miércoles, 5 de junio de 2019

La balada de Hakon: Saqueo en el invierno

Veníamos de aquí.




Los primeros copos de nieve del invierno cayeron una madrugada especialmente fría, a escasas dos semanas de que terminara el año 1318 tras la derrota del Señor Oscuro. Se posaron tímidamente al principio, más rápido después, y para el alba todo el paisaje de Nihlhaim estaba recubierto de blanco.

Hakon despertó alertado por el sonido de los cuernos que informaban que era hora de levantarse. Maldijo por lo bajo, como cada mañana desde que, obligado por las circunstancias, había cambiado su oficio de vendedor de baratijas por el de guerrero del ejército de Nihlhaim, a las órdenes del príncipe Adalgert.

Los últimos diez días no habían sido especialmente agitados. Desde la finalización del torneo que conmemoraba un siglo de paz tras la Gran Guerra, Hakon había viajado junto a los guerreros de Nihlhaim desde la capital de Ahrshaim, Gottegod, hasta la de Nihlhaim, Novrogod, siguiendo la línea de la costa del Mar Interior.

Novrogod era una ciudad erigida en la costa. No muy lejos de ésta había una plaza de mercado asfaltada, alrededor de la cual se empezaban a extender calles formadas principalmente por edificios de piedra no muy grandes, pero firmes y sólidos. La costa estaba bordeada por espigones de piedra y madera en los que había un trasiego constante de barcos, mayormente pesqueros, también algunos mercantes. Ya pasadas tres o cuatro calles alrededor de la plaza del mercado, los edificios empezaban a verse más pequeños, con mayor abundancia de madera en su construcción y tejados de paja. La calidad de los hogares iba disminuyendo progresivamente hasta llegar a las construcciones más precarias, a veces todas ellas de madera excepto quizás algunas columnas, y amontonadas contra la empalizada que delimitaba la ciudad.
Allí, los soldados se instalaron en los barracones, aunque sólo fuera por un día. Era el fin de un viaje y el comienzo de otro: encabezados por el príncipe Adalgert, buena parte de los guerreros que volvían del torneo partirían en una campaña de saqueo, pero algunos se quedarían y también se unirían otros más. Audhild Serpiente Marina y Halvard, los dos hermanos del príncipe Adalgert, se quedarían en Novrogod, pero Adalgosh, su hijo y escudero, sí participaría en el saqueo.

Para recibir a los soldados que regresaban, el rey Adalborj preparó un discurso que dio desde el balcón del palacio real. La plaza bajo el balcón estaba repleta de gente: los soldados sólo eran una pequeña parte, ya que buena parte de los habitantes de Novrogod e incluso muchos comerciantes de paso quisieron asistir.

Era la primera vez que Hakon veía al rey. Se notaba que había sido un hombre corpulento, pero estaba muy envejecido. Su voz era ronca; su pelo grisáceo caía de la parte de atrás de su cabeza, teniendo ya una calvicie avanzada. Vestía una túnica azul con ribetes dorados, una sola pieza que cubría todo su cuerpo. Llevaba las manos llenas de anillos, y en su cuello se apreciaba el comienzo de un tatuaje difuminado por el paso del tiempo.

En el balcón se encontraba la familia real al completo. Tras el rey Adalborj, estaban sus cuatro hijos. El mayor, el príncipe Adalgert, seguido por Audhild Serpiente Marina, Halvard y la princesa Mannelog, segunda hija del rey –aunque, al ser mujer y tener tres hermanos varones, su importancia en la política era prácticamente nula-. También estaban Sannie, esposa del príncipe Adalgert, y su hijo Adalgosh; y Halhild Esquirla de Hielo, esposo de la princesa Mannelog, y su hijo, aún un niño, Oskenn. Hakon no se sabía la mayoría de los nombres: le bastaba con los del rey, sus tres hijos varones y el escudero Adalgosh. Al fin y al cabo, los demás eran nobles sin importancia en la política del reino que probablemente no afectarían su vida en absoluto.

Cuando reflexionaba sobre ello, Hakon efectivamente consideraba injusto que las mujeres no tuvieran el mismo derecho que los hombres a heredar el trono; sin embargo, él no iba a cambiarlo, así que mientras eso siguiera así –y así seguía en todos los reinos salvo Lingberd-, eran menos nombres que tenía que aprenderse. Además, aunque no era común hacerlo, las leyes y tradiciones norteñas permitían a un hombre tener varias esposas. Esto hacía que a veces las familias reales crecieran hasta puntos en los que era realmente complicado aprender todos los nombres.

—Gentes de Nihlhaim—comenzó el rey—. Me llena de orgullo y satisfacción que el viaje realizado a Ahrshaim, encabezado por mis tres hijos y mi nieto, haya sido tan provechoso; y que uno de mis hijos haya quedado en segundo puesto del torneo más importante que hemos vivido, ni más ni menos. Un siglo después de la Gran Guerra, este torneo, al que lamentablemente yo no he podido asistir por tener que gestionar importantes asuntos del reino aquí en Novrogod, ha sido una excelente oportunidad para estrechar los lazos con nuestros vecinos norteños. Es necesario contar con aliados para poder defendernos mutuamente de posibles peligros y amenazas a nuestra soberanía, de bastardos que quieren quitarnos nuestras tierras y atacar nuestras costumbres…

Hakon tuvo que hacer duros esfuerzos para no quedarse dormido. En su favor se podría decir que, acostumbrado a dormir solo, ahora que tenía que dormir junto a otros soldados, el ruido que hacían por la noche perturbaba a menudo su descanso, por lo que de día se encontraba algo más fatigado de lo normal. Pero, desde luego, el discurso del rey no hizo sino hundirle en un estado de sopor. Además, sospechaba que el rey Adalborj no tenía ningún importante asunto que gestionar; probablemente no había ido al torneo por una mezcla entre su débil salud y su poca simpatía por la monarquía de Ahrshaim, y ninguna de las dos cosas las reconocería en público.

Agradeció bastante cuando por fin terminó el discurso y pudo dirigirse a la armería junto a los otros soldados que participarían en el saqueo, con el fin de seleccionar el equipo antes de partir al día siguiente a primera hora de la mañana.

Hakon contempló el arsenal, preguntándose qué tendría derecho a llevar y qué no, cuando se le acercó para sacarle de dudas Danward el Tuerto, un guerrero corpulento y veterano –parecía estar acercándose a los sesenta años-, con una barba grisácea, muy buen humor y una risa amigable y, como su nombre indicaba, sin un ojo.

—Toma al menos un chaleco y unos brazales de cuero grueso—dijo, tendiéndole a Hakon las mencionadas piezas—. Todos los soldados del ejército de Nihlhaim tenemos derecho a llevarlas. No te salvarán si te clavan una espada, pero podrían salvarte si sólo te golpean de refilón o si te atacan con un cuchillo no muy afilado. Me temo que es todo lo que puedo darte… si asciendes de rango sí que recibirás una pequeña coraza, un escudo con el blasón de la ballena y un casco. Aunque, si lo perdemos, tampoco creas que nos dan otro, ¿eh? Tú deberías comprarte uno.
—No tengo dinero para un casco—repuso Hakon, encogiéndose de hombros.
—Procura ser ágil, entonces.

***

Los saqueos, si bien en una época de paz tan duradera como aquella no estaban muy bien vistos, eran una constante a lo largo de la Historia. Desembarcar en el puerto de alguna tierra lejana para llevarse por la fuerza todo lo que pudieran era la actividad favorita de muchos guerreros. Naturalmente, con los nueve reinos en paz, los saqueos tenían que realizarse en alguna tierra más lejana; en alguna de las regiones que existían fuera de los nueve reinos, pobremente desarrolladas y apenas cartografiadas, sobre las que nadie sabía mucho.

El príncipe Adalgert se había fijado esta vez como objetivo desembarcar en Iranna, las tierras de los cíngaros situadas al Este de los nueve reinos. Sin embargo, los cíngaros no eran su objetivo –o, al menos, no el principal-. Su objetivo era adentrarse en las Montañas Cortantes, la gigantesca cordillera que separaba los nueve reinos de Iranna. Durante milenios, enanos y elfos oscuros habían construido ciudades subterráneas en aquellas montañas. Con la extinción de los enanos y la notable reducción de elfos oscuros durante la Gran Guerra, la mayor parte de aquellas ciudades subterráneas habían quedado abandonadas y, probablemente, aún un siglo después seguía habiendo muchas riquezas que saquear.

Naturalmente, cabía la posibilidad de que diversos grupos se hubieran instalado en aquellas ciudades, que podían ir desde cíngaros buscando cobijos hasta maleantes huidos de los nueve reinos, incluyendo también posibilidades como grupos de orcos.

Así pues, cuando comenzó el invierno, Hakon se encontró viajando con el ejército de Nihlhaim: pronto pasaron Ivarjold -aldea nombrada así en honor a Ivar, uno de los héroes de la Compañía Gloriosa que derrotó al Señor Oscuro hacía casi 1319 años- y se encaminaron hacia Oresund, aldea portuaria en el extremo norte de Nihlhaim.

