Naciste y creciste en mitad
de la nada. No la nada absoluta, claro, eso no existe; pero Guinrerou,
departamento de Borgou, Benín se parece bastante a la nada.
Recuerdos de la nada: el sol
abrasador. La caminata hasta la fuente, el sonido del cubo ya medio oxidado
llenándose de agua, sonido que tienes fuertemente asociado al alivio del agua
fresca en tu garganta y piensas que, si hay un Paraíso, debe de sonar así. El
aroma de la chilaba blanca de tu madre y la calidez cuando te apretabas contra
ella. Sus ojos; los ojos de tu madre. Tus pies descalzos sobre el campo de
fútbol; la sensación de cuando encoges los dedos de los pies para no hacerte
daño al chutar con fuerza el balón, y lo chutas y… ¡Gol! Saboreas la victoria.
Brewa, Agbatan, Hakan. A Hakan siempre le tocaba de portero porque era el único
que tenía guantes.
Quizá los recuerdos se
ablandan con el paso del tiempo, como la fruta; porque la infancia fue dura,
pero, cuanto menos atrás te remontas en el tiempo, más duros son los recuerdos.
La adolescencia, el primer beso, los labios de Assiba; años después, el sexo
con Sharissa, en un colchón sucio en la vieja estación de autobuses. Llevaste
una pequeña radio y sonaba Satisfaction, de los Rolling Stones; tenías un
condón que te dio la chica de la Cruz Roja meses atrás y, aunque te enseñó a
ponértelo, no habías podido practicar, pero todo salió bien. Sharissa abrió las
piernas y tú te pusiste encima, y al principio era incómodo y no es tan fácil
como parecía, pero luego está bien y no pensabas que notarías tanto calor ahí.
Pero la adolescencia también
es el trabajo duro, el peso de las cajas cuando las cargas de un lado para
otro, y la enfermedad de tu madre, y tu madre muriéndose cuando ya no puede
decir tu nombre y tu padre yéndose.
La juventud son cajas, y más
cajas, y más cajas hasta que ya no puedes más, porque cada vez hay más gente queriendo trabajar y pagan
menos. Entonces tienes que hacer caso a lo que dicen, e irte. El viaje por
Burkina Faso y Malí, primero por el camino;
luego, incontables kilómetros andando por el desierto, Mauritania,
Argelia, hasta llegar finalmente a Marruecos.
Ya en Guinrerou te habían
asegurado que en Europa la vida era mejor, pero cuando llegaste a Marruecos no
se hablaba de otra cosa. Cientos de personas os movíais por las calles
esperando la oportunidad para saltar a Europa, y la misma promesa se repetía
una y otra vez.
-En Europa la vida es mejor-aseguraba el
hermano de un hombre que había conseguido llegar-. Hay fuentes en todas partes,
y nunca pasas sed. Todas las calles están asfaltadas. A la gente le sobra tanta
comida que tiran a la basura alimentos que están perfectamente. En Europa la
vida es mejor, te lo prometo.
La gente intenta saltar a Europa
constantemente, pero no es fácil. Hay que esperar el momento adecuado, porque
si intentas saltar con un grupo pequeño, no tienes la menor oportunidad. Hay
que organizarse para saltar muchos, así sólo podrán detener a unos pocos y los
demás lo lograrán. Se trata de tener suerte, rapidez y habilidad para esquivar
las concertinas, que al engancharte en ellas te desgarran la carne como un
cuchillo corta la mantequilla.
La frontera es tu enemigo, tu único obstáculo
ante una vida mejor. Piensas que, si desde el espacio se pudieran ver las
fronteras -que no se puede-, se verían como heridas, como cortes hechos en un
planeta debilitado a manos de un torturador sádico.
Pasas los días intentando ganarte la vida, y
las noches durmiendo en el bosque de Cassiago, en uno de tantos pequeños
campamentos improvisados entre los árboles. Allí, la gente comparte lo que
tiene, y cuantas más personas se juntan más lonas, sacos de dormir y utensilios
consiguen. A veces hay robos, pero la mayor parte del tiempo la gente es muy
generosa, os ayudáis unos a otros. Es la misma esencia de la sociedad: el ser
humano es social, y empezó a organizarse en asentamientos y pueblos y ciudades
porque sólo ayudándonos unos a otros podemos sobrevivir.
El bosque se fue llenando, y la tensión se
podía palpar en el aire. Erais muchos. Pronto, podríais intentar saltar. Y lo
intentasteis.
El intento fue un caos: cientos de personas
corriendo entre las vallas ,las concertinas, las balas de goma, los porrazos y
el gas lacrimógeno. El gobierno de España ha hecho las vallas más altas y las
cuchillas más afiladas que nunca: trepar es una proeza sólo al alcance de unos
pocos, que van cayendo con facilidad. Nadie puede pasar por ahí. Hay que
retirarse.
