Comparto unos párrafos de Jerusalén en los que creo que Alan Moore explica bastante bien lo que implica el eternalismo.
En verdad, lo único que existe es la vida. La muerte es una perspectiva ilusoria que aflige a la tercera dimensión. Sólo en el mundo mortal y tridimensional se percibe el tiempo como algo que pasa, que se desvanece atrás en la nada. El tiempo se concibe como un recurso fungible que, algún día, se agotará. Sin embargo, visto desde un plano superior, el tiempo no es más que otra distancia, como la altura, la anchura o la profundidad. En este universo de espacio y tiempo, todo sucede a la vez, todo acaece en un glorioso superinstante que alberga el albor del tiempo a un lado y su fin al otro. Los minutos intermedios, incluidos ésos que marcan las décadas de la vida, se hallan suspendidos por toda la eternidad en la enorme burbuja inmutable de la existencia.
Imagina tu vida como un libro, un objeto sólido en el que la última línea está escrita antes de que empieces a leer la primera página. Tu consciencia progresa de principio a fin por la narración, así que caes en la ilusión de creer que los hechos se suceden y de que el tiempo discurre a medida que los personajes experimentan las vicisitudes del drama. No obstante, lo cierto es que todas las palabras que articulan el relato están fijas en la página, y esas páginas están encuadernadas en un orden invariable. En el libro nada cambia, ni se desarrolla. Nada avanza en el libro, salvo la mente del lector al fluir por los capítulos. Cuando acabas la historia y cierras el libro, la novela no arde en llamas de repente. Sus personajes y dilemas no desaparecen sin dejar ni rastro como si nunca los hubieran escrito. Las frases que los describen siguen ahí, en ese tomo sólido e incólume, disponibles por si te apetece volver a leer el relato completo.
La vida es igual. Cada segundo de la misma es un párrafo que revisarás infinidad de veces para hallar nuevos significados, pero las palabras jamás variarán. Cada capítulo permanecerá inalterado en un lugar prefijado del texto, y cada momento perdurará, pues, para siempre. Instantes de dicha exquisita e instantes de profunda desesperación, todos ellos suspendidos en el interminable ámbar del tiempo: un infierno, o paraíso, que ni el más ardoroso de los predicadores podría concebir. Cada día y cada acto son eternos, pequeño. Vívelos sabiendo que tendrás que soportar su vivencia eternamente.
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