miércoles, 29 de enero de 2014

Autodestrucción

Un relato que soñé una vez. Da gusto soñar relatos, se escriben solos.

Zhang Mei se miró en el espejo del pequeño baño. Estaba mugriento, y la única bombilla de la estancia parpadeaba frecuentemente, amenazando con acabar pronto sus días, pero podía ver bien su cuerpo.

Estaba completamente desnuda. Era una mujer normal, no especialmente atractiva, pero delgada y bien maquillada. Llevaba ya demasiadas horas despierta, y las ojeras comenzaban a aparecer por debajo de su maquillaje. Estaba cubierta de sudor, y algo de semen frío caía por su pierna. En el brazo izquierdo destacaban algunas cicatrices, cortes recuerdos de una vida muy lejana.

Finalmente, decidió moverse, y abrió el grifo. El agua corría lentamente a y a borbotones. Mei se lavó los muslos, la pelvis y las axilas, y se secó con una toalla usada. Después se echó un poco de agua de colonia y comprobó que, al menos, no olía a sudor.

Eran las cuatro de la mañana. ¿Cuánto tiempo llevaba despierta? No podría aguantar mucho más, y todavía tenía varias horas por delante. Necesitaba una raya.


Abrió un pequeño armario en el que guardaba su ropa y sacó la cartera. Extrajo una pequeña bolsa con polvo blanco y un billete de un dólar. Con calma y movimientos precisos, extrajo lo necesario sobre un pequeño espejo de mano, y después enrolló el dólar.

Respiró una sola vez, rápida y profundamente. Sintió el cosquilleo de las anfetaminas subiendo por la nariz; una sensación que hacía años le parecía desagradable, pero que había acabado por gustarle.

Los efectos aún no habían empezado cuando la puerta se abrió con un violento portazo. Mei se giró en menos de un segundo, visiblemente sobresaltada. Un hombre de su edad acababa de aparecer por la puerta. Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta interior blanca; algunas cadenas colgaban de su cuello, y un sello de oro brillaba en su mano derecha. Tenía el pelo moreno, el rostro daba señas de estar en permanente estado de furia, y los ojos brillaban decididos.

-¡Paolo, no…!-gritó Mei, pero no pudo terminar la frase. Un violento bofetón la tiró al suelo.

Sintió el dolor de golpe, junto a una sensación de calor que le recorría toda la mejilla, y el sabor de la sangre en su labio; el frío del suelo y la suciedad sobre él, y después una fuerte patada en el vientre que la hizo doblarse. Los gritos de Paolo se oían como un eco amortiguado: “¿Otra vez con esa mierda? ¡Ningún cliente quiere a una puta yonki!”


Los próximos golpes apenas los sintió. Puede que fuese el sueño, o quizás los efectos de la anfetamina empezaban a notarse. Tendida en el suelo, con la sangre resbalando por su rostro, sonrió. Estaba donde siempre había querido: había tocado fondo. Era perfecta como un ángel caído.

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