Eran aproximadamente una treintena de guerreros. Por el momento, Hakon había sido encomendado con la tarea de transportar en su burro un paquete con un buen número de raciones de carne conservada en sal; otros guerreros llevaban algunos otros útiles y reservas que necesitarían durante la expedición.

Cuando llegaron a Oresund, supieron que el drakkar que esperaban tardaría un día más. Habiendo sufrido daños en el viaje, aún siendo insignificantes, se había optado por la decisión de darle una nueva capa de musgo recubierto con brea en la zona perjudicada, para asegurar un sellado perfecto de las junturas de la madera; y, con el clima invernal, aún no se había secado.

Así pues, tuvieron una noche libre. Hakon estuvo en una taberna, vaciando cuernos de hidromiel con algunos otros soldados: estaban Danward el Tuerto, que había sido de mucha ayuda para Hakon al explicarle cómo funcionaban varias cosas en el ejército de Nihlhaim; Knutr, el comandante de los arqueros, un hombre bajito y de rostro enjuto y cubierto por tatuajes; y Egil, un hombre también delgado, con la barba recogida en una larga trenza y al que le faltaba el brazo derecho, perdido en una batalla anterior.

Hablaron de batallas pasadas, de sus preferencias en el físico de las mujeres y de la situación política de los nueve reinos. También conocieron a un curioso personaje, un marinero que respondía al nombre de Onund del Hielo y que aseguraba haber viajado a una lejana isla situada muy al norte en el Mar de Hielo, poblada por extraños gigantes.

Onund era un hombre ya mayor, con pelo y barba blancas y bien recortados y, pese al frío que hacía aún dentro de la taberna, llevaba el pecho al descubierto, mostrando un tatuaje del Copo de Bere, el símbolo del dios del hielo norteño.

—Los gigantes de escarcha son tres veces más altos que un hombre—aseguraba—, y tienen la piel azulada. Apenas llevan unas pocas pieles por encima, a pesar de que el frío en la isla es muchísimo peor que el peor día de invierno aquí.
—¿Y por qué esa isla no aparece en los mapas?—preguntaba Danward el Tuerto, divertido—¿No sería buena idea mandar expediciones, formar una alianza con estos gigantes de escarcha?
—Ah, no es nada fácil llegar allí, amigo mío—respondió Onund del Hielo—. No sólo son temibles las corrientes marinas y la temperatura, sino que por el sur de la isla mora un kraken. Sus tentáculos son tan gruesos como el tronco de un roble, y puede partir un barco por la mitad sin apenas esforzarse. Por eso sólo unos pocos hemos conseguido regresar vivos.

Danward reía ante las ocurrencias del marinero. Por su parte, Knutr no sabía muy bien si creerle o no, y Egil parecía convencido de que decía la verdad. A Hakon este personaje le recordaba a Niels, el cuentista que se les daba de héroe errante al que había conocido en el torneo, y cuyas mentiras fueron, al fin y al cabo, las que desencadenaron los sucesos que ahora le situaban allí: golpear a aquel bastardo de Bersi para defender a Niels, ser condenado a muerte por ello y ser salvado por el príncipe Adalgert cuando reconoció el tatuaje de dos hachas cruzadas que Hakon lucía en su antebrazo derecho. El ahora nuevamente guerrero no perdía oportunidad para maldecir internamente la obligación de luchar para el príncipe Adalgert hasta que uno de los dos muriera; al menos, pensó, algunos de sus compañeros eran tipos con los que uno se podía emborrachar en una taberna.

A la mañana siguiente, el drakkar estaba listo. La capitana era una mujer llamada Vidgis Vientofrío, acostumbrada al salvaje Mar de Hielo desde pequeña, pues el clan Vientofrío era conocido por tener a algunos de los mejores guerreros y marineros de Nihlhaim. Embarcaron rumbo a Iranna, no sin cierta resaca.

El drakkar navegó en todo momento cerca de la costa, evitando así un frío mayor del que ya hacía; en caso de alejarse, habría existido peligro incluso de chocar contra bloques de hielo que se hubieran formado en el mar. Pasaron cerca de Vieja Hallstromm, la antigua isla-prisión donde los reyes de Ahrshaim encerraban a sus enemigos; sustituida hace ya tiempo por una Hallstromm situada en el Mar Interior a la que era mucho más cómodo viajar. Después bordearon el Saliente de Vellirihaim, la gran península habitada por los sami, y tras esto sólo quedaba pasar Svanhaim para llegar a Iranna.

Durante el viaje, Hakon tuvo la oportunidad de hablar con el príncipe Adalgert en varias ocasiones. Esto no dejaba de sorprenderle: al fin y al cabo, el príncipe era el heredero del trono de Nihlhaim, y cuando su padre, el rey Adalborj, muriera, él sería una de las personas más poderosas de los nueve reinos. Sin embargo, conocía por su nombre a todos los miembros de la expedición, y hablaba con ellos con naturalidad. Muchas otras personas en su posición no se dignaban a dirigirle la palabra a sus súbditos salvo para darles órdenes.

—¿Pasaste mucho tiempo en el ejército la primera vez que fuiste soldado, Hakon?
—No realmente. Cuando me uní tenía 17 años… 18 recién cumplidos, tal vez. No recuerdo. Pasé unos meses entrenando, después entré en combate en una campaña. Tras esto, me fui.
—Sin problemas, imagino.
—Sin problemas. Me pidieron que jurara no contar lo que había pasado, lo hice y me fui.
—Sí, había deducido eso. Por eso no te he preguntado qué pasó en Inhvhaim durante aquella campaña. ¿No te gustó lo que viste?
—Sinceramente, no—confesó Hakon, que tampoco tenía intención de morderse la lengua.
—Espero de verdad que esta nueva etapa como soldado te resulte más agradable.

El príncipe Adalgert era un hombre alto y fornido. Llevaba el pelo rubio recogido en una sola coleta que le llegaba hasta la cintura, mientras que la barba se la recogía en dos trenzas adornadas con diversos abalorios. Tenía algunas cicatrices en los brazos y una pequeña en la barbilla, pero nada realmente notable. De entre los tatuajes que llevaba al descubierto, destacaban el de una ballena, símbolo de la monarquía de Nihlhaim, en el cuello; un sol en el brazo derecho y una luna en el izquierdo; así como runas en la mano derecha, una en cada dedo.

—Mi hermano, Audhild, ha realizado largas y fructíferas campañas en Iranna. Su fiereza en el combate y sus habilidades como marinero le dieron el apodo de la Serpiente Marina—le contó en otra ocasión a Hakon—. La mayor parte de cuevas y ciudades subterráneas cercanas a la costa están saqueadas por aventureros como él, por eso esta vez tenemos que ir más lejos hacia el sur.
—Por lo que vi en el torneo, es un gran guerrero.
—Sí, lo es. Está enseñando a luchar a mi hijo Adalgosh; por eso lo he traído a esta campaña como mi escudero, para que ponga en práctica lo que ha aprendido de su tío.
—Podría ser también un buen guerrero—dijo Hakon, y lo dijo sinceramente: no era la clase de persona a la que le gustaba alabar a nobles para ganarse su favor.
—Por el contrario, mi hermano pequeño, Halvard, no es dado al combate—continuó el príncipe, sorprendiendo a Hakon por el carácter personal de sus confidencias, que le remarcaron que, definitivamente, el príncipe se mostraba bastante cercano a sus guerreros—. Pasa la mayor parte del tiempo en el Regalo de Erde, sin hacer nada. ¿Conoces el Regalo de Erde, Hakon?
— No, la verdad.
—Es un pequeño archipiélago situado en la costa oeste de nuestro reino. Pese a que las aguas del Gran Azul son frías, y mucho más estando tan al norte, entre las islas de este archipiélago hay aguas termales, muy cálidas, que se usan como un gran balneario en el que los guerreros pueden descansar y sanar sus heridas. Algunos atribuyen tal maravilla al dios del fuego, Erde, que mantiene calientes esas aguas como un regalo para los grandes guerreros. Los Sacerdotes de Erde gestionan el lugar. Yo tiendo a pensar que esas aguas no son un regalo de un dios, sino un fruto casual de corrientes marinas que no podemos entender bien… tal vez relacionadas con el fuego que escupen los volcanes… probablemente las profundidades de la tierra guardan el calor. ¿Qué opinas tú de los dioses?
—No creo mucho en ellos.
—¿No crees mucho?
—No. Nunca me han inspirado confianza las cosas que la gente no puede ver y de las que sólo hablan algunos.
—¿Por qué?
Hakon se señaló el ojo derecho, con la pupila deformada de tal forma que parecía una serpiente mordiéndose la cola.
—Hay quien cree que haber nacido con una pequeña deformidad en la pupila determina mi destino. Que nacer con un ojo de serpiente da mala suerte y da mala suerte a la gente de alrededor. Yo creo que son jodidas tonterías sin sentido. Alguna gente me evitaba por esto. Sobre todo, en mi aldea natal.
—Yo he visto muchas cosas en este tipo de campañas... criaturas extrañas desconocidas para los nueve reinos, reliquias mágicas. Creo que es posible que los dioses existieran, ¿por qué no? Otra raza más, como humanos, elfos, hados o enanos, una raza mucho más poderosa. Posiblemente muchas leyendas sobre ellos sean falsas, pero... quién sabe. Sin embargo—añadió—, tienes suerte: yo también creo que pensar que el nacer con un ojo de serpiente da mal fario es una jodida tontería sin sentido.

