejaban al
descubierto sus ojos y parte de su boca, tapando así sus características
orejas, el rasgo más comentado de los elfos. Por encima de la cota de mallas
llevaban una ligera túnica con motivos élficos tradicionales. Sostenían sus
lanzas con las dos manos pero, además, en el brazo izquierdo llevaban cada uno
un escudo con forma de hoja hecho totalmente de acero.
Era
evidente que buscaban impresionar, pensó Hakon. Ni siquiera la mayoría de
nobles de los nueve reinos llevaría tal cantidad de acero encima. Había oído
hablar de reyes y generales enanos que llevaban incluso armaduras de acero
sólido divididas en distintas piezas para poder moverse; pero los enanos eran
muy robustos y, además, expertos mineros y herreros. Para cualquier otro ser
vivo, llevar todo el cuerpo protegido por una cota de mallas era un derroche de
metal muy inusual, y que lo llevaran guardias fronterizos hacía pensar que de
verdad pretendían impresionar a los viajeros.
Uno
de los guardias les dijo algo en lengua élfica, claramente ordenándoles
detenerles y preguntándoles por su identidad o propósito.
—Somos
norteños—respondió Hakon—. Veníamos de buscar fortuna en las ciudades enanas.
Mi amigo está herido y necesita ser atendido.
—¿Norteños?—preguntó
el guardia, cambiando sin problemas su idioma—¿Cuáles son vuestros nombres,
procedencia y oficios?
—Hakon,
vendedor de baratijas. Nací en Vellirihaim.
—Graegr,
esclavo liberado. Nací en Nihlhaim.
—¿Tenéis
algún permiso oficial para entrar en los nueve reinos?
—No.
No lo tenemos.
Los
guardias les escudriñaron con la mirada. Uno de ellos sacó un pergamino,
dejando la lanza apoyada contra su propio cuerpo, y comenzó a revisarlo.
—Los
brazos—dijo el otro—. Mostrad los brazos.
Claramente,
los guardias buscaban tatuajes, cicatrices o cualquier rasgo distintivo que les
identificara como criminales buscados o exiliados. Hakon sabía que, si
encontraban el menor indicio de que fueran criminales, no les dejarían entrar;
pero no tenía tan claro que les dejaran entrar aún si no lo encontraban.
—¿Qué
objetos traéis?—dijo finalmente el guardia del pergamino, guardándolo—Si no
tenéis un permiso oficial, tenéis que pagar una tasa. Elveon es un lugar
próspero y pacífico, y todos debemos contribuir a mantenerlo así.
Hakon
suspiró y les tendió la bolsa con sus monedas y algunas más de Graegr, así como
una estatuilla del dios enano Todinn que había conseguido el semiorco.
—No
es suficiente—indicó el otro guardia de Elveon, echando un vistazo al contenido
de la bolsa—. También tu colgante, ¿es de plata? Y vuestros cascos.
El
humano y el semiorco se miraron. ¿Qué remedio les quedaba? No estaban en
posición de atacar a aquellos guardias, protegidos por numerosos arqueros.
Tampoco parecía buena opción desistir de entrar a los nueve reinos por allí y
continuar viajando hasta el sur hasta la Barrera de la Desesperanza, en
Gohlerd; especialmente para Graegr, por supuesto, que moriría mucho antes de
llegar allí.
A
regañadientes, entregaron así todos los objetos que habían conseguido en la
ciudad enana. Se quedaban así como estaban antes: no habían ganado ni una sola
moneda con el saqueo. Hakon empezó a plantearse que quizá regresar a Nihlhaim
con el resto del ejército no habría sido tan mala idea: habría pasado frío, sí,
pero al menos se habría podido llevar algunas riquezas.
***
Los
senderos para los viajeros en Elveon estaban muy bien demilitados; salirse de
ellos, por otra parte, les exponía a distintos tipos de peligros no
especificados que tampoco querían comprobar. Nadie sabía qué clase de criaturas
habían buscado refugio en Elveon aparte de elfos; quizá incluso quedaran vivos
por allí hados, tritones o wulver, dispuestos a defender violentamente la
intimidad de sus refugios.
Hakon
y Graegr habían seguido las indicaciones de los guardias: seguir el curso del
río Griel hasta un desvío en el camino, bien señalizado, en el que girarían
hacia el norte hasta llegar a Pueblo Nuevo, una aldea en la que el semiorco
podría ser atendido.
Su
herida, afortunadamente, ya había cerrado hacía días y no sangraba; sin
embargo, toda la zona estaba hinchada y de un color verde que Hakon supuso que
en la piel de los semiorcos indicaba una infección. Cuando había pasado ya una
semana desde el enfrentamiento contra los bandidos, Graegr empezó a notar
fiebre. En resumidas cuentas, se podía decir que el pronóstico había ido
evolucionando a mejor de lo esperado, pues al principio habían temido que
Graegr muriera desangrado en los primeros días; pero a su vez, Pueblo Nuevo
estaba más lejos de lo esperado y el problema había pasado a ser la infección.
Hakon
no era ni mucho menos un curandero, pero había aprendido conocimientos básicos
sobre heridas durante su adiestramiento en su primera etapa en el ejército y en
su etapa con los Perros de Hella: sabía que una herida abierta podía curar o
infectarse, que eso dependía de la gravedad de la herida, de cómo de limpia o
sucia estuviera y de la suerte, y que una herida infectada causaría la muerte
en pocos días.
Graegr
fue debilitándose más y más; unas horas después de notar la fiebre, apenas
podía caminar por sí mismo, y Hakon tuvo que agarrarle y ayudarle. Empezaba a
tener claro que su compañero moriría cuando vio una pequeña criatura recogiendo
leña.
Era
un individuo cuya altura rondaba la de la cintura de Hakon; huesudo, con piel
ajada de color marrón. Vestía ropas sencillas y tenía una calvicie avanzada,
pero una espesa barba blanca. Hakon habría pensado que era un trasgo de no ser
porque su aspecto era más similar al de un humano, su nariz era puntiaguda y no
achatada, no tenía comillos, sus orejas se parecían más a las de los elfos que
a las de los orcos.
—No
me jodas…—murmuró Hakon—¡Es un duende! ¡Nunca había visto uno!
—Sí,
y yo soy un semiorco—gruñó Graegr—, pero si no consigues llevarme hasta Pueblo
Nuevo dejaré de serlo.
Hakon
soltó una amplia carcajada.
—Nunca
te había oído un comentario sarcástico, amigo. Me alegra ver que se te ha
pegado algo de mi humor después de viajar conmigo tantos días, o tal vez sólo
sean los delirios que te produce la fiebre. Pero de una forma u otra, que haya
un duende recogiendo leña supongo que indica que estamos cerca de la
civilización.
Y,
efectivamente, no mucho rato después, llegaron a Pueblo Nuevo.
La
aldea se erguía cerca del río Lasen, semioculta entre los árboles. Muchos de
los árboles, de hecho, se aprovechaban para construir cabañas en torno y sobre
ellos, como con frecuencia hacían los elfos. Todos los edificios estaban muy juntos,
y las calles muy transitadas. Pueblo Nuevo era un lugar de paso importante,
dado el recelo de los elfos a revelar la localización de su capital,
Rieltholin. Las calles mostraban una diversidad de razas que Hakon nunca había
visto: humanos, semielfos, elfos silvanos, elfos oscuros, orcos, semiorcos y
algún duende se mezclaban con naturalidad.
—Eh,
amigo—dijo Hakon al primer elfo que encontró—. ¿Puedes recomendarnos un
curandero?
—Eso
depende—respondió el elfo—. ¿Cuánto dinero tenéis?
—Nada.
—Entonces,
hablad con Belegas. Es la quinta casa a la derecha de esta calle. Él os dará
trabajo.
Hakon
se lo agradeció y siguió sus indicaciones. Una gran ventaja de tratar con elfos
era la facilidad para comunicarse: considerando su longevidad y su afán por el
conocimiento, la mayoría de elfos hablaba varios idiomas. Se decía incluso que
todavía muchos de ellos conocían lenguas enanas.
