Corría el año 1317 tras la derrota del Señor Oscuro; cinco caballos se movían a buen ritmo por uno de los caminos principales de la estepa, cerca del Río Limpio. El camino estaba desierto, pero si alguien se los hubiera encontrado, habría reconocido, por su equipamiento y simbología, que los cinco guerreros que montaban estos caballos eran soldados del ejército de Nihlhaim.
La comitiva la encabezaba una mujer de no más de veinticinco años. Vestía una cota de malla sobre ropas de cuero, botas elaboradas y un casco de metal que sólo cubría la parte superior de la cabeza, por debajo del cual asomaba su cabello rubio y ondulado, recogido para no estorbar con el casco. De constitución fuerte, piel blanca, ojos azules y nariz pequeña, su mirada escudriñaba el terreno, pendiente de la responsabilidad que le había sido concedida. Su nombre era Aila. Sus padres la habían llamado así en honor a la guerrera del mismo nombre que formó parte de la Compañía Gloriosa, derrotando al Señor Oscuro 1317 años atrás: sólo el nombre ya cargaba algunas expectativas que, sin duda, había cumplido. Pese a su juventud y al hecho de ser mujer, se había ganado la consideración del príncipe Adalgert como una de sus guerreras de confianza: y aquella era la primera misión que le asignaban en la que actuaba como comandante.
Tras ella, cabalgaba Danward el Tuerto. De constitución fuerte aunque rostro afable, encuadrado por una barba gris, era el guerrero más veterano del grupo, y así lo mostraban sus muchas cicatrices, incluyendo la que hacía que le faltara un ojo y le daba su apodo, por supuesto. Era tan leal a la corona como se podía ser, y el soldado raso por excelencia: excusándose en que él no tenía la menor idea de estrategia o de dar órdenes, nunca había querido ascender de rango. Era, sin embargo, más respetado en términos informales que muchos de sus superiores. La espada, en una vaina de cuero, rebotaba en su cinturón.
Ashild Lobo Gris, por su parte, era un guerrero de poco más de cuarenta años; de estatura baja, se cubría con ropas de cuero y pieles de lobo, como era tradición en su clan. El clan Lobo Gris había visto nacer a algunos de los mejores exploradores y rastreadores de los nueve reinos. La descuidada melena y larga barba rubias de Ashild empezaban a encanecer, y pronto, alguien no familiarizado con los nombres de los clanes podría llegar a pensar que Lobo Gris era un apodo que se ajustaba a su aspecto y no el nombre de su clan.
El cuarto era Helg. Montado en un viejo caballo de piel grisácea, era un hombre de unos 35 años, delgado y no muy alto. Sus ojos, de azul muy claro, brillaban sobre una nariz chata. Vestía ropas de cuero muy desgastadas; en la silla de montar llevaba una lanza de tamaño medio y un escudo de madera con símbolos religiosos, la pintura también desgastada. Ningún tatuaje o cicatriz adornaba su piel; la única mutilación que había sufrido, ya hacía muchos años, era la de su lengua, dejándole permanentemente mudo.
Por último, Egil era un hombre delgado, luciendo ropas azules con el dibujo de una ballena, símbolo de la casa real de Nihlhaim, sobre una fina coraza de cuero. De nariz aguileña, llevaba el pelo rubio, tirando a oscuro, casi rapado, y la barba recogida en una sola y larga trenza.
El grupo llevaba ya varias horas avanzando rápido por el camino. El sol brillaba en lo alto del cielo y era verano: aún así, eso no suponía un calor excesivo en el frío reino norteño de Nihlhaim. A su alrededor, la estepa llevaba tiempo estando completamente desierta; sólo en aquel momento vieron signos de civilización, una solitaria granja levantándose junto al camino.
—Deberíamos preguntar si han visto a alguien que encaje con la descripción de Hrolf el Loco—indicó Aila. Era algo que probablemente todos estaban pensando, pero le correspondía a ella decirlo.
Era una granja pequeña, una estructura de madera destartalada. En torno a ella, había principalmente cultivos de centeno, además de lo que parecía una pequeña huerta de cebollas y un corral de gallinas en el que apenas había dos animales cacareando.
Cuando se acercaron, Aila tuvo un mal presentimiento. Quizá era el modo en que los animales cacareaban, que sólo hubiera dos, la puerta completamente abierta, el aspecto vacío del edificio…
—¡Buen día!—gritó desde el caballo—¿Hay alguien aquí?
Nadie contestó. Decidida, la guerrera desmontó rápidamente.
—¿Crees que han estado…?—preguntó Danward, adivinando sus intenciones.
Aila no contestó. Se limitó a entrar en el edificio, frunciendo el ceño. Lo primero que vio fue las manchas de sangre en el suelo, y desenvainó rápidamente su espada, sujetándola con las dos manos.
—¿Hay alguien aquí?—repitió.
Helg y Danward habían desmontado también, dispuestos a ofrecer su apoyo en cuanto vieron que la guerrera desenvainaba su arma. No habían entrado aún cuando Aila reparó en el cadáver de un hombre, probablemente el dueño de la granja, semioculto en la penumbra durante los instantes en que tardaron sus ojos en acostumbrarse a la sombra.
Entonces, oyó algunos sollozos semiahogados. La guerrera norteña avanzó hacia la estancia contigua, el dormitorio.
Un joven de no más de 14 años yacía inerte en el suelo, también muerto. Sobre un jergón de paja, una mujer desnuda, con el cuerpo ensangrentado, sollozaba.
—Gracias a los dioses—murmuró. Un hilo de sangre caía aún de su boca—. Sois soldados… temía que hubieran vuelto ellos…
—¿Quién ha hecho esto?—preguntó Aila, conociendo de antemano la respuesta.
—Bandidos. Llegaron a primera hora, mataron a mi marido… y a mi hijo… cuando trató de defenderme—la mujer ahogó otro sollozo. No hacía falta que describiera lo que le habían hecho a ella.
Danward y Helg entraron en la habitación, haciendo un gesto con la mano a Ashild Lobo Gris para que Egil y él se quedaran fuera. La abundante sangre de madre e hijo se unían en una mancha espesa que cubría buena parte del suelo y que no pudieron evitar pisar.
—¿Cuántos eran?
—Más de una docena. Más de una docena, ha sido horrible—la mujer estalló en llanto nuevamente, aunque no parecía que más lágrimas pudieran salir de sus ojos.
—Mierda—murmuró Aila.