Hakon asintió en silencio. Tenía que reconocer que, para ser un noble, Adalgert no le caía mal del todo.

***

El clima en la costa norte de Iranna no era mejor que el del drakkar o el de Nihlhaim. La cala en la que atracaron estaba cubierta de nieve, y la temperatura estaba por debajo del punto de congelación: sólo el movimiento de las olas evitaba que se formara hielo en el mar. Hakon, norteño y de sangre norteña durante tantas generaciones como conocía, era más resistente al frío que muchos hombres, pero un clima tan extremo era realmente molesto. Tenía la esperanza de que, conforme avanzaran hacia el sur, aquello mejoraría.

Cuando desembarcaron, la capitana Vidgis Vientofrío y unos pocos soldados se quedaron para vigilar el drakkar; los demás emprendieron el camino de inmediato.
Enseguida entendió la formación que adoptaron para avanzar. Los más cercanos al príncipe Adalgert, aparte de, obviamente, su hijo y escudero, eran uno de sus esclavos, Grager, y una guerrera llamada Aila.
Graegr era un semiorco. Aunque con rasgos en parte humanos, su cuerpo seguía siendo el de un orco, sus orejas sobresaliendo hacia los lados, su mandíbula enorme y su piel ligeramente verdosa. Los orcos rarísima vez tenían cabida en los nueve reinos, excepto quizás en Elveon, que, al ser el único reino no humano, miraba con mejores ojos a otras especies. Los mestizos entre humanos y orcos, como Graegr, tampoco estaban en absoluto bien aceptados, y solían ser esclavos. El príncipe Adalgert, como cualquier persona poderosa, tenía varios esclavos, pero la función de todos los demás parecía meramente doméstica; sólo Graegr, portando un hacha de doble filo, le seguía al combate.

Aila era de estatura media y constitución fuerte. Ocupaba el rango de comandante en el ejército de Nihlhaim, y tenía fama de ser una guerrera extraordinariamente hábil. Ojos azules, nariz pequeña y labios siempre fruncidos, su pelo rubio caía ligeramente ondulado sobre la fina cota de mallas que llevaba sobre un ropaje de cuero grueso. Llamaba la atención que una comandante no llevara casco ni escudo; aunque sí llevaba una gran espada de acero élfico colgando imponente del cinto. No llevaba tatuajes a la vista, aunque en alguna ocasión que se quitó la coraza para dormir o se recogió el pelo, Hakon pudo ver varios: un patrón geométrico en el brazo izquierdo, meramente decorativo; el símbolo del dios norteño del sol, Gor, en el brazo derecho; dos espadas cruzadas en su nuca, simbolizando que era una guerrera.

—Pero no luchaste en el torneo, ¿no?—le preguntó Hakon en una ocasión, dado que no recordaba haberla visto allí.
—No. No tengo interés en torneos o juegos de ningún tipo; cuando lucho, es para matar por Nihlhaim y por sus gentes—respondió ella simplemente.

Aila parecía totalmente comprometida a la guerra en cuerpo y alma; de hecho, hasta su nombre se lo habían puesto en honor a la legendaria guerrera Aila de la Compañía Gloriosa, dejando claro así sus padres lo que esperaban de ella y, sin duda, habían obtenido.

Al principio, siguieron el curso de las Montañas Cortantes. Aquellas montañas estaban llenas de pasadizos y asentamientos de elfos oscuros y enanos; eran las mismas que pretendían explorar, aunque mucho más al sur.

—Siempre me impresiona su vista, lo magníficamente altas que son—le comentó Danward el Tuerto, que ya había estado varias veces en Iranna, a Hakon—. Apenas hay sitios seguros por los que atravesarlas. Paso Angosto, el Paso de Danborlan… más al sur está el Desfiladero de las Arañas. Por el Desfiladero de las Arañas fue por donde pasó la Compañía Gloriosa para llegar hasta el palacio del Señor Oscuro, ¿lo sabías?
—Ese palacio… ¿Supuestamente estaba en esta cordillera?
—Sí, en la cima del monte más alto—asintió Danward.
—¿Y dónde está ahora?
—El palacio se sostenía con la magia negra del Señor Oscuro; cuando la Compañía Gloriosa destruyó la gema que era la fuente de su poder, todo el palacio se desmoronó. Apenas pudieron salir con vida.
—Así que no queda ninguna prueba de aquello… qué conveniente.

Danward el Tuerto rió a carcajadas.

—Yo también soy escéptico, amigo, pero no pensé que conocería a nadie que lo fuera hasta ese punto. La Compañía Gloriosa y el Señor Oscuro existieron: su existencia está probada de sobra. Aún quedan elfos que vivieron aquella época.
—Es probable—repuso Hakon, encogiéndose de hombros—. Pero seguro que fue todo mucho menos espectacular y épico que lo que cuentan las novelas. La realidad no suele ser tan espectacular y épica.

Sólo cuando llegaron al río Argan, el más largo del mundo conocido, se separaron de la falda de las Montañas Cortantes para seguir el curso del río y poder así beber cuando lo necesitaran. Las tierras de Iranna eran mayormente llanas, prácticamente una estepa que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, excepto en las zonas más cercanas al río, donde aquí y allá, muy ocasionalmente, había alguna arboleda o algún pequeño pantano.

Los primeros días de viaje transcurrieron sin problemas; siguieron el curso del río Argan hacia el sur. Cazaban lo que podían –algún conejo, algún ciervo-, reservando las provisiones que llevaban para cuando no había más remedio. No se encontraron con mucha gente: sólo familias de cíngaros nómadas que vagaban de aquí para allá o se establecían en algún pequeño campamento. No tenían absolutamente nada de valor, de modo que el grupo se limitó a ignorarles y continuar hacia el sur, donde sí esperaban encontrar riquezas.

Fue cuando ya casi había pasado una semana de viaje cuando fueron atacados por primera vez. Un guerrero llamado Ashild Lobo Gris había avisado en varias ocasiones de que sospechaba que, entre aquellos cíngaros que veían de vez en cuando, había alguno que les estaba siguiendo para tenerles controlados. Aquello pareció confirmarlo.

Una flecha que nadie vio cómo disparaban salió de una arboleda y se hundió en el cuello de un soldado cuyo nombre Hakon todavía no se había aprendido, matándolo al instante. Otra le siguió, hundiéndose en el suelo sin dañar a nadie.

A partir de ahí, quienes tenían escudos los levantaron, y empezaron a parar algunas de las flechas que siguieron.

—¡Al ataque!—ordenó el príncipe Adalgert.

Los guerreros comenzaron a correr hacia la arboleda. Era evidente que algún grupo de bandidos, demasiado desesperados por el hambre, había querido usarla como cobertura, esperando que eso les diera una gran ventaja frente a un grupo de guerreros mejor equipados que ellos. No fue así.

Aila permaneció en todo momento cerca de Adalgert y Adalgosh, dispuesta a interponerse en la trayectoria de una flecha de ser necesario. Sin embargo, el príncipe desvió un par de ellas con su escudo, demostrando que no tenía miedo al combate y sí buenos reflejos. Danward el Tuerto y Ashild Lobo Gris, también contando con escudos, hicieron lo posible por cubrir a los demás de las flechas. Knutr, de todos modos, pronto comandó a los arqueros a devolverlas, y en cuanto se empezaron a asomar algunos de los bandidos, cayeron.

Egil fue el primero en llegar a la arboleda, matando a otro de los bandidos de un solo golpe con la espada que empuñaba con su único brazo.

—¡Vamos, jodidos bastardos!—rugió—¿Es que no podéis vencer a un hombre con un solo brazo?

Hakon llegó poco después, destrozando el cráneo de un cuarto bandido con un certero golpe de su martillo. Contempló, gruñendo, cómo no llegaba a tiempo de evitar que un quinto bandido se abalanzara con su puñal sobre Egil, pero una certera flecha disparada por Knutr salvó la vida del manco y se llevó la del ladrón.

Para entonces, el grueso de guerreros de Nihlhaim ya había llegado a la arboleda: el resto de bandidos no tardó en caer. Otro bajo la espada de Aila, otro herido primero por Danward el Tuerto y rematado por Graegr. Otro consiguió herir a Ashild Lobo Gris en un brazo, pero cayó bajo la espada de Adalgert; el último estaba encarándose con Hakon cuando Danward el Tuerto le atravesó el pecho con su hoja.

Los soldados de Nihlhaim se reagruparon, con sólo una baja y un herido.

—Estos cabrones tenían que saber que no tenían ninguna oportunidad—murmuró Danward el Tuerto—. Con apenas unos arcos y unos cuchillos se han lanzado a atacar a un grupo más numeroso y mucho mejor armado, ¿en qué pensaban?
—En el hambre, probablemente—respondió Hakon—. Sólo una auténtica desesperación por no encontrar presas más fáciles te lleva a cometer locuras así.

