Normalmente, nunca me ha entusiasmado mucho la democracia.
Más que nada, porque la gente parece estar convencida de que votar a políticos
corruptos es una buena idea. Lo de “corruptos” no es necesariamente un adjetivo
puesto para crear dramatismo, sorprende ver la cantidad de políticos ya
procesados por corrupción que se han presentado a las elecciones municipales. Y
que las han ganado.
Así que mi actitud era bastante escéptica, pero como vi que
cada vez había más gente en las campadas (si no me equivoco, yo empecé a ir el
día 19 de mayo), decidí pasarme por la Plaza
Arriaga , aunque fuera para hacer bulto y que se notara que
había muchos jóvenes indignados.
El segundo día estaba sentado en el suelo, asistiendo a una
asamblea que empezaba a ser cada vez más multitudinaria. Estaba reflexionando
sobre la cantidad de gente que habría ahí, que probablemente ya se podrían
contar por miles. Más concretamente, estaba pensando en que si yo fuera
Zapatero, tampoco me molestaría excesivamente que hubiera tanta gente en la
calle manifestando su resentimiento hacia mí, y hacia tantos otros políticos.
De hecho, va a tener un sueldo vitalicio toda su vida, y Aznar, entre el sueldo
vitalicio, la pensión de periodista y ser asesor de Endesa, aún hoy en día gana
300.000 € al año, así que no creo que les entristezca mucho dejar de ser
presidentes.
En aquel momento algunos globos cayeron de quién sabe dónde
y fueron dando tumbos por entre la multitud. Una chica golpeó uno que me cayó
encima, y me sonrió. Yo estaba pensando más bien en la sonrisa que debía tener
en aquel momento Aznar.
Un rato después me di cuenta de que aquella había sido una
de las sonrisas más sinceras que me había dedicado un desconocido en mi vida,
sino la que más. Pero sobre todo, me di cuenta de que estaba demasiado ocupado
cagándome mentalmente en todos nuestros políticos, y noté que no había devuelto
la sonrisa. De hecho, teniendo en cuenta los pensamientos que estaban cruzando
mi mente, mi expresión en aquel momento debía ser de puro odio y resentimiento.
Entonces me di cuenta de que, esta vez, la revolución iba de sonrisas.
La acampada de la Plaza
Arriaga , y supongo que las demás tampoco, no se puede definir
como una influencia sobre los resultados en las elecciones del 22 de mayo, ni
como una cifra de personas, ni como una serie de propuestas ni un manifiesto.
Yo la definiría como una serie de sonrisas, todas ellas sinceras y alguna que
otra helada, en las máscaras de Guy Fawkes. Como gente reuniéndose en círculo,
hablando y compartiendo sus sentimientos. Como los niños jugando en un rincón,
las preciosas pancartas y dibujos, y esa extraña sensación de unión entre
personas desconocidas, y de felicidad.
Un hombre que habló en una de las asambleas dijo algo así
como: “Estoy seguro de que en esta plaza ahora no hay ni una sola mala
persona”. Puede que fuera un poco exagerado, pero en un mundo donde la mayor
parte de la gente se dedica a robar cosas que no necesita y a joder al
personal, la sensación de paz, tranquilidad y compañerismo que se respiraba en la Plaza Arriaga era
sobrecogedora. Respeto. Confianza. Sonrisas.
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