9 de septiembre de 1932.
El vestíbulo de la clínica del dr. Baermann estaba lleno de
médicos, enfermeras y celadores; una visión poco habitual, pues rara vez se
reunía todo el personal. El director encabezaba la comitiva y ya estaba
terminando su discurso.
-…así pues, dejándome de rodeos, es mejor que lo diga de una
vez: gracias por estos 35 años de servicio, doctor Richter. Esta clínica
quedará huérfana sin el médico que más tiempo lleva aquí. Le prometo que las
nuevas generaciones sabremos cuidar de este lugar mientras usted disfruta de su
jubilación.
Todo el personal irrumpió en aplausos. El dr. Richter, un
hombre bajito e inquieto cuyo pelo ya era blanco, miraba de un lado a otro con gestos
de agradecimiento, visiblemente emocionado.
-Le hemos comprado esto…
-Oh, no hacía falta, por Dios, no hacía falta.
Baermann le entregó un reloj de plata y los aplausos, gestos
de emoción y apretones de mano se alargaron durante unos minutos más. Cumplido
el ritual, finalmente, Richter se marchó acompañado por Ehrlich, que, siendo el
único bedel en aquel momento, se había ofrecido a llevarle las maletas hasta el
coche que le esperaba fuera de los terrenos de la clínica.
El director miró cómo se alejaban. Probablemente eso suponía
una molestia menos. Richter estaba en la clínica desde antes que él y nunca
había visto con muy buenos ojos los experimentos que se realizaban allí, si
bien era lo bastante inteligente como para mantener la boca cerrada y hacer
notar que seguiría haciéndolo. Un doctor bastante reticente a ensuciarse las
manos, pero que tampoco delataría a quienes se las ensuciaban. Tenía cierta
utilidad para atender a los pacientes con los que no se experimentaba, y por
eso Baermann había querido mantenerlo; pero ahora, con el recién contratado
Kleiber, tenía una plantilla sobrada para realizar tanto las intervenciones
éticas como las menos éticas. Siete doctores –incluyéndose a sí mismo- bastaban
de sobra para una clínica que muy rara vez llegaba a tener una veintena de
pacientes al mismo tiempo. Precisamente en ese momento se le acercó el dr.
Meyer, interrumpiendo sus reflexiones con el mismo tema.
-Sobre lo que habíamos hablado, doctor Baermann-dijo-, creo
que es muy claro que el personal médico cubre perfectamente la actividad de la
clínica. Podría ser útil contratar una secretaria, pero entre la srta. Becher y
la srta. Müller ya llevan el archivo muy
bien, la verdad. Creo que lo que sí hace falta…
-…es otro celador, después de que falleciera el pobre
Wiegand-terminó Baermann-. Lo tenía en mente desde hace unas semanas, pero
gracias por tu opinión de todos modos. Es bueno ver que estás de acuerdo. Te
alegrará saber que ya tengo un candidato, y mañana mismo le entrevistaré.
-Oh. Sí, son buenas noticias.
10 de septiembre de 1932.
-Adelante, caballeros.
Tres hombres entraron en el despacho del dr. Baermann,
dándole la mano sucesivamente. El director de la clínica caminó, ayudándose del
bastón, hasta detrás de su escritorio, al tiempo que invitaba con un gesto a
los hombres a sentarse en las tres sillas dispuestas para ello.
-Bueno, ya hemos hablado por teléfono-empezó uno de ellos.
Era un hombre de unos 45 años, pelo rubio que empezaba a encanecer, gesto
serio-. Yo soy Hemmer; él es mi socio, Klausen, y él es Lustig.
Señaló sucesivamente a un hombre algo más joven que él, muy
delgado, con una cicatriz de un corte en la mejilla y pelo castaño algo más
largo de lo socialmente aceptable, cubierto por un sombrero que tampoco se
había quitado al entrar en la clínica; y a un hombre ya más joven que los otros
dos, corpulento, con pelo rapado al uno.
-Bien. ¿Desean tomar algo, o pasamos directamente a los
negocios?
-Pasemos a los negocios. Tiene usted una clínica muy
acogedora. Pequeña, pero parece eficaz.
-Sí, es muy moderna. Realizamos cirugías bastante
innovadoras y siempre contamos con los últimos avances.
-Ya veo. ¿Es usted el dueño, o sólo el director?
-A efectos prácticos, sí. La clínica pertenece a la
Fundación Rosenzweig. Como, lamentablemente, toda la familia Rosenzweig murió
en un trágico incidente, la fundación desde entonces ha seguido una corriente
muy laissez-faire. El director actúa
como dueño a todos los efectos y designa a su sucesor. Cuando yo llegué a la
clínica, el dr. Furtwängler era su
director, y tras su muerte en 1927, le sucedí en el cargo. Si yo muriera, el
dr. Friedman heredaría mi cargo, cosa que no será en absoluto necesaria hasta
dentro de mucho tiempo, pues, dejando aparte el problema de mi cadera, gozo de
una excelente salud.
