El premio por excelencia del
mundo, el más importante, el más prestigioso, es el cedido por Alfred Nobel. El
inventor de la dinamita cedió su fortuna para que, después de su muerte, se
crearan premios para celebrar las cosas buenas de la Humanidad, intentando
compensar así el daño que había podido hacer la dinamita mal usada. No sé hasta
qué punto llegaba su altruismo (parece que ni se le pasó por la cabeza ceder su
fortuna mientras estaba vivo), pero probablemente hoy se retorcería en su
tumba.
No es ningún secreto que los
premios Nobel de Economía, por ejemplo, siempre han sido una mierda. La mayoría
de ellos están dedicados a cosas que, o bien son totalmente inútiles, o bien
sólo sirven para explotarnos mejor. Generalmente, este premio trata de lamer el
culo a los grandes banqueros.
Los Nobel de la Paz, aunque a
veces sí están bastante acertados, normalmente tampoco son gran cosa.
Últimamente los han ganado Obama y la Unión Europea, por ejemplo. El hecho de
que un cabrón sanguinario de la talla de Obama, conocido por los incontables
muertos inocentes provocados por sus drones, gane un Nobel de la Paz, lo dice
todo del premio.
Pero tampoco es nada nuevo, y no
hace falta irnos al conocido hecho de que tanto Hitler como Mussoloni fueron
nominados a este premio en su momento. No, mejor centrémonos en quienes sí lo
ganaron.
Por ejemplo, en 1973, lo ganó
Henry Kissinger, instigador a través de la CIA de dictaduras tan sangrientas
como la de Argentina o la de Pinochet en Chile. En 1994 lo ganó Isaac Rabin,
primer ministro de Israel, por bombardear palestinos. En 2002, Jimmy Carter,
quien años antes intervenía en Afganistán para dar el poder a los muyahidines;
curiosamente, lo ganó un año después de que se hiciera totalmente evidente
incluso para los estadounidenses que darles armas a los yihadistas no era buena
idea.
Es posible que el caso más
descarado sea el de 1988, cuando lo ganaron los cascos azules de la ONU. Es
decir, concedieron el premio Nobel de la Paz a un ejército: brillante.
El Nobel otorga mucho
reconocimiento y autoridad a quien lo gana, y supongo que eso explica muchas
cosas. Lo pienso cada vez que oigo hablar a Mario Vargas Llosa, y eso que el
Nobel de Literatura ha sido bien escogido muy a menudo.
Lo pensé primero cuando me enteré
de que era miembro de UPyD, partido político que, obviamente, no se caracteriza
por aglutinar a muchos intelectuales. Lo pensé por segunda vez cuando aseguró
que Venezuela era la única dictadura del mundo que aún quedaba por derrotar. Y
es que, uno puede estar totalmente en contra del régimen venezolano y
considerarlo dictatorial, pero se mire por donde se mire, matizar que es la
única dictadura del mundo implica una profunda ignorancia del panorama
político.
Pero la conclusión definitiva
llegó en el Mundial de fútbol de 2014. En cierto partido, la selección alemana
vapuleó completamente a la brasiñela, gol tras gol, hasta llegar al 1-7. Y
entonces, entre los muchos análisis de mayor y menor calado intelectual con los
que nos deleita el fútbol, llegó Mario Vargas Llosa, asegurando que la derrota
brasileña era culpa del gobierno izquierdista de Lula da Silva, quien, por
cierto, había dejado de ser presidente 4 años atrás, en 2010. No obstante, para
Vargas Llosa era evidente que da Silva había arruinado tanto el país que años
después la selección brasileña perdió un partido contra Alemania por su culpa.
La conclusión puede resultar
difícil de asumir; especialmente si la enuncio yo, un simple juntaletras muy
lejos de un escritor ganador de un Nobel de Literatura. Pero a estas alturas,
por desgracia, es evidente: Mario Vargas Llosa es gilipollas. De pies a cabeza,
el pobre. O, al menos, finge muy bien serlo para que acudan a su cumpleaños la
clase de invitados que acudieron.
En resumidas cuentas, cada vez es
más difícil que el Nobel acierte una, y cualquier día podría sustituir a la
expresión popular: “¿quieres un pin?”
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