miércoles, 26 de julio de 2023

La balada de Hakon: Resaca en Slattan



Un intenso dolor de cabeza fue lo primero que los embotados sentidos de Hakon pudieron percibir. La molesta luz del sol y una voz que le hablaba a gritos llegaron poco después.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, trató de entender lo que vociferaba la silueta ante él.

—¡…en mi establo, jodido borracho! ¡Sal de aquí ahora mismo!

El mensaje era lo bastante claro. Añadiendo a sus músculos un dolor que hasta ahora no había notado, Hakon se incorporó con movimientos lentos y pesados.

Al parecer, una borrachera considerable le había llevado a acostarse entre las balas de heno del establo de una pequeña granja. El granjero era un hombre de unos cincuenta años, fuerte y con una barba canosa, poco comprensivo con su situación.

—¡Turenn!—ordenó el granjero—¡Indícale a este idiota el camino para largarse!

Hakon dedujo que el tal Turenn debía de ser el hijo del granjero: era un joven de unos 17 años, alto, con una prominente mandíbula cuadrada en la que aún no había crecido una barba y cabello rubio.

No obstante, el joven parecía mucho menos enfadado por la situación que su padre; en su rostro se intuía un intento de reprimir una sonrisa. Probablemente él también preferiría haber estado emborrachándose la noche anterior. Acompañó a Hakon por un pequeño camino hasta los límites de la granja, en lo que él decidió aprovechar la aparente simpatía del joven.

—Oye, chico—murmuró el resacoso norteño—. ¿Puedes indicarme el pozo de agua más cercano? Si estás agradecido por la compañía que me he molestado en prestar a vuestros burros, claro.

El joven soltó una carcajada. Bien, no había sido el chiste más ingenioso que hubiera elaborado Hakon, pero con aquella resaca no se podía pedir mucho más.

—Tienes que pasar las dos granjas siguientes, verás que después empieza el bosque a tu derecha. Si giras a la izquierda ya verás una de las calles principales, la herrería del viejo Hugh te ayudará a orientarte. Por esa calle encontrarás un pozo enseguida.

El norteño lo agradeció y siguió las instrucciones, mientras intentaba recordar algún detalle de la noche anterior: por ejemplo, dónde estaban su hacha y su martillo, que no le haría ninguna gracia perder. Sin embargo, la mayor parte de la noche estaba cubierta por la espesa bruma del alcohol.

Había llegado a Slattan el día anterior, sí. Había visto aquellas mismas granjas al llegar, y también el bosque. Después había estado en una taberna… quizá sus armas estuvieran allí, aunque era más probable que alguien las hubiera robado. Eso sería muy molesto. Con aquella resaca, iba a ser muy difícil perseguir a un ladrón.

Oyó los martillazos desde muy lejos; aunque el camino no tenía pérdida, agradeció que le guiaran hasta la herrería mencionada por Turenn, donde un hombre de algo más de sesenta años estaba forjando lo que parecía que se convertiría en un cuchillo. Slattan era una aldea pequeña, ¿quizá algo más de trescientos habitantes? A Hakon nunca se le había dado bien calcular cifras de una población, de todos modos. Todo el mundo hablaba en sureño, idioma que Hakon había llegado a dominar como su segunda lengua.

Realmente, estaba sufriendo una de las resacas más dolorosas de su vida. Su cabeza ardía, todos sus músculos estaban doloridos y notaba pinchazos en un costado. Estaba llegando a la triste conclusión de que, pasados los treinta años, su cuerpo aguantaba las resacas considerablemente peor que cuando tenía veinte.

Por fin, localizó el pozo. Un cubo ya colgado de la polea le sirvió para beber unos largos tragos, y luego no dudó en vaciarse el resto en la cabeza. El agua fría le ayudó a despejarse un poco.

Se sentó a la sombra de un avellano mientras esperaba a que el agua aliviara, aunque fuera un poco, sus síntomas. Durante el trayecto al pozo, le había dado la sensación de reconocer una de las calles perpendiculares. Ése sería su próximo destino, tenía un vago recuerdo de que la taberna a la que había ido estaba por allí.

En cuestión de un cuarto de hora, el dolor de cabeza se había aliviado un poco. Los dolores musculares, por desgracia, no; aunque eso ya se lo esperaba. Y los pinchazos del costado tampoco: eso le llamó la atención. Además, tenían un carácter extraño. ¿Estaba herido acaso?