—Esto no era lo que esperábamos—susurró Danward—. Cuando salieron de la sierra, vieron a Hrolf el Loco, Viggo sin Dientes y dos más. Se les han debido de unir otros bandidos por el camino. El cabrón tiene carisma.
—¿Sabes hacia dónde fueron?
—Oí sus caballos alejándose hacia el oeste… seguían el camino.
Aila se asomó desde la habitación, dirigiéndose a Ashild Lobo Gris.
—Ashild. Van hacia el oeste. ¿Hacia dónde pueden dirigirse?
El norteño pensó por unos instantes, y después emitió un veredicto firme y razonado.
—No serían bienvenidos en el Regalo de Erde, desde luego. A menos que estén pensando quedarse en mitad de la nada, que no creo, u ocupar alguna granja solitaria como ésta… no, no creo. Casi seguro que van hacia Destripadero. Es una aldea prácticamente abandonada. Tiene sentido que un grupo de bandidos quiera establecerse ahí. Podrían pasar unas semanas sin que nadie les moleste.
La comandante volvió a entrar en la habitación, reflexionando.
—No sobrevivirá—le susurró Danward, señalando con la cabeza el cuerpo lleno de contusiones y cubierto de sangre de la mujer—. Está destrozada, ha perdido demasiada sangre. Le quedan unas horas como mucho.
—Mátame—suplicó la mujer, probablemente oyendo una parte de la conversación o al menos imaginando lo que decía—. Mátame, por favor… por favor…
Aila enmudeció, sorprendida por la rapidez con la que había pasado todo. Para la granjera, no había muchas opciones: o se unía a su marido y a su hijo muertos en aquel momento, o lo haría dentro de unas horas, tras una agonía intensa como la que llevaba ya horas viviendo.
—Id montando—dijo por fin—. Lo haré yo.
Los soldados obedecieron y salieron al exterior. Montaron en sus caballos. Un rato después salió Aila, con la cabeza gacha, limpiando de sangre el filo de su espada con un trapo que había encontrado en la cocina. Desde pequeña se había preparado para ser guerrera, pero lo que quería matar era trolls, orcos y enemigos del reino de Nihlhaim, no a una granjera agonizante suplicando la piedad de su espada.
—¿Qué hacemos?—preguntó Danward el Tuerto—No estábamos preparados para esto, no podemos enfrentarnos a más de una docena de bandidos.
—Si volviéramos a Novrogod a por refuerzos, no llegaríamos a Destripadero hasta dentro de dos semanas. Para entonces, habrán hecho todo lo que quieran allí y habrán escapado. Quién sabe a dónde irán después—la comandante suspiró—. No, no podemos permitir que eso pase. Vamos a Destripadero. Nos acercamos y evaluamos la situación. Si vemos que algunos se separan del grupo, podemos matarles por la espalda e ir reduciendo su número. Si nos descubren y nos atacan, nos retiramos. Pero cualquier cosa es mejor que dejar que sigan sueltos. No podemos permitir que sigan sueltos. Vamos a ver cuántos son y cómo de organizados están. Aún si no podemos cogerles, quizá podamos hacerles daño.
Los otros cuatro guerreros asintieron en silencio mientras Aila montaba. Después, partieron hacia el oeste.
En principio, iba a ser una misión sencilla. Sólo tenían que capturar a cuatro bandidos fugitivos, no podía ser para tanto.
Aila había recibido aquel encargo en persona por parte del príncipe Adalgert. El príncipe, siempre amable incluso con los soldados rasos, se había atusado su barba, dividida en dos trenzas, y le había dicho:
—Audhild Serpiente Marina y yo partiremos mañana hacia el Festival de los Dioses. Tenemos tiempo de sobra, pero antes queremos hacer una parada en Kahlfargod. Fortalecer las relaciones entre reinos, ya sabes. No hemos vuelto a… hablar con el rey Inge desde que subió al trono.
La guerrera asintió. De camino a Svanhaim, donde se celebraba el Festival de los Dioses en el que muchos norteños se unían cada 9 años para una gran fiesta de celebración, se encontraba el reino de Vellirihaim. Antaño un reino glorioso, fundado por un legendario héroe que mató a un dragón conocido como Gran Sombra, ahora seguía siendo poderoso… pero su linaje se había degradado en buena medida. El rey Inge era fruto del incesto entre hermanos, y había nacido con un notable retraso mental. No sabía hablar, no sabía razonar, no podía engendrar descendencia: nadie sabía que pasaría después, pero de momento, eran leales al rey. Antaño una casa real orgullosa de sus tres impenetrables armaduras de piel de dragón, que el primer rey de Vellirihaim mandó elaborar a partir del dragón que él había matado, a eso había quedado reducido aquel poderoso reino: a una sola armadura de dragón –las otras dos habían desaparecido en algún momento de los siglos anteriores- que su rey probablemente nunca vestiría, pues ni siquiera sabía vestirse por sí solo, mucho menos combatir.
—Quiero que te ocupes de algunos detalles en nuestra ausencia—continuó el príncipe—. Te voy a poner al mando de un pequeño grupo de soldados: es hora de que demuestres tu talento como líder.
—No sé si estoy preparada, príncipe Adalgert.
—Has demostrado de sobra que mereces el honor, y algún día tenía que llegar. Se trata, de todos modos, de capturar a unos bandidos. ¿Has oído hablar de Hrolf el Loco?
—Me temo que no.
—No te preocupes, no te pierdes gran cosa. Helg lo conoció en persona, de todas formas, irá contigo. Hrolf el Loco robó y asesinó a unos comerciantes hace años; después escapó. Parece que no llegó a salir del reino de Nihlhaim: a lo largo de este tiempo nos han llegado reportes ocasionales de gente que ha sobrevivido a encuentros con él. Parece que él y un pequeño grupo de bandidos, de los que conocemos a otro, Viggo Sin Dientes, llevan unos pocos años sembrando el caos. Estos meses han estado activos, quizá su grupo se haya ampliado y tengan más bocas que alimentar. Se ocultaban en un campamento en la Sierra de Saab hasta que les descubrimos la semana pasada. Ahora, se están moviendo en busca de un nuevo escondite.
Los detalles continuaron durante un rato. Aila no conocía mucho a Helg, aunque le veía a menudo: solía rondar cerca de ella en los combates, como si quisiera protegerla. Era difícil conocer a un hombre mudo que tampoco sabía escribir, de todas formas, y por eso nunca había conocido su historia con detalle.