Remataron a dos de los bandidos, que agonizaban en el suelo, y después dedicaron un rato a enterrar a su hombre muerto, aunque fuera con algunas piedras. Tras esto, reemprendieron el camino y, al día siguiente, llegaron a su principal parada intermedia: Arganna.

***

Arganna, que debía su nombre a estar montada a la orilla del río Argan, era probablemente el asentamiento cíngaro más grande y estable de todos los de Iranna. Los cíngaros eran a menudo nómadas, y también en Arganna, constantemente se marchaban algunos, desmantelando su parte del campamento, y llegaban otros, montando la suya. Sin embargo, el flujo no cesaba y en ningún momento llegaban a desaparecer todos los habitantes a la vez, de modo que Arganna, fuera más grande o más pequeña, nunca dejaba de existir.

Los cíngaros se organizaban en torno a familias en las que, normalmente, mandaba un patriarca: sin embargo, no tenían como tal un rey o siquiera señores en Iranna. Por tanto, nadie mandaba tampoco en aquel campamento, no oficialmente: pero Hakon pronto descubrió que, en la práctica, quien daba las órdenes era un comerciante llamado Szabo, a quien el príncipe Adalgert ya conocía de haber hecho negocios con él en el pasado.

Szabo les consiguió, incluso, algunas lonas y mantas más de las que traían con ellos para la noche que pasaron en Arganna. También renovó sus provisiones, a cambio de algunas monedas.

—Sé que querrás llevarte la mayoría de cosas a Nihlhaim, príncipe—dijo, jugando con una moneda entre sus dedos—. Pero, si encuentras alguna reliquia mágica, no olvides pasar por aquí a la vuelta para vendérmela. Te ofreceré más de lo que te ofrecería cualquier comerciante necio de los nueve reinos que no sabe lo que tiene ante sus narices.
—Veremos, Szabo, veremos—sonrió Adalgert, que sabía que Szabo no habría llegado a tener tanto dinero y poder en Arganna de no ser por tácticas comerciales poco honestas.

Aquella noche, Hakon cayó inmediatamente dormido, pero pasadas dos o tres horas, como era de costumbre, se despertó por los ruidos de otros soldados. De hecho, uno parecía estar masturbándose.
Maldiciendo por lo bajo, Hakon se levantó. Dio un paseo hasta unos arbustos a orinar, y después regresó al campamento. La mayor parte de la gente estaba durmiendo: en zonas de Arganna que no tenían nada que ver con ellos sí parecía haber gente despierta, pero le parecía violento entrar en las lonas propiedad de algunos desconocidos para conversar con ellos mientras le entraba el sueño.

Sin embargo, sí comprobó que uno de los esclavos de Szabo, otro cíngaro llamado Zoltan, si no recordaba mal, estaba despierto. Parecía estar rezando ante una desgastada estatuilla de piedra.

Cuando vio que Hakon andaba merodeando entregado, y dado que el recién nombrado soldado había sabido transmitir sin necesidad de palabras que se inclinaba más a simpatizar por los esclavos que por los amos, Zoltan le hizo señas para que se acercara y le enseñó la estatuilla.

—Los norteños le conocéis como Hal—explicó—, y los sureños le llaman Holl. Pero es Hallfor, el Señor Oscuro. Hace más de 1300 años tomó forma mortal para liberarnos a todos los esclavos del mundo.
—Bueno, es una teoría curiosa—comentó Hakon, incrédulo pero intrigado—. Había oído alguna vez que el Señor Oscuro era un dios, aunque otros dicen que era humano y otros, que era un elfo oscuro. Pero hasta ahora, todo el mundo me lo había pintado como un tirano sádico cuya derrota a manos de la Compañía Gloriosa se supone que debemos celebrar.
—No es una teoría—respondió Zoltan, firmemente aunque sin rastro de agresividad en su voz—. Es la verdad. Es el dios de los esclavos, y tomó forma mortal para liberarnos. En Iranna casi todos los esclavos lo sabemos, y a los que no, debemos explicárselo. Esa supuesta Compañía Gloriosa no le mató, ¿sabes? No se puede matar a un dios. Halfor sólo dejó morir su forma mortal, pero sigue en las nubes atendiendo nuestros deseos si rezamos con suficiente devoción.
—Entiendo, amigo.

A Hakon le volvió a invadir el sueño y regresó a ver si podía dormir algunas horas más, pero había aprendido algo: nada sobre el Señor Oscuro de lo que Zoltan había pretendido enseñarle, eso no llamaba en absoluto su atención… lo que Hakon había aprendido tenía más bien que ver con reforzar una creencia que él tenía desde pequeño: que el mundo está lleno de locos que son capaces de creer en cualquier cosa, por absurda que sea, con la esperanza de que rezándola solucionen sus problemas, en lugar de luchar por solucionarlos ellos mismos.

***

Efectivamente, Hakon consiguió dormir algunas horas más, pero no muchas hasta que amaneció y reemprendieron el viaje.

Sólo a mediodía, en una parada que hicieron para comer algo de carne, supo Hakon la conversación que Adalgert había tenido con Szabo en Arganna la noche anterior.

—Los bandidos están muy agitados últimamente—había comentado Szabo al narrarle el príncipe Adalgert la refriega que habían tenido, en la que habían perdido a un soldado y Ashild Lobo Gris había sido herido—. Se están organizando cada vez más. Hay pequeñas bandas uniéndose para formar una más grande bajo las órdenes de una especie de bandido jefe al que se atribuyen enormes proezas, Cráneo de Troll.
—Es un nombre curioso—apuntó Adalgert.
—Se debe a que lleva el cráneo de un troll por encima de su cabeza, a modo de yelmo. Cuentan que él mató con las manos desnudas a aquel troll.
—¿Y qué credibilidad le das a ese rumor?
—Ni idea—repuso Szabo encogiéndose de hombros—. Pero sí está claro que el cabronazo tiene carisma, inteligencia y sabe combatir. Nadie que no tuviera esas tres cualidades podría dirigir durante mucho tiempo a tantos bandidos sin que alguno de ellos le matara a puñaladas para quitarle el puesto.

El príncipe Adalgert les narró esta conversación como una advertencia clara: que estuvieran alerta.

Con todo, la segunda semana de viaje transcurrió en perfecta tranquilidad. Hakon fue conociendo al resto de soldados cuyos nombres aún no se había aprendido: después de todo, lo que antes le parecía un grupo homogéneo de capullos obedientes resultaba ser en realidad bastante variado, y cada soldado tenía sus peculiaridades. Estaba Brynjar, el peor arquero que Hakon había conocido jamás: no había acertado a ninguno de los bandidos en el combate de hacía una semana, pero lo peor es que tampoco acertaba jamás a ningún animal de los que intentaba cazar. A saber qué pintaría en aquella expedición y por qué no había desistido ya de su profesión, ¿quizá luchando cuerpo a cuerpo sería aún peor? También estaba Hogann, aficionado a abrirse la ropa y quedar semidesnudo, con intención de pelear, ante la menor provocación por parte de cualquier otro soldado; constantemente le tenían que frenar para evitar que se produjera dicha pelea. Ashild Lobo Gris, mayormente recuperado de su herida, también entretuvo a Hakon con historias sobre su clan y la costumbre que tenían de llevar pieles de lobo.

Así, se le hizo más ameno el viaje hasta que por fin llegaron a la zona de las Montañas Cortantes que querían explorar. El clima, efectivamente, había mejorado para entonces bastante respecto a la costa norte, así que Hakon no tenía motivos para quejarse –salvo el concepto en general de tener que luchar para un príncipe-.

El primer día de búsqueda en las montañas fue infructuoso. Ashild Lobo Gris había traído consigo algunos mapas antiguos del reino enano de Goabeirba. Aunque no muy precisos, indicaban la localización de varios asentamientos subterráneos; de modo que sabían con seguridad que había uno allí cerca, pero encontrar la entrada era mucho más difícil. El grupo tenía que dispersarse un poco para acelerar la búsqueda, o permanecerían allí durante años; pero tampoco podía dispersarse mucho: todo soldado debía poder tener al alcance de su vista en todo momento a, al menos, otros dos, o serían una presa extremadamente fácil en caso de otro ataque de bandidos.

En varias ocasiones alguno de los soldados creyó haber encontrado por fin una entrada que se dirigiera al interior de la montaña; para minutos más tarde, con decepción, comprobar que sólo se trataba de una pequeña cueva sin salida. De modo que, al caer la noche, aún no habían encontrado nada y tuvieron que acampar allí.

Al día siguiente, había pasado el mediodía cuando por fin la búsqueda dio fruto: se habían ido desplazando poco a poco más hacia el sur, cubriendo todos los rincones que venían, y por fin Knutr dio con la entrada auténtica, avisando a gritos a los demás. Se reunieron con alegría y júbilo, y se repartió una antorcha para cada dos soldados. Así pertrechados, comenzaron a adentrarse en la oscuridad de la montaña.

