miércoles, 6 de noviembre de 2013

El hijo rebelde

Otra historia vieja que me apetecía recuperar.

—Mamá, tengo algo que decirte.

La madre dejó de revolver la cazuela y arqueó una ceja, al tiempo que lanzaba una mirada inquisitiva que pretendía debilitar las defensas de su hijo. No parecía conseguirlo del todo. El hijo mostraba esa expresión avergonzada y culpable, pero dispuesta a discutir y defender su posición, si esto fuera necesario para evadir algún tipo de castigo.

—Tengo novia—continuó el hijo.

Las palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre su progenitora. Durante unos segundos, se produjo un silencio incómodo.

—Tienes… novia.
—Sí, eso es.

La madre no sabía muy bien qué gesto poner. Su ceño se frunció bajo el pañuelo que sujetaba su ornamentado pelo, del cual caía una cascada de trenzas, rastas y mechas hacia atrás.

—A ver si lo entiendo. O sea, que tienes novia, tú eres su novio y… ¿cómo va la cosa? ¿Quién es propiedad de quién?
—Mamá, no empieces…
—No, explícamelo. ¿Hay uno de los dos que prohibe al otro tener amigos del sexo opuesto, u os lo estáis prohibiendo mutuamente?
—¡Mamá!
—Eso es que tú eres de su propiedad, ¿no? Bueno, suele ser al revés, pero para el caso…
—¡Las cosas no son así!
—¿Ah, no? ¿Y cuánto tiempo va a pasar antes de qué te diga qué debes hacer o qué ropa te tienes que poner? Aunque eso igual sería hasta una mejora…

El hijo echó un vistazo a su ropa; pantalón de pana, polo y zapatillas de marca.

—¡Ya tengo edad para decidir cómo quiero vestirme! ¡Si ni siquiera me compras tú la ropa, la he tenido que comprar yo con mi dinero!
—¡El dinero de tu paga, dirás!

La discusión fue interrumpida bruscamente cuando una puerta se abrió. Unos pasos se oyeron a lo largo del pasillo hasta que el padre entró en la estancia. Era un hombre de poco más de 40 años, con ropa bastante desgastada, pelo largo y barba, varios pendientes colgando de las ya maltrechas orejas y un pañuelo palestino alrededor del cuello.

—Bueeeenos días—dijo.

Hubo un breve momento de tensión, mientras la madre y el hijo intentaban buscar la reacción más adecuada ante alguien que no había estado presente en la discusión.

—He vendido 200 gramos de la de interior—dijo el padre mientras salía al balcón a descalzarse—. Con esto tiraremos bien unas semanas. Igual hasta podríamos ir a comer al bar de Jon algún día, ¿qué os parece?
—Que mamá y tú deberíais volver a encontrar un trabajo de verdad.
—Eh, eh, eh, a ver, calma, ¿qué pasa?
—Que se ha levantado con mal pie y lo tiene que pagar con nosotros—respondió al instante la madre.
—¿Mal pie? ¡Me había levantado de muy buen humor hasta que tú has empezado a meterte con mi novia!
—¿Tienes novia?—preguntó el padre, confundido.

El hijo entró en cólera.

—¡No hacéis más que decirme lo que debo hacer y lo que no!
—Hijo, sólo queremos lo mejor para ti…—respondió la madre, suavizando el tono.
—¿Lo mejor para mí? ¡Si estáis todo el día tocándome los cojones!
—¡Esa boca!—le reprendió el padre, mientras el hijo salía de la cocina.
—¡Dejadme en paz! ¡Me voy al club de golf con mis amigos!
—¡Si te viera ahora tu abuelo se moría del disgusto!—gritó la madre, la voz quebrada por el llanto—¡A tu edad él estaba tirando piedras a los antidisturbios para conseguirnos un futuro mejor!
—¡Sí, claro, pero nunca me dio la paga! Bah… ¡A la mierda! ¡Me voy!


Hubo un portazo y los padres quedaron de pie en el recibidor, preguntándose que habrían hecho mal.

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