De pequeño, Helg había sido un vagabundo huérfano en Novrogod, como Hrolf el Loco. Él y otros niños huérfanos se habían juntado en torno a la figura de Hagall Boca de Estiércol, un viejo vagabundo al que le gustaba rodearse de niños. Les enseñaba a robar y a sobrevivir en la calle, pero también dependían de él y se aprovechaba de ellos –en cuántos aspectos, el príncipe no lo precisó-.
Fue Hagall Boca de Estiércol quien cortó la lengua de Helg, como castigo por desobedecerle e insultarle. Semanas después, Helg le sorprendió mientras dormía y le mató a golpes con una piedra. Tras esto, los niños se dispersaron; Helg vagabundeó durante un tiempo más y después se unió al ejército de Nihlhaim. Hrolf el Loco, evidentemente, siguió robando, y cada vez más. Con el tiempo, dejó de conformarse con robar a hurtadillas sin que le pillaran: directamente empezó a asaltar a comerciantes. En una ocasión, unos guerreros de un clan norteño a uno de cuyos miembros había robado le atraparon: se tomaron la justicia por su mano y le cortaron la mano derecha, por ladrón. Después, le dejaron ir. Ese trabajo que habían ahorrado al ejército: los soldados sólo se encargaban de velar por el orden público en ausencia de ciudadanos respetables como aquellos que lo hicieran por su cuenta.
Hrolf, sin embargo, no aprendió la lección, y continuó robando. Reconocible ahora por la mano de hierro con la que había reemplazado su miembro ausente, se convirtió en un bandido proscrito, buscado por haber asesinado a algunas de sus víctimas cuando se resistieron lo más mínimo. Uno de sus socios habituales era también conocido, Viggo Sin Dientes; llamado así precisamente por los efectos en su dentadura causados por un golpe que Hrolf el Loco le dio con su mano de hierro en una ocasión en la que se atrevió a contradecirle. Y es que, matizó el príncipe Adalgert, Hrolf el Loco era claramente un líder carismático: tenía una sorprendente facilidad para atraer a otros bandidos bajo su mando, a los que luego dirigía, literalmente, con mano de hierro.
Así pues, pensó Aila recordando aquellos datos, no debería resultar sorprendente que hubiera conseguido que más bandidos se unieran a su grupo a lo largo de los últimos días. Cuando emprendieron la misión, cabalgaron hasta Ivarjold. No les encontraron allí, habían evitado la aldea para no ser reconocidos, pero sí encontraron a comerciantes que habían sido asaltados en un camino cercano por Hrolf el Loco, Viggo Sin Dientes y otros dos bandidos. Esto les permitió obtener un rastro que habían ido siguiendo hasta ahora. Pero que ahora, según el testimonio de aquella campesina violada, fueran más de una docena… era demasiado, y traería problemas. Entonces, paso por paso. Primero, seguirles hasta Destripadero y evaluar cómo de consolidado y peligroso era su grupo, se repitió Aila.
En el contexto de perseguir a unos bandidos sanguinarios, que la aldea en cuestión en la que se iban a esconder se llamase Destripadero resultaba un detalle especialmente macabro. El origen del nombre era un poco más mundano: sencillamente, durante mucho tiempo, la principal actividad de aquella aldea portuaria había sido el deshuese y troceamiento de ballenas y otros animales marinos. Con el tiempo, la actividad se había ido desviando hacia otras localidades portuarias como Thersund y Oresund, y, desde después de la Gran Guerra, Destripadero se había convertido en una aldea casi abandonada que nadie recordaba. ¿Quién sabe siquiera si seguiría viviendo gente allí? Quizá unas docenas de pescadores, como mucho. Que pudiera recordar, Aila nunca había conocido a nadie que proviniera de Destripadero o que hubiera estado allí, siquiera.
Los cinco soldados viajaron lo más rápido que pudieron, dándose el tiempo justo para descansar a sí mismos y a sus caballos. Aún había, al fin y al cabo, ciertas esperanzas de alcanzarles antes de que llegaran a su destino: eran un grupo grande, y eso les haría algo más lentos. Sin embargo, no fue suficiente. Tras dos días de viaje, el cadáver de un comerciante asaltado en mitad del camino les confirmó que iban en la dirección correcta; y desde allí, no volvieron a encontrar rastro alguno hasta llegar a Destripadero.
Cuando llegaron, era mediodía. El sol, filtrándose entre algunas nubes, iluminaba una aldea construida en cuesta, orientada hacia la playa bañada por las aguas del Gran Azul. Algunas tierras de cosecha, no muy amplias, daban la bienvenida a la aldea. Aunque la solidez de algunas construcciones probaba que antaño la aldea había sido próspera, ahora la mayor parte de ellas estaban abandonadas: algunas habían sido parcialmente derribadas para aprovechar los materiales, otras sólo mostraban los estragos del tiempo. Los hogares en los que había signos de vida estaban más bien agrupados entre sí, en la parte superior de la aldea.
La playa, por su parte, estaba ocupada mayormente por construcciones abandonadas usadas para la actividad pesquera: aún se mantenían buena parte de los muelles –algunos de ellos se seguían usando, pues había barcas en buen estado y redes de pesca secándose al sol-. Sin embargo, lo que más destacaban eran los dos grandes edificios de madera abiertos al mar, destinados al despiece de ballenas. Uno de ellos estaba en estado semirruinoso, pero el otro parecía conservarse bien.
Desmontaron de sus caballos donde empezaban las tierras de cosechas, dejándolos atados a una valla. Se movieron sin hacer mucho ruido rumbo a la aldea, esperando poder evaluar la situación.
Aquella zona estaba desierta, aunque no era raro en aquella época del año. Sólo a lo lejos, en dirección opuesta a Destripadero, se podía ver a alguien vigilando a unos caballos que pastaban; Aila les indicó con un gesto que se dirigieran hacia él.
Cuando redujeron lo bastante la distancia, vieron a un hombre de unos treinta años, vestido de forma sencilla. La comandante se llevó la mano a la empuñadura de la espada, preguntándose si habría sido buena idea ir directamente a preguntar a aquel hombre. Ella estaba más acostumbrada a luchar en tierras salvajes, donde cualquiera que se acercara era un enemigo; no dentro de los nueve reinos, donde había que juzgar con cuidado quién era un habitante respetable del reino de Nihlhaim y quién no.
Pronto comprobó que su intuición había sido incorrecta, al tiempo que se empezaban a oír los cascos de más caballos. Otros dos jinetes se acercaban hacia ellos por el camino.