El pasadizo de entrada era recto y, aunque considerablemente largo, estaba dispuesto en tal ángulo que, en otro momento del día, los rayos del sol lo atravesarían por completo, para después rebotar en un cristal que había al fondo. Los enanos, expertos ingenieros, no sólo habían realizado la proeza de construir tales ciudades subterráneas sino que habían diseñado un complejo sistema de iluminación formado por toda una serie de recursos combinados: agujeros por los que entraba la luz del sol, refracción en cristales o hasta hongos que resplandecían en la oscuridad solían estar dispuestos por sus ciudades de tal forma que siempre hubiese, al menos, una luz muy tenue. Esto no bastaba para que los humanos pudieran ver con claridad, pero sí para los enanos, con una vista mucho más acostumbrada a la oscuridad.

Cuando los saqueadores por fin terminaron el descenso, con sus ojos ya acostumbrados a la oscuridad, prácticamente enmudecieron por el espectáculo: ante ellos se erguía una gran ciudad tallada cuidadosamente en la roca, con un río subterráneo atravesándola por varias zonas. Algunos rayos de sol que entraban por el alto techo, sumados a la luz de las antorchas y a las de algunos hongos luminosos, se reflejaban cientos de veces en rocas cristalinas convenientemente dispuestas para permitir la vista de la ciudad.

—Nunca había estado en una tan grande—murmuró Danward el Tuerto.
—Ni yo, Danward. Ni yo—confirmó el príncipe Adalgert.

Los asentamientos enanos más pequeños tendían a ser sólo una galería continuada de pasadizos y estancias, como una perfección de una mina; pero las ciudades más grandes, como aquella, eran más bien un prodigio arquitectónico, en el que se habían tallado cuidadosamente y con una planificación meticulosa enormes espacios vacíos, dejando pilares y estructuras que harían las veces de edificios o de puentes para el río subterráneo. El techo estaba tan por encima de ellos que, en la penumbra, casi parecía que estuvieran al aire libre.

La admiración duró pocos segundos más. No tardaron en ver que parte de la luz provenía de lámparas de aceite que colgaban en algunos edificios: era evidente, por tanto, que aquella ciudad enana estaba habitada.

—Preparaos. Desenfundad las armas—ordenó el príncipe. Sus órdenes fueron repetidas por Aila y por Knutr.

Inmediatamente después, oyeron una especie de ronco gruñido de alarma. En la penumbra, Ashild Lobo Gris fue el primero en distinguir a un orco asomado por la ventana de uno de los edificios cavados en la propia roca, avisando a sus compañeros.

—¡Atacad!

Knutr lo ordenó y una lluvia de flechas se dirigió a la ventana, no alcanzando por poco al orco, que pudo cubrirse.

—¡Los arqueros, cubridnos desde aquí!—ordenó Adalgert—¡Los demás, bajad conmigo!

Descendieron por unos escalones ya algo desgastados labrados en la roca. Los orcos comenzaron a salir de los edificios, ataviados con partes de armaduras y armas enanas: era evidente que habían descubierto aquella ciudad hacía ya años y la habían convertido en su asentamiento.

Como era habitual, Egil, siempre presto al combate, fue el primero en llegar al grupo de orcos y atacar con su espada, que chocó inútilmente contra un escudo de acero enano. Otro se prestó a ayudar a su compañero, pero Aila llegó lo bastante rápido para alcanzarle en el costado con la espada; sin frenarse, se giró sobre sí misma y atacó una vez más, alcanzando esta vez en la nuca al orco y matándole. A su vez, Hakon se lanzó nuevamente contra el primero, que detuvo un golpe de su martillo con el escudo tal y como había detenido el de Egil; pero esta vez, el príncipe Adalgert estaba ahí para aprovechar el hueco en su defensa para alcanzarle en el cuello, hiriéndole mortalmente.

 Lo que siguió fue una caótica sucesión de golpes, cortes y heridas varias. Algunos orcos arrojaron piedras contra Knutr y los otros arqueros: una de ellas acertó en la frente de Brynjar, dejándole inconsciente; las demás no dieron en el blanco o sólo provocaron algunas magulladuras. Los orcos parecían parar las flechas bastante bien con los escudos; sólo algunas les alcanzaron y no mortalmente. Sin embargo, al centrarse en ellas, quedaban expuestos a los ataques cuerpo a cuerpo del resto de guerreros. Hakon vio cómo Hogann prácticamente arrancaba la cabeza de uno de los orcos de un hachazo; sin embargo, apenas un momento después, era su cráneo el aplastado por una maza.

Graegr agitaba su hacha de un lado para otro con gran habilidad; al menos dos de los orcos, que bien podrían ser primos lejanos suyos, cayeron bajo ella. Mientras Hakon mataba a hachazos a uno de los que lanzaban piedras, vio cómo Egil se arrojaba sin ningún problema contra un grupo de tres orcos, repartiendo cortes con su único brazo. Pudo matar a dos de ellos antes de que un tercero le destrozara la garganta con un hacha.

—Por fin—pudo apenas murmurar Egil entre borboteos de sangre, antes de caer al suelo, muerto.

Inmediatamente después Danward le vengó, abriendo un profundo corte en el cráneo de su asesino al tiempo que rugía de rabia. Mientras tanto, Adalgert abatía a otro de los orcos, y su hijo a uno más. Los saqueadores comenzaban a tomar una ventaja clara.

A un lado, Aila mataba a uno; a otro lado, Ashild Lobo Gris a otro. Otro, concentrado en parar un golpe de Graegr, cayó bajo un certero flechazo de Knutr, y otro más bajo la espada de Danward el Tuerto. Un orco, sin embargo, sí consiguió matar a un soldado de Nihlhaim cuyo nombre Hakon tenía en la punta de la lengua, pero había olvidado. Le aplastó el cráneo por completo. Fue Aila quien inmediatamente aprovechó para hacer un profundo tajo en el brazo del orco y que soltara su arma; el príncipe Adalgert le hundió su espada en el pecho.

Hakon vio cómo el último de los orcos derribaba a Danward de un escudazo, dejando así su torso descubierto. Antes de que pudiera rematar al soldado en el suelo, Hakon arrojó su hacha, que dio una vuelta completa en el aire antes de hundirse en el pecho del orco.

—Con esto, ya está—dijo.
—¿Cuántas bajas?—preguntó el príncipe Adalgert.
—Tres…—respondió Danward, incorporándose.
—No, cuatro…—añadió Ashild Lobo gris.
—Tres—corrigió uno de los arqueros que, junto a Knutr, cargaba el cuerpo inconsciente de Brynjar hacia donde estaban los demás—. Éste se despertará.
—Siguen siendo demasiadas—suspiró el príncipe—. Luego les enterraremos. Dentro de la mala suerte que hemos tenido al encontrarnos con una comunidad de orcos, al menos era una pequeña. Seguramente, estos orcos encontraron esta ciudad por casualidad y ocultaron su descubrimiento para quedarse sus riquezas.

Hakon asintió en silencio, siguiendo el razonamiento que rápidamente había hecho el príncipe Adalgert. Los orcos solían vivir en comunidades muy grandes; así que, siendo ésta una pequeña, efectivamente debían haberse separado de su grupo. El motivo más lógico era que quisieran quedarse sus riquezas. Debían haber sacado y vendido ya una buena parte, tal vez a cíngaros que hubieran pasado cerca. Los orcos, naturalmente, no podían entrar en los nueve reinos, de modo que probablemente sólo comerciaban con algunos cíngaros, que les estafarían y les ofrecerían apenas algunas lámparas de aceite o útiles similares a cambio de piedras preciosas que más tarde ellos revenderían en los nueve reinos por una cantidad considerable de dinero. Gente como Szabo no se habrían hecho ricos si no hubieran sabido revender reliquias enanas por precios mucho más altos. Con todo, tendrían que intercambiar las riquezas muy poco a poco para no levantar sospechas: Iranna era una tierra llena de gente astuta y ambiciosa, y si se supiera que un grupo de orcos manejaba una gran cantidad de objetos valiosos, sin duda les seguirían para averiguar de dónde provenían. Aquellos orcos llevarían tiempo allí; no había forma de saber si varios meses o quizá varios años, pero no mucho más, o la ciudad estaría en un estado mucho peor.

—Al menos—continuó el príncipe—, nuestro viaje de ida ha concluido: ya estamos en la ciudad que buscábamos. Saqueadla por completo, no dejéis nada de valor. Cuatro quintas partes de todo lo que recojáis corresponden a las arcas de Nihlhaim. El resto, os lo quedáis para vosotros.

La mayoría de los guerreros alzaron el brazo y gritaron de alegría, dispuestos a recoger las recompensas por su lucha.

***

Lo primero que hizo Hakon fue coger lo que más tenía a mano: dos de los cascos que llevaban puestos los orcos y una maza de acero enano. Guardó los tesoros en una bolsa de lino y se encaminó después hacia los edificios.

