Éste es un relato que fue
publicado originalmente en el número 23 de la revista Penumbria. Los requisitos
para el relato eran tres páginas de extensión (yo creo que habría quedado mejor
con cuatro, alargando un poco la parte final) y que fuera un relato antinavideño.
Por supuesto, decidí que la mejor forma de hacer un relato antinavideño era
adaptando el conocidísimo Cuento de Navidad de Dickens.
—¿Y las luces? ¿Os habéis planteado por qué ponen
las luces de Navidad desde principios de noviembre? Bien, yo os lo diré: para
gastar dinero público. Los alcaldes ponen las luces, gastan una millonada en
dinero público que va para las compañías eléctricas, y luego las eléctricas les
devolverán el favor dándoles un puesto de trabajo, o una donación, o un sobre
con dinero negro… así es la Navidad: una gran mentira.
Martín concluyó su discurso al tiempo que sonaba la campana. Era un
hombre de cuarenta y tantos, delgado, pelo castaño en el que asomaban
tímidamente algunas canas, gafas. Su aspecto inofensivo creaba cierto contraste
con la radicalidad de sus ideas y discursos: tal vez por eso aún conservaba su
puesto de profesor de sociología.
Los alumnos se fueron retirando, algunos de ellos murmurando algo sobre
la clase que acababan de recibir. Martín oyó a uno de ellos bromeando. “Parece
que no le ha visitado el Espíritu Navideño”, dijo. El profesor sonrió por lo
bajo: era un comentario bastante habitual, dado que solía dar discursos
similares por aquellas fechas. Por supuesto, no, el Espíritu Navideño nunca le
había visitado. No tenía ni idea de que aquel año, eso cambiaría.
A la noche, Martín se encontraba cómodamente dormido en su cama cuando el
frío le despertó. Tiritando, giró sobre sí mismo y vio que una ráfaga de aire
helado entraba por la ventana abierta de la habitación. Se acurrucó entre las
mantas, intentando conservar el calor, mientras se decidía a levantarse. ¿Qué
hacía aquella ventana abierta? Él vivía solo y, desde luego, la había cerrado.
Empezó a pensar que estaba desarrollando un curioso caso de sonambulismo.
Cuando asomó del todo la cabeza, comprobó aterrorizado que no era aquello
lo que pasaba. Frente a su cama, de manera que no lo había visto al mirar la
ventana, y mortalmente silenciosa, flotaba una figura espectral.
Antaño, parecía haber sido un hombre; al menos, en su rostro demacrado se
apreciaban rasgos masculinos. Vestía ropas del siglo XIX, y estaba cubierto de
pesadas cadenas que rodeaban su cuerpo varias veces y le hacían permanecer
encorvado. No estaba hecho de carne y hueso, no: parecía más bien hecho de una
sustancia transparente a través de la cual Martín podía ver la pared de su
habitación.
—Soy el Fantasma de las Navidades Pasadas. Ven.
De pronto, Martín se vio arrastrado por una fuerza sobrenatural que le
levantó de la cama y le dejó flotando en el aire, a la altura del espectro.
Ambos volaron en una corriente, saliendo por la ventana y flotando por encima
de la ciudad. El profesor observó, estupefacto, que no eran aquellos los
edificios que tenía frente a su habitación. Haciendo memoria, recordó que el
paisaje que veía eran los viejos almacenes demolidos hacía veinte años, cuando
él vivía en la otra punta de la ciudad. Estaba viendo el pasado, tal y como era
hacía 35 años.
—Esto es una locura…—murmuró.
—¿Ya lo recuerdas?—repuso el
espectro—¿La Navidad, tal y como era?
Los dos espectros fueron
descendiendo poco a poco, acercándose al jardín de la antigua casa de Martín.
Allí, con sorpresa, se vio a él mismo con 5 años, poniendo bolas en el árbol de
Navidad. Su madre le ayudaba, en actitud cariñosa; su padre miraba desde el
porche de la casa con una amplia sonrisa en los labios.
—Sí… sí… pero, ¿cómo? ¿Hemos viajado
al pasado? Es increíble…
—Soy un espectro, y he sacado tu
forma astral de tu cuerpo. Somos ectoplasma, sí, podemos viajar al pasado. El
ectoplasma no está sujeto a las tres dimensiones espaciales…
Mientras el Fantasma de las
Navidades Pasadas se extendía en su discurso, Martín se colocó junto a él,
agarró las cadenas que arrastraba y estiró, dando una vuelta extra. Al momento,
el espectro se encontró inmovilizado, sujeto por el profesor.
—Lo que imaginaba. Si los dos somos
ectoplasma, te puedo tocar.
—¿Qué… qué haces? ¡Suéltame! ¡No es
así como debe ser!
—Oh, sí. Si es así. No te voy a
soltar hasta que no hagas unas cuantas visitas: vamos a cambiar el pasado, y
vamos a desmontar esta farsa.
Martín descubrió que, en su forma ectoplásmica, era bastante fácil volar
hacia donde él quería. Hacerse visible o invisible ante la gente parecía ser un
problema de concentración, también fácil de manejar. Con el espectro
encadenado, intentando zafarse inútilmente, hicieron la primera visita a la
casa del alcalde. Y luego a la del dueño de los grandes almacenes. Y así
sucesivamente. En todas ellas, el discurso era muy similar.
—¡Así que dejad que quien quiera cene en familia y ya está! ¡Pero dejad
las estúpidas luces, los regalos caros, la hipocresía de quienes ayudan a los
pobres sólo en estas fechas y la empalagosa decoración en cada rincón de este
planeta! ¡Sino, volveré para atormentaros!
El Fantasma de las Navidades Pasadas hizo en las primeras ocasiones un
pequeño amago de negar con la cabeza, que fue corregido con un doloroso tirón
de las cadenas.
Martín regresó a su cuerpo, sabiendo que había podido corregir el pasado,
al menos en su ciudad, y tener un final feliz. Un final feliz, eso sí, sin el
menor rastro navideño.
Es un poco inquietante. No sé por qué me gusta tanto.
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