—¡Soldados!—les saludó el hombre que cuidaba a los caballos—¡Soldados del ejército! ¡Bienvenidos a Destripadero! Hrolf dijo que apareceríais.
Aila desenvainó la espada, siendo seguida inmediatamente por los otros cuatro soldados, dispuestos a luchar.
—¡Calmaos, calmaos!—dijo uno de los jinetes que estaba llegando—¿Es que ya no se puede tener una conversación normal, como gente honrada?
Acto seguido, estalló en carcajadas, mostrando las pocas piezas de su dentadura. Era un hombre de poco más de treinta años, cubierto con una capa de tono verdoso; sujetaba en sus manos una ballesta cargada. La melena y barba absolutamente descuidadas, su nariz chata y su dentadura no daban lugar a dudas: se trataba de Viggo Sin Dientes.
—Eres un criminal fugitivo—le respondió simplemente Aila, sosteniendo su espada con firmeza—. Bájate del caballo.
—Creo que no haré eso, guapa. Pero el jefe nos dijo que no lucháramos. Quiere hablar con vosotros. Seguidme.
Aila intercambió miradas de duda con los otros guerreros. Helg permanecía impasible: no parecía extrañarle mucho aquella situación. Al fin y al cabo, conocía a Hrolf el Loco, y sabía que podía ser un hombre peculiar. Asintió casi imperceptiblemente, dando su aprobación a Aila para que siguieran al bandido. Después de todo, ¿cuál era la alternativa? Si luchaban, quizá, con suerte, no sufrieran ninguna baja; y sin duda, a alguno de los bandidos podrían abatir, pero yendo ellos a pie y dos de sus enemigos a caballo, probablemente podrían escapar sin problemas y avisar a los demás.
De modo que, con las armas desenvainadas y peligrosamente expuestos a la ballesta, siguieron a los bandidos. Al parecer, el reconocimiento de la situación iba a ser desde mucho más cerca de lo que esperaban.
Descendieron entre las casas abandonadas de Destripadero, sin nadie más a la vista más que ellos. Se dirigían al edificio destinado al despiece de ballenas que estaba en mejores condiciones; parecía ser que los bandidos se habían asentado allí.
Al oírles llegar, Hrolf el Loco abrió la puerta del edificio y salió a recibirles tranquilamente, sus botas de cuero hollando la arena de la playa despreocupadamente. Tenía cerca de cuarenta años, y una imagen bastante impactante, fruto de la vida que había llevado: con diversos tatuajes alrededor de su boca, ciego de un ojo –que tenía blanquecino, en medio de una profunda cicatriz- y faltándole una oreja casi al completo, su aspecto resultaría aterrador para muchos. Vestía pantalones y camisa sencillos por debajo de una capa de tonalidad escarlata, aunque muy sucia. Llevaba unos gruesos guantes de cuero, y la camisa estaba casi totalmente abierta, mostrando –además de algunas cicatrices en el torso- el tatuaje de una daga fingiendo atravesarle el cuello.
—Os estaba esperando—dijo con una sonrisa socarrona—. Sabía que el ejército de Nihlhaim enviaría a alguien, pero mirad por dónde… no esperaba que entre ellos hubiera alguien conocido. ¿Qué tal, Helg, viejo amigo? Todavía te recuerdo. Cierta parte de mí añora los tiempos en que éramos niños sin hogar robando para Hagall Boca de Estiércol, ¿tú no los añoras? Yo tampoco del todo, como digo, sólo cierta parte de mí. Otra parte de mí está mucho más contento siendo el jefe y no teniendo a nadie por encima, claro.
El soldado mudo se limitó a aguantar la mirada al bandido, con el ceño fruncido, sin hacer ningún otro gesto.
—En fin, tampoco quiero entretenerme—prosiguió Hrolf—. Lo que quiero deciros es muy breve y sencillo: vamos a pasar una temporada aquí, en Destripadero, y después nos iremos a otro sitio. Espero que podamos despistaros. Como comprenderéis, lo mejor que podemos hacer ahora es despedirnos y esperar a que nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Por supuesto, habéis venido a capturarme, pero comprobaréis que eso es tarea imposible. Si no os habéis dado cuenta ya, debéis saber que hemos hecho muchos amigos.
Acto seguido, el bandido golpeó dos veces la puerta del edificio, con su mano de hierro. Aún a través del cuero, los golpes sonaron muy fuertes, e hicieron que los bandidos empezaran a salir. Aila trató de contarlos a todos para evaluar la situación: sumando a los que ya estaban fuera, había quince. Alguno de ellos ni siquiera parecía estar armado; la mayoría llevaban hachas o cuchillos de distintos tipos. No estaban bien equipados, pero eran quince.
—Entonces, ésa es la situación: no podéis capturarnos, porque moriríais en el intento. Por supuesto, nosotros también podríamos intentar mataros ahora mismo, ¡y lo conseguiríamos! Pero seguro que conseguiríais matarnos a seis o siete de nosotros al menos, ¿verdad? Y bueno, no nos apetece morir. Entonces, los dos bandos sufriríamos bastante si nos peleáramos. Así que creo que deberíais volver por donde habéis venido. Ahora que sabéis que somos más, podéis formar un grupo más grande para darnos caza… claro que, para cuando volváis, nosotros habremos tenido tiempo de sobra de marcharnos de este lugar y escondernos en algún sitio donde no podáis encontrarnos.
—¿Es eso lo que querías decirnos?—inquirió Aila—¿Que nos vayamos? ¿Tan simple como eso?
—Sí. He sido bastante razonable, ¿verdad?
—¿Y si no queremos?—replicó, todavía sosteniendo la espada—¿Con qué derecho te crees que puedes dirigirte en esos términos a nosotros?
—Haced lo que os plazca—repuso Hrolf el Loco, encogiéndose de hombros y sonriendo nuevamente—. Por mí, como si queréis dejar el ejército y aprender a despiezar ballenas, ya que estáis aquí. Pero si tratáis de capturar o herir de forma alguna a cualquiera de nosotros, estáis muertos. Sólo sois cinco y no tenéis ninguna oportunidad. Así que os sugiero que toméis la única decisión sensata… que es marcharos de aquí… antes de que vuestra presencia empiece a molestarnos.
Dicho esto, el líder de los bandidos les dio la espalda sin temor alguno, sabiéndose protegido por sus hombres, y entró de nuevo al edificio. Los demás le fueron siguiendo poco a poco. Algunos escupieron en la arena en señal de desprecio.
Aila quedó en silencio durante unos instantes más, la rabia bullendo en su interior.