Minutos
después, Hakon y Graegr se presentaban ante Belegas, tal y como les habían
recomendado. De orejas puntiagudas y mirada inteligente, era un individuo algo
rechoncho; dada la poca tendencia de los elfos, por su organismo, a acumular
grasa corporal, Hakon dedujo que debía de ser un semielfo, o al menos tener un
antepasado humano entre las primeras generaciones.
Belegas
era un transportista; oficio muy poco común en la mayoría de reinos, tenía
sentido en Elveon, un reino que, desde la masacre sufrida en la Gran Guerra,
aún estaba expandiéndose para recuperar cierta gloria. Los elfos eran estrictos
con el control de la natalidad y lo aplicaban dependiendo de sus necesidades:
durante el último siglo, la necesidad había sido expandirse de nuevo, así que
se reproducían con más frecuencia y la población iba aumentando, requiriendo el
transporte frecuente de diversos materiales y útiles.
—Mi
amigo te será útil cuando esté recuperado—dijo Hakon hablando de Graegr, que
prácticamente había perdido la consciencia y no podía articular palabra—. Danos
techo, tres comidas al día y un curandero para él, y trabajaremos para ti.
—Parecéis
razonablemente corpulentos, supongo que, si no sois estúpidos, podréis cumplir—dijo
Belegas, arqueando una ceja—. Trato hecho.
***
Los
primeros días, Hakon trabajó sin un permiso oficial; posteriormente, ya llegó
respuesta del cuervo que Belegas había enviado a Rieltholin solicitando dicho
permiso.
El
trabajo era pesado, pero podría haber sido peor; Hakon estaba razonablemente
satisfecho. A menudo tenía que cargar con mucho peso, ya fuera él mismo o
guiando un caballo de carga para viajes más largos. Otras veces, sólo tenía que
recoger él mismo algunas hierbas o encargos semejantes.
Durante
aquellas semanas, el único trabajador que tenía Belegas aparte de Hakon era un
orco llamado Graegohg. Los orcos, corpulentos, solían tener más fuerza física
que los humanos, por lo que Hakon tenía que trabajar mucho para mantenerse a su
altura.
Graegr
fue atendido por la mejor curandera de Pueblo Nuevo, una elfa oscura llamada
Griwen. Parecía improbable que ningún curandero humano hubiera podido atender
una herida infectada desde hacía tantos días, pero las técnicas éficas, quién
sabe hasta qué punto basadas en la magia, eran mucho más eficaces, y el estado
del semiorco fue mejorando rápidamente.
—En
cuanto pueda trabajar, te pagaré también a ti con la parte que me pueda quedar—le
dijo a Hakon pasados unos días.
El
norteño tuvo que insistir mucho para convencer a Graegr de que no era necesario
que le pagara; que, si estaban viajando juntos, lo normal es que si uno de los
dos era herido, el otro le ayudara, y eso era lo que había hecho Hakon: ni más,
ni menos. Como esclavo recién liberado, el semiorco no estaba acostumbrado a
recibir un trato tan amable.
En
cualquier caso, Graegr aún no se había recuperado cuando un encargo de Belegas
le dio a Hakon una oportunidad que no esperaba: la de visitar Rieltholin, la
capital mejor guardada de los nueve reinos.
—Tú
ya sabes cómo funciona, Graegohg, ya lo has hecho antes. Tú, Hakon—le indicó
Belegas—, nuestro cliente es un hechicero elfo ciego, se llama Shalien. Su
ceguera apenas le deja conseguir comida en Rieltholin, pero requiere de muchas
hierbas y objetos del exterior, suele hacernos un pedido cada varios meses. No
sé cuánto sabes de botánica, pero más vale que te asegures de conseguir las
hierbas correctas.
Hakon
asintió. Llevaban parte del cargamento para Shalien ya preparado en una carreta
de la que tiraba una vieja mula, pero buena parte de las hierbas y raíces que
su cliente pedía debían recogerlas por el camino para que estuviesen lo
bastante frescas. Hakon no podía evitar preguntarse si servirían para elaborar
algún tipo de pócima o hechizo de espectaculares efectos, pero probablemente
no; probablemente el tal Shalien también sería un charlatán como todos aquellos
que Hakon se había encontrado en diversas ferias y torneos y no un auténtico
hechicero.
Era
una tarea aburrida, pero Hakon y Graegohg cumplieron eficientemente. Las
hierbas estaban muy cerca de los caminos: todo en Elveon parecía planeado para
que el viajero no tuviera que desviarse mucho de éstos. Aún así, Hakon sabía
que cualquier druida o curandero que viajara a Elveon a recoger hierbas debía
contar con un permiso especial.
Los
caminos a Rieltholin, sin embargo, no estaban bien señalizados. Se veían
claramente como caminos, sí, pero nada indicaba que llegarían a la capital; si
Graegohg no hubiera conocido el camino, Hakon nunca habría podido llegar. Y
pronto descubrió, en base a crujidos de ramas y arbustos agitándose, que ésa no
era la única medida de seguridad que había.
—Creo
que nos están siguiendo—comentó.
—Claro
que nos están siguiendo—confirmó el orco, sin darle importancia—. Rieltholin no
está rodeada de una empalizada como las ciudades humanas, pero nadie puede
entrar ni salir sin ser vigilado constantemente. Hay una sección de élite de
los soldados de Elveon, ocultos en el bosque, dedicada exclusivamente a eso;
vigilan a todo el que se acerca. No tienes nada que temer, estamos trabajando
como transportistas. No nos van a matar por eso.
Hakon
asintió en silencio aunque, por naturaleza y por experiencia, tendía a
desconfiar de cualquier soldado.
—¿De
verdad Elveon recibe tantos ataques?—preguntó un rato después, intrigado.
—No
se fía de los reinos humanos. Llevamos un siglo de paz, pero nunca se sabe
cuándo podría romperse.
—Lo
sé, pero aún así… algunas medidas parecen exageradas. En mi opinión, eh, no
pretendo ofender a medio ejército de Elveon que probablemente nos esté
escuchando—bromeó.
—Bueno,
también hay algunas tensiones internas, a cuenta de los elfos oscuros, ya
sabes.
—No,
nunca he sabido muy bien cómo va ese tema. Sorpréndeme, que me gusta aprender.
—¿En
serio? ¿No sabes nada?—preguntó Graegohg, escéptico.
—Eh,
que yo no he crecido en Elveon. Es más, no había estado aquí nunca.
El
orco suspiró.
—Los
elfos silvanos son los de pelo rubio, piel clara, ojos brillantes. Los elfos
oscuros los de pelo negro, piel oscura. Los silvanos siempre han habitado los
bosques; los oscuros a veces también, pero también les gustan las montañas y
construyeron ciudades subterráneas, como los enanos.
—Hasta
ahí llego.
—Muchas
veces ha habido conflictos entre ellos, desde hace miles de años. Las Guerras
Élficas, principalmente, que fueron cuatro: tres casi seguidas y una cuarta
unos siglos después. Pero también incontables conflictos a lo largo de los años
que no llegaron a provocar guerras a gran escala. La situación lleva siglos
calmada, pero con conflictos de vez en cuando, y tensión… siempre hay mucha
tensión. Religiosa también. Los elfos silvanos y los oscuros están
acostumbrados a convivir, lo han hecho muchas veces, pero no es tan fácil.
—¿Qué
quieres decir con tensión religiosa?