Receloso, se levantó un poco la camisa, y el resultado fue mucho peor –y más sorprendente- de lo que esperaba. En su costado derecho, bajo las costillas inferiores, había una importante lesión. La piel estaba ennegrecida alrededor, pero el detalle más aterrador era un extraño bulto sobresaliendo de su abdomen. Hakon lo acarició, sintiendo un leve mareo. Se notaba al tacto como madera, pero, ¿qué demonios era aquello? Si alguien le hubiera clavado una estaca, desde luego, dolería mucho más. Fuera lo que fuera, no se parecía a nada que hubiera visto antes, y no parecía siquiera natural.

Eso fue lo que pensó: que no era natural. Debía de ser, por tanto… ¿magia? ¿Algún tipo de maldición o conjuro? Justo lo que le faltaba. Hacía ya tiempo que la magia no abundaba en los nueve reinos, con la excepción de Elveon, y Hakon pocas veces se la había encontrado a lo largo de sus muchos viajes. Pero recibir una maldición de manera inexplicable en una pequeña aldea de Gohlerd escapaba a toda lógica.

Ahora tenía una motivación mucho más importante para averiguar qué había hecho la noche anterior. Sus armas o la simple curiosidad habían pasado a un segundo plano: tenía que averiguar qué cojones era aquella maldición y librarse de ella, porque posiblemente su propia vida estaba en peligro. Desde luego, la gente no solía vivir muchos años con madera atravesando su abdomen.

Así pues, con repentina prisa, se incorporó y se encaminó hacia la calle que creía haber reconocido. Nuevos recuerdos aparecieron en su cabeza: sí, había pasado por allí. No le costó rememorar el camino a la taberna; después de todo, al menos esa parte la había hecho antes de estar borracho.

Era un edificio pequeño, compuesto por una estructura de vigas de madera unidas entre sí por paredes de piedra, lo que ya era más de lo que podían decir muchos otros edificios de los nueve reinos. A aquellas horas no había ningún cliente en la taberna, compuesta únicamente por mesas y sillas vacías y una barra tras la que una mujer de entre cincuenta y sesenta años, de estatura media y algo regordeta, con el pelo ya blanquecino recogido en trenzas, custodiaba las botellas.

—Ah—dijo al ver entrar al norteño—. Hakon, ¿no es así?

—Uh… sí—repuso éste, confundido ante el saludo de la mujer desconocida—. Lo siento, no recuerdo tu nombre.

—Normal, hijo mío, porque no me has visto en tu vida. Soy Orenne, la dueña de la taberna. Pero te he reconocido por el ojo de serpiente, no te ofendas. Dusa me pidió que, en caso de que volvieras por aquí, te devolviera el hacha y el martillo que te olvidaste. Aquí los tengo.

—Eh… ¿y quién es Dusa?—preguntó Hakon, haciendo un torpe gesto de agradecimiento con la cabeza mientras recogía sus armas.

—Pues si no lo sabes tú, que estuviste aquí bebiendo toda la noche… —hubo un silencio cuando Orenne esperó unos momentos a que el norteño recordara de repente, pero aquello no ocurrió, así que prosiguió como si nada—La camarera, hijo mío, la camarera. Empleo a dos jóvenes para que me ayuden con la taberna, y Dusa es una. Ayer a la noche era ella la que estaba sirviendo a los clientes.

—Ah. Pelo rubio, ¿no? Tengo un vago recuerdo…

—Sí, es raro que los hombres olvidéis a Dusa.

—Bueno, agradécele que me guardara las armas. Muy amable por su parte.

—Ah, ahora que lo recuerdo, también me pidió que te dijera que te vayas cuanto antes y no vuelvas por aquí.

—¿Qué…?—Hakon se giró, extrañado—¿En serio?

—Eso dijo, sólo transmito el mensaje—Orenne se encogió de hombros—. No me contó sus motivos, pero apuesto a que liaste una buena. Si Dusa dice eso, debe de ser porque liaste una buena.

—Ojalá me acordara—gruñó Hakon, despidiéndose de la tabernera con un gesto.

De nuevo en la calle, se encontró con que no sabía hacia dónde ir. Probablemente debería haber preguntado a la tabernera dónde encontrar a algún druida, con la esperanza de arreglar el problema que sobresalía de su costado, pero con las incógnitas sobre la noche anterior se le había olvidado. Subsanó el error preguntando a un hombre cualquiera por la calle, que le dio indicaciones.

—Gordon el Alce es el único druida de por aquí, tal vez te sirva—le dijo—. Vive en las afueras de la aldea, ya en el bosque. Cosas de druidas, ya sabes. Sólo tienes que seguir el sendero principal, está bien marcado.

