miércoles, 5 de noviembre de 2014

Tres historias en una acera




I

Agazapado en la acera, acurrucado, entre la suciedad del suelo y los pasos apresurados de extraños que al momento desvían incómodos su mirada, el mendigo extiende su mano tambaleante. Sus ojos son el espejo empañado de un alma cansada; su barba sucia crece canosa sobre un rostro arrugado. No cayó sol ni luna sin su vida consumir, y no pasó nube por el cielo sin que él sintiera el dolor en sus huesos; mas, impertérrito, continua en la acera, aferrándose a la vida como un náufrago al madero que flota entre las olas.

Mirada siempre al frente, contempla el incesante pero lento goteo de monedas sobre su gorra, lluvia de esperanza y vida por la que ninguna danza puede hacer; y cada gota es néctar y ambrosía, luz y felicidad.

Cada verano el sudor perla su frente, y cada invierno el frío estremece sus huesos; la lluvia le cala y el hambre le duele como saetas clavándose en su estómago. Mas su voluntad sigue en pie, como David que desafía a Goliat. Cada golpe, cada mañana sin comer, cada insulto y cada desprecio, cada noche en vela por el ruido de la ciudad, no hizo sino endurecerle.

Una mañana de miércoles, sin embargo, algo logra penetrar su coraza, abriéndose paso a través de años de cicatrices. De pronto, su mano se detiene y no puede llevarse ese último pedazo de pan a la boca, no delante de la mirada llorosa y suplicante de un perro abandonado que gimotea lastimosamente.

Con un suspiro, el mendigo le tiende el mendrugo de pan. Pasará más hambre de la normal, pero el ladrido agradecido del perro que se aleja merecerá la pena.


II

El perro abandonado vaga solo por los callejones estrechos de la ciudad, vergeles de aromas y fragancias que apenas despiertan en él un vago instinto de alimentarse.

Fueron muchas horas corriendo por la carretera, intentando inútilmente recuperar el rastro de los que él creía que le amaban; y muchas horas vagando por la ciudad, mas siempre en vano. No pasarán muchas más antes de que alguien sienta compasión por él, y quizá en unos pocos días pueda encontrar una nueva familia; pero eso él no lo sabe, ¿cómo iba a saberlo? Para él, la desesperación es eterna, un castigo infinito sin ninguna ofensa cometida.

El perro cojea ligeramente, herido por una botella arrojada con precisión por unos niños criados en una sociedad demasiado violenta. En su cabeza se amontonan, dolorosos como cuchillos, los recuerdos de unos dueños contentos con su mascota, dueños que pronto se aburrieron; las sonrisas se tornaron en desprecio, el entusiasmo en hastío.

En definitiva, la recompensa por su lealtad fue la soledad; el abandono más absoluto, sin remordimiento. Una condena al laberinto que es la ciudad, a vagar sin rumbo por entre los edificios grises, el humo de los coches y el torbellino de ruidos confusos que se amontonan unos sobre otros; y quizá, con suerte, la mano temblorosa de alguien ofreciéndole un mendrugo de pan.

En un callejón, con el apetito algo calmado, el perro encuentra a una mujer. ¿Qué es para él la belleza humana? Nada sino una sombra de la que ni siquiera es consciente, mas algo en esa mujer le deja ver un halo de ternura y compasión, dones que la pobre criatura abandonada necesita como una planta necesita el sol.

El perro tira con entusiasmo de la manga de la mujer, mas ella no se levanta. La muerte es un concepto tan vago como la belleza, pero presiente que no se levantará.

III

Las moscas son atraídas irremediablemente por el cadáver; para ellas, el cuerpo es tan atractivo como para los hombres lo era cuando aún conservaba el calor de la vida.

Sus miembros ya están rígidos; su piel, amoratada, como un maquillaje que busca seducir a la Muerte y apelar a la compasión de su guadaña.

Las señales de violencia sobre su esbelta figura son más que evidentes; la ropa rasgada y destrozada allí donde sus formas eran más sugerentes; los golpes por todo el cuerpo y la sangre seca brotando de su boca y su nariz, y esparcida sobre el pavimento: una alfombra roja para la dama muerta.

Grácil flor en un mundo sucio, no pudo soportar el viento que arrancó su dignidad y su vida. La violencia conquistó aquello en lo que la belleza, o la fortuna tal vez, fracasó en su intento.

En la noche, los gritos fueron silenciados por alguna prenda de ropa en torno a sus finos labios y unos dedos de hierro en torno a su garganta. Cada golpe fue un clavo más en su ataúd; cada lágrima fue derramada en vano, pues ni alivió la pena de la muchacha ni conmovió a sus agresores. Cada ocasión en la que su cuerpo se retorció en un fútil intento de huida, cada gemido de súplica, no hizo sino provocar más placer a aquellos que la atacaron, y empeorar su propio tormento.

Ahora, el perro tira de su manga, pero no encuentra vida que responda. Se la han arrebatado, y nunca pagarán por hacerlo; tampoco hubieran podido, por duro que hubiera sido su castigo.

La ciudad es un laberinto de maldades e injusticias; una bestia que nunca duerme.

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