—Los
elfos adoran a una trinidad de dioses: Thorn es el padre y dios de los cielos,
Thal es la madre y diosa de la naturaleza, Elkas es el hijo y dios de los elfos
y bueno, de otras razas inteligentes. Pero hace más de 3000 años, esos dioses
eran sólo de los elfos silvanos, y los elfos oscuros tenían su propio dios,
Elen. El rey Rohirtar se las arregló para prohibirlo en el Concilio… mira, se
me ha olvidado el nombre del jodido concilio, pero bueno, que lo prohibió hace
3000 años. Y desde entonces, la mayoría de elfos oscuros adoran a Thorn, Thal y
Ekas, pero todavía quedan algunos que adoran a Elen. Hay un grupo, se llama los
Discípulos de Elen… en realidad, están prohibidos, y si se descubre que un elfo
es miembro de los Discípulos de Elen le pueden ejecutar. Pero el ejército de
Elveon, en verdad, no les presiona mucho, ¿entiendes? No se esfuerza mucho en
perseguirles porque cree que podría ser peor, que si ejecutaran a muchos
Discípulos de Elen, algunos elfos oscuros que ahora son pacíficos empezarían a
ver a los Discípulos como mártires y se unirían a ellos.
—Bueno,
tal y como lo cuentas, es una situación jodida.
—A
ver, después de la Gran Guerra, quedó claro que todos los elfos tendrían que
irse a Elveon. Y que elfos silvanos y oscuros tendrían que arreglárselas para
convivir en un solo reino—y, diciendo esto, Graegohg bajó un poco el volumen de
su voz—. Para rebajar tensiones, el rey Dannadiel se casó con una elfa oscura,
que ahora es la reina Rowen.
—Sí,
les vi en el torneo…
—Pues
eso, es un secreto a voces que es un matrimonio político. Sólo para contentar a
los elfos oscuros. El rey Dannadiel y la reina Rowen no han tenido ningún hijo;
la princesa Elade es hija del rey Dannadiel pero con su anterior esposa, Daria,
una elfa silvana que murió en la Gran Guerra. Seguramente, el rey Dannadiel
nunca pudo superar su muerte: Daria ha sido su único amor, él no ama a la reina
Rowen, no realmente. Pero su matrimonio funciona. Los Discípulos de Elen
molestan de vez en cuando, pero no llega a haber ningún conflicto a gran escala
entre elfos silvanos y oscuros porque, al fin y al cabo, la reina es una elfa
oscura, y eso ya vale para que la mayoría estén contentos.
—Vaaaale,
ahora se entiende todo—dijo finalmente el norteño—. Gracias por la explicación.
Es jodida la política de los reinos, ¿eh?
—Ni
te imaginas, Hakon. Ni te imaginas.
Con
la conversación, el trayecto se hizo más corto; y pronto, llegaron a un camino
sin salida, que se perdía en una maleza espesa.
—Ya
estamos—dijo Graegohg.
—¿Estás
seguro? A mí me parece más como si te hubieras perdido, que tampoco te culpo,
¿eh? Cualquiera se perdería aquí…
—Sí.
Todo el mundo se pierde aquí.
Dicho
esto, el orco alzó el volumen de su voz, sin llegar a gritar, diciendo varias
palabras en lengua élfica. A los pocos segundos, dos de los soldados de élite
que les habían estado siguiendo se dejaron ver entre los arbustos, acercándose
a ellos de forma desganada.
Graegohg
y los elfos mantuvieron una breve conversación en élfico, de la que Hakon no
entendió ni una palabra. Lo único que le pareció notar era cierta mirada hostil
y de desprecio en los elfos; era evidente que, si por ellos fuera, ni los
humanos ni los orcos serían bienvenidos a Elveon. A sus ojos, eran especies
inferiores.
Finalmente,
uno de los elfos se dirigió al final del camino y pronunció algunas palabras
más. Entonces, con movimientos lentos y pesados, los árboles comenzaron a
moverse, desplazando no sólo sus ramas, sino su tronco entero para despejar el
camino.
Tiempo
atrás, en una ocasión, Hakon había luchado junto a un guerrero errante elfo; el
único elfo al que había conocido hasta hacía poco, de hecho, más allá de ver
alguno ocasionalmente. El guerrero había mencionado de pasada a los hombres
árbol de Elveon, un comentario que Hakon todavía recordaba porque le había
llamado la atención: ¿qué cojones podría ser un hombre árbol? Ahora, por fin
tenía la respuesta a su pregunta, y de golpe, también había comprendido un poco
mejor por qué tanta insistencia en que los viajeros que se adentraran en Elveon
no se separaran de los caminos indicados. Fueran lo que fueran aquellos seres,
parecían árboles, tenían su tamaño y probablemente también una fuerza física a
la altura, y eran al menos lo bastante inteligentes como para entender a los
elfos y obedecerles.
Cuando
los hombres árbol terminaron de apartarse, Hakon pudo contemplar por primera
vez la capital de Elveon.
Rieltholin
se alzaba en el cruce entre los ríos Lasen y Griel, que se juntaban para formar
el río Lasengriel, que continuaba durante un trecho hasta desembocar en el Mar
Interior. No se parecía a ningún otro lugar que Hakon hubiera visto en su vida,
y por amplia diferencia: era un lugar asombrosamente bello y mágico.
Las
estructuras eran una armoniosa mezcla entre madera y piedra que no desentonaba
en absoluto en la naturaleza. Árboles gruesos y altos como Hakon nunca había
visto, crecían por doquier, rodeados por edificios y puentes de madera que los
conectaban entre sí. Otros edificios, por el contrario, eran de piedra de tonos
muy claros, alzándose aquí y allá. Los puentes de madera predominaban en las
alturas, conectando árboles, mientras que los puentes de piedra estaban a pie
de suelo y servían para cruzar los dos ríos, entretejidos en una red de canales
y cascadas que producían arcoíris al ser atravesadas por la luz del sol.
Algunos edificios, sostenidos por gruesos pilares de piedra blanquecina, se
alzaban directamente sobre la superficie de los ríos; otros parecían taparla
por completo, pero tenían en su parte más baja canales y arcadas que permitían
el paso del agua sin resistirse a él. Ninguno de los edificios, ni de madera ni
de piedra, estaba tallado de forma simple, sino con intrincados arabescos que
creaban hermosos dibujos: la mayoría de ellos meramente decorativos, evocando
formas de la naturaleza como plantas y flores; otros, narrando episodios de la
historia de los elfos y mostrando a figuras históricas importantes.
—Es
una ciudad muy bella, pero no te quedes embobado. Estamos trabajando—le dijo
Graegohg.
Hakon
asintió en silencio y tiró de las riendas de la mula. Graegohg era buen tipo.
Parecía difícil de creer que hacía sólo unas semanas estuviera masacrando a
orcos junto al ejército de Nihlhaim y ahora fuera amigo de uno de ellos, pero
eran lo que tenían los jodidos ejércitos, pensó.
Nada
más entrar en Rieltholin, siguieron un sendero de tierra decorado con abundantes
arbustos floridos, cruzaron un puente de piedra rodeado por cascadas y tomaron
otro sendero que llegaba hasta uno de los enormes árboles. Uno de los soldados
elfos les seguía de cerca, mirándoles con una mezcla de desconfianza y desgana
–parecía, al fin y al cabo, considerarles inofensivos, pero molestos por
hacerle tener que trabajar-. Para llegar al hogar de Shalien había que cruzar
un puente colgante de madera por el que, evidentemente, la mula no podía pasar;
de modo que Graegohg la ató al puente e hicieron varios viajes.
Shalien
era un elfo muy delgado, de movimientos precisos, cabello plateado, nariz
afilada, la cara llena de tatuajes con símbolos místicos; en sus ojos no había
iris ni pupila, sólo estaban blancos con algunas venas recorriendo su
superficie, efecto tal vez de alguna enfermedad. Vivía en una pequeña caseta de
madera suspendida sobre las cascadas que habían atravesado antes. Hakon pensó
que debía de ser una maldición vivir en una ciudad tan bella y no poder verla,
pero Shalien no parecía afectado por ello. Agradeció efusivamente los
cargamentos que le traían.
