Un fragmento que me pareció interesante de La insurrección que viene, obra del Comité Invisible.
Admitimos la necesidad de conseguir dinero —no importa por qué medios— porque actualmente es imposible pasar sin él, pero no la necesidad de trabajar. Además, ya no trabajamos: curramos. La empresa ya no es un lugar en el que existimos, es un lugar que atravesamos. No somos cínicos, sólo reticentes a que se nos engañe. Los discursos sobre la motivación, la calidad y la implicación personal nos resbalan, para desgracia de los gestores de recursos humanos. Dicen que estamos decepcionados con la empresa, que no ha honrado la lealtad de nuestros padres, que los ha despedido sin escrúpulos. Mienten. Para estar decepcionado, primero hay que esperar algo. Y nunca hemos esperado nada de ella: la vemos tal como es y nunca ha dejado de ser, una estafa de confort variable. Sentimos que nuestros padres cayeran en la trampa; al menos, aquellos que se lo creyeron.
La confusión de sentimientos que rodea la cuestión del trabajo puede explicarse de esta manera: la noción de trabajo ha abarcado siempre dos dimensiones contradictorias. Una dimensión de explotación y una dimensión de participación. Explotación de la fuerza de trabajo individual y colectiva por la apropiación privada o social de la plusvalía; participación en una obra común a través de los vínculos que se tejen entre aquellos que cooperan en el seno del universo de la producción. Estas dos dimensiones se confunden perniciosamente en la noción de trabajo, lo cual explica la indiferencia de los trabajadores, a fin de cuentas, hacia la retórica marxista, que niega la dimensión de participación, así como hacia la retórica empresarial, que niega la dimensión de explotación. De ahí, también, la ambivalencia de la relación con el trabajo, al mismo tiempo deshonroso, puesto que nos vuelve extraños ante lo que hacemos, y adorado, en la medida en que una parte de nosotros mismos está en juego. El desastre aquí es previo: reside en todo aquello que ha sido necesario destruir, en todos aquellos a los que ha habido que desarraigar para que el trabajo termine por aparecer como la única manera de existir. El horror del trabajo no está tanto en el propio trabajo como en el asolamiento metódico, desde hace siglos, de todo aquello que no es él: familiaridades de barrio, de oficio, de pueblo, de lucha, de parentesco; apego a lugares, seres, estaciones, modos de hacer y de hablar.