Un relato que envié a una revista de ciencia-ficción. Juraría que no se llegó a publicar, así que está bien aprovecharlo.
Los rayos del atardecer
iluminaron la ciudad trémulamente, a través de las nubes de polución que
permanecían suspendidas en el horizonte. Greg caminó lentamente, apoyado en su
bastón, intentando atisbar un pedazo de cielo entre los gigantescos rascacielos
en ruinas que se erguían ante él.
Greg rondaba los 30 años, pero
sus músculos estaban atrofiados por la falta de actividad; había pasado
demasiados años encerrado. El bastón ayudaba ligeramente, pero no mucho. Su
piel estaba blanca por la falta de luz, y su cuerpo delgado por la falta de
alimento. Dos ojos marrones aún brillaban en el interior de unas cuencas
demasiado hundidas.
Greg avanzó poco a poco. Las
calles estaban absolutamente desiertas, no se veía un alma. Tampoco se oía
nada… no, algo sí. Un ruido lejano, que pronto fue creciendo en intensidad.
Ladridos. Jadeos. Y pasos.
En apenas unos segundos, Greg se
vio rodeado por una manada de perros callejeros, considerablemente grandes.
Aquellos perros habían perdido a sus dueños hacía tiempo; puede que ni siquiera
hubieran tenido. El joven comprendió que habían sobrevivido comiendo lo que
podían, carne humana incluida, de ser necesario. Y estaban hambrientos, muy
hambrientos.
Alzó el bastón para defenderse,
a sabiendas de que no tenía ninguna posibilidad; pero un dardo, lanzado de
quién sabe dónde, se hundió en el cuello de uno de los perros y produjo una
descarga eléctrica, haciendo que el animal cayera al instante. Sus compañeros
se mostraron confusos, sin saber de dónde venía el peligro.
Greg decidió aprovechar la
oportunidad y corrió como buenamente pudo hasta el edificio que tenía más
cerca. Reactivados por la adrenalina, sus músculos reaccionaron bastante bien
para las condiciones, y consiguió trepar por unos escombros, dejando atrás a
los perros.
Pasado el peligro inmediato, comenzó
a preguntarse cómo bajaría. Tal vez su misterioso salvador se ocupase de los
perros… pero por el momento allí seguían. Greg paseó por el primer piso del
edificio, inquieto.
De pronto, el suelo se hundió
bajo sus pies. El joven cayó junto a un montón de hormigón y acero, perdiendo
el bastón y aterrizando en el frío suelo, cubierto de polvo y dolorido.
Se incoporó, no sin gran
esfuerzo, y comprobó que estaba bajo tierra, en el que debía de ser el párking
del edificio. Conforme sus ojos se acostumbraron a la débil luz que entraba por
los agujeros del techo, vio una puerta que supuso que sería la salida, de modo
que comenzó a caminar hacia ella.
Cuando apenas faltaban unos
metros, oyó un susurro que provenía de la oscuridad. Confundido, se giró, y
quedó paralizado.
Ante él se encontraba una
extraña abominación tambaleante, con una silueta remotamente humana, pero dos
cabezas creciendo en su pecho y unas alas en la espalda. Sus afiladas uñas se
extendían hacia delante, ansiosas de alimento.
Greg se encontraba estupefacto,
demasiado asustado para moverse. Entonces, vio el destello de una porra
eléctrica en la oscuridad, y aquella abominación recibió un duro golpe en la
cabeza que la derribó.
-Uno de los experimentos genéticos
fallidos de la pasada década. Las empresas encargadas pidieron disculpas, pero
siguen pululando por ahí. Qué se le va a hacer.
-Tú… tú me has salvado también
de los perros, ¿verdad?-preguntó el joven.
-Sí, los perros también son un
problema. Y tú deberías tener más cuidado.
Greg miró a su salvadora. Era
una joven que aparentaba unos 25 años; tenía la piel algo morena y el pelo
negro, recogido en pequeñas trenzas. Mostraba una sonrisa encantadora y un
gesto alegre; vestía con unos pantalones ajustados de cuero negro, una camiseta
de tirantes, una cazadora abierta encima, y botas militares.
-Soy Milla. Encantada.
-Greg-respondió éste
estrechándole la mano.
-Salgamos de aquí antes de que
sea tarde. Se avecina una tormenta.
Los dos se encaminaron a la salida
del párking y se dirigieron al exterior.
-¿Estás segura? Yo no he visto
nada.
-¿Cuántos años has estado
encerrado, Greg? El cambio climático ha empeorado mucho últimamente. Las
tormentas son brutales y llegan de un momento para otro.
Efectivamente, fuera, unas
pesadas y amenazadoras nubes se arremolinaban justo sobre ellos.
-Demasiado tarde…-susurró Milla.
Entonces, un rayo cayó
furiosamente del cielo y la alcanzó de lleno, partiéndola por la mitad. Greg
retrocedió, medio cegado por el resplandor.
-¡Milla! ¿Estás bien? ¡Milla!
-No… corre… ponte a salvo antes
de que sea tarde…-murmuró ésta.
-¡No! ¡No pienso dejarte aquí!
-¡No seas ridículo! ¡Ponte a
salvo!
Greg comenzó a ver mejor y vio
el amasijo de cables que surgía de la cintura mutilada de Milla. Avergonzado,
comprendió que había tomado por humana a uno de los androides de seguridad que
el Gobierno había dispuesto hacía ya más de medio siglo.
Sin mediar palabra, echó a
correr lo más rápido que sus débiles músculos le permitieron, dejando allí a
Milla, que pronto fue alcanzada por otro rayo que la destruyó casi por
completo.
Los minutos pasaron lentos
mientras Greg corría hacia los edificios seguros, enormes moles de titanio que
resistían el clima y el abandono mucho mejor que sus vecinos.
Por fin, llegó ante uno en
concreto; se colocó frente a la puerta y un escáner de retina confirmó su
identidad. La entrada se abrió, y segundos después lo hizo el ascensor, con el
piso de Greg ya marcado.
Jadeando, entró en él y llegó
hasta su piso, una pequeña habitación de ocho metros cuadrados. Allí, se quitó
la ropa, se tendió en la cama y se colocó dos cables: el del suero en el brazo
y el de internet en la nuca.
Menuda experiencia: nunca habría
pensado que el mundo exterior se hubiera convertido en un lugar tan peligroso
desde que todo el mundo lo había abandonado. No pensaba volver a salir, pero
sería divertido contárselo a todos sus amigos y a su novia, y postearlo en su
blog.
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