—Como
siempre, aquí tenéis vuestro pago—dijo, tendiéndoles unas monedas que había
separado distinguiéndolas por el tacto—. Claro que, como sabéis, este viejo
hechicero agradece cualquier oportunidad de usar su magia. De modo que, si os
puede servir de ayuda, estaré encantado de hacerlo como parte de mi
agradecimiento por vuestro servicio…
—Ya
me has contado mi futuro en más de una ocasión, Shalien—dijo Graegohg,
sonriendo—. ¿Por qué no le cuentas a Hakon el suyo?
—Porque
no creo en ese tipo de cosas, pero gracias—respondió éste rápidamente.
—El
escepticismo puede ser una virtud, mi amigo—dijo Shalien con calma, sonriendo
él también—. Pero, ¿por qué despreciar un regalo, cuando no tienes nada que
perder?
—He
visto más de una vez a charlatanes y supuestos hechiceros en ferias. Sin ánimo
de ofender, pero parece que tú vas a ver aún menos que ellos si miras en una
bola de cristal.
—Las
bolas de cristal no sirven para ver el futuro, al contrario de lo que la
mayoría de la gente piensa, sino para comunicarse a largas distancias. Son un
bien preciado y valioso. No las necesito para ver el futuro; mis ojos no ven lo
que están frente a mí, pero pueden ver muchas otras cosas. Tiende tu mano,
Hakon.
El
norteño asintió a regañadientes y tendió la palma de su mano. Como sabiendo
dónde estaba, Shalien colocó su mano encima al primer intento.
—Has
conocido a mucha gente en tus viajes, Hakon. Volverás a ver a muchos de ellos,
de una forma u otra; a veces, como enemigos, otras, como aliados y otras, como
algo más. Veo en tu futuro viajes por los nueve reinos, y por fuera de ellos.
—Eso
no es muy específico.
—Te
veo combatiendo contra un dragón, y te herirá dos veces. Sus llamas quemarán tu
piel y sus zarpas desgarrarán tu carne.
—Eso
sí es muy específico, pero tiene el problema de que los dragones se
extinguieron hace muchos siglos.
—Te
veo combatiendo con acero enano, con un yelmo cubriendo tu rostro envejecido, y
cambiando el curso de la Historia. Es todo cuanto puedo decirte.
—Bueno,
gracias por una historia fantasiosa, supongo—repuso el norteño, retirando la
mano y encogiéndose de hombros.
—Tengo
entendido que a veces no hay que interpretar las profecías al pie de la letra,
Hakon—apuntó Graegohg—. Son… ¿cómo se dice? Metáforas, ¿no? Metáforas es la
palabra.
—Eso
será, Graegohg, eso será.
***
Cuando
por fin regresaron a Pueblo Nuevo, Graegr ya estaba recuperado. Belegas estaba
hablando con dos elfos oscuros, y Hakon esperó a que terminara la conversación
para poder hablar con él.
—Si
Graegr ya está recuperado, es hora de que me vaya—dijo el norteño—. Ha sido un
buen trabajo, pero creo que no encajo muy bien en Elveon. Me buscaré la vida en
algún otro reino; tal vez vuelva a vender baratijas.
—Espera,
Hakon, espera—dijo Belegas—. ¿Has visto a los elfos con los que estaba
hablando? Me han ofrecido un trabajo bastante importante. Hay que cargar muchos
pesos y a mucha distancia. Graegohg tiene otro asunto y necesito todas las
manos posibles para cumplir con este contrato, está muy bien pagado.
—Ya,
bueno, pero tu trato conmigo ya lo has cumplido. Graegr ya está recuperado, así
que, ¿por qué iba yo a seguir trabajando por comida, techo y los cuidados de mi
amigo, si esos cuidados ya están completos?
—Te
pagaré bien—refunfuñó Belegas—. No sólo comida, techo y los cuidados de tu
amigo, ¿de acuerdo? Te pagaré en monedas de plata.
—Eso
ya me suena mejor...
Al
día siguiente, los elfos regresaron, y Belegas hizo las presentaciones
oportunas.
Erebain
parecía el líder de lo que fuera la empresa que se traían entre manos. Era un
elfo oscuro alto y delgado; vestía una túnica de colores oscuros que parecía
bastante cara y sus modales eran refinados, de modo que Hakon dedujo que
provenía de buena familia. Tenía el ceño permanentemente fruncido, cabellos
largos y oscuros recogidos en trenzas y una cicatriz que iba desde la comisura
de su labio derecho por toda la mejilla, casi hasta su oreja. En sus manos
brillaban varios anillos: al menos uno de ellos era de oro, y los demás también
parecían valiosos.
Por
su parte, Nuckelavee era también alto, pero más fornido. Vestía una túnica más
sencilla; su piel era más oscura y su cabello, igualmente negro, estaba
recogido en trenzas pero dejando ver los costados de su cabeza, rapados. Cuando
habló, su voz era grave para lo habitual en los elfos.
—Será
un viaje de varios días—les avisó a los transportistas—. Hay que cargar peso y
recoger por el camino algunos de los alimentos que necesitaremos; también os
ocuparéis de eso. También hay que recoger los últimos días algunas hierbas para
que estén frescas y no pierdan sus propiedades. ¿Podéis ocuparos?
—No
hay problema—dijo Hakon, y Graegr asintió también en silencio.
—Lleváis
armas—añadió Nuckelavee, señalando el hacha y el martillo que colgaban del
cinto del norteño y el hacha de doble filo que llevaba el orco—. Si nos
asaltasen, ¿sabríais usarlas?
—Sí.
Ambos hemos sido guerreros.
—No,
no lo habéis sido—intervino Erebain, tajante, y Hakon se sorprendió—. Habéis
participado en algún saqueo en Iranna, ¿cierto? Es prácticamente lo único que
hacéis los que os domináis guerreros. Ir a Iranna, saquear riquezas, luchar
contra algunos cíngaros, orcos, bandidos o, como mucho, contra algunos trolls o
wulver. Eso no es ser guerreros. Sois demasiado jóvenes para haber conocido la
guerra; habéis nacido en época de paz, y saber empuñar un hacha contra bandidos
indisciplinados no os convierte en guerreros.
El
norteño arqueó una ceja y asintió en silencio. Probablemente, había vivido
combates más sangrientos e importantes de lo que Erebain imaginaba, pero
tampoco tenía nada de qué presumir; y, al fin y al cabo, la premisa básica era
cierta: los nueve reinos atravesaban una de las épocas de paz más duraderas que
se podían recordar. Había pasado más de un siglo desde la Gran Guerra sin que
hubiera ningún conflicto a gran escala; y probablemente, la Gran Guerra era
donde Erebain había recibido aquella cicatriz. Sin duda, sabía más sobre la
guerra que Hakon o Graegr.
De
modo que, sin replicar, emprendieron el camino. Con su atención centrada en
aquella respuesta, sólo un rato después recordó que el comentario anterior de
Nuckelavee también había sido algo extraño. Se suponía que Elveon era un lugar
extremadamente seguro; los criminales eran rápidamente capturados y ejecutados.
Las ejecuciones eran públicas: los criminales eran arrojados a un lago a las
afueras de Rieltholin, donde moraba el addanc, una peligrosa bestia marina que
los devoraba al momento; al fin y al cabo, los addanc estaban prácticamente
extintos, y de alguna forma había que alimentar a los que quedaban. Era un
método muy eficaz, conocido en los nueve reinos, y prácticamente se consideraba
que en Elveon no había bandidos: ¿por qué ese miedo a ser asaltados, entonces?
Conforme
le dio vueltas a este y otros detalles a lo largo de los días siguientes, Hakon
comenzó a sospechar que Erebain y Nuckelavee no se traían entre manos un
negocio legal. El secretismo con el que evitaban hablar de la carga que
transportaban, especialmente de una gran caja de madera bien sellada, no
ayudaba en absoluto. Además, siempre parecían recelosos, agachaban la cabeza
cuando se cruzaban con algún otro viajero por los bosques de Elveon y evitaban
los senderos principales, andando por algunos secundarios que apenas estaban
marcados –y que, Hakon estaba seguro, de no ir con aquellos dos elfos como
guía, probablemente desembocarían en algún hombre árbol o criaturas semejantes
devorándolos-.