—Vamos—murmuró finalmente.
Conforme subían por la playa hacia la aldea, se sentía humillada, llena de una rabia que no podía liberar; y sabía que Danward, Ashild, Helg y Egil se sentían igual. Habían hecho el viaje en vano, no habían cumplido su misión y, lo peor de todo, unos bandidos cobardes se habían reído de ellos frente a sus caras, sabiéndose intocables. Aila se sentía humillada. Quería quedarse allí y recuperar su honor a golpe de espada, pero sabía que era un suicidio.
El camino por el que se dirigían de vuelta a donde habían dejado sus caballos pasaba por en medio de Destripadero, cerca de las casas habitadas. En mitad del camino había aparecido un hombre, evidentemente esperándoles.
Según se fueron acercando, Aila le escudriñó con desconfianza. Era de altura media, joven, no llegaría a los treinta años. Vestía con una capa de tono morado, por debajo de la cual se podían apreciar unos pantalones algo elaborados, botas de cuero altas y una camisa gruesa y grande, casi una túnica, que le cubría hasta el cuello. La capa se cerraba sobre ella con un broche con la figura de una ballena, ligeramente distinta al símbolo de la casa real de Nihlhaim. Su cabello, destacando tanto en su melena como en su barba bien afeitada, era rubio tirando a oscuro; sus ojos claros, su piel algo bronceada por el sol y el salitre. Cuando habló, lo hizo con voz baja, tranquila y rasgada:
—Esperad, soldados de Nihlhaim. Necesito hablar con vosotros. Mi nombre es Ull, del clan Ballenazul. Por estos lares me llaman Ull el Afortunado.
—Nunca había oído nada de ese clan—le cortó Aila, con pocas ganas de hablar.
—Ah, el clan Ballenazul es antiguo, pero no habría durado tantos siglos si nos gustara mucho llamar la atención. Pero no es eso lo que os quería contar. He visto que hablabais con Hrolf el Loco. Imagino que habíais venido a capturarle, pero habéis visto que sus hombres son numerosos. ¿No es cierto?—Ull no esperó respuesta—La llegada de estos bandidos a primera hora de la mañana ha perturbado nuestro modo de vida. Como veis, nadie se atreve a salir de sus casas. Nos hemos reunido en algunas pocas… para cuidarnos unos a otros. Nos complacería que pudierais ver nuestra situación.
—¿Os han hecho daño?—preguntó la guerrera.
—No por el momento. Han pedido comida y bebida, y se les ha dado… para evitar problemas.
—Bien. Buscaremos refuerzos y volveremos a ayudaros.
—Nos gustaría que conocierais de primera mano nuestra situación… siempre que no suponga una molestia para vosotros.
Aila suspiró.
—Escuchemos lo que tienen que decir—dijo, y siguieron a Ull el Afortunado.
Momentos después, el lugareño entraba en una de las casas más grandes. Al seguirle, comprobaron que buena parte del pueblo estaba reunido allí. Les saludaron al entrar, con un brillo de esperanza en sus ojos. Muchos parecían francamente aliviados por la presencia de los soldados.
—¿Habéis venido a matar a los bandidos?—les preguntó un niño, el primero en hablar. Su madre le dio un suave golpe en la cabeza, reprochándole sus modales.
—¿Qué es lo que ha ocurrido?—inquirió Aila—¿Estáis todos bien?
Algunos de los lugareños fueron tomando la palabra, especialmente Ull el Afortunado. Por cómo se comportaba, por cómo le trataban los demás, la guerrera notó que era, de alguna forma, el que mandaba en aquella aldea, aunque no fuera oficial. Esto no le inspiró mucha confianza. Destripadero, era, al fin y al cabo, una aldea prácticamente abandonada, apartada de la mirada de la casa real y del ejército de Nihlhaim. Ull el Afortunado… no parecía trigo limpio, pensó. Quien triunfaba en algún lugar así, quién sabe qué tipo de actividades practicaría para ganar dinero y poder. Era un líder carismático, los demás le aceptaban como tal. Era, al fin y al cabo, un perfil muy similar al de Hrolf el Loco, y Aila ya había tenido bastante con soportar a éste. Pero los bandidos resultaban molestos para él; por eso tenía interés en librarse de ellos, como dejó bien claro de forma muy directa:
—Nosotros solos no podemos hacer nada contra ellos—concluyó, cuando habían terminado de relatar la llegada de Hrolf y sus hombres al pueblo—. Vosotros solos tampoco. Pero, si nos unimos, podemos ganarles sin problemas.
—Todos nosotros estamos dispuestos a luchar—confirmó un pescador que todavía no había hablado—. No somos guerreros, pero les atacaremos con nuestros cuchillos, nuestras hachas, nuestros arpones. Si nos ayudáis, podemos con ellos.
—Sería muy difícil—intervino Danward el Tuerto—. Ellos son bandidos, están acostumbrados a combatir y preparados para ello. Vosotros no.
—Pero vosotros sí—insistió el Afortunado.
—Podemos volver con refuerzos—repitió Aila—. Acabaremos con esto sin exponeros a vosotros.
—Nosotros ya estamos expuestos—protestó una mujer del pueblo—. Hoy sólo han querido comida y bebida, y se lo hemos dado para evitar problemas, pero, ¿qué pasará mañana?
—Estamos totalmente a su merced—secundó un hombre—. ¿Qué pasará cuando quieran nuestro oro? ¿Y nuestras mujeres, y nuestras hijas?
—Mi hija tiene 12 años—insistió otro—. Para cuando volváis con refuerzos, estaremos perdidos, y lo sabéis. Mientras vosotros estáis yendo y volviendo con más soldados, ellos tendrán varios días para saquear todo nuestro pueblo, violar a todas nuestras mujeres e hijas, y largarse a otro lugar. Lo sabéis perfectamente.
Aila intercambió una breve mirada con Danward el Tuerto y Ashild Lobo Gris. Helg permanecía junto a ella, impaciente por escuchar su decisión. Todos en el pueblo parecían saber muy bien la situación en la que se encontraban, y tenían razón en lo que decían.
—Aún así, es demasiado peligroso—dijo nuevamente Aila—. Sólo somos cinco soldados preparados: los bandidos están armados y saben luchar, vosotros no. Debemos buscar refuerzos del ejército o nos arriesgamos a un combate demasiado duro. Habrá demasiadas bajas, eso es inaceptable.
Las voces de protesta se alzaron nuevamente. Algunos lugareños parecían enfadados con la decisión de Aila; otros tenían un tono de súplica.