Cogió una lámpara de aceite para explorarlos aunque, con la vista ya acostumbrada a la oscuridad, en la ciudad se veía razonablemente bien. Después de un siglo sin ser controlados, los hongos luminosos habían empezado a extenderse también por otras zonas aparte de las previstas para ello, creando una iluminación irregular y fantasmagórica que, reflejada en las rocas cristalinas, dotaba a toda la ciudad de un resplandor entre azulado y verdoso. Dentro de algunos edificios se podían apreciar esqueletos de enanos ya muy dañados; probablemente eran de los enanos más débiles, los que no habían partido al frente para luchar, y se habían quedado en aquella ciudad hasta morir de hambre, sin atreverse a salir al exterior. Algunos de estos esqueletos eran precisamente el lugar elegido por los hongos para crecer. Algo lógico, pensó Hakon, ya que los hongos se habrían alimentado de la carne de los cadáveres; pero no por ello menos inquietante.

En cuanto a objetos de valor, no quedaba gran cosa. Antaño había habido muebles cuidadosamente labrados, pero prácticamente todos habían sido destrozados por los orcos para hacer hogueras y antorchas en alguna u otra ocasión.

En los primeros edificios, Hakon no encontró nada de valor hasta dar con un cáliz de plata, que los orcos habían usado para beber rack, un nauseabundo y fortísimo licor que ellos elaboraban. Otros de los saqueadores parecían estar teniendo más suerte, encontrando todo tipo de piedras preciosas. Los enanos, expertos mineros, las acumulaban sin problema, pero en los nueve reinos eran muy valiosas. Era imposible saber con exactitud cuántas habría antes de la llegada de los orcos, pero era probable que, en el peor de los casos, sólo hubieran llegado a intercambiar la mitad de ellas con los cíngaros.

Más adelante, los edificios empezaban a ser más bien una sucesión de pasadizos y estancias, algo más similar a una mina que rodeaba la enorme cámara principal. Probablemente, estancias menos elaboradas reservadas para los enanos menos adinerados o poderosos: todas las razas tenían sus jerarquías y su gente rica y pobre, de una forma u otra. Allí, Hakon sí pudo encontrar una estatuilla tallada en zafiro de una de las Hermanas Aidar, semidiosas adoradas por los enanos, así como algunas monedas de oro enanas que usaban en la época de la Gran Guerra. Aparte de las señas de haber estado habitada por orcos -esas señas incluían incluso un edificio entero lleno de excrementos de orcos que, por algún motivo, no habían querido hacer sus necesidades en el río, sino allí; Hakon estuvo a punto de vomitar-, la ciudad estaba prácticamente desierta. Precisamente, al cabo de un rato encontró la principal excepción.

Fue cuando oyó algunos ruidos, no muy lejos del edificio lleno de excrementos. Probablemente sería algún animal pequeño, pero no quería correr riesgos y que un orco le aplastase el cráneo. Dejó la lámpara y las riquezas en el suelo y, silenciosamente, empuñó su hacha y su martillo. Se movió a lo largo del pasadizo con cautela, hasta llegar a un portón de madera. Aprovechando que la madera era de mala calidad –nueva seña de que aquellos edificios habían pertenecido a los enanos más pobres- y muy envejecida, Hakon la derribó de una patada, para pillar por sorpresa a quien hubiera dentro.
Un niño orco trató de contener un grito. Los demás sólo temblaban, aterrorizados. Eran tres en total, de entre cuatro y ocho años, aproximadamente. Estaban acurrucados contra la pared; debían de haberse escondido cuando empezaron los ruidos del combate.

Hakon también quedó inmóvil unos segundos. Se había preparado esperando una posible amenaza, no que la amenaza fuera él. Cuando se recuperó de la sorpresa, les hizo un gesto de que guardaran silencio, se dio media vuelta y se fue.

No sabía qué pasaría si los demás hicieran aquel descubrimiento. Era probable que no hicieran nada y simplemente les dejaran en paz; quizá había alguna posibilidad de que se llevaran al más pequeño para convertirle en esclavo, o a los tres, incluso. No parecía probable que les fueran a asesinar sin motivo alguno, pero Hakon no pensaba correr el riesgo; sabía por experiencia propia que los ejércitos sacaban el lado más cruel de las personas.

Continuó explorando, sin encontrar muchas más cosas: uno de los esqueletos de enanos llevaba un anillo con una esmeralda incrustada, y otro de ellos, un colgante de plata. También encontró algunas monedas más. No mucho después, llegó a una bifurcación de la que partía un estrecho y serpenteante pasadizo que parecía una salida secundaria al exterior, a algún rincón de las Cortantes; supuso que los niños orcos escaparían por allí en cuanto se atrevieran a moverse. Por el otro lado había más edificios, de los que venía Danward el Tuerto.

—¿Están explorados todos los de allí?—preguntó el guerrero.
—Sí. No queda nada interesante—mintió Hakon.

Los dos volvieron juntos hacia el centro de la ciudad; la mayor parte de los guerreros ya había regresado. Procedieron al reparto.

Hakon se quedó con uno de los cascos, que se ajustaba bien a su cabeza y le sería útil en futuros combates; también con el colgante de plata y con algunas monedas. El otro casco, la maza, la estatuilla, el anillo y el resto de monedas representaban las cuatro quintas partes del botín que pasarían a llenar las arcas de Nihlhaim, basándose en una tasación a ojo que debía ser aprobada por el príncipe Adalgert.

Algunos soldados habían conseguido más riquezas, otros menos; Brynjar se acababa de despertar y algún compañero compasivo le había dado un par de monedas de oro para que no se quedara sin nada. El ejército de Nihlhaim cuidaba de sus heridos, pero otra cosa era dejarles quedarse con riquezas que no pudieran coger por sí mismos.

—Pasaremos la noche aquí y partiremos mañana un poco antes de que salga el sol, para aprovechar las horas de luz—anunció el príncipe—. Poneros cómodos.

***

Como cada mañana, sin excepción, Hakon maldijo el sonido de los cuernos que le despertaron. Llenó varias botas de cuero con el agua del río subterráneo y cargó también con una de las pesadas bolsas de tesoros destinadas a las arcas de Nihlhaim. Echaba de menos las bravatas de Hogann acerca de que él podía cargar más cosas que nadie: de haber seguido vivo, Hakon no habría tenido que cargar tanto peso.

Salieron al exterior y, aunque apenas empezaba a amanecer y todavía no había mucha claridad, el contraste entre los primeros rayos del sol y la oscuridad de la ciudad enana era lo bastante fuerte como para cegarles durante unos segundos.

A medida que salían, parpadearon y se frotaron los ojos para acostumbrarse nuevamente a la luz; sólo cuando terminaron este proceso entendieron que estaban completamente rodeados.
Los bandidos habían permanecido en silencio: muchos de ellos encaramados por encima de la montaña, a mayor altura que la cueva, apostándose tras rocas y apuntando desde allí con sus arcos y alguna ballesta.

Los demás se fueron acercando de frente, encabezados por un hombre montado a caballo. Era grande y corpulento: además de ropas de cuero, llevaba también una cota de malla y unos guanteletes de acero enano. Una barba de color castaño asomaba de su rostro cubierto por la mitad superior de un cráneo algo más grande que el de un humano. Aquel detalle no daba lugar a dudas: se encontraban ante Cráneo de Troll.

—Veo que ha sido fructífera vuestra visita a Iranna, norteños—dijo—. Seguir vuestras huellas también ha sido fructífero para nosotros. Dejad todo en el suelo... a la mujer también—añadió, señalando a Aila—. Si os dais prisa en obedecerme, tal vez os perdone la vida.

El príncipe Adalgert frunció el ceño, evaluando rápidamente la situación. Era absolutamente obvio que estaban en una gran desventaja estratégica y numérica –veinte contra once-, pero seguían contando con las ventajas del entrenamiento y el equipamiento. Al fin y al cabo, eran soldados entrenados contra bandidos; y, ahora que llevaban las armas y armaduras enanas que habían obtenido de los orcos, todos estaban bien armados y protegidos, mientras que la mayoría de bandidos no llevaba casco ni escudo. Apenas tenía unos segundos para sopesar estos elementos y decidirse por luchar o por rendirse; y, efectivamente, no tardó en tomar la decisión.

—¡Cubríos y a la cueva!—bramó.
—¡Matadles!—gritó a su vez Cráneo de Troll.

Una lluvia de flechas cayó sobre los saqueadores, al tiempo que alzaban sus escudos. Uno de los arqueros, que no llevaba escudo, cayó instantáneamente, atravesado por varias flechas; los demás habrían corrido la misma suerte de no haberse interpuesto los escudos de sus compañeros.

Una segunda carga de flechas también fue mayormente bloqueada: una de ellas rebotó en el nuevo casco de Graegr, y otra de ellas atravesó el brazo izquierdo de Danward el Tuerto justo por encima de su brazalete, haciéndole gritar de dolor. Era evidente que no tenían suficientes escudos para protegerse: tenían que llegar a la cueva.