Quizá
estaban llevando algún tipo de contrabando, entonces. Probablemente, objetos
mágicos o supuestamente mágicos para algunos druidas o curanderos de los reinos
humanos que no hubieran obtenido permiso oficial de Elveon para recogerlos
allí. Sí, la advertencia de que en los últimos días de viaje tendrían que
recoger hierbas también encajaba con aquella teoría. Definitivamente, estaban
moviendo contrabando. Seguro que Belegas también lo sospechaba y había decidido
fingir que no sabía nada para poder cobrar la sustanciosa recompensa por el
trabajo. Todo encajaba bien, y Hakon se sintió satisfecho con su deducción.
Efectivamente,
conforme se acercaban a su destino, el Campo de la Primavera, tuvieron que
empezar a recoger plantas y raíces. Algunas de ellas eran las mismas que
Graegohg y Hakon habían recogido para Shalien días atrás, de modo que el
norteño empezaba a reconocerlas con facilidad. Si se quedara a trabajar allí
unos cuantos meses más, pensó, terminaría familiarizándose con las hierbas
supuestamente mágicas y podría ejercer de curandero estafador, como tantos
otros. Era mejor vender baratijas, pensó. Al menos, más honrado.
Una
de las últimas noches, ya cerca de su destino, aprovechó que Erebain y
Nuckelavee dormían para tener una conversación más confidencial con Graegr.
—Entonces,
¿cuál sería la pena si los guardias de Elveon nos descubrieran?—susurró—Porque
deduzco que estamos moviendo contrabando, no sé si tú también lo has notado.
—¿Contrabando?—preguntó
el orco con tono incrédulo.
—Sí,
amigo. ¿No te has fijado en el secretismo que tienen, en cómo evitan las rutas
principales…?
—Joder,
no te enteras de nada—suspiró el orco—. Llevo en Elveon el mismo tiempo que tú,
he pasado la mayor parte del tiempo convaleciente sobre un jergón de paja y aún
así parece que he aprendido más de la cultura de este lugar.
—¿Eh?
—¿No
te has fijado en el tatuaje de Erebain alguna de las veces que hemos parado a
lavarnos en un riachuelo? En su antebrazo derecho. Lleva un hacha de doble filo
cuyo mango se convierte en una serpiente. Es el símbolo de los Discípulos de
Elen por no sé qué leyenda antigua, joder.
—Oh.
Vale, ahora que lo dices… creo que Graegohg mencionó un poco aquello.
—Deberías
haber escuchado más a Graegohg, sí. Entonces también sabrías que el Campo de la
Primavera es casi seguro el lugar más simbólico de Elveon; es donde antes
estaba el Palacio de la Primavera hasta que los draugr lo destruyeron al final
de la Gran Guerra. Allí es donde murió Daria, la primera esposa del rey
Dannadiel. Desde entonces, es una especie de monumento… sirve como un monumento
para recordar a todas las víctimas de la Gran Guerra y a la vez recuerda
también donde estaba el Palacio de la Primavera y, por eso, los reinos antiguos
de los elfos. El rey Dannadiel visita el Campo cada año el día de la muerte de
su esposa. Y vamos a llegar ese día.
—Entonces…
—No
estamos transportando contrabando, Hakon, joder. Casi seguro, estamos
transportando armas para algún tipo de atentado de los Discípulos de Elen
contra el rey Dannadiel. Y, si nos pillasen los guardias de Elveon, más vale
que nos hagamos los tontos y seamos sólo
un humano y un orco recién llegados que trabajan como transportistas, demasiado
estúpidos para darnos cuenta de nada, y que probablemente ése sea el motivo por
el que nos han contratado. Con suerte, si sobrevivimos al interrogatorio y
además conseguimos convencer a los guardias de que no sabíamos nada, podríamos
salvar la vida.
—Mierda—gruñó
el norteño. Y, tras recostarse contra un árbol, aquella noche le costó un poco
más de lo habitual quedarse dormido. Tal vez aceptar aquel último trabajo para
Belegas había sido otra mala decisión en la larga lista que llevaba.
***
Dos
días más tarde, llegaron al Campo de la Primavera. El sol de la mañana
iluminaba el intricado diseño de los jardines de flores; tal y como le pasó al
ver Rieltholin, Hakon enmudeció ante el paisaje.
Pequeños
muros de setos y flores de todo tipo de colores y variedades, incluidas muchas
que jamás había visto, formaban espirales y dibujos en torno al amplio campo.
En el centro se erigía una pirámide de hierro aproximadamente tres veces más
alta que una persona. Tenía algunas inscripciones en élfico que Hakon supuso
que serían en homenaje a las víctimas de la Gran Guerra.
—Esa
pieza… ¿es de hierro macizo?—preguntó, incrédulo.
—Sí,
entera—asintió Graegr.
—De
ahí se podrían sacar docenas de espadas y armaduras completas. ¿De verdad les
compensa gastar tanto metal en un monumento?
—El
simbolismo es muy importante para los elfos—repuso el orco—. Esa pieza es la
Punta de Lanza y la parte central del monumento a los muertos en la Gran
Guerra. Antes era la pieza más alta del Palacio de Primavera, lo coronaba, y
fue la única parte del palacio que sobrevivió cuando los draugr lo destruyeron.
El resto era madera, ardió con facilidad.
—Vale.
Bueno, es muy impresionante como monumento, aunque sigo pensando que gastar
tanto hierro en una pieza decorativa supone un poco de desperdicio.
—Nadie
sabe exactamente de dónde viene esa pieza o por qué se llama la Punta de Lanza,
se dice que la construyeron hace miles de años entre elfos y enanos, como poco
estaba ahí desde los Cuatro Siglos Perdidos—dijo el orco, encogiéndose de
hombros—. Por eso es todavía más adecuado para honrar a las víctimas de la Gran
Guerra. Es a la vez la única parte del Palacio de la Primavera que sobrevivió y
una creación que representa tanto a elfos como enanos, los dos grandes bandos
perdedores de la Gran Guerra.
El
norteño asintió en silencio, desviando por fin la vista del impresionante
monumento, sorprendido por la colaboración entre dos especies que, hasta donde
él sabía, siempre se habían odiado.
El
Campo de la Primavera se empezaba a llenar de gente: la mayor parte de ellos
eran elfos silvanos, pero también había muchos elfos oscuros; también
semielfos, humanos, orcos, semiorcos y algún duende. Hacía exactamente 101 años
de la destrucción del Palacio de la Primavera; Hakon se dio cuenta de que, por
tanto, en unos pocos meses haría 101 años de la firma del Tratado de Alfhaim y
un año desde el torneo que celebró el centésimo aniversario. Entre el viaje
hasta Nihlhaim, después hasta Iranna, sus aventuras allí, el viaje hasta Elveon
y sus meses trabajando como transportista, pronto iba a hacer un año desde que
le habían condenado a muerte por agredir a un noble norteño y el príncipe
Adalgert le había perdonado a cambio de unirse a su ejército. Habían pasado muchas
cosas desde entonces, y se le había pasado muy rápido; pero estaba en una
situación peor que cuando había empezado. Al menos, hacía un año tenía un
trabajo como vendedor de baratijas; ahora, sólo podía esperar que los guardias
de Elveon no le descubrieran y poder cobrar por aquel trabajo.
—Ahí
está el rey Dannadiel—señaló Graegr—. Es su primera aparición pública desde el
torneo del año pasado—aclaró, como si pudiera leer los pensamientos de Hakon.
—Creo
que oí mencionar algo de eso a Graegohg, sí. No se deja ver mucho últimamente,
¿no?
—No,
últimamente no. Las malas lenguas dicen que su salud es delicada; puede que
haya contraído algún tipo de enfermedad crónica, porque cada vez aparece menos
en público.
