Las gradas estaban a rebosar de
gente aplaudiendo y vitoreando. El viento no conseguía llevarse los gritos ni
el olor a sudor que impregnaba las ropas del exaltado público; más aún en un
día de mayo, en el que el sol calentaba sin piedad.
Las espadas se cruzaron una vez
más, en un choque enmudecido por los gritos. El extranjero retrocedió,
consciente de que su rival era más fuerte que él. La multitud podía oler la
proximidad de la sangre como si fueran tiburones.
Una espada se alzó y golpeó de
nuevo. El extranjero la desvió con su escudo oblongo; la espada, ya sin fuerza,
chocó contra su guantelete de cuero, mientras el extranjero hundía la suya
propia en el estómago de su rival.
Entonces, por sorpresa, una red
cubrió su cabeza.
-¡No!-bramó, al tiempo que se
giraba intentando deshacerse de ella.
Pero fue tarde. Una lanza se
ensartó en su costado y cayó al suelo de rodillas. Un profundo dolor se
extendía por todo su costado y notaba la sangre tibia resbalar hasta la arena.
El extranjero dirigió su mirada
hacia las gradas. El césar alzó la mano mientras el público abucheaba… y,
finalmente, bajó el pulgar.
Así era el circo romano. Un
gladiador, otro, daba igual; los pobres eran los que perdían. Los ricos no
corrían ningún riesgo, sentados en sus tribunas y decidiendo con un simple
gesto sobre las vidas de otros.
-Oiga-dijo una voz, sacando al
extranjero de su ensoñamiento-. Oiga. El juicio ha acabado, debe abandonar la
sala. Hay más juicios hoy, ¿sabe?
-Sí… claro. Disculpe.
El extranjero abandonó la sala del
juicio, con la cabeza gacha. 2000 años después, no habían cambiado demasiadas
cosas.
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