Los manifestantes se congregaban
frente a la clínica abortiva. Eran manifestantes sin mucha experiencia, la
verdad: sólo habían estado en manifestaciones en contra del aborto y de ETA;
los más experimentados en alguna en contra del separatismo.
Aún así, se las arreglaban
bastante bien. O sea, todo lo bien que se lo puede arreglar una persona que
vota a un partido que entre desahucios, recortes en sanidad, venta de armas y
pobreza energética provoca miles de muertes al año para poder corear
alegremente: “¡Sí a la vida!” La verdad es que, si lo pensáis, tiene mérito.
El caso es que habían elegido la
clínica equivocada. El dr. Benway apartó ligeramente la cortina de una de las
ventanas y escrutó el panorama con ojos fríos. Aquellos manifestantes le hacían
perder clientes, y no podía consentirlo.
Doc Benway se puso un chute de
morfina para trabajar mejor y comenzó a diseñar una máquina infernal. Tenía que
tener la potencia justa, cargar rápidamente… probablemente no podía usar
pólvora, no, aquello definitivamente sería demasiado ilegal.
Finalmente, completó su invento:
el cañón de fetos. Podía disparar hasta 3 fetos por segundo. Aquello
definitivamente ahuyentaría a los manifestantes.
El ingenio asomó ligeramente por
una de las ventanas, y comenzó a disparar. Una lluvia de fetos cayó sobre los
manifestantes. Dolían bastante menos que las balas de goma que ellos se negaban
a condenar, ya que los huesos todavía no estaban formados y eran muy blanditos.
Cuando alcanzaban su blanco, los fetos estallaban en una lluvia de sangre y
vísceras.
Los manifestantes jamás
volvieron. El dr. Benway no había perdido su toque.
Dedicado a William S. Burroughs.
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