Si
ése era el caso, lo disimulaba bien: el rey Dannadiel caminaba con
tranquilidad, con tono solemne, escoltado por ocho guardias con armaduras
brillantes. Vestía una túnica muy lujosa con una gama de colores que recordaban
a los árboles en otoño; lucía en su cabeza una corona hecha de madera y metales
finos, con algunas piedras preciosas incrustadas en ella, especialmente un gran
rubí que relucía sobre su frente. Ni la reina Rowen ni la princesa Elade
estaban presentes; al parecer, aquello era algo que Dannadiel prefería hacer
solo.
—Vamos,
no tenemos todo el día—les cortó Erebain, apremiándoles a acelerar su paso.
Recorrieron
uno de los costados del Campo de la Primavera, donde ya se acababan los
jardines y empezaba a crecer el espeso bosque. Hakon miró de reojo el bosque y
creyó intuir algún movimiento; probablemente, también había guardias escondidos
allí, aunque no tantos como a las afueras de Rieltholin. De todas formas, había
tanta gente que era difícil que se fijaran precisamente en ellos: el pequeño
grupo pasó desapercibido hasta un pequeño recodo por el que se metió Erebain,
indicándoles que le siguieran.
Avanzaron
entre la vegetación espesa, para incomodidad de Hakon, que no se quitaba de la
mente la imagen de los hombres árbol. Por suerte, no fue un camino muy largo
hasta que llegaron a un pequeño claro en el que se detuvieron.
—Depositad
todo aquí. Habéis cumplido vuestro trabajo, volved con Belegas. Adiós—dijo
simplemente el líder de los elfos oscuros.
El
norteño y el orco se encogieron de hombros y obedecieron, marchándose por donde
habían venido, con cuidado de no desorientarse.
***
Erebain
abrió la caja grande, revelando un caldero. Lo arrastró sobre un pequeño montón
de ramas secas dispuestas para la ocasión y, junto a Nuckelavee, comenzó a
echar las hierbas y raíces correspondientes, en un orden determinado.
Al
cabo de un rato muy breve, tal y como habían concertado, apareció el tercero de
los Discípulos de Elen escogidos para aquella operación. Cargaba con un pequeño
barril de agua.
—Saludos,
Dubeleckar. Puedes echar el agua.
El
elfo obedeció; mientras tanto, apareció el cuarto y último miembro del pequeño
comando, tirando de las riendas de un caballo.
—Losdrel—saludó
Erebain, indicándole con la cabeza que procediera.
Losdrel
ató el caballo a un árbol, se agachó en torno al caldero y, mediante un gesto,
lanzó un pequeño hechizo que hizo que las ramas secas prendieran. Una débil
llama comenzó a alimentar el caldero mientras Nuckelavee lo removía.
En
muy poco tiempo, la pócima que preparaban estuvo lista. La mayor parte del agua
que habían echado había sido absorbida por la materia vegetal que Erebain y
Nuckelavee habían echado previamente; eso eran ahora desechos inservibles. El
líquido sobrante, imbuido ahora de todas las propiedades de esas plantas y de
los conjuros realizados, era lo importante: un líquido anaranjado que vertieron
desde el caldero a un cuenco de arcilla.
—Nuckelavee,
desnúdate—ordenó Erebain.
El
elfo oscuro obedeció y se despojó de todas sus ropas. Él también tenía tatuado
el símbolo de los Discípulos de Elen.
—¿Te
das cuenta del honor que supone haber sido elegido para llevar a cabo esta
acción?
—Soy
consciente, y lo agradezco profundamente. No os decepcionaré.
—El
destino de los elfos oscuros depende de ti. Bebe la pócima.
Nuckelavee
se agachó y bebió el amargo líquido anaranjado. La pócima simplemente servía
para preparar su cuerpo para la transformación; pero la transformación llegaría
ahora.
—Coge
tu espada y sube al caballo.
El
elfo asintió y subió al caballo que Losdrel ya le ofrecía. Sus tres compañeros
tendieron su brazo derecho hacia él, con la mano abierta, como enfocándole con
las puntas de sus dedos. Cuando hablaron, no lo hicieron en élfico común, sino
en una antigua lengua de los elfos oscuros que pocos recordaban aún.
—Por
el poder de Elen, yo te imbuyo en fuerza—dijo Erebain.
—Por
el poder de Elen, yo te imbuyo en resistencia—dijo Dubeleckar.
—Por
el poder de Elen, yo te imbuyo del poder del fuego—finalizó Losdriel.
Durante
un momento, nada pasó. Y, entonces, una explosión de fuego, y todo se puso
negro.
Erebain
recobró la consciencia en algún momento; probablemente sólo habían pasado unos
segundos, pero sentía un intenso dolor y aturdimiento. Sólo podía oír un grito,
un fuerte grito de dolor proveniente de una garganta destrozada. No podía
moverse, pero pudo abrir los ojos para ver de dónde procedía aquel grito.
Y lo
vio. La vegetación del claro había sido consumida en la explosión. Dubeleckar y
Losdriel estaban definitivamente muertos, sus cuerpos aún en llamas. El propio
Erebain también estaba en llamas, la mayor parte de su cuerpo destrozado. Y
Nuckelavee… era quizá la peor visión de todas.
Nuckelavee
estaba en el epicentro de la explosión. Era él quien gritaba o, más bien, rugía
de dolor. El hechizo no había salido como estaba previsto. Su piel y la del
caballo se habían derretido y desprendido; habían quedado, de hecho,
completamente pegados entre sí, y parecían una única criatura. Sus músculos,
expuestos, estaban aún recubiertos con llamas que ardían con intensidad. El
hechizo le tenía que dar fuerza, resistencia y el poder del fuego: esto último
significaba que podría cubrir su espada de llamas e incendiar todo lo que le
rodeaba a voluntad, por supuesto, no que él mismo y todo lo que le rodeaba
ardería descontroladamente.
Quizá
no debían de haber usado un hechizo que nadie había puesto a prueba desde hacía
siglos, pensó Erebain, pero ya era tarde para arrepentirse. Nuckelavee salió
galopando en llamas hacia el prado, en un continuo grito de dolor pero, al
parecer, aún dispuesto a cumplir su cometido. Con suerte, lo lograría de todas
formas, pensó Erebain, pero la consciencia ya abandonaba su cuerpo. El dolor
iba desapareciendo, pero seguía en llamas; por tanto, eso sólo podía significar
que se estaba acercando a la muerte.
El
elfo oscuro soltó su último aliento y murió, dejando su cuerpo aún en llamas en
lo que quedaba de aquel claro.
***
El
rey Dannadiel agachó la cabeza, imaginando de forma muy clara el Palacio de la
Primavera que se había erguido allí durante milenios. Era una fortaleza
protegida por poderosísimos hechizos; el Palacio de la Primavera había sido
construido para resistir ataques brutales. Pero, con el paso de los siglos, su
magia se había debilitado y, con el exterminio que estaban sufriendo los elfos,
se había resentido aún más: cuantos menos elfos hubiera vivos, menos poderosos
eran sus hechizos, ésa es una de las extrañas reglas por las que se rige la
magia.
El
Palacio de la Primavera estaba custodiado por guardias de élite armados con
lanzas y escudos. Los draugr eran un rival muy difícil de derrotar, había que
aplastarles o desmembrarles por completo para que murieran –si es que ese
término era el adecuado-. Aún así, el rey Dannadiel no tenía la menor duda de
que los guardias elfos habrían podido derribar a varios antes de sufrir la
primera baja. Pero, a juzgar por los informes, el número habría sido abrumador;
los guardias habrían caído rodeados por miles de draugr, y el Palacio de la
Primavera habría sido arrasado hasta los cimientos.