—¡No podéis dejarnos así!—protestaba uno.
—¡Ayudadnos, por favor!—suplicaba otra.
—Pensamos volver lo antes posible—trató de calmarles Ashild—. Si podéis aguantar sólo unos días…
—¡No podemos! ¡Nos matarán para entonces!
—Son bandidos sanguinarios—murmuró alguien.
—Si os marcháis—dijo Ull, y al hablar él, todos los demás callaron—, el pueblo de Destripadero sabrá que los soldados de Nihlhaim son unos cobardes, que dieron la espalda a su gente cuando más los necesitaban.
Ante la provocación, Egil avanzó hacia él, desafiante.
—Repite eso si tienes…
—Egil—le cortó Aila—. Basta. Tiene razón.
Las miradas se volvieron hacia la guerrera.
—En el tiempo que vamos a por refuerzos, dejaremos indefensa a toda esta gente, y Hrolf el Loco y los suyos podrían escaparse otra vez y esconderse de nosotros. Habríamos hecho dos viajes en vano. Lo correcto es que nos quedemos y acabemos con esto lo antes posible: ésa es la misión que nos encargó el príncipe Adalgert. Los guerreros de Nihlhaim no somos cobardes. Si morimos aquí, al menos moriremos en combate y con honor. No vamos a dar la espalda a una batalla. Nunca. ¿De acuerdo?
Egil asintió. Los lugareños procuraron contener sus comentarios de júbilo y alegría para que no se oyeran desde el edificio situado en la playa.`
—Necesitamos saber quiénes vais a combatir y de qué armas disponéis para organizar mejor nuestros recursos. Atacaremos al anochecer—anunció Aila, tras haber deliberado durante un rato la mejor estrategia junto a los otros cuatro soldados—. Necesitaremos escudos para vosotros, aunque sean rudimentarios; cualquier cosa que pueda servir como escudo, usadla. Sabemos que tienen ballestas, y eso les da una ventaja inicial, pero con los escudos, no tendrán esa ventaja. El grueso del ataque será por la playa, hacia el edificio. Pero tiene que haber grupos de gente aprovechando para rodearles.
—Dos grupos moviéndose por el agua, en la oscuridad no se nos verá—explicó Danward—. Los bandidos estarán pendientes del grupo principal, el que ataque por la playa; de esta forma, les rodearemos y les atacaremos de frente y por la espalda a la vez. Acabará rápido.
Ull el Afortunado asintió, dando su aprobación. El resto de los lugareños parecía estar pendiente de que lo hiciera, así que el asunto quedó cerrado. Después, los que iban a luchar fueron anunciándose, de forma que se pudiera preparar mejor la estrategia. Un total de diecinueve hombres –aunque algunos, muy jóvenes- y dos mujeres de Destripadero se ofrecieron a luchar. Junto a los cinco soldados norteños, esto formaba una fuerza de ataque de veintiséis personas, que se dividirían en un grupo principal formado por dieciséis de ellos, y dos grupos pequeños de cinco personas atacando por el agua.
Sólo quedó, pues, preparar las armas para la contienda. Formaron pequeños grupos con los que hacer breves excursiones a las casas de alrededor a por las armas y material necesario, siempre con dos soldados norteños en el grupo, como precaución. Lo cierto es que no hubo ningún problema en absoluto: los bandidos continuaron en el interior del edificio abandonado, salvo un breve rato que algunos de ellos salieron a bañarse en el mar; pero ninguno se acercó a las casas.
Por tanto, pudieron recuperar no sólo algunos cuchillos, hachas y arpones, sino algunas mesas y taburetes que, a lo largo de la tarde, fueron desmontando para elaborar escudos, por simples que fueran.
El último detalle fue conseguir piezas de madera que pudieran servir como manijas de algunos de los escudos improvisados. Aila y Helg, más confiados, volvieron a una de las casas ya visitadas para recoger una mecedora que podía ser útil para ese fin.
Arrancando las piezas inferiores de la mecedora, sin los habitantes de Destripadero alrededor, la comandante norteña se permitió relajar sus facciones y mostrar en ellas la preocupación que había estado ocultando. Aquel dilema sobre si estaba haciendo lo correcto, si era buena idea la decisión de quedarse a luchar, si merecía la pena, afloró claramente en su rostro.
Sin previo aviso, Helg la abrazó. La norteña quedó paralizada ante aquella muestra de afecto por parte del guerrero mudo. Ella tampoco dijo ni una palabra: se limitó a aceptar el abrazo de su compañero soldado. Tampoco sabía qué decir: era una situación un poco extraña e incómoda, ciertamente, pero había sinceridad en el abrazo de Helg, un intento honesto de reconfortarla aunque ella no hubiera pedido tal cosa.
Después de unos momentos, éste se separó. Los dos recogieron las piezas de madera y regresaron con los demás como si nada hubiera pasado, sabiendo que el combate estaba ya cerca.
En su arrogancia, Hrolf el Loco parecía confiar en que los soldados terminarían por irse a buscar refuerzos: quizá por eso era posible que hubiera dado a sus hombres la orden de no alejarse mucho ni moverse por su cuenta. No parecía un hombre tan completamente estúpido como para no haber supuesto que los soldados y los lugareños de Destripadero habían entrado en contacto, pero quizá sí era tan arrogante como para dar por hecho que no se atreverían a unirse contra él.
Cuando cayó la noche, su error se hizo evidente. Desde el edificio abandonado, a la luz de algunas antorchas que al menos había tenido la precaución de colocar en la arena frente al edificio, todos los bandidos pudieron verlo. Un gran grupo de personas armadas, encabezadas por Aila, Danward y Ull el Afortunado, se dirigían hacia ellos, en calma, desafiantes.
—¡¿Así que así va a ser?!—gritó Hrolf el Loco, que salió del edificio pavoneándose, con un hacha en su mano—¿Seguro que queréis morir así? ¿No preferís daros la vuelta y huir, ahora que aún estáis a tiempo? ¿Dónde está mi viejo amigo Helg? Pensé que era más sensato…
El líder de los bandidos tardó un instante más en comprender por qué no distinguía a Helg entre las personas que tenía delante: porque estaba en uno de los dos grupos que, desplazándose por la costa, habían rodeado el edificio y se encontraban ahora a sus espaldas.
Aila cargó contra los bandidos, al tiempo que Helg y Ashild Lobo Gris, a la cabeza de los otros grupos, atacaban por el otro lado. Los bandidos salieron atropelladamente del edificio abandonado, rodeados y dispuestos a plantar cara. Dado que el área de combate no era muy grande, pronto lo que habían sido tres grupos separados quedaron unidos como una especie de cerco a los bandidos acorralados en su interior.
