En un área de descanso en medio
de la autopista, en septiembre, no había mucha actividad. Lejos del
aparcamiento, casi vacío, empezaban a extenderse las landas: por todo el
terreno de la zona, no había más que suelo que apenas podía dar vegetación.
Nadie quería construir otra carretera allí, nadie quería cultivar en aquel
suelo, nadie quería recorrerlo ni mucho menos iban a querer poner un
establecimiento allí, en mitad de la nada.
Dos hombres paseaban tranquilamente
por allí, hablando. Unos diez metros después, paseaba otra pareja: los
guardaespaldas de los primeros, éstos más en alerta.
—…así que fracasamos—concluyó
Hernández—. Aquel senador se nos escapó.
—Es mala suerte, sí. Lo malo de
ser conocido… a mí también me ha dado muchos problemas.
El hombre que caminaba junto a
Hernández era Daniel Barrios. Era un hombre de unos 40 años, pelo castaño
aunque empezaba a encanecer prematuramente. Una cicatriz le recorría la mejilla
derecha. Vestía de traje, aunque no muy elegante, y sin corbata. En sus dedos
brillaban varios anillos, pero tampoco parecían caros.
Aquel hombre no era un político
de Cambio, aunque era la persona más influyente del partido. Se movía en las
sombras, manejando hilos aquí y allá, y todo el mundo lo sabía. De hecho, al
contrario que con otros miembros conocidos de la
Cosa Kostra , como el propio Hernández, no
estaban esperando a reunir pruebas sólidas para arrestarle: le arrestarían en
cuanto pudieran. Era un fugitivo y se escondía bien. Daniel Barrios era el jefe
de la Cosa Kostra
de Madrid, y el criminal más buscado de España.
—En todo caso, os recomiendo que
hagáis algo para que os cojan más miedo. Una demostración de fuerza bruta.
Ahora que os habéis expandido y queréis cubrir más terreno, vendría muy bien.
—Sí, lo entiendo—asintió
Hernández—. Lo del senador falló, pero buscaremos otra forma.
—¿Y ese joven en estado grave?
¿No ha sido cosa vuestra?
Hernández miró a Barrios con
gesto de extrañeza. Éste sonrió levemente, de forma quizá incluso un poco
arrogante, demostrando que estaba mejor informado que Hernández.
—Anoche, un joven de NNGG fue
ingresado en el hospital de Cruces en estado grave. Parece que había denunciado
a la policía hace un par de meses que le habían intentado extorsionar. A mí me
huele a vosotros.
—Sí, puede… puede ser. He salido
en coche al amanecer, no he hablado con ningún miebro de la
Cosa Kostra desde ayer… aparte de Martín,
claro—dijo Hernández señalando a su guardaespaldas con la cabeza.
—Ajá.
—Obviamente, no me pueden
informar por móvil, no es un canal seguro…
—No, aunque deberías estar atento
a Twitter o a cualquier servicio de noticias. Las noticias nos afectan muy a
menudo, deberías saberlo.
Hernández asintió en silencio,
aceptando la reprimenda. No tenía por qué: las familias de la
Cosa Kostra eran totalmente independientes
entre ellas. Era la mejor forma de actuar. Sin embargo, la de Madrid había sido
la primera, y seguía siendo la más importante y peligrosa. Lo que hacía Madrid
afectaba a las demás.
—Hay un último asunto que quería
comentarte—dijo Barrios—. La situación en Navarra.
—No queda nadie, ¿verdad?
—Ni una sola persona. Ya hace 6
meses que les encarcelaron a todos, y siguen pudriéndose en la cárcel. Aquellos
a los que extorsionaban se ríen. Da mala imagen. Las noticias se propagan
mucho, y si una familia se ve débil, las demás también.
—¿Qué sugieres?
—Es posible que dentro de un
tiempo tengamos que darnos una vuelta por Navarra, dar un par de golpes
contundentes. De momento estamos recopilando información. Queremos saber quién
les metió en la cárcel.
—Perfecto. Estaremos preparados.
—Bien. Nos vemos.
Los jefes se estrecharon la mano,
y después Barrios hizo una seña a su guardaespaldas, que se encaminó hacia el
coche. Martín se acercó a Hernández, que encendió un cigarrillo para hacer
tiempo: no era prudente que les vieran juntos, aunque fueran unos segundos
mientras cogían el coche.
Josu entró en el Gudari. Apenas
había tres personas en el bar: saludó a Mikel ,
después dos besos a Maitane y un suave beso en los labios a Cristina.
—¿Qué tal?—preguntó ésta.
—Nos han dado fecha para el
juicio. El 6 de abril.
—¿Cómo lo ves?
—Ahora soy un capo. Es más fácil
que antes demostrar que estoy vinculado a la
Cosa Kostra , pero también tengo más
responsabilidades. No puedo acabar en la cárcel.
—No puedes dejar que te metan en
la cárcel por una paliza a un niñato de NNGG. Lasai. Saldremos de ésta. ¿Eneko
ya está más tranquilo?
—No creo. Se le nota un poco mal.
Pensaba que cuando se unió a la Cosa Kostra
ya tenía claro que se arriesgaba a ser detenido o encarcelado, pero se ve que
no.
—Sí, hay algunos que se lo toman
como un juego.
Maitane, dejando un poco de
intimidad al reencuentro de la pareja, había estado echando un vistazo a
Twitter en su móvil. Entonces intervino.
—Ya que habláis de palizas a
niñatos de NNGG, tenemos un problema.
—¿Qué pasa?—Josu y Cristina
parecieron hacerse conscientes de repente de que no estaban solos.
—El niñato al que le dieron una
paliza los soldados de Celaya el miércoles. Acaba de morir en el hospital.
Aquel día, el problema no fueron
las ancianas. Un coche de policía se detuvo junto a él y dos policías se
acercaron a paso rápido, con una mano en el cinturón, preparados para actuar.
Amorrortu suspiró y tiró el
cigarrillo. Un piti desperdiciado. Qué se le iba a hacer.
Uno de los policías le puso
contra la pared y le empezó a cachear. Por suerte, no llevaba armas encima.
—¿Eres Mikel
Amorrortu?—preguntó.
Entonces, el joven quedó helado.
Estaba tan acostumbrado a que la policía le parase para registrarle en busca de
drogas sin más razones que su vestimenta, que lo había tomado por otro cacheo
rutinario. Pero si sabían su nombre, podía tener la certeza de que no le
esperaba nada bueno.
—¿Eres sordo o gilipollas?—insistió
el agente—¿No me escuchas cuando te hablo?
—Sí. Sí, soy Mikel Amorrortu.
—Bien.
Al momento, le esposó las manos a
la espalda, y le apoyó nuevamente contra la pared, usando a propósito algo más
de fuerza de la necesaria para que la cabeza de Amorrortu golpeara la pared y
le hiciera una pequeña herida en la frente.
—Una vecina te grabó cuando te
cargabas a un chaval de 19 años—le informó el otro policía—. Te vas a pasar
toda la vida en la cárcel, hijo de puta. Ya verás cómo te dejan el culo.
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