Josu llamó a la puerta.
—Adelante—dijo Celaya.
El capo entró en el pequeño
cuarto del interior de lo que antes había sido la sede de Cambio en Romo.
—¿Qué querías, Josu?
—Es sobre el reparto de soldados
y eso…
—¿No te parece bien cómo se hizo?
—Sí, sí. En realidad, el problema
es otro.
Capo y jefe se miraron
desconfiados durante unos segundos.
—Verás—dijo finalmente Josu—,
como sabes, he cortado con Cristina y… bueno, me resulta muy incómodo ahora
tener que andar con ella para las cuentas, las reuniones, cuando hagamos algo
especial…
—¿Y quieres que la ponga con otro
capo?
—Exacto.
—Hmm…
—Se me ocurre que podría volver
con González—apuntó Josu—. Como ya estuvo bajo su mando antes de que yo fuera
capo, no tendrá problema en adaptarse.
—Has pensado en todo, eh…
Josu presintió que llegaba el
“pero”.
—…pero todos los capos están bien
equilibrados ahora, y las rutas establecidas para no pisarse unos a otros. ¿De
verdad te molesta?
—Si puede ser, sí preferiría…
—Joder, vale, vale. Te quito a
Cris del equipo, pero me debes un favor.
El capo asintió mientras se
marchaba. A sus espaldas, Celaya, perfectamente amoldado al puesto de padrino,
citaba la célebre película.
—Algún día, y puede que ese día
nunca llegué, acudiré a ti y tendrás que devolvérmelo.
Josu se fue sin tener muy claro
hasta qué punto era en serio y hasta qué punto era sólo una broma.
—Entonces, ¿decidido?—preguntó
Osegi al tiempo que encendía el porro que tenía en la boca.
—Esta mañana he estado con él, a
cuenta de un asunto que tenía que resolver—respondió Josu—. Parece que intenta
cambiar la rutina, pero dependiendo también de si hay reunión o no y eso.
Entonces alguien de fuera de la familia, sin saber qué reuniones hay, no podría
saber qué va a hacer Celaya al día siguiente… pero nosotros sí.
—Vale. Entonces, ¿dónde lo
hacemos?—preguntó Maitane.
Osegi, Josu y Maitane, reunidos
en torno a una pequeña mesita en el sótano del primero, meditaron la respuesta.
En cierto modo, concretar el lugar ya era un primer paso en el asesinato de
Celaya, y todavía les costaba darlo.
—Cuando salga del local en Romo
por la noche—apuntó finalmente Osegi—. Son calles estrechas y pequeñas,
seguramente no habrá nadie a esas horas y podemos desaparecer rápidamente.
Incluso, asegurándonos de que no nos sigan, podemos bajar aquí mismo y pasar la
noche. Al día siguiente salimos tan tranquilamente y nadie sabrá que hemos sido
nosotros.
—Suena bien, el primer día que
sepamos que se va a quedar hasta la noche, lo hacemos. ¿Cómo lo hacemos?
—Yo lo haré—respondió al momento
Maitane—. Soy la única de los tres que ha matado antes.
Los dos capos asintieron en
silencio.
Cris se detuvo frente a un bar.
Hacía casi un año exacto desde que había estado allí por primera vez, y no
podía evitar cierta sensación de nostalgia.
Se trataba de un bar taurino
situado en Bilbao; había pegado una paliza a su dueño con un puño americano para
que el bar entrara a formar parte de la red de extorsionados por la Cosa
Kostra. Eso había sido cuando su capo era González; después, Josu había sido
ascendido y ella había cambiado de capo. Dado que el bar estaba en la ruta de
González, hacía meses que no pasaba por allí, hasta que ahora Celaya le había
comunicado que volvería a entrar en el equipo de González, por motivos que no
era muy difícil deducir.
Cris entró en el bar. A aquella
hora, estaba vacío. Sonrió al ver que la expresión del rostro del dueño
cambiaba a una que indicaba menos comodidad.
—¿Qué quieres?—murmuró.
—¿Cómo que qué quiero?—preguntó
Cris, en un tono entre burla y sorpresa—Ya sabes lo que quiero, ¿qué hostias
voy a querer?
Intimidación, pero sin decir en
voz alta nada que la incriminara: Cris tenía bien aprendida la lección. Era
probable que el dueño del bar estuviera grabando e intentara tenderle una
trampa.
—Ya os he pagado lo de este mes.
—¿Me estás vacilando?
—De verdad… míralo, por favor. Ya
os he pagado.
Cris fijó la mirada en su
víctima. Desde luego, parecía bastante asustado.
—Eso es imposible—insistió—. ¿A
quién has pagado… lo que sea que debías?
—Os lo pagué…
—¿A quién has pagado? Descríbelo.
—Eran dos chavales de unos 20
años… uno con barba, el otro no. Vestían… así como vosotros, ya sabes.
—Ya.
—El de barba tenía los ojos muy
azules, fue el que habló y con el que mejor me quedé. Medía unos centímetros
menos que yo, pelo castaño, las orejas llenas de pendientes…
—Ya. Pues como no conozco a nadie
que encaje con esa descripción, voy a asumir que no has pagado. Así que ten
listo el dinero para mañana.
Cris se alejó sin darle
oportunidad de replicar, pero preguntándose si estaba diciendo la verdad.
¿Alguien se estaba haciendo pasar por miembro de la Cosa Kostra para quedarse
el dinero? ¿Tenían otro traidor dentro, pero esta vez no de cara a delatarles a
la policía, sino a repartir dinero con sus colegas?
Koldo salió primero de la antigua
sede de Cambio. Encendió un cigarrillo y miró alrededor las calles desiertas
iluminadas por la luz tenue de varias farolas. Celaya salió poco después y
cerró la puerta con llave. Koldo se disponía a ayudarle a bajar la persiana
cuando vio algo por el rabillo del ojo. En la otra acera, una silueta se
asomaba tras un coche.
—Hostia… kontuz!—gritó con todas
sus fuerzas.
Celaya, alertado del peligro
décimas de segundo antes de ver él también la silueta, se tiró al suelo. Koldo
justo después. La figura, desde el otro lado de la acera, empuñaba una pistola.
Disparó dos veces; una de las balas dio en una pared y la otra en un coche,
rompiendo dos de sus ventanillas y activando la alarma.
Agazapados tras ese mismo coche,
Celaya y Koldo se recogieron. Koldo extrajo una pistola de su propia chaqueta y
se asomó ligeramente.
En apenas un segundo, pudo
distinguir levemente la figura que les disparaba desde la acera de enfrente.
Vestía entera de negro. Un pasamontañas le cubría la cara. Koldo disparó a su
vez, alcanzando a uno de los coches de la otra acera.
La figura disparó una vez más.
Koldo otra. Habiendo fallado ya tres tiros y en mitad del estruendo, la figura
salió corriendo. Los vecinos ya se empezaban a asomar a las ventanas. Koldo
disparó una vez más a la figura que corría, sin alcanzarla.
—¡Joder!—gritó Celaya,
recuperando el habla.
Todos los coches de la calle
tenían ya activada su alarma, produciendo un estruendo que no desmerecía el eco
de los disparos que aún resonaban en sus tímpanos. La carretera estaba llena de
cristales rotos. Koldo y Celaya contemplaron el panorama mientras tomaban aire,
esperando la inminente llegada de la policía.
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