miércoles, 5 de diciembre de 2018

Promesas incumplidas


Naciste y creciste en mitad de la nada. No la nada absoluta, claro, eso no existe; pero Guinrerou, departamento de Borgou, Benín se parece bastante a la nada.

Recuerdos de la nada: el sol abrasador. La caminata hasta la fuente, el sonido del cubo ya medio oxidado llenándose de agua, sonido que tienes fuertemente asociado al alivio del agua fresca en tu garganta y piensas que, si hay un Paraíso, debe de sonar así. El aroma de la chilaba blanca de tu madre y la calidez cuando te apretabas contra ella. Sus ojos; los ojos de tu madre. Tus pies descalzos sobre el campo de fútbol; la sensación de cuando encoges los dedos de los pies para no hacerte daño al chutar con fuerza el balón, y lo chutas y… ¡Gol! Saboreas la victoria. Brewa, Agbatan, Hakan. A Hakan siempre le tocaba de portero porque era el único que tenía guantes.

Quizá los recuerdos se ablandan con el paso del tiempo, como la fruta; porque la infancia fue dura, pero, cuanto menos atrás te remontas en el tiempo, más duros son los recuerdos. La adolescencia, el primer beso, los labios de Assiba; años después, el sexo con Sharissa, en un colchón sucio en la vieja estación de autobuses. Llevaste una pequeña radio y sonaba Satisfaction, de los Rolling Stones; tenías un condón que te dio la chica de la Cruz Roja meses atrás y, aunque te enseñó a ponértelo, no habías podido practicar, pero todo salió bien. Sharissa abrió las piernas y tú te pusiste encima, y al principio era incómodo y no es tan fácil como parecía, pero luego está bien y no pensabas que notarías tanto calor ahí.

Pero la adolescencia también es el trabajo duro, el peso de las cajas cuando las cargas de un lado para otro, y la enfermedad de tu madre, y tu madre muriéndose cuando ya no puede decir tu nombre y tu padre yéndose.

La juventud son cajas, y más cajas, y más cajas hasta que ya no puedes más, porque cada vez  hay más gente queriendo trabajar y pagan menos. Entonces tienes que hacer caso a lo que dicen, e irte. El viaje por Burkina Faso y Malí, primero por el camino;  luego, incontables kilómetros andando por el desierto, Mauritania, Argelia, hasta llegar finalmente a Marruecos.

Ya en Guinrerou te habían asegurado que en Europa la vida era mejor, pero cuando llegaste a Marruecos no se hablaba de otra cosa. Cientos de personas os movíais por las calles esperando la oportunidad para saltar a Europa, y la misma promesa se repetía una y otra vez.

-En Europa la vida es mejor-aseguraba el hermano de un hombre que había conseguido llegar-. Hay fuentes en todas partes, y nunca pasas sed. Todas las calles están asfaltadas. A la gente le sobra tanta comida que tiran a la basura alimentos que están perfectamente. En Europa la vida es mejor, te lo prometo.

La gente intenta saltar a Europa constantemente, pero no es fácil. Hay que esperar el momento adecuado, porque si intentas saltar con un grupo pequeño, no tienes la menor oportunidad. Hay que organizarse para saltar muchos, así sólo podrán detener a unos pocos y los demás lo lograrán. Se trata de tener suerte, rapidez y habilidad para esquivar las concertinas, que al engancharte en ellas te desgarran la carne como un cuchillo corta la mantequilla.

La frontera es tu enemigo, tu único obstáculo ante una vida mejor. Piensas que, si desde el espacio se pudieran ver las fronteras -que no se puede-, se verían como heridas, como cortes hechos en un planeta debilitado a manos de un torturador sádico.

Pasas los días intentando ganarte la vida, y las noches durmiendo en el bosque de Cassiago, en uno de tantos pequeños campamentos improvisados entre los árboles. Allí, la gente comparte lo que tiene, y cuantas más personas se juntan más lonas, sacos de dormir y utensilios consiguen. A veces hay robos, pero la mayor parte del tiempo la gente es muy generosa, os ayudáis unos a otros. Es la misma esencia de la sociedad: el ser humano es social, y empezó a organizarse en asentamientos y pueblos y ciudades porque sólo ayudándonos unos a otros podemos sobrevivir.

El bosque se fue llenando, y la tensión se podía palpar en el aire. Erais muchos. Pronto, podríais intentar saltar. Y lo intentasteis.

El intento fue un caos: cientos de personas corriendo entre las vallas ,las concertinas, las balas de goma, los porrazos y el gas lacrimógeno. El gobierno de España ha hecho las vallas más altas y las cuchillas más afiladas que nunca: trepar es una proeza sólo al alcance de unos pocos, que van cayendo con facilidad. Nadie puede pasar por ahí. Hay que retirarse.

