Pensaba que siempre es buen momento para difundir un pequeño relato de Bukowski. En concreto, he escogido uno que podría considerarse bastante misógino, aunque a mí, más que un relato misógino, me parece un relato sobre misoginia. O quizás pueda ser leído pensando que Bukowski era un tío bastante paleto para estas cosas; tampoco es cuestión de glorificar a nadie. Sencillamente, escribía bien.
Big Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del
Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en
el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir,
ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no
había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más
mujeres, o matado más hombres blancos.
Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso
sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba
además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber
consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar
con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por
otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos
radiantes dientes amarillentos.
Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, la estaba sacando los
infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos.
Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a
decir:
—¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño
hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy
Joe, no me salves! ¡Aaah!
Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y
entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de
tocino, judías y galletas.
Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la
pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años,
con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.
—¡Eh, chico! —dijo.
El chico no contestó.
—Te estoy hablando, chaval...
—Chúpame el culo —dijo el chico.
—Soy Big Bart.
—Chúpame el culo.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Me llaman «El Niño».
—Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una
sola carreta.
—Yo pienso hacerlo.
—Bueno, son tus pelotas, Niño —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a
su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa
mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos
como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el
cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.
—Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.
—Que te den por el culo, viejo —dijo el chico—. No hago caso de avisos de
viejos follamadres con los calzoncillos sucios.
—He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.
El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.
—Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir
en una plasta de queso suizo.
—Niño —dijo la chica asomándose por encima de él, saliéndosele una teta y
poniendo cachondo al sol—. Niño, creo que este hombre tiene razón. No tenemos
posibilidades contra esos cabronazos de indios si vamos solos. No seas
gilipollas. Dile a este hombre que nos uniremos a ellos.
—Nos uniremos —dijo el Niño.
—¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.
—Rocío de Miel —dijo el Niño.
—Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Rocío de Miel— o le voy a sacar la
mierda a hostias.
Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en
Blueball Canyon. 37 indios muertos, uno prisionero. Sin bajas americanas. Big
Bart le puso una argolla en la nariz...
Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar
sus ojos de ella. Ese culo, casi todo por culpa de ese culo. Una vez mirándola
se cayó de su caballo y uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un
sólo cocinero indio.
Un día Big Bart mandó al Niño con una partida de caza a matar algunos
búfalos. Big Bart esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue
hacia la carreta del Niño. Subió por el sillín, apartó la cortina, y entró.
Rocío de Miel estaba tumbada en el centro de la carreta masturbándose.
—Cristo, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!
—Lárgate de aquí —dijo Rocío de Miel sacando el dedo de su chocho y
apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí echando leches y déjame hacer mis
cosas!
—¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Rocío de Miel!
—Claro que me cuida, gilipollas, sólo que no tengo bastante. Lo único que
ocurre es que después del período me pongo cachonda.
—Escucha, nena...
—¡Que te den por el culo!
—Escucha, nena, contempla...
Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y
basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen
lubricante cayeron al suelo.
Rocío de Miel no pudo apartar sus ojos de tal instrumento. Después de un
rato
dijo:
—¡No me vas a meter esa condenada cosa dentro!
—Dilo como si de verdad lo sintieras, Rocío de Miel.
—¡NO VAS A METERME ESA CONDENADA COSA DENTRO!
—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Mírala!
—¡La estoy mirando!
—¿Pero por qué no la deseas?
—Porque estoy enamorada del Niño.
—¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento para idiotas!
¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!
—Yo amo al Niño, Big Bart.
—Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!
La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.
—Yo amo al Niño —dijo Rocío de Miel.
—Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era
un trabajo de perros meter toda esa cosa, y cuando lo consiguió, Rocío de Miel
gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se
vio arrastrado rudamente hacia atrás.
ERA EL NIÑO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.
—Te trajimos tus búfalos, hijoputa. Ahora, si te subes los pantalones y
sales afuera, arreglaremos el resto...
—Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.
—Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá sólo un poro
de la piel —dijo el Niño—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y
quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito...
Los hombres se sentaron alrededor del campo de tiro, observando. Había una
tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando,
masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y
una fama infernal. El Niño no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una
confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes.
Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky,
bebiéndose la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Niño.
—Mira, Niño...
—¿Sí, hijoputa...?
—Mira, quiero decir, ¿por qué te cabreas?
—¡Te voy a volar las pelotas, viejo!
—¿Pero por qué?
—¡Estabas jodiendo con mi mujer, viejo!
—Escucha, Niño, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás
de otro. Sólo somos víctimas del mismo juego.
—No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a
desenfundar!
—Niño...
—¡Aléjate y listo para disparar!
Los hombres en el campo de fuego se levantaron. Una ligera brisa vino del
Oeste oliendo a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en
las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo caía.
Big Bart y el Niño estaban separados 30 pasos.
—Desenfunda tú, mierda seca —dijo el Niño—, desenfunda, viejo de mierda,
sucio rijoso.
Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un
rifle. Era Rocío de Miel. Se puso el rifle al hombro y lo apoyó en un barril.
—Vamos, violador cornudo —dijo el Niño—. ¡DESENFUNDA!
La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo cortando el
crepúsculo. Rocío de Miel bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la
carreta. El Niño estaba muerto en el suelo, con un agujero en la nuca. Big Bart
enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.
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