Asier Osegi vivía solo en un
apartamento de 50 m2
, en Romo. Su perro, Beltza, un pequeño rottweiller negro, correteaba de un
lado a otro, nervioso por la presencia de tantos invitados.
Era día de reunión de los
soldados bajo el mando de Osegi. Él y siete de sus soldados estaban sentados en
la sala, ocupando todos los sofás y con dos de ellos sentados en el suelo.
Había algunas cervezas sobre la mesa.
El capo repasó a sus soldados de
izquierda a derecha: Eneko, prometía mucho pero desde la denuncia del joven de
NNGG estaba demasiado prudente. Maitane, su mejor soldado, sin ninguna duda.
Nerea, no servía para combatir, pero aquel asunto de las drogas lo había
llevado bien. Carlos, el nuevo, prometía mucho, no cabía duda de que tenía
experiencia en combate. Sandra, otra que no servía para el combate, pero era
muy inteligente. Sidorenko, apodado así en honor al francotirador soviético,
podía servir para dar una paliza de vez en cuando, sí. Andoni, otro de los
nuevos, habría que ver hasta qué punto estaba dispuesto a implicarse. Dado que
Haizea y el Risas estaban ahora bajo el mando de Josu, sólo quedaba una.
—¿Y Alazne?—preguntó.
—Está con gripe, no puede venir—respondió
al momento Sandra.
—Ah, no sabía. Qué jodido es
avisar de estas cosas. A veces me dan ganas de crear un grupo de Whatsapp y
meteros a todos, pero sería ponerle las cosas demasiado fáciles a los
picoletos. Empecemos la reunión.
La primera parte de la reunión
era la más monótona y aburrida. Entregar el sueldo mensual, calcular los pluses
en base a palizas dadas, extorsiones, etc, redestribuir las rutas de cobro…
esto último era lo que más trabajo llevaba para hacerlo lo más cómodo posible,
pero era imprescindible ir rotando los soldados que se encargaban de recoger el
dinero de vez en cuando. De lo contrario, sería muy fácil para la policía
identificarlos.
—¿Y lo de la ilegalización de
Cambio?—preguntó Carlos una vez terminado el proceso—¿En qué nos va a afectar?
—Aún no sabemos todas las
consecuencias—respondió Osegi—. Tenemos que estar pendiente de las noticias,
aunque es fácil: no hablan de otra cosa.
El capo alargó la mano, cogió el
mando de la TV y la encendió, poniendo un canal de noticias 24 horas. Tal y
como había predicho, estaban hablando de Cambio.
—…el presunto líder de la trama
criminal, Daniel Barrios, aún no ha aparecido. La Guardia Civil ha arrestado a
todos los posibles implicados, que están retenidos en cuarteles de toda España,
y probablemente serán liberados tras prestar declaración.
—¿Hernández también?—preguntó
Eneko.
—Sí, le han detenido esta mañana—confirmó
Osegi—. Pero se supone que para la noche ya le soltarán.
La TV continuó retransmitiendo la
noticia, pasando a las declaraciones de diversas personas, entre ellas el
Presidente del Gobierno.
—Cambio era un partido que
buscaba pervertir la democracia. Era un partido financiado con dinero de la
trama de extorsión de la Cosa Kostra—aseguraba, con su habitual tono lento y
ceceante—. No podemos consentir que un partido político sea financiado
ilegalmente.
—¿Y el PP qué, hijo de puta?—murmuró
Andoni.
—En fin, de todas formas ya
sabéis—comentó Osegi—. El sábado nos vamos a Madrid a la manifestación de
protesta a nivel nacional. Se va a liar gorda, así que preparaos.
—¿Sabéis lo que siempre he
pensado?—comentaba Celaya—Convocar las manis en agosto, joder. Nunca convocan
manis en julio y agosto. Sería la polla, ¿os lo imagináis? Los beltzas teniendo
que correr detrás de nosotros con esas armaduras y esos cascos… pffff, a los 10
minutos de empezar los enfrentamientos la mitad ya se habría desmayado por un
golpe de calor. En serio, nosotros tenemos esa ventaja, podemos llevar mucha
menos ropa que ellos, ¿por qué no se convocan las manis gordas en agosto?
—Porque todo el mundo está de
vacaciones y a nadie le apetece manifestarse—repuso Inés, encogiéndose de
hombros.
Los capos, junto a Hernández y
dos docenas de soldados de la Cosa Kostra de Bizkaia, caminaban por el lado izquierdo
del Paseo del Prado, avanzando en la gran manifestación que pedía la legalización
de Cambio. A su alrededor había gente de todas las edades, aunque sobre todo,
jóvenes. Sólo Hernández, Martín y algunos de los capos conocían a gente de las
otras familias, así que no sabían si los jóvenes que tenían al lado eran
soldados de otra familia de la Cosa Kostra, o simplemente gente protestando. En
cualquier caso, todas las familias habían mandado una delegación a Madrid: era el
evento más importante de la historia de la Cosa Kostra.
—Los que no tengáis que seguir,
preparaos—murmuró Celaya, haciendo que el mensaje se fuera extendiendo.
La manifestación concluiría en la
Estatua de Neptuno. Allí, Hernández y otros políticos importantes de Cambio
darían un discurso. Juan González también iría; y Sergio Martín tenía que
acompañarles como guardaespaldas, por supuesto. Había amenazas de grupos nazis
que aseguraban que reventarían el acto.
