El capo Asier Osegi y su soldado
Nerea Zugazaga entraron en la sede de Cambio en Romo.
Sergio Martín estaba tras el
mostrador. Mientras Hernández estuviera en la sede, Martín podía ocuparse
perfectamente de protegerle y atender el mostrador a la vez.
—Aupa, Martín—saludó Osegi—.
¿Está Hernández por aquí?
—Sí, en la trastienda. Ha dicho
que no quiere ser molestado.
—Esto le gustará. Tengo buenas
noticias para él.
El capo, seguido de Nerea, abrió
la puerta de la trastienda.
Hernández estaba recostado sobre
un colchón. Una joven de poco más de 20 años, desnuda de cintura para arriba,
tenía la cabeza enterrada en su entrepierna.
—Espera un segundo, Iratxe—dijo
Hernández—. Ahora salgo.
Osegi, cuyo rostro empezaba a
adquirir una tonalidad escarlata, cerró de nuevo la puerta al momento. Martín
se encogió de hombros.
—No digas que no te había
avisado.
Segundos después, Hernández salió
de la trastienda como si nada hubiera pasado.
—¿Qué quieres?
—Es sobre un negocio. Puedo
volver mañana si molesto…
—No, ya que estás dime. ¿Qué es?
—Cosa de la tía de Nerea.
—Mi tía tiene una grow shop en
Bilbao—explicó ésta—. Vende semillas de marihuana, fertilizantes… y luego, ya
sabes, rosa lisérgica, esporas, cualquier alucinógeno que sea legal. Pero ayer
le llegó una remesa de alucinógenos ilegales, y no puede venderlos en la
tienda, ya ha tenido problemas antes con la policía y eso. Podría dejárnoslos a
buen precio y los distribuimos nosotros.
—Suena bien. ¿Qué droga es
exactamente?
—No lo sé, es como un extracto de
setas…
—Parece ser algún preparado de
psilocibina—apuntó Osegi—. Pero podría estar mezclado con algo más. Aún no lo
sabemos con exactitud.
—Entonces tendremos que probar
sus efectos antes de venderlo.
—Sí, contaba con ello.
—Bien. Todo lo demás del tráfico,
la plantación, el negocio de hachís con Mohammed…
—Todo lo demás bien, sí.
—Perfecto.
Jefe y capo se estrecharon la
mano.
Eran las 12 de la noche. Comenzaba
el concierto de los Demenzia Prekoz.
Jon Ibarra estaba en la batería.
La batería no era muy a menudo el lugar que solía ocupar el líder del grupo,
no, pero en este caso era así. El hecho de que Jon fuera el más radical de los
cuatro jóvenes, que fuera un soldado de la
Cosa Kostra y que pudiera usar su poder
para conseguir conciertos para el grupo, indiscutiblemente le convertía en
líder.
Abajo, entre el público, Gorka y Adri, otros dos de los soldados de Inés
Chapa, se encargaban de la seguridad. No era una labor imprescindible, pero más
valía prevenir que lamentar.
—No lo hace nada mal, ¿eh?—comentaba
Gorka .
—No—respondió su compañero—. Igual
hasta tiene futuro. Eso sí, el cantante es malo de cojones, ¿eh? No sé cómo le
pueden aguantar.
—Ya te digo.
—Perdonad—dijo entonces un joven
de unos 15 años, que se había acercado a ellos—. Vosotros sois de la
Cosa Kostra , ¿no?
Los dos se miraron extrañados.
—¿La qué?
—No tenemos ni idea de qué es
eso, chaval. Te equivocas de personas.
—Ah, vale, que no podéis decirlo
y eso—insistió el joven—. Sí, tranquis, he visto muchas pelis de mafiosos. Pero,
bueno, que hay un tío liándola ahí, que la está teniendo con mis colegas y con
más peña. Alguien le ha tirado el cubata o algo y está increpando a todo el
mundo, quiere pegarse con quien sea por su cubata.
—Me imagino que vosotros habéis
venido aquí a proteger al batería y eso, pero no sé, ya que estáis igual
podríais arreglarlo y que nos podamos quedar todos tranquilos.
Finalmente, Gorka suspiró. Al fin y al cabo, el chaval podría
haber llamado a la policía, pero en lugar de eso, había recurrido a ellos. La
Cosa Kostra empezaba a verse como cierta
forma de autoridad para la gente que no creía en la policía.
Le hizo una señal a Adri y ambos
se dirigieron hacia donde señalaba el chaval. Un joven de unos 18 años, con una
camiseta de la Euskal Selekzioa
y evidente aspecto de ser de izquierdas era el que estaba desencadenando el
problema. Su ideología no le salvó; en esta ocasión, lo mismo hubiera dado que
fuera de la izquierda más radical.