-Y que siga así, dr. Baermann-intervino Klausen. La cicatriz
de su mejilla se deformó al sonreír-. Y que siga así.
-Volvamos entonces a esas cirugías innovadoras que realizan
aquí-apuntó Hemmer-. ¿Qué me puede decir de los trasplantes…? Como ya sabrá, es
uno de los campos de interés de nuestro negocio juntos.
-Hemos realizado sucesivos trasplantes de piel, tejido
muscular y córnea con notable éxito. Estamos a la vanguardia en otros tipos de
trasplantes y pronto esperamos conseguir adecuadamente trasplantes de riñón y
de médula ósea, que serían pioneros en el mundo.
-Interesante. ¿Cree que pueden lograrlo?
-El trasplante de riñón es casi una realidad. Yo mismo
repliqué con éxito el experimento de Ullman antes incluso de trabajar en esta
clínica: extirpé el riñón a un perro para después implantarlo en los vasos de
su propio cuello, produciendo orina con éxito. Resulta una imagen impresionante
ver al animal corriendo y ladrando con el riñón colgando de su cuello, se lo
aseguro. Estoy interesado en probar este mismo experimento con humanos, y creo
que podremos hacerlo y que el sujeto viva varios días más sin ningún problema.
-Ya veo. De modo que los trasplantes de estos órganos son
complicados…
-Oh, sí. Y, por desgracia, a veces las restricciones legales
y la moral puritana nos impiden avanzar en lo que podrían ser importantes
desarrollos. Ahí es donde entra en juego nuestro negocio.
-Efectivamente. Porque los trasplantes de piel y músculo son
relativamente sencillos…
-Sí, sin duda. No hay forma de fracasar en algo así.
-Conocí a un tipo al que le volaron la cara en la Gran
Guerra-intervino de nuevo Klausen-. El pobre desgraciado perdió la nariz, un
trozo de mandíbula y todo el labio superior. Era un cabrón escalofriante, se lo
aseguro: parecía la misma Muerte, al tener siempre los dientes al descubierto.
Así es como le llamaban, la Muerte. Después le hicieron un trasplante y le
dejaron bastante arreglado… dentro de lo que cabe, claro.
Hemmer miró con tedio a su socio, cansado de escuchar por
centésima vez aquella anécdota, que surgía tanto si hablaban de trasplantes
como si hablaban de la muerte, de la guerra, de heridas graves , de hombres con
poco éxito entre las mujeres y un largo etcétera. Decidió ir al grano.
-Bien, entonces dejemos claro el trato: intercambiaremos
órganos para beneficio mutuo y de otros cirujanos interesados en el tema con
quienes nosotros estamos en contacto. Usted nos ofrece piel, músculo,
cartílago, córnea… los trasplantes más comunes. Nosotros le ofrecemos riñones,
médula ósea, pulmones y otros órganos. Así se aprovechará todo el cuerpo tanto
de sus donantes como de los de los otros hospitales con los que nosotros
mediaremos.
-Bien. ¿Y lo del celador…?
-Afortunadamente, Lustig sigue permaneciendo anónimo, así
como su nombre. Sin embargo, es cierto que en cierta operación que llevamos a
cabo en Berlín varios testigos llegaron a ver su rostro. Por eso creemos que
estará más seguro aquí y usted también puede sacar provecho de ello.
-No tendrá ningún problema conmigo, doctor Baermann-habló
Lustig por primera vez-. Trabajaré como cualquier otro celador, simplemente
necesito un alojamiento y un trabajo lejos de Berlín.
-Tal vez una cirugía facial también ayudaría-propuso el
director-. Con cambiar un poco la forma de la nariz ya eliminaríamos por completo
todo riesgo, y es una operación bastante sencilla. Pero bueno, hablaremos de
los detalles más tarde. ¿Hay algo más que quieran comentarme?
-Sólo tenga en cuenta que la duración del intercambio de
órganos no puede extenderse más de unos meses para no levantar sospechas.
También podríamos realizar una donación a la Fundación Rosenzweig… como
incentivo para que usted acepte el trato.
-Delo por hecho entonces.
Baermann y Hemmer se estrecharon nuevamente la mano.
Ciudad de Düsseldorf, a orillas del Rin. 17 de septiembre de
1932.