Knutr enseguida notó que tampoco conseguirían llegar todos bajo un ataque tan intenso de los arqueros enemigos: tenían que reducir su número. Rompiendo ligeramente la formación, apuntó en un instante y disparó una flecha que alcanzó a uno de los bandidos sobre la montaña en el pecho, matándolo. Brynjar y el otro arquero, Astol, siguiendo sus órdenes, hicieron lo propio. Brynjar se arrodilló para apuntar mejor, disparó… y, para su sorpresa, por primera vez en su vida tuvo una excelente puntería –o quizá una excelente suerte-, metiendo la flecha por el ojo de uno de los ballesteros de la montaña y matándole al instante. No tuvo tiempo de celebrar su victoria: una flecha arrojada desde el otro lado, por uno de los arqueros que estaban junto a Cráneo de Troll, le atravesó el cuello, hiriéndole mortalmente. Por su parte, Astol disparó contra éstos otros, pero falló.

Algunos consiguieron llegar ya a la cueva que descendía a la ciudad enana, protegiéndose al menos así de las flechas de los arqueros y ballesteros situados sobre la montaña, aunque no de los situados junto a ellos. Los escudos pararon algunas flechas más; otra alcanzó en la espalda al príncipe Adalgert, pero no logró atravesar la cota de mallas. Hakon notó, de hecho, que las flechas se dirigían más hacia el príncipe: sin duda, la estrategia de Cráneo de Troll era matar al líder enemigo lo antes posible para desmoralizar. Si sólo una había llegado a alcanzar su cota de mallas era porque Aila estaba poniendo especial atención en proteger al príncipe con su propio escudo –conseguido en la ciudad enana-, y era muy buena en ello.

Todo el recorrido desde el grito del príncipe Adalgert hasta que se refugiaron en la cueva, con sus dos muertos en cada bando, se produjo en poco más de diez segundos. A partir de ahí, el ritmo del combate se ralentizó: en aquel pasadizo estrecho, los que tenían escudos se pusieron delante y, agazapados, se cubrían completamente a sí mismos y a los demás. Por muchas flechas que los bandidos quisieran tirar, no atravesarían aquella defensa.

—¿Qué hacemos?—gruñó uno de los bandidos—¿Vamos a por los demás?

Tal y como Szabo había dejado caer, sin duda Cráneo de Troll tenía varias docenas de hombres bajo su mando. Probablemente eran tantos que podían dedicarse a viajar en varios grupos, cubriendo más terreno, asaltando a más gente y reuniéndose en algún punto acordado. Los saqueadores norteños habían tenido suerte en que los bandidos fueran tan temerarios y confiados de atacarles con un solo grupo.

—¿Qué clase de jodido cobarde eres?—replicó Cráneo de Troll—Somos el doble que ellos. ¡Atacad!

Los bandidos obedecieron, y el propio Cráneo de Troll azuzó también a su caballo. Mientras llegaban, Knutr y Astol dispararon sus flechas cada uno por un pequeño hueco entre los escudos. La de Knutr alcanzó a uno de los bandidos en el estómago, derribándole; la del otro arquero mató al instante a su blanco.

Escasos segundos después, los dos grupos chocaron en la entrada de la cueva. Cráneo de Troll manejaba una sólida maza de acero enano con púas que astilló el escudo de Aila al chocar contra él, pese a lo resistente que parecía. Graegr se abalanzó sobre sus enemigos con el hacha, hiriendo mortalmente a dos seguidos; Hakon esquivaba un hachazo al tiempo que el príncipe Adalgert bloqueaba otro con su escudo y contraatacaba, hundiendo la espada en el esternón de su rival.

Un hombre armado con un martillo se abalanzó sobre Astol, indefenso a aquella distancia; pero Danward le protegió al tiempo que sumaba otra víctima. De todos modos, un nuevo bandido surgió empuñando una lanza con la que empaló al arquero norteño, matándole al instante.

A escasa distancia, Cráneo de Troll paraba con su maza un golpe de Ashild Lobo Gris, y Aila y Hakon mataban cada uno al contrincante que habían encontrado. No obstante, el hacha de Hakon quedó incrustada en el pecho del suyo, y no le dio tiempo a sacarla debido a que, un segundo después, tuvo que saltar hacia atrás para esquivar la maza de Cráneo de Troll. El guerrero maldijo, al ver sus posibilidades en combate seriamente reducidas.

Mientras tanto, Knutr había retrocedido por el pasadizo y, con el arco tenso, esperaba una ocasión clara en la que poder matar a algún enemigo sin el riesgo de que la flecha alcanzara por error a un aliado. La encontró y, efectivamente, su flecha atravesó de lado a lado el cuello de un bandido. Caían tan rápido que Knutr no pudo evitar pensar que ganarían aquella batalla con toda certeza.

Y, apenas unos segundos después, mientras preparaba otra flecha, el panorama que vio le hizo cambiar de opinión. Ashild Lobo Gris estaba apoyado contra la pared, perdiendo ventaja rápidamente; era evidente que la herida que había recibido días atrás no estaba del todo curada. Quien fue a defenderle fue precisamente Danward el Tuerto, el otro guerrero con un brazo inutilizado, llevando la flecha aún clavada. Knutr vio por el rabillo del ojo que Adalgosh mataba a otro bandido, pero lo que realmente le impactó fue el hacha de un bandido hundiéndose en la garganta de Danward el Tuerto. Danward era el guerrero más veterano y uno de los mejores luchadores que conocía Knutr: verle morir le hizo temer por el resultado de la batalla.

Ashild Lobo Gris, rugiendo de rabia, mató al bandido de un hachazo en la cabeza. Danward, compañero en más de una aventura, había muerto por defenderle, y tendría que cargar con eso.

Mientras tanto, Aila desviaba un nuevo golpe de Cráneo de Troll que, sin embargo, contraatacó con una patada que hizo que la norteña perdiera el equilibrio, resbalara y cayera al suelo. El príncipe Adalgert mató a otro bandido con su espada y se volvió para ayudarla; no llegó a tiempo, pero tampoco hizo falta. Aila rodó rápidamente por el suelo, esquivando por muy poco la maza de Cráneo de Troll, dispuesta a rematarla. Entretanto, Hakon se tiró él al suelo para coger el hacha caída de uno de los bandidos y se incorporó al tiempo que provocaba un profundo corte en la pierna de otro, haciéndole caer. Antes de que pudiera rematarle, Graegr se le adelantó con un certero hachazo en la cabeza.

Cráneo de Troll sabía que iba perdiendo, pero tenía al príncipe Adalgert cerca. No dudó en centrarse en su plan: eliminar al líder enemigo para desmoralizarles cuanto antes. La maza del  bandido y la espada del príncipe iban a chocar, pero el primero cambió la trayectoria de su arma en pleno golpe con una habilidad asombrosa para lo mucho que pesaba, y alcanzó al príncipe en la mano, destrozándosela y haciéndole soltar el arma.

—¡Padre!—gritó Adalgosh, corriendo en su rescate. Esto, sin embargo, casi hizo que otro bandido le arrancase la cabeza de un hachazo; Ashild Lobo Gris le salvó por poco al abalanzarse contra el bandido pese a que no le dio tiempo a levantar el hacha.

Adalgosh no llegaba al rescate, Ashild Lobo Gris estaba protegiéndole a él, Aila se acababa de levantar del suelo, Knutr no encontraba blanco y Hakon y Graegr estaban ocupados contra sus propios contrincantes –dos de los arqueros que antes estaban sobre la montaña, que acababan de entrar a la cueva cambiando sus arcos por hachas-. Considerando esto, el resultado fue obvio: la maza de Cráneo de Troll alcanzó al desarmado príncipe Adalgert en la cabeza. El golpe fue tan fuerte que deformó por completo el casco al tiempo que aplastaba la cabeza del príncipe; la sangre salpicó por todos los lados y el ojo más cercano al lado del impacto, encontrándose de pronto sin hueso malar ni músculos que lo mantuvieran en su sitio, se salió de su órbita y se escurrió a lo largo de su cara.

—¡Padre!—rugió nuevamente Adalgosh, con mucha más rabia esta vez.

Aila mató rápidamente al contrincante al que estaba combatiendo Ashild, al tiempo que los otros retrocedían y reubicaban sus posiciones, al entender que el combate había dado un vuelco. Graegr atacó a Cráneo de Troll, que paró el golpe con su maza.

—¡Es mío!—gritó Adalgosh, corriendo hacia él.

Otro bandido se interpuso, pero Adalgosh prácticamente le decapitó de un golpe de izquierda a derecha; saltando desde allí y simplemente aprovechando el movimiento para lanzar un nuevo tajo de derecha a izquierda, golpeó a Cráneo de Troll con todas sus fuerzas.

La espada alcanzó al líder de los bandidos en la parte izquierda de la cabeza, destrozando por completo el cráneo que le servía de casco y de mote y también el suyo. La espada se hundió en su cara, básicamente destrozando la parte inferior izquierda de su cabeza y haciendo que cayera al suelo escupiendo sangre. Allí, Adalgosh le remató con otro golpe.

