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Un ventilador giraba en la lonja
de Erandio, intentando hacer soportable el calor de julio.
Dentro había un grupo algo más
extenso de lo habitual, conversando sobre la invitación que había recibido
Hernández a una tertulia televisiva, dentro de unos días. Se encontraban el
propio Hernández, su escolta Sergio Martín, Josu, Celaya y cuatro de sus
soldados: Mikel Amorrortu, Luis
Andikoetxea, Kike y Koldo.
—Tampoco espero que el debate
vaya a girar en torno a la Cosa Kostra ,
ni nos conviene—comentaba Hernández—. Yo voy con la postura de siempre, Cambio
no tiene nada que ver con la Cosa Kostra ,
y no tienen pruebas. También se la ha relacionado con Bildu o con Podemos, y ya
veis.
En aquel momento, alguien llamó a
la puerta, interrumpiéndole.
—Adelante.
Paco, un hombre gitano de unos 40
años, de mirada inteligente y pelo largo, entró en la lonja.
—Buenas tardes, chavales. Vengo a
por lo mío.
Hernández asintió en silencio y
sacó un fajo de billetes de su bolsillo, contó unos pocos y se los dio a Paco.
—Habéis hecho buen trabajo. Dime.
—Los payos esos también tienen
una lonja. Esta es la dirección—el gitano tendió un papel al líder de la
Cosa Kostra —. Estamos seguros de que son
ellos, porque vieron a uno con muletas, por el navajazo que le habíamos dado.
Mal cáncer les entre, que le pusieron guapo al Charlie.
—Perfecto. Gracias, Paco. No creo
que haya más movidas por aquí en un tiempo, pero echad un ojo por si acaso.
—Sin pegas, hombre. Ah, ¿no
tendréis un piti, pa’ hacerme un porrillo?
Hernández le tendió un
cigarrillo. El hombre lo aceptó, hizo un leve gesto de despedida y se fue.
—Bueno, pues vamos a por ellos.
Vamos a por los coches y nos juntamos aquí.
Los 8 miembros de la
Cosa Kostra salieron de la lonja, cerraron
la persiana y fueron encaminándose hacia los coches en un aparcamiento cercano.
Se dividieron en tres grupos, por los tres coches con los que contaban.
Martín, que conducía el coche en
el que iba Hernández de copiloto, señaló otro coche aparcado junto a ellos, con
gente dentro.
—Secretas—comentó.
—Sí. Ahora les comentaré a éstos
por WhatsApp, que se muevan cuando vayamos a coger la salida a la autopista.
Martín asintió en silencio y
arrancó el coche, que empezó a moverse con los otros dos preparándose para
ponerse detrás. El coche de la policía secreta también arrancó el motor.
Hernández les sonrió al tiempo que hacía una peineta por la ventanilla bajada;
ellos no contestaron, se limitaron a observarle a través de sus gafas de sol.
Los cuatro coches partieron en
fila, recorriendo Erandio durante unos minutos.
Finalmente, el primer coche
frenó, haciendo que tuvieran que frenar todos los demás. Los pasajeros del
tercer coche, conducido por el soldado de Celaya Koldo, se bajaron rápidamente
y entraron en el primer y segundo coche, todo en apenas unos segundos. Tras
esto, los dos primeros coches reanudaron su marcha, mientras Koldo se quedaba
sentado bloqueando el paso de la policía secreta.
—¡Lo siento!—gritó por la
ventanilla entre risas—¡Se me ha calado el motor, señores agentes! ¡No puedo
moverme!
Los dos coches, ya libres de sus
perseguidores aunque reducidos a 7 miembros, tardaron unos minutos más en
llegar al barrio de Deusto, ya en Bilbao.
—Id cogiendo las armas.
Un puño americano, un bate de
béisbol, una cadena… las armas blancas fueron saliendo del maletero y pasando a
manos de los pasajeros.
Finalmente, los coches aparcaron
en la ribera de la ría, frente a una lonja con la persiana levantada.
Celaya fue el primero en entrar,
atravesando la pesada cortina que evitaba que se viera el interior. Dentro había
una TV, un equipo de música, un pequeño mueble-bar, una bandera nazi y otra
española con el águila de San Juan y, por supuesto, cinco hombres jóvenes de
cabezas rapadas acomodados en sofás, que quedaron perplejos ante la entrada del
intruso.
El capo evaluó rápidamente la
situación. Cinco hombres, probablemente los cuatro que habían pintado la lonja
y otro. Un par de muletas descansaban apoyadas contra un sofá. Todo en orden.
Celaya atacó primero al que más
lejos de la puerta estaba, para dejar espacio libre y que entraran los demás
miembros de la Cosa Kostra.
El bate de béisbol cayó con fuerza sobre los brazos del nazi, alzados para
protegerle.
