miércoles, 22 de febrero de 2017

La Cosa Kostra: capítulo XIX


El frío de diciembre se hacía sentir especialmente en aquel pueblo de Navarra, perdido en las montañas. La nieve caía sobre el abrigo de cuero negro de Hernández, cubriéndolo poco a poco. El abrigo le llegaba hasta los tobillos, pero aún así tiritaba. A su lado, Celaya y Martín parecían soportar mejor el frío; Osegi, sin embargo, no tanto, y lo comentaba cada 30 segundos.

—Joder, qué puto frío.
—Míralo por el lado bueno—le contestó por fin Hernández—. Cuanta menos gente haya en la calle, menos posibilidades de que nos vean juntos.
—Pero habrá cámaras, ¿no?

—Antes de llegar a las cámaras nos dispersamos. Yo me quedaré con los jefes de Gipuzkoa y Araba.
—Te parecerá poco raro—bromeó Osegi.
—Antiguos políticos de Cambio que nos hicimos amigos durante nuestra estancia en el partido, nada más. Se nos ha visto muchas veces juntos.
—Aún así es un milagro que no estemos todos entre rejas.
—Sí. Últimamente me lo planteo mucho. Cosas como lo de Zalbidea, delatándose para que encarcelen a tres soldados por un simple atraco, cuando si hubiera esperado más podría habernos encerrado a capos y jefe… no sé. Nos detienen, sí, pero con cuentagotas. A veces pienso que nos están dejando vía libre. Tal vez, ahora que ETA no está, esperan que nosotros nos convirtamos en una amenaza, porque necesitan un enemigo. Así venderán periódicos y ganarán votos y se destinará dinero a escoltas.
—Pero seguiremos como siempre, ¿no?
—Sí, claro. Ellos ya verán lo que hacen, nosotros no vamos a cambiar nuestra estrategia. Qué centro del tablero ni qué hostias. A joderles bien.

Osegi y Celaya sonrieron y fueron emprendiendo el camino. Hernández y Martín echaron a caminar unos metros por detrás, a una velocidad más lenta para ir separándose progresivamente.

No tardaron mucho en llegar a la plaza del pueblo. Una gran multitud de doscientas o trescientas personas se agolpaba en corro, contemplando un concurso de aizkolaris. Las hachas bajaban una y otra vez, cortando troncos a una velocidad impresionante. Algunas personas sacaban fotos.

Celaya señaló a una mujer de unos cuarenta años entre la multitud, situada cerca de Hernández.

—Ésa es Maite Urionabarrenetxea, la jefa de la Cosa Kostra de Donostia. Dicen que es muy peligrosa y lleva ya unos cuantos asesinatos a su espalda, todos hechos en persona por ella, nunca se los encarga a nadie.
—Había oído hablar de ella, sí. No sabría reconocerla.
—Y el que está al lado es el jefe de la Cosa Kostra de Gasteiz, no sé ni cómo se llama. Sólo le conozco de vista.

El capo bajó todavía más el volumen y señaló a un hombre que estaba en primera fila. Debajo de su abrigo vestía con traje y corbata.

—Y ése es el concejal de cultura de aquí. Fue el que se chivó de la Cosa Kostra de Navarra cuando le intentaban hacer pagar. Por su culpa acabaron todos en la cárcel y no tiene pinta de que vayan a salir pronto.
—Así que ése es al que hemos venido a visitar.
—Exactamente. Hoy se va a arrepentir mucho de lo que hizo.

Osegi asintió en silencio. La acción empezaría pronto, y ya empezaba a dejar de notar el frío. La gente empezó a aplaudir cuando uno de los aizkolaris terminó su último tronco con un duro golpe que levantó una lluvia de astillas.

La gente se fue dirigiendo a unos metros de distancia, donde se entregaba al premio, mientras iban cambiando el decorado y trayendo micrófonos al lugar anterior. Tras el concurso de aizkolaris llegaba el de bertsolaris. Nadie se fijó en que Celaya cogía una de las hachas.