El
rey Gwinthorn había muerto en combate varios días atrás, y Dannadiel acababa de
recibir la noticia. Los informes eran confusos y tardaban en llegar, a pesar de
la comunicación mediante las bolas de cristal. El príncipe Dannadiel aún no
había asimilado esta noticia cuando llegó la del Palacio de la Primavera. Allí,
el resto de la familia real había sido exterminada. La única tía que le quedaba
a Dannadiel, Kithera del Valle; sus dos primos, Ranthoror y Kaelosnas, hijos de
su difunto tío Tharithir, que había muerto décadas atrás también combatiendo en
la Gran Guerra; y, por supuesto, su esposa, Daria.
Dannadiel
fue coronado rey de Theonn. No servía de mucho: al reino de Theonn le quedaba
poco tiempo de existencia. Sus opciones estaban muy limitadas. El ejército de
Theonn no contaba ya con huldras, y sus generales elfos estaban, en su mayoría,
muertos. El otro reino élfico, sus vecinos de Draelon, no tenían un panorama
más halagador; tenían algunos hombres árbol, pero pocos. Draelon prácticamente
se había extinguido en los años anteriores luchando contra enanos y humanos.
Dannadiel había perdido casi todo, y estuvo tentado de lanzar un último ataque
suicida, desesperado; los elfos serían exterminados como los enanos, pero se
llevarían a unos cuantos humanos más por delante. Pero no: aún tenía más cosas
que perder. Todas las vidas de elfos que dependían de su decisión y,
especialmente, la de su única hija, Elade.
De
modo que tomó la humillante decisión que salvaría la vida de los pocos miles de
elfos que quedaban: pedir la rendición. El rey de Draelon, Rianardath Roble
Grueso, se suicidó al enterarse (otros opinaban que partidarios de la rendición
le habían matado para que no la obstaculizara; si eso era cierto, Dannadiel no
tenía constancia de ello). El rey de los elfos oscuros, Tebelrion, estuvo de
acuerdo en rendirse.
Después,
el Tratado de Alfhaim, las breves negociaciones, la firma. Unificar a todos los
elfos y criaturas mágicas en un solo reino, Elveon. Ceder terrenos, ceder oro y
riquezas, la mayoría de las cuales fueron a parar a las manos del hechicero que
había invocado al ejército de draugr por orden del rey Briand. Ceder y ceder,
una y otra vez, para asegurar la supervivencia de lo que ahora era Elveon.
Aquel
día, Dannadiel recordaba todos aquellos nombres que sabía que ya importaban a
poca más gente que a él. ¿Quién recordaba ya a Tharithir, a Kithera del Valle o
a Rianardath Roble Grueso? Nombres perdidos en las páginas de la Historia que
ya no merecía la pena recordar.
Las
reflexiones del rey elfo tuvieron que detenerse ahí: el sonido de los gritos y una
estela de fuego que avanzaba hacia él con rapidez le sacó de su
ensimismamiento.
***
Nuckelavee
cabalgó furioso hacia el rey Dannadiel. Ardía sin cesar de fuera hacia dentro;
todos los músculos de su cuerpo estaban ya expuestos, y algunos de sus huesos
empezaban a vislumbrarse. Iba dejando a su paso una estela de fuego en los
bellos jardines del Campo de la Primavera; también su espada estaba en llamas.
La
gente gritó al verle y empezó a correr aterrorizada en todas las direcciones.
Pero, en medio del caos, Nuckelavee tenía claro su objetivo.
—Qué
cojones…—murmuró Hakon, que acababa de llegar junto a la multitud.
—Es
cosa de ellos—dijo Graegr—. Es cosa de ellos, seguro. Vámonos.
Dos
guardias reales se lanzaron hacia Nuckelavee, armados con lanzas. Uno de ellos
apuntó y arrojó su arma, atravesando el hombro izquierdo de lo que ahora era un
extraño híbrido entre caballo y humano en llamas. Sin sentir siquiera el
impacto, el discípulo de Elen dio dos tajos con su espada y mató al instante a
ambos guardias.
Dannadiel
ya corría escoltado por dos de sus guardias, abandonando a toda prisa el Campo
de la Primavera. Otros dos guardias se interpusieron. Una flecha, lanzada desde
el bosque por alguno de los guardias escondidos, atravesó el lomo del caballo.
Y Nuckelavee quizá se dio cuenta en aquel momento de que había demasiados
guardias y no había posibilidades ya de alcanzar al rey Dannadiel. El atentado,
sencillamente, había fracasado.
Hakon
notó que, mientras los dos últimos guardias reales combatían a Nuckelavee,
ninguna otra flecha volvió a surgir del bosque. Los guardias de élite apostados
allí probablemente también habían salido tras el rey para cubrir su huida y
asegurarse de que el terrorista no pudiera alcanzarle. A su vez, el primero de
esos guardias caía ya bajo la espada ardiente de Nuckelavee. Con la trayectoria
del golpe, alcanzó también a una elfa oscura de la multitud, que simplemente
trataba de huir. Cayó al suelo herida en el costado, y las llamas comenzaron a
extenderse por su túnica, quemándose viva.
—No.
Tenemos que pararle—dijo finalmente Hakon.
—Los
guardias se encargarán de él, están mejor preparados que nosotros; y si no,
arderá hasta convertirse en cenizas.
—Joder,
Graegr, mira la situación. En el tiempo que pase hasta que arda del todo o
hasta que los guardias decidan preocuparse un poco por la gente de Elveon,
porque la mayoría se ha ido a proteger al rey y se la suda lo que le pase a todo
el resto del mundo, ese jodido engendro mitad caballo mitad idiota habrá matado
a dos docenas de personas al azar porque no sabe ni lo que hace. Igual a
nosotros dos entre ellos.
El
semiorco titubeó, pero antes de que se decidiera, Hakon agarró su hacha y su
martillo y salió corriendo contra Nuckelavee.
Mientras
corría, la mente del norteño repasó rápidamente toda la situación y todos los
datos que conocía. Por ejemplo: él no tenía la menor idea de magia ni sabía
cuál era su límite o cómo de poderosa era. Sin embargo, sí estaba prácticamente
seguro de que cualquier magia, por poderosa que fuera, podía caer si recibía
suficientes golpes: era una deducción simple en base a lo que todo el mundo
sabía sobre Historia. Al fin y al cabo, si la magia no pudiera ser derrotada
dando suficientes golpes, los enanos y los humanos se habrían extinguido muchos
siglos antes de la Gran Guerra, abrumadoramente superados por los hados y elfos,
que dominaban mejor la magia. Pero eso no había sido así: por tanto, seguro que
cualquier magia podía caer si era golpeada lo bastante fuerte. Otro dato a
tener en cuenta era que aquel engendro acababa de matar a tres guardias reales
mejor equipados y, quizá, mejor entrenados que Hakon: sin embargo, ahora estaba
herido en dos lugares, así que debía de ser, al menos, ligeramente menos
peligroso.
También
había que decir que no lo parecía. El último guardia real, con su espada,
consiguió acertar por tercera vez a Nuckelavee, produciéndole un profundo corte
en el muslo del elfo y en el lomo del caballo; pero una potente coz le derribó,
tirándole al suelo con varias costillas rotas. Las heridas no parecían lastrar
en absoluto a la criatura flamígera, pero tenían que estar haciendo mella,
aunque fuera poco a poco, ¿no?
Una
de las potentes pezuñas aplastó el cráneo del guardia herido, matándole al
instante. La multitud, estorbándose unos a otros y tropezando entre sí, aún no
había conseguido huir; enloquecido por el dolor y la rabia, Nuckelavee cargó
contra ellos, matando a otro elfo inocente.
Hakon,
ya casi llegando, gritó para llamar su atención. Nuckelavee se giró y cargó
contra él. El norteño, aún corriendo, se tiró al suelo y rodó sobre sí mismo
para esquivar el filo de la espada y, aprovechando el movimiento, cortó con su
hacha el tendón expuesto de una de las patas del caballo, haciéndole tropezar y
quedarse parcialmente postrado.