Hakon lo agradeció y emprendió el camino. Ya fuera de la zona urbana de Slattan, aprovechó para orinar tras un árbol. Tras aliviar su vejiga, pensó que tal vez fuera buena idea hacer lo propio con sus tripas, pero finalmente decidió dejarlo pasar, ante el temor de que lo que quiera que fuese aquella especie de herida mágica en su costado le hubiese perforado los intestinos y el movimiento de éstos empeorara la situación. Lo mejor sería visitar al druida cuanto antes.

Prosiguió el camino, no sin notar que no podía caminar tan rápido como le hubiera gustado. Aquello no era sólo por la resaca: realmente la herida en el costado le estaba frenando. ¿Era posible que se hubiera agravado en el escaso rato que había pasado desde que la había descubierto? De una forma u otra, tenía que avanzar dando pasos cortos. Esto, ya de por sí, le producía fuertes pinchazos en el costado, pero intentar dar un paso largo directamente se traducía en un dolor insoportable.

Divisó por fin una pequeña casa de madera, después del doble de tiempo de lo que habría tardado a paso normal. Alrededor de la estructura crecían distintos tipos de plantas, como una especie de huerto caótico: Hakon reconoció algunas de ellas por sus supuestos efectos mágicos. Él mismo las había tenido que recoger unos pocos años atrás, durante el tiempo que pasó trabajando como transportista en Elveon. Definitivamente, aquella era la casa de un druida. La puerta estaba abierta de par en par, a modo de invitación para sus posibles clientes.

El norteño entró, haciendo que, detrás de una mesa, un hombre de unos cuarenta años, bajito, de pelo castaño recogido en una coleta, pegara un respingo.

—Necesito un druida—gruñó Hakon—. ¿Tú eres Gordon el Alce? Me han dicho que puedes ayudarme.

—Disculpa, extraño, me has sobresaltado—murmuró el hombrecito—. Estaba leyendo sobre los símbolos que usan los elfos para canalizar su magia. ¿En qué puedo ayudarte?

Sin mediar palabra, el norteño levantó su camisa. Él mismo no pudo evitar sorprenderse, pues, desde que la había visto, la herida presentaba un aspecto bastante peor. Lo que antes era apenas un bulto sobresaliendo de su costado ahora mostraba el aspecto de una especie de rama o raíz extendiéndose en varias direcciones. Si antes le había costado compararlo con la madera, ahora ya no quedaba duda alguna: era como si un árbol estuviera creciendo en su piel.

—Por los dioses—murmuró Gordon el Alce—. Amigo, esto es una maldición realizada por algún hechicero.

—Ya, eso ya lo había deducido yo, no te creas.

—Concretamente, a esta maldición se la conoce como las Raíces de Drieltarir, es magia de los elfos oscuros.  Es poderosísima…

—No es que no me interese la Historia, pero, ¿qué es lo que hace?—suspiró Hakon.

—Bueno, en el punto de la piel alcanzado por el hechizo, empiezan a crecer raíces hacia dentro y hacia fuera del cuerpo. Depende de la habilidad del hechicero, pueden tardar horas en crecer, o sólo minutos. Poco a poco van destrozando los órganos internos y paralizando el cuerpo hasta cubrirlo por completo. A veces es difícil saber cuándo ha muerto la víctima, porque no puede moverse y, a través de las raíces, tampoco se escuchan su corazón ni su respiración, pero aún está agonizando, inmóvil pero sufriendo durante unas horas más…

—Vale, vale, lo entiendo. Joder. ¿Cuánto te tengo que pagar para que me quites esta mierda?

El druida titubeó.

—Bueno, verás…

—¿Qué?

—Esto excede un poco mis conocimientos. Es un hechizo poderoso; yo he intentado aprender magia, pero apenas soy un aprendiz… nunca había visto nada como esto. Deberías partir hacia Laiebrida lo antes posible. Tal vez allí tengan un hechicero que pueda…

—¿Laiebrida? No me jodas. Laiebrida está a varios días de viaje.

—Siento las malas noticias. Laiebrida es una aldea grande, hay hechiceros mejores que yo. Tal vez si consigues un caballo lo bastante rápido…

—No me jodas—repitió el norteño—. Esta maldita cosa ha crecido en cuestión de horas. Tú mismo has hablado de horas, no de días. Estaré muerto dentro de unas horas, no hay forma posible de que llegue a Laiebrida.

—Siento no poder ayudarte, amigo. Pero aún hay esperanza. Pareces un hombre difícil de matar… tal vez consigas llegar a tiempo. Te deseo la mejor de las suertes.

