El sol brillaba débilmente a
través de las nubes, y el viento soplaba con fuerza. La llegada del otoño se
hacía muy patente.
Hernández, Celaya y Osegi
caminaban por el monte. Botas de monte, chándal Ternua, cortavientos, bastón:
iban bien preparados. Martín se había tomado el día libre; al fin y al cabo,
Hernández estaba protegido de sobra con la compañía de dos de sus capos.
—Aquí era, ¿no?
Hernández se detuvo frente a un
montículo de piedras que habían ido cayendo con los años de la ladera de la
montaña. Estaban en mitad de ninguna parte, en las Encartaciones, a 20 minutos
andando de la carretera más cercana; carretera que tampoco estaba muy
transitada, precisamente.
—Sí. Vamos a ver cómo de fiable
es nuestro nuevo amigo—asintió Celaya.
Dejaron los bastones en el suelo,
Celaya se quitó el cortavientos y los tres comenzaron a trabajar, retirando las
piedras. No fueron necesarios más de 5 minutos de trabajo.
—Hay que reconocer que ETA se lo
montaba bien—comentó Osegi, silbando de sorpresa.
Tras las piedras había aparecido
un zulo etarra. Dos bidones con materiales para explosivos les dieron la
bienvenida, seguidos por diversos paquetes plastificados, con el fin de evitar
la humedad de la tierra por la que estaban cubiertos.
—Dos pistolas. Dos subfusiles.
Munición de sobra para las cuatro armas. Y dinero en efectivo.
Tras repasar el inventario,
Hernández guardó las pistolas en la parte de atrás de su pantalón, y pasó los
subfusiles a Osegi y Celaya. Repartió el dinero entre los tres para que
pudieran llevarlo cómodamente, sin despertar sospechas en caso de encontrarse
con algún montañero a la vuelta.
—Al final nos va a venir bien lo
de la cárcel y todo. Espero que Amorrortu no lo esté pasando mal.
—El etarra ese de prisión, el tal
Juanma, puede ser el mejor contacto que hemos hecho nunca—asintió Celaya—.
Podría darnos la ubicación de otros dos o tres zulos como éste. En todos el
mismo trato: nos quedamos las armas y todo el efectivo se lo pasamos a
Amorrortu para que se lo pase a él.
—Bien. Sí, las armas nos vendrán
muy bien. Los bidones los dejaremos, no necesitamos poner bombas.
—¿Y el resto de ETA?—preguntó
Osegi—¿No tienen problemas con esto?
—No deberían saberlo, y si se
enteran, tendremos problemas, sí. Juanma está actuando por su propia cuenta: no
está de acuerdo con la decisión de ETA de abandonar la lucha armada. Así que su
lógica es que si ETA deja las armas, al menos las recojamos nosotros y nos
carguemos a algún que otro facha.
—Bien—dijo Hernández—, lo del
senador falló, pero ahora tendremos más intentos. Y el cuchillo impregnado en
matarratas no nos abría tantas posibilidades como las que nos abre un buen
subfusil.
—Hazel Powershotz—afirmó Osegi.
—¿Powershotz? Me suena de algo—dijo Josu—.
¿No es una web de bondage, o algo así?
—Algo así. Chicas secuestradas,
atadas, intentando escapar y esas cosas.
—La hostia…—Eneko estalló en
carcajadas.
—¿No es un poco machista?—apuntó
Josu.
—¿Machista? ¿Por qué?
—Joder, pues son chicas
secuestradas, ¿no? Violadas. Eso es machismo. Se supone que nosotros somos más
de amor libre y consentido, y esas cosas.
—Coño, pero son actrices—se
defendió Osegi—. Obviamente, no las violan ni las secuestran de verdad. Sólo
están actuando. Se dedican a eso porque quieren.
—Sí, pero aún así el tema es que
tú te haces pajas con la idea de mujeres secuestradas y violadas.
—¿Y qué? Es sólo una fantasía. No
me parece machista. Machista sería si las secuestraran y violaran de verdad.
Eneko seguía llorando de risa
ante la revelación de las fantasías de Osegi. Él y los dos capos se encontraban
sentados en el Gudari, tomando unas cervezas. Carlos Zalbidea entró y le
hicieron señas para que se acercara.
—Aupa, Carlos. Estábamos hablando
de nuestras actrices porno favoritas—dijo Josu—. Yo digo que Liz Vicious, Eneko
se queda con Rebecca Linares y Osegi con Hazel Powershotz.
—¿Hazel qué? ¿Quién es ésa?—preguntó
Carlos estrechando la mano a los tres.
—Mejor no preguntes.
—Sí, mejor—confirmó Eneko.
—Yo me quedo con Aria Giovanni—respondió
Carlos, encogiéndose de hombros—. Soy un clásico.
