—Entonces, ¿estás seguro de que
el Risas se llevó una pistola?
—Bastante-asintió Josu-. Creerá
que le vamos a matar.
Celaya se encontraba reunido con
los capos; Osegi incluído, aunque no se habían dirigido la palabra directamente
desde que Celaya había sido nombrado jefe.
—Vale—resumió Celaya—. Eso nos
deja con cuatro temas urgentes ahora mismo: quién ha intentado asesinarme,
quién nos está suplantando para cobrar el dinero de la extorsión, qué hacemos
con el asesino de Hernández y qué hacemos con el Risas y nuestra pistola.
—Por terminar ya con lo del Risas—apuntó
Josu—, mandaré a algún soldado a hablar con él y convencerle de que no queremos
hacerle daño, y que nos devuelva la pistola. No creo que salga nada mal,
debería ser sencillo.
—O eso o grabarle una esvástica
en la frente para que esté claro quién es, como en Malditos Bastardos.
—Hay que ver si podemos pillar al
asesino de Hernández en la cárcel—apuntó González—. Si le meten en una prisión
en la que haya alguno de los nuestros, incluso de otra familia, tal vez
tengamos una posibilidad…
—Le llevarán a una prisión de
ésas especiales para policías y soldados, o como mínimo a un módulo
completamente seguro—opinó Chapa—. Los jueces de este país no van a poner en
peligro a uno de los suyos.
—Tenemos que esperar para ver—coincidió
González—. Mientras tanto, puedo poner a mis soldados para reforzar tu seguridad
en caso de que haya otro intento de asesinato.
Celaya meditó la propuesta
durante unos segundos.
—No. Gracias, González. Pero con
June como refuerzo para Koldo no debería ser un problema. Prefiero centrarme en
seguir rutas menos calculadas y que nadie pueda saber dónde voy a estar.
—Yo puedo poner algunos soldados
también a andar por cerca de los bares en los que parece que ha habido
suplantadores, a ver si terminan sabiendo quiénes son…—se ofreció Chapa.
—Bien, sí, eso será buena idea.
Con alguno más de los tuyos, González, y de los de Osegi, podríamos cubrir
bastante terreno. Tarde o temprano volverán a aparecer los suplantadores, y les
pillaremos.
—Pasad—dijo Koldo.
Haizea, Jonan y Zuriñe –los tres,
soldados bajo el mando de Josu— entraron en la lonja de Erandio, donde estaba
Celaya y, por supuesto, también June, con su pistola reposando encima de la
mesa.
—¿Qué mierda es ésa?—preguntó
Koldo—En serio, ¿qué puta mierda?
—Bueno, pensamos que vendría bien
algo más de dinero…
—Pero, ¿a quién cojones se le
ocurre? ¿En serio?
Haizea se encogió de hombros.
—A ver, robamos a las malas
personas, y eso…
—¡No puedes extorsionar a un bar
porque vendan jamón, joder!—insistió Celaya.
—La explotación de los animales
es otra forma de explotación de la burguesía. El hecho de que te parezca bien
que extorsionemos a bares cuyos dueños aplauden la explotación de humanos y no
a bares cuyos dueños aplauden la explotación de otros animales es un especismo,
teniendo en cuenta que los humanos también somos animales.
—Dirás lo que quieras, Haizea,
pero así no nos ganamos a la gente. Así que devolvedle su puto dinero al del
bar y que no vuelva a pasar una mierda como ésta.
La soldado asintió a
regañadientes y ella y los otros dos –que más bien parecían haber secundado su
plan sin estar realmente convencidos— marcharon a regañadientes. Celaya
suspiró: ¿Hernández también tenía que aguantar tonterías así cuando era el
jefe?
—Puto estalinista—susurró muy
bajo Haizea mientras se marchaba.
—¡Eh! ¡Risas!—llamó Peru.
Unos pocos días de buscar al ex
miembro de la Cosa Kostra le habían dado resultado. Se acercó al joven, que
parecía bastante nervioso.
—Oye, que me han comentado que…
El Risas inmediatamente sacó la
pistola de detrás del pantalón y apuntó a Peru.
—No te acerques ni un paso más.
—¿Pero qué cojones haces?
—No pienso acabar como Eneko,
¿vale? No he traicionado a nadie. Ya no soy facha y siempre he estado con
vosotros. Dejadme en paz.
—Pero tú…
—¡Dejadme en paz!
Peru se encogió de hombros y
levantó las manos en son de paz. Por dentro, no estaba precisamente en paz. No
podía creer que un gilipollas al que antes consideraba su compañero le acabara
de apuntar a la cabeza con una pistola por una paranoia ridícula.
20 minutos después, Peru ya
estaba en la caseta de la huerta de su tío en Lutxana, cogiendo la escopeta.
Sólo faltaba, dejar que ese gilipollas le pusiera una pistola en la cabeza como
si nada.
El miembro de la Cosa Kostra
volvió a recorrer en coche la zona en la que se había encontrado con el Risas, peinando
cada calle. No podía andar muy lejos. Y, efectivamente, no tardó mucho en
encontrarle, junto a un colega suyo.
Peru bajó del coche cargando la
escopeta. Inmediatamente apuntó al amigo del Risas.
—Tú. Corre.
El chaval quedó unos segundos
paralizado, para acto seguido obedecer y escapar corriendo. Mientras, el Risas
sacó la pistola y apuntó a Peru.
—¡Joder!—gritó—¡Lo sabía! ¡Lo
sabía! ¡Venís a matarme!
—Si te quisiera muerto ya te
habría matado, gilipollas, ¿no lo ves? ¡Si estás temblando! ¡Si no puedes ni
sujetar la pistola, la hostia!
—¡Sí que puedo! ¡Baja esa
escopeta!
—¡Baja tú la puta pistola!
Miembro y ex miembro de la Cosa
Kostra permanecieron apuntándose, en mitad de la calle, a plena luz del día.
Los segundos pasaron de forma tensa.
—En el juramento que hicimos—dijo
el Risas—, decía que no podías abandonar la Cosa Kostra vivo…
—No la has abandonado. Te hemos
echado porque Celaya no te quería.
—Yo… yo nunca os delataría…
—Ya lo sabemos, gilipollas, por
eso no te queremos matar.
Hubo otro silencio. Al Risas,
efectivamente, le temblaba la mano. Finalmente, bajó la pistola. Peru continuó
apuntándole con la escopeta.
—¿Ves? Si te quisiera muerto, te
mataría ahora mismo. Espero que esto te convenza.
—Vale. Vale, joder. Lo pillo.
El soldado bajó también su
escopeta. En ese momento apareció un coche de la Ertzaintza. Dos policías se
bajaron apuntando con sus pistolas.
—¡Dejad las armas en el suelo!
¡Ahora mismo!
El Risas y Peru obedecieron,
maldiciendo por lo bajo mientras los ertzainas se acercaban a esposarles.
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