Hakon gruñó y abandonó la cabaña, emprendiendo el camino de vuelta. Se encontraba confuso y sentía como si todo fuera un sueño; más bien, una grotesca pesadilla. Siempre había pensado que moriría en combate. No quería morir de una forma tan dolorosa y, aún menos, sin entender por qué.

Intentó apretar el paso, pero realmente, las raíces le lastraban mucho. Se hacía difícil caminar, y lo hacía encorvado por el dolor. ¿Podría llegar a Laiebrida? Sería difícil, pero tal vez si conseguía comprar un buen caballo…

El flujo de sus pensamientos se vio interrumpido por dos hombres que caminaban por el bosque. Ambos de unos treinta años, pelirrojos, uno con una barba poblada mientras la del otro estaba más recortada. Al ver cómo se tambaleaba, le escudriñaron, murmuraron algo entre sí.

—Eh, norteño—le dijo uno de ellos—. Parece que estás herido. ¿Necesitas ayuda?

—Salvo que tengáis un caballo que vender, no—contestó Hakon, dispuesto a proseguir su camino para no perder el menor tiempo.

—No tenemos caballo. Pero en serio, parece que estás en las últimas—apuntó el otro hombre.

—Aún me queda vida por delante.

—¿Por qué no nos das tu bolsa? Parece que dentro de poco ya no la vas a necesitar.

Hakon suspiró. Lo que le faltaba.

—Iros a la mierda. Ni siquiera sois bandidos, joder, sólo un par de inútiles que habéis creído ver una buena oportunidad para robar una bolsa con dinero, pero os habéis equivocado. He matado a docenas de guerreros bastante más peligrosos que vosotros.

Un pinchazo en el costado le hizo doblarse ligeramente. Los dos hombres no parecían en absoluto asustados. Uno de ellos sacó un cuchillo; el otro, que al parecer era un leñador, agarró el hacha de su cinturón.

—Seguro que podrías matarnos sin problemas, si no estuvieras herido. Pero apenas te tienes en pie. ¿De verdad no prefieres darnos la bolsa por las buenas?

El argumento era sólido, sin duda. Es verdad que Hakon apenas podía usar ya su brazo derecho. Prácticamente podía sentir las raíces creciendo por su costado. En aquellas condiciones, dos hombres, aunque no tuvieran la menor experiencia de combate, se convertían en una amenaza seria. Era probable que no pudiera ganarles, de  hecho. Pero si les daba la bolsa, no podría conseguir un caballo para llegar a Laiebrida; sería una condena de muerte de todas formas. Hiciera lo que hiciera, su vida corría grave riesgo.

—Que os jodan—replicó finalmente. Si las dos cosas iban a suponer una condena a muerte, al menos moriría matando.

El leñador atacó enarbolando su hacha. Un movimiento torpe, previsible e inexperto. Sin embargo, dado su estado, Hakon apenas pudo retroceder para esquivarlo, y una nueva punzada de dolor le hizo gruñir. Aferró el martillo con la mano izquierda, el hacha con la derecha.

El otro se lanzó a continuación, dispuesto a apuñalarle en el vientre con el cuchillo. La única esperanza del norteño residía en lo previsibles que eran aquellos ataques, en adelantarse a ellos aún más de lo que tendría que hacer en circunstancias normales. Sólo gracias a su experiencia pudo empezar a trazar un hachazo con bastante antelación, alcanzando así la mano enemiga que sujetaba el cuchillo e hiriéndole, obligándole a soltar su arma.

También valoró la suerte de que el ataque hubiera estado dirigido a su vientre. Se dio cuenta de que ya no tenía la movilidad necesaria en el brazo derecho como para poder levantarlo más allá de la altura de la cintura.

Para cuando el leñador lanzó su segundo ataque, el martillo de Hakon ya se había alzado; los mangos de ambas armas chocaron. El del ojo de serpiente giró la suya, sin embargo, forzando así a su enemigo a retorcer la muñeca de tal forma que terminó arrancando el hacha de sus manos.

A su vez, el otro hombre se había agachado para intentar recoger su cuchillo. Esto le expuso a una fuerte patada en el rostro por parte de su rival, rompiéndole la nariz y tirándole hacia atrás. El leñador aprendió de esta mala experiencia y, para recoger su propia arma, intentó ser más práctico, moviéndola con el pie para apartarla del alcance de Hakon. Llegó tarde, sin embargo: el norteño ya estaba pisando el hacha, inmovilizándola. Los dos sureños habían quedado desarmados.

Vista la situación, optaron por darse media vuelta y correr hacia las profundidades del bosque: con mayor agilidad el leñador que su amigo, claro, que corría al tiempo que se apretaba la cara para intentar detener el sangrado de su nariz.