Hernández esperaba en un callejón, un cigarrillo consumiéndose en sus labios. Junto a él, Urionabarrenetxea, la jefa de la Cosa Kostra de Donostia, fumaba otro.

—Espero que pase por aquí—comentó—. Como se vaya con los otros nos quedamos sin acción.
—Mis dos capos le estarán siguiendo. Mi guardaespaldas avisará a los de Gasteiz si va hacia allí.
—¿Y si viene hacia aquí?
—Entonces no me avisa. No nos gusta la posibilidad de dejar pistas ni a los teléfonos ni a las telefónicas.
—Hacéis bien—la jefa tiró la colilla al suelo, dándola por acabada—. ¿Qué tal van las persecuciones por Bizkaia? Me han contado cosas feas.

Hernández suspiró.

—Hacia verano solíamos estar vigilados todo el rato por secretas, pero eran predecibles. Después los quitaron. Nos habían metido un infiltrado entre los nuevos miembros de otoño, un tal Carlos Zalbidea. Uno de nuestros soldados, Andikoetxea, le conocía del gaztetxe desde hacía tiempo, debió de pasar bastante tiempo elaborando la coartada. En cualquier caso, cuando se delató haciendo una gilipollez y le descubrimos, Andikoetxea estaba muerto, así que no pudimos aclarar del todo el asunto.
—Lo siento. Que la tierra le sea leve. ¿Rivales?
—No. Sobredosis.
—Ah.
—En Donostia tenéis otra política respecto a las drogas, ¿no?
—Las drogas son un instrumento para destrozar a la juventud vasca. Tú eres más joven que yo, Hernández. No viviste los 80. No sabes lo que fue aquello.
—Visto lo visto, no te lo puedo discutir. ¿Tú qué tal andas?

Urionabarrenetxea se encogió de hombros.

—Tenemos infiltrados entre los txakurras. Pensaba que vosotros también teníais.
—Tenemos uno. Procura estar al corriente de todos los asuntos de la Cosa Kostra, pero para éste no le avisaron. Fue una operación bajo secreto de sumario y no se enteró de nada. Y menos que se va a enterar a partir de ahora.
—¿Y eso?
—Parece que están transfiriendo casi todas las competencias sobre la Cosa Kostra de la Ertzaintza a la Guardia Civil.
—Mala señal. Los picoletos son los más especializados en el terrorismo. Si les transfieren las competencias a ellos, es que van a endurecer sus políticas.
—Sí. Pero no sé, hay algo que no termina de… espera. Ahí viene.

El concejal entró en el callejón en el que estaban. Se detuvo durante apenas una fracción de segundo y después continuó su marcha. Hernández dio unos pasos para cortarle el paso.

—Tenemos que hablar seriamente.
—¿Qué pasa?—el concejal no podía disimular su nerviosismo, aunque lo intentaba—¿Vienes a amenazarme porque denuncié a tus amiguitos?
—Sí. De hecho, vengo a dejarte un mensaje muy claro. Y a mí no vas a denunciarme, porque si lo haces, te aseguro que va a ser mucho, mucho peor.

Celaya y Osegi entraron en el callejón. El concejal se giró y les vio. Estaba rodeado.

—Vais a pagar por esto—dijo simplemente con un hilo de voz.
—Camina hacia mí—ordenó Celaya.
—¿Qué?
—¿Estás sordo, gilipollas? Que camines hacia mí.

El concejal obedeció. Un paso. Dos. Tres. Entonces, el capo le dio un puñetazo en el rostro con todas sus fuerzas.

—Ésos han sido los tres últimos pasos que darás en tu vida.

El concejal estaba tirado en el suelo; la sangre que manaba de su nariz manchaba la nieve. Celaya sacó un hacha de su chaqueta, el filo brilló en el aire durante un segundo. El hacha descendió justo sobre la columna vertebral del concejal: la clase de lesión que te deja en silla de ruedas el resto de tu vida.


Los cuatro miembros de la Cosa Kostra se alejaron con paso rápido entre los gritos del concejal herido.

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