A la noche, los ánimos están muy bajos en el
campamento, pero se empieza a hablar. Se habla de que es imposible saltar las
vallas, y alguien sugiere intentarlo por el agua. Tú no sabes nadar muy bien,
pero te las puedes arreglar, y lo que proponen no es difícil: sólo hay que bordear
un dique y ya estaréis en Ceuta. No hace falta ser un nadador experto para
conseguirlo, es una distancia muy corta. En el peor de los casos, la policía
fronteriza española, guardias civiles, estarán ya esperando en la playa. En ese
caso, será como en el salto: detendrán a muchos, pero otros muchos podréis
escapar. Al menos, la policía no puede atacaros mientras estéis en el agua; es
muy importante conocer las leyes europeas y cómo aprovecharlas.
Así que, a la noche, os lanzáis al agua. Es
invierno, y está mucho más fría de lo que pensabas: el dolor te recorre todo el
cuerpo y te entumece los músculos. Pero no está tan fría como para ser
realmente peligrosa, y el movimiento y la adrenalina de sentirse a punto de
llegar a una tierra de promesas mantienen tu calor.
Hay cientos de personas nadando, y tenéis a la
policía marroquí detrás. Hay que ir rápido, más rápido. Los primeros ya están
bordeando el dique que separa el primer mundo del tercero.
Pero
algo empieza a ir terriblemente mal. Oyes los disparos de la policía española
y, al mismo tiempo, los gritos de pánico de los tuyos.
Las balas de goma
surcan el aire, terminando a veces en el agua, otras en algún cuerpo. Ahora sí
que no notas el frío. Sólo el miedo.
Una mujer que podría
ser tu madre se está ahogando junto a ti. Intentas agarrarla, pero lleva
demasiada ropa (normal, piensas; estamos en invierno). La ropa mojada tira de
ella hacia abajo, inexorablemente.
Intentas avanzar junto
a ella, poco a poco, brazada a brazada. Los músculos arden y duelen como si te
clavaran alfileres.
Piensas
que no vas a llegar a la orilla. Que no hay forma de que llegues. Y, de pronto,
ya da igual. Una pelota de goma impacta directamente en la cabeza de la mujer a
la que estás arrastrando. Oyes un crujido seco, y segundos después, el cuerpo
empieza a pensar mucho más. Ella ya no puede hacer ningún esfuerzo por nadar:
te das cuenta de que está muerta. Estás cargando un cuerpo inerte.
Las lágrimas
mezclándose con el agua salada del mar; dejas ir su cuerpo y se hunde lentamente.
Tratas de nadar hasta la orilla, y las bolas de goma siguen salpicando por
todas partes. Lanzan también gas lacrimógeno.
-Ven, moreno, ven-dice
uno de los guardias civiles. Por el poco español que has aprendido en
Marruecos, sabes lo que quiere decir. No puedes verle el rostro; sólo una
oscura silueta a través de la nube de gas, tenuemente iluminada en la noche.
Cada brazada cuesta un
poco más que la anterior. El nivel del agua parece crecer, ¿o eres tú que ya no
puedes mantenerte a flote? Los ojos te escuecen y tienes que cerrarlos; ya sólo
notas el dolor, el agua fría y oyes gritos y chapoteos.
Apenas notas ya la
bola de goma que te impacta en el hombro; sólo un poco de dolor más a la ya
extensa lista. Pero el impacto ha cumplido su cometido de todas formas, y tu
brazo izquierdo ha quedado inutilizado. Ya no puedes nadar.
Te vas hundiendo poco
a poco. Con el agua en tus oídos, los gritos ya se escuchan amortiguados,
lejanos, como si les estuvieran pasando a otras personas y no a tus compañeros a
pocos metros de ti.
Tus pulmones se llenan
de agua. Ya no notas el frío y los gritos apenas se oyen. Sólo estás tú,
flotando en la oscuridad. Tu historia queda a medias; sencillamente mueres a
mitad de camino. A nadie le importa cómo habría podido terminar tu historia;
queda incompleta hundiéndose en el Tarajal junto a cientos de promesas
incumplidas.
Tu historia es
ficticia, pero podría ser real. El 6 de febrero de 2014, al menos 15 personas
fueron asesinadas en el Tarajal bajo los disparos de la Guardia Civil, que por
orden del Ministerio de Interior practicaban las llamadas
"devoluciones en caliente", prohibidas por el derecho
internacional. Todos los culpables permanecen impunes. De quienes murieron sólo
conocemos una cifra -probablemente incorrecta y que excluye cadáveres que nunca
han aparecido-; sus vidas y sus historias sólo podemos imaginarlas.
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