Baermann entró en uno de los almacenes del puerto. Estaba
prácticamente sumido en la oscuridad, la trémula luz del único farol colgado en
el exterior no llegaba dentro. Sin embargo, tras unas cajas y a la luz de una
ventana, Baermann creyó divisar algo, al tiempo que oyó el ruido de cajas
moviéndose.
-Soy yo-dijo en voz alta el director de la clínica-. Traigo
el último.
Efectivamente, Baermann portaba un maletín. Con su traje, bastón,
gafas y una barba que empezaba a encanecer daba impresión de ser un respetable
médico, que es casi que lo era; pero nadie habría podido predecir que en el
maletín llevaba en una pequeña caja un par de dedos amputados para venderlos
ilegalmente.
Tras las cajas asomó Klausen, empacando los últimos órganos
para enviar por barco.
-Bien, bien. Déjelo ahí, dr. Baermann.
-Perfecto. Respecto al pago…
-No habrá ningún pago.
-¿Perdón?
Klausen aferró la palanca que reposaba allí para abrir las
cajas de madera y, en un abrir y cerrar de ojos, golpeó fuertemente en la cara
a Baermann, tirándole al suelo con un gemido de dolor.
-Ha habido un cambio de planes. Creo que tengo un negocio
mejor que hacer.
-Mi bastón…-murmuró Baermann arrastrándose. Uno de los
cristales de sus gafas estaba totalmente roto y la sangre resbalaba por su
sien.
-Ya no lo necesitará, doctor.
El criminal arrastró sin problemas a un médico en mala forma
física, mayor que él y con sus evidentes problemas en la cadera hasta la cámara
frigorífica que usaban para almacenar los órganos. Le arrojó allí y cerró por
fuera.
Baermann jadeó, expulsando vapor. Con el frío, el golpe de
la palanca dolía más. Su cara se estaba hinchando. Pero ése no era el principal
problema: en cuestión de dos horas, como mucho, sufriría una hipotermia. Poco
después estaría muerto, y nadie de la clínica sabía que estaba allí.
18 de septiembre de 1932.
Pasaba la medianoche en la pequeña ciudad de Paderborn y
Hemmer continuaba haciendo papeleo. En el mundo del crimen también era
necesaria la burocracia, al fin y al cabo. Y, aunque se suponía que ya tenía
que haber acabado, Hemmer era un hombre metódico al que le gustaba repasar todo
una y otra vez. Gracias a eso nunca había sido descubierto por la policía, y
gracias a eso, aquella noche encontró unos documentos que le sorprendieron en
una carpeta que ya no se suponía que tuviera que volver a revisar.
Se quedó un rato mirándolos intentando asimilar lo que
implicaban. Allí había contactos y transferencias de dinero que no le sonaban
de nada. No tardó en asimilar que Klausen les había traicionado. Y aquella
noche se reunía con Baermann, lo que sólo podía implicar dos opciones: o bien
Klausen y Baermann estaban compinchados para traicionarles a Lustig y a él, o
bien Klausen mataría a Baermann para no dejar pruebas de su traición.
Hemmer continuó razonando. Baermann tenía una clínica allí
cerca, que le reportaba la mayoría de sus beneficios. Mientras que para Klausen
toda la operación de intercambio de órganos suponía una suma de dinero a la que
no estaba ni remotamente acostumbrado, Baermann podría ganar esa cantidad en
apenas unos meses. No tenía sentido que se buscase dos enemigos mortales. Por
tanto, la opción correcta era la segunda: Klausen había planeado en secreto
vender todos los órganos –de las dos partes- a otros compradores, quedarse el
dinero y desaparecer con todo, y mataría a Baermann porque éste sería
necesariamente un testigo, al acudir al almacén por el que Klausen tenía que
pasar de todos modos.
El criminal descolgó rápidamente el teléfono y dio
instrucciones rápidas a la telefonista. La voz de Lustig sonó al otro lado de
la línea.
-¿Sí?
-Lustig. Soy Hemmer. Klausen nos ha traicionado y se va a ir
con todo. Tienes que llegar al almacén antes de que se vaya. Rápido y haz lo
que tengas que hacer. Mañana te lo explicaré todo.
Hemmer colgó y cruzó los dedos. Al otro lado de la línea,
Lustig tardó unos segundos en reaccionar y, finalmente, se puso los zapatos a
toda prisa, salió a la calle y subió a su Mercedes-Benz Mannheim W10 de un
salto.
Baermann siempre había razonado que el calor era un
indicativo de vida. Todos los seres vivos necesitaban calor y lo emanaban, y,
cuando morían, volvían a quedarse fríos. Por eso él siempre había pensado que,
de haber un Infierno, no consistiría en lagos de azufre y llamas, sino en una
inmensidad vacía y fría, un frío que te penetrase hasta los huesos. Encerrado
en aquella cámara frigorífica, esa idea le parecía más convincente que nunca.
