El frío de diciembre se hacía
sentir especialmente en aquel pueblo de Navarra, perdido en las montañas. La
nieve caía sobre el abrigo de cuero negro de Hernández, cubriéndolo poco a
poco. El abrigo le llegaba hasta los tobillos, pero aún así tiritaba. A su
lado, Celaya y Martín parecían soportar mejor el frío; Osegi, sin embargo, no
tanto, y lo comentaba cada 30 segundos.
—Joder, qué puto frío.
—Míralo por el lado bueno—le
contestó por fin Hernández—. Cuanta menos gente haya en la calle, menos
posibilidades de que nos vean juntos.
—Pero habrá cámaras, ¿no?
—Antes de llegar a las cámaras
nos dispersamos. Yo me quedaré con los jefes de Gipuzkoa y Araba.
—Te parecerá poco raro—bromeó
Osegi.
—Antiguos políticos de Cambio que
nos hicimos amigos durante nuestra estancia en el partido, nada más. Se nos ha
visto muchas veces juntos.
—Aún así es un milagro que no
estemos todos entre rejas.
—Sí. Últimamente me lo planteo
mucho. Cosas como lo de Zalbidea, delatándose para que encarcelen a tres
soldados por un simple atraco, cuando si hubiera esperado más podría habernos
encerrado a capos y jefe… no sé. Nos detienen, sí, pero con cuentagotas. A
veces pienso que nos están dejando vía libre. Tal vez, ahora que ETA no está,
esperan que nosotros nos convirtamos en una amenaza, porque necesitan un
enemigo. Así venderán periódicos y ganarán votos y se destinará dinero a
escoltas.
—Pero seguiremos como siempre,
¿no?
—Sí, claro. Ellos ya verán lo que
hacen, nosotros no vamos a cambiar nuestra estrategia. Qué centro del tablero
ni qué hostias. A joderles bien.
Osegi y Celaya sonrieron y fueron
emprendiendo el camino. Hernández y Martín echaron a caminar unos metros por
detrás, a una velocidad más lenta para ir separándose progresivamente.
No tardaron mucho en llegar a la
plaza del pueblo. Una gran multitud de doscientas o trescientas personas se
agolpaba en corro, contemplando un concurso de aizkolaris. Las hachas bajaban
una y otra vez, cortando troncos a una velocidad impresionante. Algunas
personas sacaban fotos.
Celaya señaló a una mujer de unos
cuarenta años entre la multitud, situada cerca de Hernández.
—Ésa es Maite Urionabarrenetxea,
la jefa de la Cosa Kostra de Donostia. Dicen que es muy peligrosa y lleva ya
unos cuantos asesinatos a su espalda, todos hechos en persona por ella, nunca
se los encarga a nadie.
—Había oído hablar de ella, sí.
No sabría reconocerla.
—Y el que está al lado es el jefe
de la Cosa Kostra de Gasteiz, no sé ni cómo se llama. Sólo le conozco de vista.
El capo bajó todavía más el
volumen y señaló a un hombre que estaba en primera fila. Debajo de su abrigo
vestía con traje y corbata.
—Y ése es el concejal de cultura
de aquí. Fue el que se chivó de la Cosa Kostra de Navarra cuando le intentaban
hacer pagar. Por su culpa acabaron todos en la cárcel y no tiene pinta de que
vayan a salir pronto.
—Así que ése es al que hemos
venido a visitar.
—Exactamente. Hoy se va a
arrepentir mucho de lo que hizo.
Osegi asintió en silencio. La
acción empezaría pronto, y ya empezaba a dejar de notar el frío. La gente
empezó a aplaudir cuando uno de los aizkolaris terminó su último tronco con un
duro golpe que levantó una lluvia de astillas.
La gente se fue dirigiendo a unos
metros de distancia, donde se entregaba al premio, mientras iban cambiando el
decorado y trayendo micrófonos al lugar anterior. Tras el concurso de
aizkolaris llegaba el de bertsolaris. Nadie se fijó en que Celaya cogía una de
las hachas.