Hakon suspiró y se agachó para recoger el hacha y el cuchillo: no eran objetos muy valiosos, pero a él no le sobraba el dinero, así que mejor aprovecharlos. Se dio cuenta de que levantaría sospechas si los llevara a plena vista, así que decidió guardarlos bajo su camisa, sujetos por su cinturón. Al levantarse la camisa para guardarlos, no pudo evitar sorprenderse una vez más: las raíces se extendían ya por todo su costado, ofreciendo una visión realmente extraña.

Al levantarse, una punzada de dolor mucho más intensa que las anteriores le sacudió y le hizo proferir un pequeño grito en voz alta. Lamentó haberse agachado, recoger un hacha y un cuchillo no merecía la pena si iba a doler tanto incorporarse. Resoplando, reemprendió el camino. Notaba las raíces llegando ya a su brazo derecho, a su cadera.

Una vez más, cruzó las calles de Slattan. Decidió volver al único sitio que le resultaba familiar: la taberna. Tal vez allí le indicaran dónde alquilar un caballo. Al lento paso al que avanzaba, debía de haber pasado ya un buen rato desde su visita anterior, seguro que habrían empezado a llegar clientes.

Efectivamente, así era. Había un hombre apoyado en la barra, bebiendo un cuenco de vino, y otro par de hombres sentados en una mesa, a los que Orenne estaba sirviendo dos generosas raciones de gachas. Parecían tener una actitud muy cariñosa entre ellos. Hakon pensó que quizá fueran una pareja: tenía entendido que en los reinos sureños las relaciones entre hombres o entre mujeres estaban algo mejor vistas que en los reinos norteños, aunque seguían siendo infrecuentes de todas formas. Orenne se giró al ver entrar al recién llegado.

—¿Tú otra vez, hijo mío?—preguntó, soltando un resoplido—Pues sí que le has cogido cariño a esta taberna. Espero que ahora, al menos, vengas a pagar algo. Tengo gachas, lentejas y puerros; por la pinta que tienes, no te vendrá mal comer algo sólido…

—Busco un caballo—contestó Hakon—. Pagaré por un caballo, si podéis…

—¡Hakon!—le saludó entonces el hombre de la barra, girándose al oír su voz—¿Vienes con ganas de beber más, o qué?

El norteño miró a su interlocutor, confundido, mientras Orenne se encogía de hombros esperando a ver si prefería sólidos o líquidos. El hombre de la barra pasaba con creces los cuarenta años. De cuerpo orondo y cabello pelirrojo, tenía todo el aspecto de ser el borracho local, lo que confirmó con sus siguientes palabras.

—¿No te acuerdas de mí? No me extraña, joder, con la que llevabas anoche… Gannicus Codo Apoyado, ¿de verdad no te acuerdas? Me conociste aquí mismo, en mi sitio habitual de la barra, y estuvimos bebiendo casi toda la noche.

Un amago de recuerdo pasó por la mente de Hakon. Algo le sonaba, sí.

—Vaya dos os habéis ido a juntar—resopló Orenne.

—Bueno, estuvimos bebiendo hasta que te fuiste con Dusa, claro. Menudo suertudo.

—Mirad, de verdad necesito un caballo…

El norteño no tenía ya mucho interés por lo sucedido la noche anterior, sólo quería tratar de llegar lo antes posible a Laiebrida para salvar su vida. Sin embargo, Gannicus Codo Apoyado, obviamente inconsciente del peligro que corría Hakon, sólo parecía querer hablar sobre ello. Tampoco se podía negar que escuchar que probablemente se había acostado con una camarera le hizo sentir una punzada de orgullo, aunque no lo recordara. De hecho, algo sí que recordaba, ahora que lo pensaba…

—…y nunca se ha fijado en mí. Así que eres un suertudo—proseguía el borracho local—. Que bueno, tampoco es que sea la primera vez, ¿eh? Esto de Dusa llevándose a algún cliente a su cama pasa de vez en cuando… estará contento Gordon, un poco más que le han crecido los cuernos…

—¿Qué?—exclamó Hakon de repente, confundido.

—¿Qué pasa?

—¿Qué has dicho? ¿Te refieres a Gordon el Alce? ¿Qué pinta en esto?

—Gordon es el prometido de Dusa desde hace unos años, claro. Siempre están a punto de casarse, pero siempre terminan posponiéndolo porque discuten, y luego se perdonan… pero Dusa le ha puesto los cuernos en incontables ocasiones, claro. Por eso le llaman Gordon el Alce, de hecho. Por los cuernos que tiene.