Las horas pasaban lentas. Había pasado de medianoche, pero
sabía por los ruidos que Klausen seguía allí. Cuando él había llegado, tenía
trabajo para varias horas. Eso no jugaba precisamente a favor de Baermann:
mientras Klausen estuviera allí, probablemente nadie acudiría a rescatarle.
Baermann tardó varios segundos más en darse cuenta de que
daba igual que Klausen estuviera allí o no: nadie acudiría a rescatarle, porque
nadie sabía dónde estaba. En la clínica se había limitado a decir que iba a
cerrar un trato comercial con el futuro celador. El frío empezaba a embotar su
cerebro, y no podía pensar con claridad.
Todo su cuerpo estaba temblando; su piel, adormecida. Como
médico, Baermann sabía que primero perdería las extremidades, cuando el riego
sanguíneo no pudiera suministrarlas suficiente calor. Pronto vendría la pérdida
completa de memoria, que ya estaba empezando a experimentar parcialmente.
Después dejaría de temblar, dejaría de notar el frío y probablemente comenzaría
a tener alucinaciones. Moriría poco después. Al menos su cuerpo se conservaría
bien.
Aturdido, Baermann oyó cómo se abría la puerta de la cámara
frigorífica. Una voz preguntaba por él, pero el doctor no reaccionó. Ni
siquiera cuando la figura de Lustig apareció ante él se dio cuenta de lo que
pasaba, hasta que el futuro celador le levantó y le sacó a rastras.
Ya saliendo de la cámara, Baermann empezó a reaccionar.
Tenía cierta hipotermia, estaba recubierto de escarcha, pero estaba vivo. Se
recuperaría. ¿Qué hacía allí Lustig? Todavía no conseguía encajar las piezas en
su cerebro entumecido, pero le había rescatado. Le había salvado la vida.
-Mi… bastón…-balbuceó Baermann.
-No se preocupe ahora por su bastón, doctor. Vamos, tenemos
que salir de aquí y encontrar a Klausen.
El rostro de Baermann era un poema: aturdido, confundido,
indefenso, con las gafas rotas y sangre congelada manchando todo el lado
izquierdo de su cara.
-No… mi bastón…
No pudiendo andar, ya no sólo por sus lesiones permanentes
en la cadera sino por el entumecimiento de sus músculos, cayó al suelo de
nuevo. Intentó arrastrarse hacia el bastón.
-Joder, vamos…-murmuró Lustig.
Entonces, un golpe seco en la cabeza derribó a Lustig. El
criminal cayó al suelo, inconsciente al momento. Klausen había vuelto con la
palanca, y un golpe a traición por la espalda había bastado para derribar a su
ex socio. Baermann, arrastrándose por el suelo, acababa de aferrar su bastón.
Sus músculos apenas reaccionaban.
-No se preocupe, doctor-dijo Klausen-. Ahora mismo me ocupo
de usted. Deme unos segundos…
El traidor dio la espalda a Baermann y alzó de nuevo la
palanca de hierro, dispuesto a rematar a Lustig con un golpe que haría pedazos
su cráneo. Pero el doctor fue más rápido. Con un giro de muñeca, desenroscó la
empuñadura de su bastón, desvelando una fina hoja de acero de casi quince
centímetros que había permanecido oculta dentro del bastón hueco. Con otro
movimiento calculado, la hoja atravesó la espalda de Klausen a la altura del
pulmón derecho. El traidor tosió algo de sangre al tiempo que recibía una
segunda puñalada.
Lustig despertó aproximadamente un cuarto de hora después.
-Bienvenido de nuevo, Lustig-dijo Baermann-. Debo
agradecerle que me haya salvado la vida; me alegro de haber podido devolverle
el favor.
El futuro celador se giró, aún aturdido. Klausen estaba
muerto en el suelo, había mucha sangre.
-He decidido aprovechar este espacio de tiempo en el que se
recuperaba para recolectar algunos órganos más y poder mejorar nuestro trato.
El criminal se fijó en que Klausen estaba desnudo y había
sido diseccionado prácticamente en su totalidad. Baermann iba y venía hacia las
cajas con órganos. Su rostro aún estaba
manchado de sangre, sus gafas rotas, pero ahora esgrimía una sonrisa diabólica.
Llevaba la camisa empapada de sangre hasta los codos, ésa ya no era suya; en
las manos sostenía el hígado de Klausen. Lustig también sonrió. Parece ser que
su nuevo jefe iba a ser un cabronazo mucho más eficaz de lo que le había
parecido en un principio.
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