Hernández esperaba en un callejón,
un cigarrillo consumiéndose en sus labios. Junto a él, Urionabarrenetxea, la
jefa de la Cosa Kostra de Donostia, fumaba otro.
—Espero que pase por aquí—comentó—.
Como se vaya con los otros nos quedamos sin acción.
—Mis dos capos le estarán
siguiendo. Mi guardaespaldas avisará a los de Gasteiz si va hacia allí.
—¿Y si viene hacia aquí?
—Entonces no me avisa. No nos
gusta la posibilidad de dejar pistas ni a los teléfonos ni a las telefónicas.
—Hacéis bien—la jefa tiró la
colilla al suelo, dándola por acabada—. ¿Qué tal van las persecuciones por
Bizkaia? Me han contado cosas feas.
Hernández suspiró.
—Hacia verano solíamos estar
vigilados todo el rato por secretas, pero eran predecibles. Después los
quitaron. Nos habían metido un infiltrado entre los nuevos miembros de otoño,
un tal Carlos Zalbidea. Uno de nuestros soldados, Andikoetxea, le conocía del
gaztetxe desde hacía tiempo, debió de pasar bastante tiempo elaborando la
coartada. En cualquier caso, cuando se delató haciendo una gilipollez y le
descubrimos, Andikoetxea estaba muerto, así que no pudimos aclarar del todo el
asunto.
—Lo siento. Que la tierra le sea
leve. ¿Rivales?
—No. Sobredosis.
—Ah.
—En Donostia tenéis otra política
respecto a las drogas, ¿no?
—Las drogas son un instrumento
para destrozar a la juventud vasca. Tú eres más joven que yo, Hernández. No
viviste los 80. No sabes lo que fue aquello.
—Visto lo visto, no te lo puedo
discutir. ¿Tú qué tal andas?
Urionabarrenetxea se encogió de
hombros.
—Tenemos infiltrados entre los
txakurras. Pensaba que vosotros también teníais.
—Tenemos uno. Procura estar al
corriente de todos los asuntos de la Cosa Kostra, pero para éste no le
avisaron. Fue una operación bajo secreto de sumario y no se enteró de nada. Y
menos que se va a enterar a partir de ahora.
—¿Y eso?
—Parece que están transfiriendo
casi todas las competencias sobre la Cosa Kostra de la Ertzaintza a la Guardia
Civil.
—Mala señal. Los picoletos son
los más especializados en el terrorismo. Si les transfieren las competencias a
ellos, es que van a endurecer sus políticas.
—Sí. Pero no sé, hay algo que no
termina de… espera. Ahí viene.
El concejal entró en el callejón
en el que estaban. Se detuvo durante apenas una fracción de segundo y después
continuó su marcha. Hernández dio unos pasos para cortarle el paso.
—Tenemos que hablar seriamente.
—¿Qué pasa?—el concejal no podía
disimular su nerviosismo, aunque lo intentaba—¿Vienes a amenazarme porque
denuncié a tus amiguitos?
—Sí. De hecho, vengo a dejarte un
mensaje muy claro. Y a mí no vas a denunciarme, porque si lo haces, te aseguro
que va a ser mucho, mucho peor.
Celaya y Osegi entraron en el
callejón. El concejal se giró y les vio. Estaba rodeado.
—Vais a pagar por esto—dijo
simplemente con un hilo de voz.
—Camina hacia mí—ordenó Celaya.
—¿Qué?
—¿Estás sordo, gilipollas? Que
camines hacia mí.
El concejal obedeció. Un paso.
Dos. Tres. Entonces, el capo le dio un puñetazo en el rostro con todas sus
fuerzas.
—Ésos han sido los tres últimos
pasos que darás en tu vida.
El concejal estaba tirado en el
suelo; la sangre que manaba de su nariz manchaba la nieve. Celaya sacó un hacha
de su chaqueta, el filo brilló en el aire durante un segundo. El hacha
descendió justo sobre la columna vertebral del concejal: la clase de lesión que
te deja en silla de ruedas el resto de tu vida.
Los cuatro miembros de la Cosa
Kostra se alejaron con paso rápido entre los gritos del concejal herido.
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