Pero,
con su velocidad aumentada por hechizos, Nuckelavee era mucho más rápido que un
elfo normal, y al instante siguiente, antes de que Hakon pudiera incorporarse,
la espada flamígera ya estaba lista para descender sobre él. El norteño se
dispuso a interponer su martillo a modo de escudo, vagamente consciente de que
no podría parar el golpe y sería gravemente herido; pero el golpe nunca llegó.
Cuando la espada descendía, el hacha de doble filo de Graegr alcanzó la muñeca
de la criatura, ya muy deteriorada por las llamas, y la seccionó por completo.
La espada cayó al suelo justo al lado de Hakon, con la mano cortada de
Nuckelavee aún aferrándola.
Aún
sin arma, el terrorista se lanzó contra Graegr, dispuesto a embestirle y
abrasarle con sus llamas; pero, con la pata del caballo herida por Hakon,
tropezó nuevamente y esta vez quedó postrado del todo en el suelo, no pudiendo
alcanzar al semiorco por apenas unos dedos de distancia. Graegr atacó de nuevo
y esta vez su hacha acertó en plena cabeza del caballo, partiendo su cráneo por
la mitad. La parte elfa de Nuckelavee, aún gritando de dolor, extendió sus
brazos, uno de ellos manco, hacia Graegr, dispuesto a agarrarle del cuello;
pero, quizá por casualidad, o quizá por una extraña simbiosis, apenas un
instante después de haber muerto el caballo, también murió el elfo.
Hakon
se incorporó, agradeciendo con un gesto la intervención de Graegr. El extraño
cadáver de Nuckelavee aún ardía. El Campo de la Primavera también estaba en
llamas, que marcaban claramente la estela que había seguido el terrorista;
aunque algunas gotas de lluvia empezaban a caer del cielo, probablemente
atraídas por el hechizo de algún elfo con el fin de controlar el incendio. A su
alrededor, la multitud había dejado de huir, y los rostros de terror se iban
convirtiendo en rostros de alivio. Muchos de los presentes empezaron a vitorear
a Hakon y Graegr; otros, más desagradecidos, les miraban con recelo, incómodos
porque un humano y un semiorco se llevaran la gloria del combate, y no ningún
elfo.
***
Elveon,
como cualquiera de los nueve reinos, no dudaría en recompensar a unos guerreros
que hubieran matado a un terrorista que intentaba matar a su rey. Quizá
ofrecería alguna recompensa económica, algún arma o armadura valiosa o incluso
un puesto en la guardia real.
En
aquella ocasión, por supuesto, no fue así. Hakon y Graegr comentaron brevemente
el asunto mientras el cuerpo de Nuckelavee aún ardía; finalmente, decidieron
irse lo más rápido posible. Por supuesto que les habría venido
extraordinariamente bien la recompensa por matar al terrorista, pero, cuanto
más se exhibieran en público presumiendo de aquel mérito, más probable era que
fueran señalados por alguien que les había visto previamente con aquellos elfos
oscuros. Entonces, tal vez las autoridades de Elveon se preguntaran qué hacían
transportando el material necesario para elaborar la poción que prepararía a
Nuckelavee para recibir los hechizos y convertirse en aquel engendro. Tal vez
no creyeran la versión de que no sabían que estaban trabajando para los
Discípulos de Elen. Y, entonces, tal vez, en lugar de una generosa recompensa,
lo que les esperara a Hakon y Graegr fuera un salto hacia las fauces de un
addanc.
A su
vez, el rey Dannadiel tampoco tenía especial interés en promocionar aquel
atentado. Aunque, obviamente, no podía ocultarlo ni por asomo, habiendo sido
tan notorio y habiendo destrozado buena parte del Campo de la Primavera,
tampoco había necesidad de seguir recordándolo ni de darle importancia. Que
todo el mundo comentara que no tenía suficiente control sobre los elfos
oscuros, que los Discípulos de Elen habían estado cerca de matarle y que
quienes habían detenido al terrorista no habían sido los guardias reales, sino
dos extranjeros desconocidos... bueno, aquello sería muy mala publicidad para
él, desde luego. De modo que, cuando los dos héroes anónimos se retiraron
apresuradamente del lugar del combate, tampoco las autoridades de Elveon pusieron
interés en buscarles para recompensarles.
Así
pues, dado que, por distintos motivos, nadie tenía interés en recompensar la
hazaña de los dos guerreros, éstos emprendieron el camino de vuelta hacia
Pueblo Nuevo inmediatamente y sin llamar mucho la atención.
—¿Cómo
iba yo a saber que eran terroristas?—protestó Belegas cuando Hakon y Graegr
regresaron—Parecían gente honrada, yo no tenía ni idea de lo que podían estar
tramando, ¡no somos culpables en absoluto! Lo mejor será que olvidemos este
asunto, no vaya a ser que los guardias de Elveon busquen culpables a los que
poder ejecutar y nos toque a nosotros…
—Sí,
tienes razón—asintió Hakon—. Es un asunto desagradable que a todos nos
convendría olvidar; especialmente a ti. Porque Graegr y yo somos extranjeros y
suena más creíble que no supiéramos que estábamos colaborando con los
Discípulos de Elen, pero tú… bueno, a todo el mundo le resultará más difícil de
creer. Tal vez si Graegr y yo recibiéramos diez monedas de plata más para cada
uno, aparte del pago estipulado, podríamos gastarlas en una taberna,
emborracharnos y olvidar lo sucedido…
—No
juegues conmigo, norteño—le advirtió el transportista—. Cinco. Cinco monedas de
plata más a cada uno, y juráis por todos los dioses no contar nada de esto.
—Menos
es nada. Trato hecho—asintió el norteño.
Con
todo aquello, le llegaría para vivir durante varios meses: quizá podría comprar
algunas baratijas para revenderlas por más precio, si quería invertir el
dinero. Quizá incluso podría comprar otro burro para transportarse. O quizá
probara algo totalmente distinto.
—¿Y
tú qué harás, Graegr?
—Me
gustaría ser leñador, pero no parece fácil… creo que, de momento, me quedaré
aquí, trabajando para Belegas. Si no se vuelve a repetir nada como esto, creo
que transportar cosas de un lado a otro tampoco es un mal trabajo. ¿Volverás a
los nueve reinos, entonces?
—Sí.
Esta vez quizá al sur, para variar. Adiós, amigo. Quizá nos volvamos a ver. Al
menos, según la profecía de aquel elfo loco, me voy a reencontrar con mucha
gente de mi pasado a lo largo de mi vida, así que, quién sabe…
—Adiós,
Hakon. Espero que así sea.
El
norteño marchó caminando con paso firme hacia el oeste. Así acababa otra etapa
de su vida. El último año había sido una locura desenfrenada: desde que golpeó
a aquel noble norteño, la sucesión de ser prisionero, combatir en el torneo,
convertirse en soldado, ir a Iranna a saquear riquezas, desertar otra vez del
ejército, viajar con Graegr hasta Elveon, trabajar de transportista y combatir
a un terrorista convertido en un monstruo flamígero apenas le había dado tiempo
a respirar: de hecho, aquella noche sería la primera en todo un año que pasaría
durmiendo a solas, con tranquilidad. Sin otros prisioneros, sin otros soldados,
sin Graegr, sin Graegohg… a algunos de éstos había llegado a considerarles
amigos pero, de vez en cuando, uno necesitaba tranquilidad e ir por su cuenta,
y ahora lo agradecía.
Volvía
a estar igual que al empezar aquellas aventuras. Había sido un año duro, no muy
provechoso, pero sí interesante. Y ahora, ¿qué le depararían los reinos
sureños? Probablemente, pensó, con su mala suerte y su tendencia a tomar malas
decisiones, más problemas. Pero quizá, con un poco de optimismo, de vez en
cuando pudiera tener una buena comida en el plato, coger algunas borracheras,
echar algún polvo y, sobre todo, tener algún rato de descanso. ¿Qué más le
podía pedir a su vida?
Si os habéis quedado con ganas de más aventuras de Hakon, podéis leer la precuela La guerra de Inhvhaim aquí.
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