La guerrera norteña fue la primera que hundió su espada en el vientre de un enemigo, hiriéndole mortalmente. Un virote disparado por la ballesta de alguno de los bandidos pasó silbando junto a su cabeza, seguido por otros; del lado contrario fue arrojado un arpón, con el que un pescadero del lugar pudo alcanzar a otro bandido, matándolo de forma espectacular.
La mayoría de los virotes fue parada por los escudos de los soldados o por los escudos improvisados de los lugareños, pero alguno alcanzó su blanco. Aila comprobó con sorpresa que algunos lugareños luchaban mucho mejor de lo esperado, como si ya tuvieran cierta experiencia; pero muchos otros no, y comenzaron a caer bajo las ballestas al principio, y bajo las hachas y cuchillos cuando se acercaron más.
Aila, decidida a minimizar las bajas, buscó con la mirada a Hrolf el Loco. Tal vez si su líder caía, al menos algunos de los bandidos se rindieran. Fue abriéndose paso, acompañada por los tajos de la espada de Ull el Afortunado. Cuando, durante los preparativos, Ull había anunciado que lucharía con espada, la guerrera no había podido sino sorprenderse: sólo los guerreros mejor establecidos o más adinerados tenían una. De hecho, en su grupo de cinco soldados, sólo ella y Danward combatían con espada: ¿de dónde había sacado una aquel misterioso hombre? Parecía que al clan Ballenazul no le iba nada mal, por poco conocidos que fueran.
La guerrera pudo ver que Egil, excelente luchador, había tenido la misma idea. Éste ya estaba llegando a Hrelf cuando Viggo Sin Dientes, que había cambiado su ballesta por un hacha, le alcanzó en el brazo derecho. Al haber atacado por la espalda, Egil no había podido protegerse con el escudo, y sufrió un corte profundo.
Insistiendo, Viggo repitió el ataque, esta vez con Egil alerta, pero consiguiendo acertar en el mismo sitio. Dos duros golpes en el brazo derecho del soldado lo dejaron completamente expuesto y en el suelo, retorciéndose de dolor. Habría caído bajo el hacha de Viggo de no acudir en su ayuda Ashild Lobo Gris, que mató al bandido de un certero golpe en el cuello.
Aila consiguió por fin llegar a donde el líder enemigo. Éste atacó con un hachazo que la guerrera desvió con su espada, pero para su sorpresa, Hrolf no perdió el equilibrio sino que atacó un instante después con un hachazo de abajo a arriba, que casi le arranca la cabeza. El golpe empujó su casco, dañándoselo y quitándoselo.
Maldiciendo la calidad de los cascos regulares del ejército, Aila contraatacó; su rival se apartó rápidamente, y la espada apenas le rozó, haciendo un corte muy superficial en su hombro. El bandido era extraordinariamente ágil, aunque no tuviera tanta experiencia en combate; y la guerrera norteña tenía que estar pendiente también de los que combatían junto a él.
Los dos últimos movimientos del combate se sucedieron con rapidez: Aila usó su espada para parar un ataque con el hacha de Hrolf, quedando así expuesta a un golpe con su mano derecha desnuda. El bandido golpeó a la guerrera en la cabeza, dejándola inconsciente. Todo se volvió negro.
Cuando Aila despertó, oyó los gritos y ruidos de la batalla amortiguados, como si estuvieran teniendo lugar bajo el agua. La sangre caliente manaba de una brecha en su cabeza, haciendo que la arena se pegara a su piel. Abrió los ojos con esfuerzo y pudo distinguir las siluetas que combatían, dispuestas en un ángulo extraño. No, era ella la que estaba en un ángulo extraño, estaba tirada en el suelo.
Se encontraba desorientada, y tardó un poco más en recordar dónde estaba. La playa, los bandidos. Hrolf el Loco. Estúpida, pensó para sí misma, había sido estúpida. Había olvidado que, bajo los guantes de cuero de Hrolf, su mano derecha era de hierro. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Se había expuesto a recibir un golpe de su mano como si fuera de carne y hueso. Podría haber muerto por ese error. Había sido muy afortunada de que el golpe sólo la hubiera dejado inconsciente, y al parecer, durante apenas unos momentos.
Aunque todo daba vueltas, se incorporó. Asió su espada. Helg estaba combatiendo junto a ella, velando por el cuerpo inconsciente de su comandante; de lo contrario, estaría muerta. Y entonces, su guardián cayó.
Uno de los bandidos consiguió darle un hachazo en el cuello. Aila vio cómo Helg caía, casi instantáneamente muerto, tras un hachazo tan fuerte que casi le arrancó la cabeza, dejándola colgando en un ángulo extraño. El leal guerrero mudo cayó junto a su comandante. Ésta, blandiendo su espada, se levantó y vengó instantáneamente a su compañero caído, con un rápido mandoble que mató al bandido.
Al hacerlo, sin embargo, Aila perdió el equilibro de nuevo: aún estaba demasiado aturdida por el golpe en la cabeza, todo daba vueltas. Cayó a la arena aturdida. La batalla estaba terminando, los cadáveres se amontonaban a su alrededor, la mayoría de bandidos, pero también de lugareños.
Fue entonces cuando vio a Hrolf otra vez. El líder de los bandidos seguía luchando con ferocidad, aunque la batalla estaba perdida para él. Al ver a Aila tratando de incorporarse, sus ojos se iluminaron, y se acercó para rematarla.
Quien intervino esta vez fue Ull el Afortunado. El misterioso hombre atacó con su espada, con un duro golpe que Hrolf bloqueó con su mano de hierro. Una vez más, el bandido demostró ser rapidísimo, al contraatacar con rapidez y alcanzar con su hacha a Ull en el pecho, derribándolo sobre la arena.
Alia se incorporó aturdida ayudándose con su espada. Hrolf el Loco, de rodillas junto a Ull el Afortunado, alzó nuevamente su hacha y volvió a golpear el pecho de éste. Dos impactos directos en el pecho, pensó Aila: con toda seguridad, Ull estaba ya herido de muerte. Pero su sacrificio le había dado tiempo a ella para incorporarse.