Los vagos recuerdos de la noche anterior empezaron a encajar en la cabeza de Hakon a raíz de esta información. De pronto, lo entendió todo. Sin mediar palabra, se dio media vuelta y abandonó la taberna, emprendiendo una vez más el camino hacia la cabaña de Gordon el Alce.

—¿A qué viene tanta prisa? ¡Pásate luego a tomar algo!—le gritó Gannicus Codo Apoyado.

—¿Y al final quieres un caballo o no, hijo mío?—añadió Orenne.

Ignorándoles, Hakon caminaba lo más rápido que podía… que no era mucho. Su movilidad se había reducido aún más exageradamente desde el camino anterior. Su cabeza bullía encajando recuerdos y testimonios.

Así que anoche se había emborrachado en aquella taberna junto a Gannicus Codo Apoyado. Después se había marchado con la camarera, Dusa, y se habían acostado. Un nuevo recuerdo difuso apareció en la mente de Hakon: un hombre al que no había llegado a ver gritando, llevándose a Dusa…

Por supuesto. Dusa le había llevado a su casa, y allí, se habían acostado. Entonces había aparecido Gordon el Alce, descubriendo la infidelidad de su prometida. La había sacado a gritos de la habitación y después, para vengarse de Hakon, había formulado aquel hechizo… las Raíces de Drieltarir. Él era el responsable de las raíces que se extendían por el cuerpo del norteño y que pronto acabarían con su vida.

Totalmente borracho, sin ser del todo consciente de lo que hacía, cuando por fin se había podido incorporar del lecho de la camarera, Hakon había abandonado la habitación y había partido en busca de Dusa. Tambaleándose por las calles de Slattan durante la madrugada, finalmente había olvidado para qué había salido a la calle y se había quedado dormido en el establo de un granjero.

Así que por eso Dusa le había pedido a Orenne, sin dar muchos detalles, que le devolviera sus armas a Hakon, pero que le pidiera que se fuera y que no volviera por allí. Así que por eso Gordon el Alce se había sobresaltado al verle entrar en su cabaña: pensaba que Hakon estaba allí buscando venganza… y resulta que el muy inútil, se maldijo a sí mismo al pensarlo, había acudido a pedir ayuda al mismo hombre responsable de su problema. Se imaginó la alegría que tenía que haber disimulado aquel jodido druida al darse cuenta de que Hakon no estaba allí para matarle, sino que ni siquiera sabía nada de lo que había pasado. Se imaginó cómo se tendría que haber reído de él en cuanto había abandonado su cabaña.

Oh, pero ahora sí que iba a matarle. Claro que le mataría. Mientras cojeaba por las calles de la aldea, Hakon observó por primera vez las raíces asomando por fuera de su camisa: ya empezaban a extenderse por su brazo derecho, cuya parte superior ya estaba totalmente paralizada. Al ritmo que crecían, Hakon moriría mucho, mucho antes de llegar a Laiebrida: no tenía la menor oportunidad. Pero antes de morir, mataría al hombre que le había matado a él.

Otra vez las mismas calles, otra vez el mismo camino. Se había pasado el día yendo y viniendo por las calles de Slattan como un idiota. De verdad iba a matar a ese bastardo muy dolorosamente. Siempre que pudiera hacerlo con el brazo izquierdo, al menos.

Para cuando llegó al bosque, sentía un fuerte dolor en el abdomen que le llevó a pensar que las raíces no sólo habían crecido por fuera, sino también por dentro, amenazando seriamente a sus entrañas. Si no recordaba mal las lecciones aprendidas durante su pasado en el ejército, en cuanto su hígado estuviese perforado, podía darse por muerto.

La manera en la que el sol atravesaba las hojas de los árboles y alumbraba el camino le indicó que el mediodía ya había pasado hacía un rato. Al lento ritmo al que caminaba, tenía tantas oportunidades de fijarse en cada detalle del paisaje que pudo ver con claridad algunas manchas de sangre seca allí donde había roto la nariz y herido en la mano a uno de los lugareños que le habían intentado robar, aunque apenas se distinguían ya en la tierra del camino.

Finalmente, la presencia de plantas medicinales terminó advirtiéndole de la cercanía de la cabaña de Gordon. Allí se erguía su humilde destino, solitario en medio del bosque: nadie oiría los gritos que se pudieran proferir.

Hakon entró abriendo la puerta de una patada, un golpe de efecto que a punto estuvo de costarle la pérdida de su equilibrio y caer al suelo, pero sirvió para que Gordon el Alce pegara un nuevo respingo. Sus miradas se cruzaron, y el norteño supo que el druida sabía lo que él sabía.