—Ahí, ahí—apuntó Eneko—. A lo
normal, mejor dejarnos de góticas raras y chicas secuestradas.
—Tú eras… Eneko, ¿no?—hizo
memoria Carlos—Nos presentaron hace mes y medio.
—Eneko, sí.
—Ah. Decía porque me han
comentado un poco lo del juicio de Josu y tuyo…
—Sí, éste es—asintió Josu.
—Sí, me tiene negro el puto
juicio—confirmó Eneko—. Viendo cómo ha acabado Amorrortu, tengo los cojones de
corbata.
—Bueno, al menos lo de Amorrortu
nos ha servido para algo—apuntó Osegi—. Que no digo que tú vayas a acabar en la
cárcel, ¿eh? Ni mucho menos. No es lo mismo darle una paliza y que a la semana
esté como nuevo que darle una paliza y matarle, como ha hecho Amorrortu.
—Sí, ¿qué tal ha ido la búsqueda?—preguntó
Josu.
—Bien, bien. Dos pistolas y dos
subfusiles. El dinero ya se lo hemos pasado a Amorrortu, y ya se ocupará de
dárselo de estrangis al etarra este. Si se queda contento, pues ya nos seguirá
dando ubicaciones de zulos.
Zalbidea sonrió levemente. La
conversación no estaba yendo por donde él había previsto, pero aquello era
todavía mejor: si su infiltración servía para pillar a miembros de la Cosa
Kostra con armas sacadas de zulos de ETA, aquello podría ser muy bueno. La Cosa
Kostra entera sería ilegalizada, sus miembros encarcelados, y él conseguiría un
aumento que ni Mikel Lejarza.
Hernández y Osegi salieron del
sótano de Romo que usaba este último para plantar marihuana.
—Yo creo que es el mejor sitio
para esconderlas—comentó Osegi.
—Sí, puede ser. ¿La escritura
está a tu nombre?
—No, sería demasiado obvio, ya me
he encargado de eso. Está a nombre de mi tío. Es comunista, de los de la vieja
escuela.
—Bien. Pero ten en cuenta que
ahora, si registran este sitio, ya no sólo van a encontrar una plantación de
marihuana la hostia de grande. Van a encontrar una plantación de marihuana la
hostia de grande, y armas de fuego pertenecientes a ETA.
—Lo sé. Correré el riesgo. Si nos
adentramos en las armas de fuego, nos adentramos con todas las consecuencias.
Creo que Amorrortu ya ha recibido el dinero, así que a ver cuánto tarda el
etarra en darnos la localización de otro zulo.
—Bien. Son buenos tiempos para
nosotros.
Los dos hombres se encaminaron
hacia la sede de Cambio, situada a poco más de tres manzanas de allí.
—¿Cuánto dinero se espera que
consigamos en las municipales?
—Aún no lo sabemos—respondió
Hernández—. Para la próxima reunión con Barrios, ya lo tendré, los contables y
estadistas de Cambio ya están trabajando en ello en Madrid. En principio, las
expectativas son bastante positivas.
—Sí, algo he oído…
—Podemos no se va a presentar a
las municipales, ¿no? Eso es una gran noticia para nosotros, recibiremos un
buen puñado de sus votantes. Podríamos tener concejales en pueblos de todo
Bizkaia, sobre todo de la montaña, pero es probable que consigamos varios
concejales en Erandio y Santurtzi, y quizá alguno en Bilbao. Un concejal en
Bilbao sería un logro enorme. En cualquier caso, recibiremos una inmensa
cantidad de dinero, comparando con lo que tenemos. La Cosa Kostra de Madrid
tiene ahora mismo menos dinero del que ganaremos nosotros, y tienen una
estructura impresionante: cientos de soldados, varios locales, varios bares que
además les aportan beneficio, y varios fachas desaparecidos en el horno de la
Complutense.
—¿El horno de la Complutense? ¿En
serio?
—Bueno, eso cuentan las leyendas
urbanas, yo no afirmo nada. Pero dicen que entre los cadáveres que se usan en
la Complutense para las prácticas de anatomía hay algún que otro facha que
oficialmente está desaparecido.
—Joder, qué grandes—sonrió Osegi—.
¿No podemos hacer nosotros eso en la UPV?
—Nos faltan contactos, muchos
contactos. Por suerte, nosotros tenemos ría.
Finalmente, don y capo llegaron a
la sede. En la puerta les esperaba Sergio Martín, con gesto serio.
—Malas noticias—dijo simplemente.
—¿Qué ocurre?
—¿Sabéis todo el presupuesto que
estábamos considerando para las elecciones municipales de mayo?
—¿Qué pasa?—preguntó Hernández,
temiéndose la noticia.
—Acaban de anunciar en todas las
televisiones el fallo de la Audiencia Nacional. Nos han jodido bien. Han ilegalizado
Cambio.
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