Todo le seguía dando vueltas, pero trató de concentrarse. Hrolf se giró hacia ella al percibir su presencia. Se movía rapidísimo, pero no tenía el entrenamiento de Aila. Sus golpes parecían difíciles de predecir por rápidos, pero su estilo blandiendo el hacha era, en realidad, muy básico. Esta vez Aila no se acercó tanto, decidió aprovechar la ventaja que le daba el hecho de que su arma tuviera mayor alcance. Hrolf también paraba bien los ataques laterales con su mano de hierro, como acababa de hacer con Ull, pero parar una estocada así era mucho más difícil, su mano no tenía la misma superficie que podía tener un escudo, más apto para esas funciones.
Así, esta vez, el resultado fue diferente. Cuando Hrolf el Loco apenas estaba alzando el brazo para descargar su hacha, la espada de Aila le atravesó el pecho. El hacha resbaló de su mano y se desplomó en el suelo, borboteando sangre hasta morir unos momentos después.
A muy poca distancia, Ull el Afortunado tosió un poco y se incorporó. Aila se giró hacia él, sorprendida.
—No deberías moverte…
—Estoy bien. Me duelen las costillas, pero el metal no ha atravesado mi piel.
A la escasa luz de las antorchas de la playa, Aila observó al lugareño, incrédula. Sus ropas estaban rasgadas por el filo del hacha, pero debajo de ellas no se veía el torso, sino una armadura ligera. La comandante nunca había visto una armadura como aquella, pero la reconoció al momento. Las escamas rojas que la formaban no daban lugar a dudas: aquella era una armadura de piel de dragón, una de las armaduras más valiosas del mundo. Más ligera que el acero pero prácticamente igual de resistente, sería casi imposible de atravesar, quizá salvo que se hundiera una espada muy afilada, con mucha fuerza, y acertando en el borde de alguna escama y no en su centro.
Que Aila supiera, sólo tres armaduras así eran conocidas: las tres armaduras hechas con la piel del legendario dragón Gran Sombra. Y la monarquía de Vellirihaim sólo conservaba ya una, que quizá el rey Inge nunca llegaría a ponerse, habiendo desaparecido las otras dos siglos atrás.
A su alrededor, el combate ya había concluido. Sólo dos bandidos habían quedado en pie y estaban corriendo por la playa, perseguidos por algunos lugareños furiosos dispuestos a rematarles. Ull el Afortunado se cubrió con su capa.
—Sé que no es lo más justo que un hombre de mal vivir como yo pida esto a una noble guerrera del ejército—dijo, con un tono que no se sabía si era realmente solemne o más bien sarcástico—, pero apreciaría que no corrieran rumores sobre lo que sea que crees haber visto bajo mis ropas. Mi vida correría un serio peligro si esos rumores se extendieran.
—Soy leal a la corona de Nihlhaim. No tengo nada que ver con la corona de Vellirihaim ni tengo por qué meterme en sus asuntos—respondió simplemente Aila, y Ull el Afortunado asintió en silencio, inclinando la cabeza en un gesto de agradecimiento.
Momentos después, Danward el Tuerto se encaminó hacia ellos, interesándose por el estado de Aila, que le confirmó que se encontraba razonablemente bien, golpe en la cabeza aparte.
—Ashild Lobo Gris y yo estamos bien—respondió Danward—. Hemos perdido a Helg, y Egil está herido. Me preocupa, la herida tiene mala pinta y se ha ensuciado con arena. Creo que podría infectarse.
Soldados y lugareños empezaron a arremolinarse en torno a sus heridos y muertos. Un hombre del pueblo, que sabía algo de curar heridas, torció el gesto al ver a Egil.
—Llega hasta el hueso y está llena de arena—comentó entre los gruñidos de dolor del soldado norteño—. Lo siento. Es una pésima noticia, pero debemos amputar este brazo.
—Podéis quedaros dos días enteros o tres, si queréis—les ofreció Ull el Afortunado—. Nos habéis salvado de estos bandidos. Os daremos alojamiento, comida, bebida y atenderemos a vuestro amigo. Y al otro, no tenéis por qué enterrarlo: aprovechando que estamos en la costa, podemos darle un funeral de héroe. Prepararemos una barca y le despediremos en ella.
Los soldados aceptaron la oferta, pudiendo disfrutar así de un merecido descanso. Antes de acostarse, Aila insistió en enviar un cuervo a Novrogod para informar de su estado; después, con mucho gusto se dejó caer en un jergón. Mientras estuvieron en Destripadero, fueron tratados como héroes.
Aila, aún así, tenía mucho en lo que pensar. Sus decisiones habían desembocado en aquella situación: uno de los hombres bajo su mando había muerto, y otro había perdido el brazo derecho. Era un resultado muy malo para sus expectativas iniciales, pero teniendo en cuenta que Hrolf el Loco había reunido una banda mucho mayor de lo que esperaban, ¿qué alternativa habría tenido? Si hubiera escogido no combatir, Hrolf podría haber destruido el pueblo de Destripadero, haber escapado y haber seguido sembrando terror y dolor por todo Nihlhaim: quién sabe cuánto daño habría podido hacer hasta que hubieran tenido otra oportunidad de acabar con él.
Su alianza con Ull el Afortunado también le había dado en qué pensar; más aún cuando, el día antes de abandonar Destripadero, creyó oír a lo lejos que Ull y uno de los pescadores hablaban algo sobre un envío. Algo sobre recibir un envío en la playa. ¿Quizá había entendido mal las palabras? Probablemente no. Y aquello no sonaba a un comercio legítimo aprobado por la corona.
Ull el Afortunado era miembro de un extraño clan que nadie conocía, prácticamente gobernando una aldea casi abandonada y olvidada por la gente, con una espada y una de las armaduras más valiosas del mundo en su poder, que quién sabe cómo habría conseguido; y, por si fuera poco, también recibía envíos de quién sabe qué. En resumidas cuentas, no cabía duda de que debía ser considerado un criminal que había conseguido su poder con métodos dudosamente correctos desde un punto de vista moral. Sin embargo, no era ni por asomo tan malo como Hrolf el Loco, todos los lugareños de Destripadero le respetaban, y parecía tener también cierto sentido del honor.
El mundo era muy complejo y lleno de grises, pensó Aila. Había esperado que su primera misión como comandante fuera más sencilla: en su lugar, se había encontrado con bajas entre sus hombres y con dilemas morales de difícil solución. Dadas las complicaciones, pensó, había salido airosa de aquel desafío. Tal vez, aunque en un mundo tan complejo no pudiera aspirar a obtener resultados perfectos siempre, sí podía aspirar a un resultado aceptable, a seguir superando desafíos y a convertirse en una buena guerrera.
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