Un fragmento de El amnios natal, de Alan Moore, hablando sobre lo que significa tener 17 años. Creo que nadie ha sabido captarlo tan bien en apenas unos minutos.
Los diecisiete son como el oro,
lento y caliente en el borrón embriagado y tibio de la multitud, en la angustia
y el varón.
Y soñamos que somos la gente de
las canciones. Cuadramos nuestras mejillas como estrellas del cine con miradas
de perfil a los escaparates de cada tienda por la que pasamos. Llevamos
nuestros estados de ánimo como camisetas. Eslóganes: chillones, de
enfrentamiento… pero caducan rápidamente y los desechamos fácilmente.
Todo es posible, un glorioso
potencial muy en el interior de nuestro pecho. Aún no hay nada decidido.
Todavía podríamos llegar a ser alguien.
De noche en el centro de la
ciudad las ardientes marcas de cólor ambar de los taxis Hackney dejan manchas
de luz a su paso atravesando la oscuridad y de nuevo nos deshacemos en lágrimas
de pena o alegría, sobre nada importante, pero aún así desgarradoras.
Nos pavoneamos por las calles con
aire de intrusos impenitentes, aunque después reconozcamos que estos barrios
atestados de prostitutas son nuestra herencia, y perdamos el conocimiento en el
último autobús que va a casa.
Corazones en nuestras mangas y
política en nuestras solapas, hablamos igual que bailamos: inseguros y sin
pautas, haciéndolo porque sí. Los chicos hablan de guitarristas, las chicas de
gente a la que conocen personalmente.
Un muro de trivialidades
reforzado contra el mundo en lugar de conocimiento útil, y en ocasiones, entre
todos esos ensayos para diálogos más importantes que han de venir, un brillo de
pánico en nuestros ojos por si debiéramos hablar de amor.
La mano dentro de la camisa.
Flores que brotan de la garganta a la luz glacial de la televisión, con la
saliva de otro en forma de diamante en nuestra barbilla y besos no menos dulces
a causa del mareo y de la sidra. Estómagos convirtiéndose en un paseo por una
feria de glándulas y enzimas, banda sonora con doppler.
Una nueva comprensión de letras
musicales familiares se vuelve de repente profunda: “Nena te quiero / nena te
quiero / nena sólo te quiero a ti.” Intentamos recrear los movimientos que
aprendimos en las páginas abiertas de libros de nuestros padres, la virginidad
es una cosa de la que librarse con rapidez, como la Q en el Scrabble. En la orilla
del río repleta de ortigas que atraviesa el parque, a través de los sonidos de
las oxidadas aguas que vienen de la fachada de la fábrica de Avon, iluminada
como la catedral, empujamos y sudamos y temblamos, chupamos los dedos
perfumados del otro entre los escalofríos de calor cosmético.
Nuestros monólogos duales que
pasan por conversación, nuestra avergonzada preocupación por la opinión de
nuestros amigos, nuestras avergonzadas despedidas cuando nos enfrentamos a
nuestra mutua incomprensión que es a la vez obvia y absoluta. Las palabras son
retiradas, el pañuelo devuelto. Amargas discusiones violentas que ocurren en
ninguna parte salvo en un plano astral impregnado de rencor, hasta que esos
últimos tragos ácidos parecen casi más dulces que el vino.
Los diarios que abandonamos en
las primeras semanas de marzo, atemorizados ante la cruda evidencia de nuestras
planas existencias. Las cosas que imaginamos en nuestras camas solitarias, los
helados dedos del futuro descansando ligeros en nuestras rodillas. Ponemos
nuestra fe en santos radiofónicos, estigmatizados por la heroína y ángeles de
la sobredosis, sus frágiles ojos en todas las paredes de la habitación. Nos
hundimos por tercera vez en nuestra propia mitología, el repertorio de
anécdotas se vuelve más amplio y menos valioso con cada repetición.
En los bares menos selectos donde
fingimos que nos gusta el sabor de la cerveza, contemplamos episodios de un
largo y horripilante serial mudo en el espejo del servicio. Debatimos
inminentes crisis sociales, solemnes y unánimes. Al otro lado de la habitación
se da la vuelta a una silla. Nos giramos para contemplarlo, expectantes. Un
burbujeante acné plateado de deseo poco práctico, un credo no probado,
estallando desafiante contra el mundo sin consideración hacia su escala ni su
horrible duración…
Echamos una mirada furtiva por
encima de nuestro hombro, comprobando si hemos dejado espacio suficiente para
reetroceder ante los horrores de la sociedad incluso mientras los denunciamos.
Algo nuevo aparece en los inciertos extremos de nuestra sonrisa que intentamos
no reconocer.
Tan flacos como jamás estaremos,
arrancamos de mala gana todas las esperanzadas imágenes de nosotros mismos
clavadas en la habitación trasera de nuestra mente, reemplazadas poco a poco
por estudios más detallados, más realistas en sus expectativas. Al fallarnos la
belleza, hacemos un tardío esfuerzo de creación de personaje. Intentamos
ponernos en contacto con quién somos en realidad y sólo escuchamos el tono de
comunicando. Una sensación constante de que falta alguien aunque… todos están
aquí.
El caudal de juventud vital en
los corredores de las escuelas como ovejas hacia su esquilado. Jugueteando,
ignorantes. El auténtico currículum es la puntualidad, la obediencia y la
aceptación de la monotonía… esas habilidades que necesitaremos más adelante en
la vida. Terapia indirecta de aversión para curar nuestra sed de información y
condicionarnos para que a partir de entonces forjemos una asociación entre la
indolencia y el placer. Confundimos la rebelión con un tipo de peinado.
La pesadilla del paisaje laboral
adolescente repentinamente convertida en estúpida, débil y torpe entre los
insensibilizados adultos. Algunos han estado ahí desde que tenían catorce años,
quedan cinco años para la jubilación y no han faltado al trabajo un sólo día.
Vislumbramos el abismo,
contemplando el interior de nuestras desteñidas tazas para el descanso del té.
Nos han mostrado el contrato. Ahora nos damos cuenta de lo que causaba esa
mirada en los rostros de nuestros padres, esa fatigada queja en sus voces.
Somos demasiado mayores para no ver sus errores y demasiado jóvenes para
entender o perdonar del todo.
Nuestros padres no siguen una
perspectiva tradicional, haciéndose más pequeños al acercarnos. Sólo más
adelante su auténtica escala se hará manifiesta.
Encontramos viejas fotografías de
ambos en salones de baile de la posguerra cuya única luz procede del brillo de
las camisas de los hombres. Ambos felices, no mucho mayores que nosotros.
Sentimos miedo.
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