domingo, 5 de noviembre de 2023

Sé que soy un texto

Dejo por aquí un cachito de Jerusalén, de Alan Moore, que creo que puede ser conveniente para que se entienda lo bueno que es. 


Sé que soy un texto. Sé que me estás leyendo. Ésa es la principal diferencia que existe entre nosotros: tú ignoras que eres un texto. Ignoras estar leyéndote. Lo que tomas por una vida soberana que recorres libremente es, en realidad, un libro ya escrito con el que te has quedado absorto, y no por primera vez. Cuando concluyes la actual lectura, cuando sellas la tapa del ataúd cerrando la contracubierta, olvidas de inmediato el esfuerzo de haberlo descifrado y vuelves a cogerlo, tal vez atraído por la asombrosa y heroica imagen de ti mismo que hay impresa en la portada.

Vadeas una vez más la glosolalia del inicio de la novela y esa acongojante escena del parto, toda en primera persona, descrita brumosamente como una confusión de nuevos sabores, esencias y luces aterradoras. Te recreas con júbilo en los pasajes de la niñez y paladeas el enérgico desarrollo de los nuevos personajes a medida que se incorporan, la madre y el padre, los amigos y familiares, los enemigos, siempre con peculiaridades memorables, con encantos singulares. Embriagado con estas proezas juveniles, te das cuenta de que lees de pasada algunos episodios posteriores por puro aburrimiento, que hojeas las páginas de tus días y saltas hacia delante, impaciente por llegar al contenido adulto y la pornografía que asumes que te aguardan en el siguiente capítulo.

Cuando éstas resultan ser alegrías menos puras, menos abundantes de lo que suponías, te sientes algo engañado y bramas contra el autor por un tiempo. Para entonces, sin embargo, los temas capitales de la trama brotan a tu alrededor en la narrativa: locura, amor y pérdida, destino y redención. Comienzas a entender la verdadera escala de la obra, su profundidad y su ambición, cualidades que se te habían escapado hasta ahora. Hay una aprensión incipiente, una sensación de que la historia podría no caer en las categorías que hasta ahora habías asumido, que eran las de aventura picaresca o la comedia sexual. De manera alarmante, el relato supera las reconfortantes fronteras del género para adentrarse en el incómodo territorio del vanguardismo. Por primera vez, te preguntas si habrás intentado abarcar demasiado, si te habrás embarcado por error en una plomiza obra maestra, cuando lo único que pretendías era coger algo distraído, una lectura vacacional para el aeropuerto o la playa. Empiezas a dudar de tus aptitudes como lector, de tu capacidad para llevar a buen término esta fábula mortal sin perder la concentración. Y, aún si logras concluirla, dudas de ser lo suficientemente astuto como para entender el mensaje de la saga, y eso si hay mensaje alguno. En tu fuero interno sospechas que se te escapará por completo, pero, pese a ello, no puedes sino seguir viviendo, seguir arrancando páginas del calendario, siempre urgido por esta cita de la cubierta que rezaba así: “si vas a leer un solo libro en tu vida, que sea éste”.

Hasta no sobrepasar la mitad del libro y acercarte a sus dos tercios no empiezas a dar sentido a varios detalles del texto que antes parecían aleatorios. Los significados y las metáforas comienzan a resonar; las ironías y los motivos se revelan por sí solos. Aún no estás seguro de si ya habías leído la obra o no. Hay elementos que te resultan tremendamente familiares, y tienes alguna que otra premonición esporádica acerca de la evolución de ciertas subtramas. A veces, las descripciones o las líneas de diálogo te suscitan una suerte de déjá vu, pero, en general, la experiencia parece nueva. Da igual que ésta sea tu segunda o incluso tu centésima lectura: a ti te parece fresca y, de buena o mala gana, pareces estar disfrutándola. Es más, no quieres que se acabe.

Pero, cuando la concluyes, cuando sellas la tapa del ataúd cerrando la contracubierta, olvidas de inmediato el esfuerzo de haber descifrado el libro y vuelves a cogerlo, tal vez atraído por la asombrosa y heroica imagen de ti mismo que hay impresa en la portada. Según dicen, es lo que caracteriza a las grandes obras: puedes visitarlas más de una vez y, aun así, seguir descubriendo cosas nuevas con cada relectura.

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