El primer puñetazo casi le tiró
al suelo, pero no llegó a caer. Tras un segundo golpe, un cabezazo que le
acertó en plena nariz, sí cayó. Después fue arrastrado por el suelo empapado de
kalimotxo, cerveza y líquidos varios hasta ser colocado en un rincón de la
plaza. Allí Adri le dio dos patadas más en las costillas, y dieron por
concluido el asunto.
—De todas formas me sabe un poco
mal pegar a un abertzale. No sé, deberíamos haber intentado razonar un poco más—comentó
Adri mientras regresaban a su posición.
—Con la cantidad de vodka que
llevaba ese tío estaba como para razonar. Hay veces en las que hay que
ensuciarse las manos.
Acto seguido, Gorka arrebató de un tirón un móvil a un chico de
unos 14 años que había grabado toda la pelea, y lo tiró en una alcantarilla
cercana.
Nerea encendió un cigarrillo
mientras contemplaba a Osegi.
El capo se había tumbado en una
cama y había puesto música relajante. Era hora de probar los alucinógenos. Si
efectivamente eran tan potentes como aseguraba la tía de Nerea, podrían sacar
algo de dinero que no vendría nada mal.
—Voy a intentar describir la
experiencia en voz alta, ¿vale? Por si luego no me acuerdo y eso.
—Perfecto—asintió Nerea—. Espero
que sepa rico. On egin.
Osegi tomó una de las pastillas,
de tacto ligeramente blando, más parecido a un caramelo, y se la metió en la
boca.
Los minutos fueron pasando
lentamente.
—Esto es gracioso—comentó de
pronto Osegi—. Bueno, gracioso tampoco, pero no sé, como que me siento feliz. Y
un poco mareado, también. Todo da vueltas.
—Pues como sea sólo eso, lo vamos
a tener jodido para venderlo.
—Lasai, Nerea. Ya avanzará, pero
no hay prisa. Estoy de puta madre. Podría quedarme aquí tumbado toda la tarde.
—¿Porque quieres o porque estás
apalancado?
—Por las dos cosas—el capo
estalló en risas.
Nerea apenas hizo un esbozo de
sonrisa, aún viendo que las carcajadas de Osegi se extendían por minutos.
—Joder, no puedo parar de reír—comentaba—.
¿Cuánto tiempo llevo riéndome? ¿Igual veinte minutos?
—Ni cinco.
—Joder. Ni cinco. Es todo tan… no
sé, parece que el tiempo no pasa, pero vamos, que no me quejo. Se está bien
así. En serio, ¿ni cinco minutos?
—Qué va.
—Uffff, se hace largo. Todo se
hace largo, y se ve más brillante.
Conforme el tiempo seguía
pasando, los desvaríos de Osegi fueron aumentando en intensidad
considerablemente.
—Rafael Nadal. Sí. No. Rafael
Nadal. Más castellano todavía—tomó aire fuertemente dos veces. Parecía que se
ahogaba—. Es como decir: Posiosal y sus sangrientas. ¿No crees?
Nerea no podía evitar reírse.
Estuvo tentada de sacar su móvil y grabar la escena, pero probablemente sería
una falta de respeto grave hacia su capo. Éste, por su parte, permanecía con la
vista fija en la muñeca de la joven.
—Tu muñeca es extraordinariamente
única. Coge la suya.
—¿Que coja qué?—repuso Nerea
entre risas.
—Nada. Todo. No sé. Cógelo. ¿No
te das cuenta? Sólo somos personajes, porno político, nada más que eso. He
atravesado la barrera de la realidad y lo he visto, sólo somos personajes de
una sátira política. Una fantasía antisistema. Escapismo para gente a la que le
gustaría reventar los dientes de un pepero contra un bordillo y se desahoga
escribiendo. Sublima. Sublima todo, como la vida, es sublime.
—Son buenas las drogas, sí.
—Todo pasa a la vez. No sé,
total, sólo somos una idea. Puro porno, ¿sabes? Imagínate que existiéramos de
verdad.
—Existimos de verdad.
—Imagínate que existiéramos de
verdad. Ahí afuera. Et fictum fit factum. La historia podría pasar al mundo
sólido, imagínate, como pintadas de Barbelith en Londres. Alguien lee La
Cosa Kostra y decide fundar la
Cosa Kostra en el mundo real y se gana la
vida extorsionando a los hijos de puta que extorsionan a todos nosotros. A todo
el país. A todo el mundo. Da igual. Se vende una revolución para las masas. Da
igual.
Tras esto, el capo calló y
permaneció varios minutos así.
—Bueno, entonces las drogas son
buenas, ¿no?—insistió Nerea.
—Oh, sí. Podremos venderlas todas—murmuró
Osegi, y después continuó mirando al vacío.
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