Sin embargo, la mayoría de
miembros de la Cosa Kostra no pensaban llegar hasta Neptuno. A una señal
acordada por los capos, algo más de un centenar de miembros de toda España se
separaron de la columna, cubriéndose la cara con capuchas, gorros o pañuelos, y
echaron a correr en pequeños grupos, dispersándose.
Los antidisturbios que vigilaban
la manifestación estaban perplejos. Se esperaban algo parecido, por supuesto,
pero no sabían cuándo iba a ocurrir ni esperaban a tanta gente. Tardarían
varios minutos en dar las órdenes pertinentes por radio, montar en los
vehículos, desplazarse a las calles necesarias, etc. Esos minutos no sabrían
exactamente qué hacer, aunque sí sabían exactamente lo que pasaba: un centenar
de radicales se había separado del grueso de la manifestación y sus intenciones
no parecían precisamente pacíficas.
Celaya corrió por la Plaza de la
Lealtad, encabezando un grupo de cinco personas entre las que se encontraban
Luis, Koldo y Kike, tres de sus soldados; así como un soldado que por su acento
debía venir de Andalucía y otro más difícil de identificar.
El capo escupió al Monumento a
los Caídos por España según pasaba, saltó por encima de unos setos y continuó
corriendo, perdiéndose entre los árboles. Los antidisturbios cercanos apenas
habían podido aporrear a cuatro o cinco soldados, y sólo habían detenido a dos,
a quienes ya estaban esposando; pero los demás abandonaban ya la Plaza de la
Lealtad, esparciéndose por las calles cercanas a gran velocidad.
Con gran eficacia y más que
evidente experiencia, diversos grupos de soldados comenzaron a mover los
contenedores más cercanos, desplazándolos a la mitad de la carretera y
prendiéndolos fuego para evitar el paso de las lecheras.
Celaya, habiendo localizado la
primera sucursal bancaria, levantó una pesada papelera y la arrojó contra el
escaparate, agrietándolo. Los soldados tras él comenzaron a secundar su ataque,
pateando el escaparate ya vulnerable.
Al cabo de menos de medio minuto,
Celaya les hizo una señal para que continuaran; no podían entretenerse en un
mismo sitio, lo mejor era hacer el mayor daño posible y dispersado lo más lejos
posible.
Continuaron corriendo; al
siguiente cruce de calles había ya algunos antidisturbios combatiendo contra
soldados que habían llegado antes. Celaya creyó reconocer a Josu bajo un
pañuelo palestino, arrojando un cóctel molotov que impactó en la calle, sin
dañar a nadie pero obligando a retroceder a los policías. Aún así, pronto
llegarían refuerzos; sería mejor ir buscando otro camino.
Los cinco corrieron hacia
delante. Una bala de goma impactó directamente en un soldado junto a ellos,
derribándole al momento: uno menos. Obviamente, en la Cosa Kostra sabían que
iban a perder: lo único que perseguían era cuánto daño podían hacer, cuánto
tiempo podrían resistir y cuántos podrían escapar. Había que combinar esas tres
variables para obtener el mejor resultado posible.
—El contenedor de allí—señaló
Celaya—. Quemadlo y retrocedemos; que piensen que el rastro de destrucción va a
seguir por esa calle y les despistamos.
Los seis corrieron hacia el
contenedor; Koldo rápidamente sacó una bola de papel de periódico, la prendió
fuego con un mechero y la tiró dentro. Algunos viandantes murmuraron algo, otro
dijo en voz alta “quemando contenedores no se arregla nada”.
Ignoraron los comentarios y
dieron media vuelta, pero dos lecheras llegaron rápidamente y les cortaron el
paso. Aquella vez, los antidisturbios habían sido mucho más eficaces de lo que
esperaban.
—Mierda…—susurró Celaya.
Luis rápidamente cayó bajo una
lluvia de porrazos. Celaya pudo ver cómo Kike aguantaba un poco más, agarrando
el casco de un antidisturbios y girándolo para que no pudiera ver. El soldado
andaluz se abrazó a otro, consciente de que así, al menos, no podía golpearle
con la porra.
Celaya, Koldo y el otro soldado
salieron corriendo. Nuevas lecheras les bloqueaban la otra vía de escape. Koldo
extrajo un spray de pintura roja de su bolsillo, con la intención de usarlo
sobre los visores de los cascos de los antidisturbios: una variante de la
técnica de Kike. Al fin y al cabo, aprovechar que llevaban casco para poder
cegarles parecía ser la estrategía más eficaz contra ellos.
El capo miró a su alrededor,
confuso, mientras Kike y el otro soldado intentaban buscar una zona con menos
concentración de antidisturbios para atacarles y escapar. Pero no, no había
ninguna. Estaban acorralados. Celaya parecía a punto de hacer un amago de huir,
pero no tenía a dónde.
—¿Qué, ahora no sois tan
valientes?—gritaba una anciana con toda la fuerza que le permitía su voz—¡Ya
que erais tan valientes quemando contenedores, por qué no sois valientes ahora!
¿Eh, valientes?
El estereotipo exacto de vieja
facha: había pocas cosas más irritantes en el mundo que aquello para Celaya.
Pero allí se encontraba, acorralado, con los antidisturbios corriendo hacia él
y aquella puta vieja taladrándole el oído con su voz de pito.
El primer antidisturbios llegando
hacia ellos no se lo pensó dos veces: tomando a la anciana por una
manifestante, le golpeó con la porra en la cabeza, abriéndosela al momento. La
anciana cayó al suelo totalmente inconsciente, desplomándose como un saco de
patatas.
Pese a la situación en la que se
encontraba, Celaya no pudo evitar estallar en carcajadas. Un segundo después,
los antidisturbios le derribaron a él.
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