Los demás fueron entrando. Los
sofás más cercanos no tardaron en ser apartados a patadas. El nazi herido por
los gitanos agarró una de sus muletas y consiguió golpear a Amorrortu, también
en el brazo, pero Josu intervino con un fuerte empujón que estampó al nazi
contra el mueble-bar, en una lluvia de cristales y alcohol.
Los puñetazos y las patadas se
fueron sucediendo. Celaya y Martín pronto tomaron una ventaja clara sobre los
demás; ambos eran contrincantes muy peligrosos en una pelea. Martín, de hecho,
tal vez con un exceso de confianza, peleaba con las manos desnudas. O, al
menos, con las manos desnudas excepto por sus anillos, que ciertamente abrían
una herida cada vez que golpeaba.
Los nazis fueron cayendo muy
rápido, en gran medida gracias a su desventaja numérica. Hernández derribó al
penúltimo, que se encontraba incorporándose en el suelo tras haber caído, de
una certera patada en la cara.
El que quedaba, sintiéndose
acorralado, sacó una navaja. Apenas dudó un segundo antes de lanzarse contra
Luis, haciéndole un profundo corte en el brazo que también le alcanzó, con
menos profundidad, en el pecho.
Un segundo después, Kike, con el
puño envuelto en una cadena, propinó al nazi el puñetazo más terrible que
habían visto muchos de los presentes; al menos cuatro dientes salieron volando
en ese mismo momento.
—Bien—dijo Hernández—. Registradles
las carteras y coged todo el dinero que encontréis. Quedaos los DNIs para que
tengan bien claro que sabemos dónde viven y que no les vamos a pasar otra.
Móviles también. Ah, y quitadle la camiseta a alguno para que Luis se pueda
vendar el brazo.
—Tienen buen equipo de música—comentó
Josu mientras se ponía manos a la obra—. ¿No nos lo llevamos también?
—Sí, por qué no—asintió su líder—.
Y ya puestos, quememos esas banderas.
Mientras, Celaya se acercó a
Luis, que apretaba su brazo con la mano, intentando no fijarse en la sangre que
manaba de la herida.
—¿Qué cojones haces? ¡Estás
atontado!
—Me ha pillado bien…
—¿Que te ha pillado bien? Si te
has quedado ahí quieto mirando cómo se acercaba a apuñalarte. Te estás quedando
atontado con la droga, joder, espabila un poco. Que yo también me meto una raya
de vez en cuando, pero hay que saber controlar.
La operación duró unos minutos.
Dos de los nazis salieron arrastrándose de la lonja para evitar el humo de la
pequeña hoguera que se había formado con las banderas; otros dos consiguieron
ponerse de pie y sacar a su compañero, totalmente inconsciente.
El exterior estaba despejado; en
aquella zona sólo había fábricas, muchas de ellas abandonadas, y unas pocas
lonjas, la mayoría usadas como garajes. Con suerte, nadie habría oído ni siquiera
los ruidos de la pelea.
Los miembros de la
Cosa Kostra montaron de nuevo en los coches
y marcharon, satisfechos. Un problema menos.
Hernández contaba billetes en la
trastienda de la sede de Cambio, empezando a hacer los cálculos para los sueldos
que tendría que pagar en agosto. Obviamente, siempre había que guardar cierto
colchón, por si era necesario pagar abogados o cualquier otro gasto. En aquel
momento, alguien llamó a la puerta, distrayéndole de su labor.
—Adelante—dijo.
Tres jóvenes entraron en la
trastienda. Hernández reconoció a Gorka ,
el Tiros y Alazne, tres soldados bajo el mando de Inés Chapa.
Alazne, una joven punk de poco
más de 20 años, tomó la iniciativa, colocando una pesada bolsa sobre la mesa.
—Hemos reventado una cabina de teléfonos.
Inés nos ha dicho que te demos el dinero a ti. Habrá unos 50 euros en monedas.
—Bien hecho—dijo Hernández, y
separó tres de los billetes de 10 € que estaba contando—. Tomad, un pequeño
extra.
—Gracias, jefe. Hasta otra.
Los tres jóvenes se despidieron y
abandonaron la trastienda, cerrando la puerta tras de sí.
Hernández quedó solo,
reflexionando. Cabinas de teléfonos. Sí, indudablemente las empresas
telefónicas eran estafadores con total impunidad a cambio de, posteriormente,
ofrecer un puesto de trabajo a los políticos que les habían ayudado; uno de
esos puestos como consejero o algo por el estilo en los que se cobra por encima
de 100.000 al año por no hacer nada. Pero, ¿de verdad ganaban mucho reventando
una cabina?
Quizá era hora de dar un paso
adelante, y de empezar a abarcar blancos más difíciles.
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