Aún años después se seguiría contando la historia de cómo Adalgosh vengó inmediatamente a su padre, el príncipe Adalgert. Tenía todos los ingredientes para una buena historia: príncipes, venganzas, un villano carismático y legendario que había matado a un troll con sus propias manos, un salto prodigioso, el derecho a trono perdido –si el príncipe Adalgert hubiera vivido unos años más y hubiera llegado a ser rey, Adalgosh habría sido su heredero y podría haber sido rey en el futuro; de esta forma, sería Audhild Serpiente Marina quien heredaría el trono del rey Adalborj, al ser el hijo varón más viejo con vida-. Aún así, Hakon, que lo vio todo tal y como pasó, no podría evitar pensar siempre que la realidad había sido ligeramente distinta de la historia que se contaría: Adalgosh había necesitado dos golpes para matar a Cráneo de Troll, no uno solo y, aún más llamativo, todo el mundo parecía haber olvidado que el bandido no pudo parar el golpe porque ya estaba ocupado enfrentándose a Graegr. La gente parecía estar de acuerdo en que las historias épicas eran menos épicas si un príncipe necesitaba la ayuda del esclavo orco de su padre para matar al villano, así que aquellos detalles se perdían en el transcurso de la Historia.

Los dos bandidos que quedaban no dudaron en aprovechar el momento de distracción que la escena había generado para darse media vuelta y escapar corriendo. Knutr, simplemente andando unos pasos para salir de la cueva, tensó el arco, disparó una flecha y alcanzó a uno de ellos en la espalda mientras corría, matándole. Al otro no pudo acertarle.

—Hemos perdido a más de la mitad de los que hemos venido—murmuró Ashild Lobo Gris—. Qué desastre.

Hakon, por su parte, notó que uno de los primeros bandidos en caer, aquel al que Knutr había acertado en el estómago, aún seguía vivo ahí fuera, retorciéndose de dolor. Se encaminó a rematarle, en parte por pura compasión –si le capturaban vivo, quién sabe si a Adalgosh se le ocurriría alguna tortura espantosa que aplicarle para “vengar” nuevamente la muerte de su padre, como el águila de sangre- y en parte por, sencillamente, evitar un momento incómodo. Desde luego, a él no se le daba bien consolar a gente afligida ni tenía la menor intención de meterse en el drama de unas personas a las que apenas conocía desde hace dos meses y por las que tampoco tenía un gran afecto.

Cerca, Aila agarraba las riendas del caballo de Cráneo de Troll. Les vendría muy bien para cargar peso de vuelta al drakkar, incluido el cuerpo del príncipe Adalgert: el resto de guerreros serían enterrados, pero alguien de la talla de un príncipe debía ser llevado a Nihlhaim para recibir un funeral apropiado según la tradición norteña, incinerado en una barca.

—Mi señor Adalgosh—dijo Graegr, acercándose al afligido hijo—. Me preguntaba cuál será mi destino ahora, puesto que era esclavo de vuestro padre y ahora me habéis heredado; si queréis que os siga en combate…
—Déjame en paz, haz lo que te salga de los cojones—respondió Adalgosh, que evidentemente necesitaba más tiempo a solas antes de recomponerse lo suficiente como para empezar a gestionar sus asuntos.
—Sí, mi señor Adalgosh.

Así, Graegr se dedicó a ayudar a Hakon, Knutr y Aila a cavar las tumbas de sus compañeros. Ashild Lobo Gris, que efectivamente se había abierto la herida en el combate, tampoco podía hacer gran cosa cavando.

La tierra, por suerte, era blanda, y en menos de una hora cada uno había cavado una tumba. Metieron los cuatro cuerpos; hicieron algunos comentarios. Hakon se enteró de que Brynjar nunca había sido un arquero o un guerrero aceptable, y básicamente era cercano al príncipe Adalgert por provenir de una familia notoria en Nihlhaim. Nadie pensaba que aquel saqueo iba a ser tan peligroso: lo normal serían algunos heridos leves y dos o tres bajas en total; ni por asomo las ocho que habían resultado ser. Pero Brynjar, en concreto, teniendo habilidades de lucha tan escasas, parecía ser el que más había subestimado el peligro.

También quedó claro, una vez más, que Danward el Tuerto era uno de los guerreros más apreciados, y su muerte dolió mucho a sus compañeros. De todos modos, como buen guerrero, prefería morir en combate que por una enfermedad. Aunque no anhelaba tanto una muerte gloriosa como la anhelaba Egil desde que perdió su brazo, a Danward no le habría parecido tan mala idea morir noblemente defendiendo a un amigo; ese consuelo, al menos, era el que le quedaba a Ashild Lobo Gris y el que apaciguaba su sentimiento de culpa.

—Desde aquí mismo, ¿cuál sería el camino más corto a los nueve reinos si hubiera que ir andando?—se interesó Hakon cuando terminaron la inhumación.
—Siguiendo las Cortantes hacia el sur, calculo que en dos o tres días se podría llegar al Paso de Danborlan y llegar a Elveon—contestó Ashild Lobo Gris sin la menor necesidad de consultar su mapa—. Se llama así por el explorador elfo que lo descubrió durante la invasión del Señor Oscuro… en aquella época era un paso muy recóndito y escondido por la maleza, pero hoy en día se ha convertido en un camino muy visible. ¿Por qué lo preguntas?
—Me voy. Todavía no es mediodía, así que ahora que ya no hay nada que hacer, creo que partiré de inmediato.

Los demás guerreros recibieron la noticia con sorpresa.

—¿Cómo que te vas?—preguntó Knutr, confundido—¿Así… de repente? ¿Sin motivo?
—Sí, bueno… yo lo formularía al revés. O sea, yo no quería estar aquí, he venido porque juré luchar para el príncipe Adalgert hasta mi muerte o hasta la suya. Así que ahora que está muerto y he quedado liberado de mi promesa, pues… no es que me caigáis mal, eh, pero ya no tengo ningún motivo para estar aquí.
—No es propio de un guerrero abandonar cuando aún no se ha acabado la expedición—le espetó Aila—. Podrías al menos regresar con nosotros a Nihlhaim y abandonar el ejército una vez allí.
—Sí, sí que podría—coincidió Hakon—. Pero significaría tener que pasar varias semanas más despertándome con el sonido de esos cuernos infernales, y volver a pasar por el extremo norte de Iranna y de los nueve reinos en pleno invierno, y congelarme otra vez los huevos. Así que, sin ánimo de ofenderos, pero prefiero irme lo antes posible. Estoy seguro de que vuestro viaje de vuelta no será problemático; con Cráneo de Troll muerto hace nada, los bandidos todavía estarán desconcertados y luchando entre ellos por el liderazgo, no creo que vuelvan a atacaros.
—Veo que no podemos hacer nada por cambiar tu decisión. En todo caso, deja aquí los brazales y el chaleco de cuero; son del ejército de Nihlhaim, no tuyos.

Hakon asintió y se despojó de aquellas piezas, aunque con la vista clavada en otro chaleco de cuero que llevaba uno de los bandidos muertos. Las rígidas normas de los ejércitos siempre le habían parecido absurdas: tenía que devolver un determinado chaleco que había cogido de la armería de Nihlhaim, pero podía coger en aquel mismo momento otro casi idéntico porque ése pertenecía a un bandido. Bueno, no había problema.

Cogió el chaleco en cuestión, recogió el resto de sus cosas –cargando en el caballo las botas de agua y la parte del botín que se suponía que debía cargar él-, se asomó un poco a la cueva para despedirse rápidamente de Adalgosh y después, volviendo a pasar ante los guerreros que estaban fuera, se despidió definitivamente.

—En serio, no sois la peor compañía que podría haber tenido en el ejército. Si nos volvemos a encontrar en cualquier taberna, torneo, festival, o en cualquier mierda de ésas, podemos tomar una cerveza juntos. Pero ahora deseo irme lo antes posible. ¡Adiós!
—¡Espera!—dijo Graegr cuando Hakon ya se había dado la vuelta.

El norteño se giró de nuevo, dispuesto a escuchar alguna queja más.

—Te acompañaré, si te parece bien—dijo el orco—. Aunque no vayamos a encontrar ningún grupo tan peligroso como el de Cráneo de Troll, puede seguir habiendo bandidos sueltos… será más seguro si vamos dos. Yo tampoco tengo a dónde ir.
—¿Pero tú…?—le miró confundido.
—Se suponía que ahora Adalgosh me heredaría como esclavo, pero me ha dicho “haz lo que te salga de los cojones”, así que parece que me ha liberado de la esclavitud.
Aila, Knutr y Ashild, tras él, intercambiaron miradas de confusión y resignación.
—Está bien. Viajemos juntos entonces, Graegr.

Hakon y su nuevo compañero emprendieron el viaje.

—Os dije que traería mala suerte traer a un soldado con ojo de serpiente—murmuró Knutr a sus compañeros cuando los dos viajeros ya no podían oírle.
—No digas tonterías—le cortó Aila, casi totalmente segura de que aquello no había tenido nada que ver con la gran cantidad de bajas de la expedición.

Los dos desertores se perdían ya en la estepa de Iranna. Las Montañas Cortantes se erguían imponentes a su derecha, separándoles de los nueve reinos. Partían hacia lo desconocido, sin tener siquiera pensado a qué se dedicarían para ganarse la vida; pero, al menos, estaban vivos, íntegros y regresaban a casa.


La primera saga de La balada de Hakon, Hakon saqueador, concluye aquí.

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