No había necesidad de más explicaciones. Hakon agarró al hombrecillo del cuello con la mano izquierda y comenzó a apretar.

—¡Espera!—trató de balbucear el druida, su voz ahogada por la falta de aire en los pulmones—¡Por el amor de Morri, por todos los dioses, no me mates, te lo suplico! ¡Puedo ayudarte!

Sin saber muy bien por qué, el norteño aflojó su presa, sin llegar a soltarla.

—¡Por favor, perdóname, te he mentido, pero perdóname! Puedo curarte, puedo deshacer las raíces de Drieltarir, antes te he enviado a Laiebrida con la esperanza de que murieras por el camino, ¡oh, por Morri, perdóname! Te he mentido, pero ahora te estoy diciendo la verdad, te lo juro, te lo juro por todos los dioses.

Hakon soltó al hombrecillo, que tosió aliviado, retrocediendo ligeramente.

—Explícate—gruñó.

—Sé deshacer el hechizo, te lo juro, te quitaré las raíces si me perdonas la vida. Si me matas, no podré ayudarte. Por favor.

—Puede ser. ¿Cómo lo harías?

—Sólo tengo que preparar una pócima, cura por completo las raíces… se pudrirán y desaparecerán. La parte de tu cuerpo que ya está dañada, bueno, el daño no se deshará, pero se curará en poco tiempo… imagino que no han alcanzado ningún órgano vital, porque te las implanté con un toque de mi daga en un punto alejado de órganos vitales para que tardaras más en morir y sufrieras más… perdón, perdón, por favor, perdóname… tal vez quede una pequeña cicatriz, pero nada más, te daré también pócimas para que el daño de tus tripas cure más rápido, si es que han sufrido algún daño… podrías notar sangre en tus heces en los próximos días, pero con las pócimas que te daré se curará enseguida, te lo juro…

Hakon pasó unos momentos en silencio, sopesando la situación.

—¿Sabes? Me encuentro ante todo un dilema. Si lo que dices es cierto, creo que es la mejor solución. Pero también puede ser que estés mintiendo. Después de todo, yo no soy un druida y no conozco los efectos de las plantas: podrías preparar ante mis ojos una pócima que tú asegurarías que me curará, cuando en realidad lo que has preparado es una pócima para envenenarme y rematarme de una vez, y yo no tendría forma de saberlo. Creo que no puedo arriesgarme. Me parece que te voy a matar ahora mismo aunque yo muera después.

El norteño agarró el martillo de su cinturón, mientras el druida, con algunas lágrimas brotando de sus ojos, comenzaba una nueva retahíla de súplicas y de garantías.

—¡Por favor, por favor, nos quedaremos aquí los dos juntos hasta que la pócima haga efecto! Puedes tomarla y esperar a que las raíces se caigan, no tardará más de media hora, y si durante ese tiempo empiezas a notarte mareado o notas el menor síntoma de envenenamiento, puedes matarme al instante, pero por favor, ¡dame una oportunidad! Por el amor de Morri, no tienes nada que perder, si miento puedes matarme, pero estoy diciendo la verdad y te curaré, te lo juro, te lo juro por todos los dioses, ¡por favor!

Ciertamente, el druida era patético, y parecía demasiado asustado para mentir. El norteño asintió en silencio. Gordon se apresuró a recoger algunos ingredientes de sus estantes, antes de que su enemigo cambiara de opinión, y puso a calentar un pequeño caldero.

—Te lo aviso. Sobreviví a un intento de envenenarme hace sólo unos pocos meses—insistió Hakon—. Si noto el menor mareo… que me entra el sueño… cualquier cosa parecida, estás muerto.

—Lo entiendo, lo entiendo, no pasará nada así, lo juro, puedes matarme si notas el menor síntoma de envenenamiento—balbuceaba el druida.

El norteño bebió la pócima, y empezó la espera. Los dos hombres permanecían en silencio. Hakon había soltado el martillo y había agarrado el hacha con la mano izquierda: le parecía más amenazador. El silencio entre ambos era absoluto, convirtiendo la espera en una situación extremadamente tensa, mucho más para Gordon, que parecía temer a la muerte con bastante más pavor que el norteño.

Sólo hubo una leve interrupción: pasado un cuarto de hora, alguien llamó a la puerta, quizá buscando alguna pócima que le diera vigor para trabajar, le ayudara a dormir o le solucionara algún problema de disfunción en su órgano más íntimo. Ante la mirada amenazadora de Hakon y la manera en la que sujetaba el hacha, el druida se enjuagó las lágrimas y trató de balbucear convincentemente: “¡Por favor, estoy atendiendo a alguien importante! ¡No podré atender a nadie más hasta el anochecer!” La excusa surtió efecto sin problemas, y el cliente se dio media vuelta murmurando algunas quejas.