A la noche, los ánimos están muy bajos en el campamento, pero se empieza a hablar. Se habla de que es imposible saltar las vallas, y alguien sugiere intentarlo por el agua. Tú no sabes nadar muy bien, pero te las puedes arreglar, y lo que proponen no es difícil: sólo hay que bordear un dique y ya estaréis en Ceuta. No hace falta ser un nadador experto para conseguirlo, es una distancia muy corta. En el peor de los casos, la policía fronteriza española, guardias civiles, estarán ya esperando en la playa. En ese caso, será como en el salto: detendrán a muchos, pero otros muchos podréis escapar. Al menos, la policía no puede atacaros mientras estéis en el agua; es muy importante conocer las leyes europeas y cómo aprovecharlas.

Así que, a la noche, os lanzáis al agua. Es invierno, y está mucho más fría de lo que pensabas: el dolor te recorre todo el cuerpo y te entumece los músculos. Pero no está tan fría como para ser realmente peligrosa, y el movimiento y la adrenalina de sentirse a punto de llegar a una tierra de promesas mantienen tu calor.

Hay cientos de personas nadando, y tenéis a la policía marroquí detrás. Hay que ir rápido, más rápido. Los primeros ya están bordeando el dique que separa el primer mundo del tercero.

Pero algo empieza a ir terriblemente mal. Oyes los disparos de la policía española y, al mismo tiempo, los gritos de pánico de los tuyos.

Las balas de goma surcan el aire, terminando a veces en el agua, otras en algún cuerpo. Ahora sí que no notas el frío. Sólo el miedo.

Una mujer que podría ser tu madre se está ahogando junto a ti. Intentas agarrarla, pero lleva demasiada ropa (normal, piensas; estamos en invierno). La ropa mojada tira de ella hacia abajo, inexorablemente.

Intentas avanzar junto a ella, poco a poco, brazada a brazada. Los músculos arden y duelen como si te clavaran alfileres.

Piensas que no vas a llegar a la orilla. Que no hay forma de que llegues. Y, de pronto, ya da igual. Una pelota de goma impacta directamente en la cabeza de la mujer a la que estás arrastrando. Oyes un crujido seco, y segundos después, el cuerpo empieza a pensar mucho más. Ella ya no puede hacer ningún esfuerzo por nadar: te das cuenta de que está muerta. Estás cargando un cuerpo inerte.

Las lágrimas mezclándose con el agua salada del mar; dejas ir su cuerpo y se hunde lentamente. Tratas de nadar hasta la orilla, y las bolas de goma siguen salpicando por todas partes. Lanzan también gas lacrimógeno.

-Ven, moreno, ven-dice uno de los guardias civiles. Por el poco español que has aprendido en Marruecos, sabes lo que quiere decir. No puedes verle el rostro; sólo una oscura silueta a través de la nube de gas, tenuemente iluminada en la noche.

Cada brazada cuesta un poco más que la anterior. El nivel del agua parece crecer, ¿o eres tú que ya no puedes mantenerte a flote? Los ojos te escuecen y tienes que cerrarlos; ya sólo notas el dolor, el agua fría y oyes gritos y chapoteos.

Apenas notas ya la bola de goma que te impacta en el hombro; sólo un poco de dolor más a la ya extensa lista. Pero el impacto ha cumplido su cometido de todas formas, y tu brazo izquierdo ha quedado inutilizado. Ya no puedes nadar.

Te vas hundiendo poco a poco. Con el agua en tus oídos, los gritos ya se escuchan amortiguados, lejanos, como si les estuvieran pasando a otras personas y no a tus compañeros a pocos metros de ti.

Tus pulmones se llenan de agua. Ya no notas el frío y los gritos apenas se oyen. Sólo estás tú, flotando en la oscuridad. Tu historia queda a medias; sencillamente mueres a mitad de camino. A nadie le importa cómo habría podido terminar tu historia; queda incompleta hundiéndose en el Tarajal junto a cientos de promesas incumplidas.


Tu historia es ficticia, pero podría ser real. El 6 de febrero de 2014, al menos 15 personas fueron asesinadas en el Tarajal bajo los disparos de la Guardia Civil, que por orden del Ministerio de Interior practicaban las llamadas "devoluciones en caliente", prohibidas por el derecho internacional. Todos los culpables permanecen impunes. De quienes murieron sólo conocemos una cifra -probablemente incorrecta y que excluye cadáveres que nunca han aparecido-; sus vidas y sus historias sólo podemos imaginarlas.


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