Un relato que soñé una vez. Da gusto soñar relatos, se escriben solos.
Zhang Mei se miró en el espejo del pequeño baño. Estaba mugriento, y la única bombilla de la estancia parpadeaba frecuentemente, amenazando con acabar pronto sus días, pero podía ver bien su cuerpo.
Zhang Mei se miró en el espejo del pequeño baño. Estaba mugriento, y la única bombilla de la estancia parpadeaba frecuentemente, amenazando con acabar pronto sus días, pero podía ver bien su cuerpo.
Estaba completamente desnuda. Era una mujer normal, no especialmente
atractiva, pero delgada y bien maquillada. Llevaba ya demasiadas horas
despierta, y las ojeras comenzaban a aparecer por debajo de su maquillaje.
Estaba cubierta de sudor, y algo de semen frío caía por su pierna. En el brazo
izquierdo destacaban algunas cicatrices, cortes recuerdos de una vida muy
lejana.
Finalmente, decidió moverse, y abrió el grifo. El agua
corría lentamente a y a borbotones. Mei se lavó los muslos, la pelvis y las
axilas, y se secó con una toalla usada. Después se echó un poco de agua de
colonia y comprobó que, al menos, no olía a sudor.
Eran las cuatro de la mañana. ¿Cuánto tiempo llevaba
despierta? No podría aguantar mucho más, y todavía tenía varias horas por
delante. Necesitaba una raya.
Abrió un pequeño armario en el que guardaba su ropa y sacó
la cartera. Extrajo una pequeña bolsa con polvo blanco y un billete de un
dólar. Con calma y movimientos precisos, extrajo lo necesario sobre un pequeño
espejo de mano, y después enrolló el dólar.
Respiró una sola vez, rápida y profundamente. Sintió el
cosquilleo de las anfetaminas subiendo por la nariz; una sensación que hacía
años le parecía desagradable, pero que había acabado por gustarle.
Los efectos aún no habían empezado cuando la puerta se abrió
con un violento portazo. Mei se giró en menos de un segundo, visiblemente
sobresaltada. Un hombre de su edad acababa de aparecer por la puerta. Llevaba
puestos unos vaqueros y una camiseta interior blanca; algunas cadenas colgaban
de su cuello, y un sello de oro brillaba en su mano derecha. Tenía el pelo
moreno, el rostro daba señas de estar en permanente estado de furia, y los ojos
brillaban decididos.
-¡Paolo, no…!-gritó Mei, pero no pudo terminar la frase. Un
violento bofetón la tiró al suelo.
Sintió el dolor de golpe, junto a una sensación de calor que
le recorría toda la mejilla, y el sabor de la sangre en su labio; el frío del
suelo y la suciedad sobre él, y después una fuerte patada en el vientre que la
hizo doblarse. Los gritos de Paolo se oían como un eco amortiguado: “¿Otra vez
con esa mierda? ¡Ningún cliente quiere a una puta yonki!”
Los próximos golpes apenas los sintió. Puede que fuese el
sueño, o quizás los efectos de la anfetamina empezaban a notarse. Tendida en el
suelo, con la sangre resbalando por su rostro, sonrió. Estaba donde siempre
había querido: había tocado fondo. Era perfecta como un ángel caído.
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