Hakon se había quitado la camisa para observar mejor el progreso de las raíces. Allí semidesnudo, en la cabaña de Gordon, su torso ofrecía un aspecto de lo más curioso, con las raíces extendiéndose por todo el costado, el pecho y el brazo derecho, creciendo sobre sus tatuajes y cubriéndolos parcialmente. Por supuesto, avanzaban más rápido por el exterior del cuerpo que por el interior, al no encontrar resistencia alguna: de no haber sido así, si pudieran atravesar los órganos como si nada, Hakon estaría ya muerto de sobra.

Lo que le parecía, aunque al principio no sabía si era fruto de su imaginación, es que cada vez eran más finas. Pasados los primeros veinticinco minutos, esta sensación se empezó a confirmar: donde antes había un grueso cuerpo de madera, ahora era tan fino que parecía que se quebraría al tocarlo.

De hecho, media hora después de ingerido el brebaje, así fue: Hakon hizo un leve movimiento involuntario del brazo derecho y la raíz que antes le inmovilizaba, ahora seca y delgada, se quebró.

—Es el único hechizo de verdad que conozco—apuntó el druida, más animado al ver que aumentaban sus posibilidades de sobrevivir—. Y todavía no lo domino mucho.

Las raíces se fueron quebrando poco a poco. Muchas de ellas, al hacerlo, revelaban heridas superficiales por debajo, allí donde habían perforado la piel: pero eran heridas tan pequeñas que curarían sin problemas. Tal y como Gordon había calculado, probablemente sólo la raíz más gruesa, la primera en crecer allí donde él había tocado la piel de Hakon con su daga, dejaría una cicatriz.

El norteño ya podía moverse sin problemas. Observó además que las raíces ya arrancadas no sólo quedaban más finas y quebradizas: es que, pasado más tiempo, prácticamente se desvanecían. Apenas quedaba de ellas una pequeña mancha, formada por los nutrientes del propio cuerpo de Hakon de los que en parte se habían alimentado las raíces. Después de todo, la magia tenía sus normas y sus limitaciones.

Harto de esperar, él mismo se arrancó el nexo final de raíces crecidas en el punto inicial, que prácticamente se deshicieron. Gordon el Alce se apresuró a ofrecerle un par de pócimas de su estante.

—Son las pócimas curativas habituales, ¿ves? Ya están etiquetadas—le aclaró—. Ayudan mucho a curar cualquier herida del esófago, estómago, intestinos…

—Ya, ya. Entonces, ¿me tomo esto y ya está? ¿Estás seguro de que no tendré más problemas? Porque si los tengo, volveré aquí y te mataré.

—¡Ningún problema, ningún problema! Tienes mi palabra.

—Bien.

Hakon cerró entonces el puño y, como si quisiera comprobar lo bien que había recuperado la movilidad del brazo derecho, soltó un fuerte e imprevisto puñetazo a Gordon el Alce en pleno rostro. El druida cayó al suelo al momento.

—¡Me has roto la nariz!—balbuceó con voz nasal, apretándose fuerte para tratar de detener el sangrado—¡No es justo! ¡Habíamos quedado en…!

—Habíamos quedado en que no te mataría si me curabas—puntualizó Hakon—. Pero no me digas que pensabas que ibas a salir de ésta sin llevarte al menos un buen puñetazo. Y en cuanto a la compensación…

—¿Compensación?

—¿Tienes idea de lo que duelen esas jodidas raíces? Por no hablar de que me has hecho perder todo el día dando vueltas de un sitio a otro como un gilipollas, y dos imbéciles han intentado matarme para robarme por tu culpa. ¡Por supuesto que merezco una compensación, joder, sólo faltaba! ¿Dónde guardas el dinero que sacas con esta mierda de negocio?

Temblando de nuevo por el miedo, Gordon el Alce le guió a otra estancia, donde estaba su lecho, un barreño y un gran baúl. Señaló el baúl, en el que había principalmente prendas de ropa, un par de libros encuadernados en cuero sobre propiedades de las plantas y una bolsa de dinero que Hakon se colgó del cinturón.

—Pues ya me voy. Dale recuerdos a tu prometida y esas cosas.

Despidiéndose con un gesto, el norteño con ojo de serpiente abandonó el lugar. Definitivamente, había sido la peor resaca de su vida. Si quería olvidarla, tendría que agarrar una buena borrachera en la próxima taberna por la que pasara…




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