miércoles, 17 de agosto de 2016

La Cosa Kostra: Capítulo XIII


En un área de descanso en medio de la autopista, en septiembre, no había mucha actividad. Lejos del aparcamiento, casi vacío, empezaban a extenderse las landas: por todo el terreno de la zona, no había más que suelo que apenas podía dar vegetación. Nadie quería construir otra carretera allí, nadie quería cultivar en aquel suelo, nadie quería recorrerlo ni mucho menos iban a querer poner un establecimiento allí, en mitad de la nada.

Dos hombres paseaban tranquilamente por allí, hablando. Unos diez metros después, paseaba otra pareja: los guardaespaldas de los primeros, éstos más en alerta.

—…así que fracasamos—concluyó Hernández—. Aquel senador se nos escapó.
—Es mala suerte, sí. Lo malo de ser conocido… a mí también me ha dado muchos problemas.

El hombre que caminaba junto a Hernández era Daniel Barrios. Era un hombre de unos 40 años, pelo castaño aunque empezaba a encanecer prematuramente. Una cicatriz le recorría la mejilla derecha. Vestía de traje, aunque no muy elegante, y sin corbata. En sus dedos brillaban varios anillos, pero tampoco parecían caros.

Aquel hombre no era un político de Cambio, aunque era la persona más influyente del partido. Se movía en las sombras, manejando hilos aquí y allá, y todo el mundo lo sabía. De hecho, al contrario que con otros miembros conocidos de la Cosa Kostra, como el propio Hernández, no estaban esperando a reunir pruebas sólidas para arrestarle: le arrestarían en cuanto pudieran. Era un fugitivo y se escondía bien. Daniel Barrios era el jefe de la Cosa Kostra de Madrid, y el criminal más buscado de España.

—En todo caso, os recomiendo que hagáis algo para que os cojan más miedo. Una demostración de fuerza bruta. Ahora que os habéis expandido y queréis cubrir más terreno, vendría muy bien.
—Sí, lo entiendo—asintió Hernández—. Lo del senador falló, pero buscaremos otra forma.
—¿Y ese joven en estado grave? ¿No ha sido cosa vuestra?

Hernández miró a Barrios con gesto de extrañeza. Éste sonrió levemente, de forma quizá incluso un poco arrogante, demostrando que estaba mejor informado que Hernández.

—Anoche, un joven de NNGG fue ingresado en el hospital de Cruces en estado grave. Parece que había denunciado a la policía hace un par de meses que le habían intentado extorsionar. A mí me huele a vosotros.
—Sí, puede… puede ser. He salido en coche al amanecer, no he hablado con ningún miebro de la Cosa Kostra desde ayer… aparte de Martín, claro—dijo Hernández señalando a su guardaespaldas con la cabeza.
—Ajá.
—Obviamente, no me pueden informar por móvil, no es un canal seguro…
—No, aunque deberías estar atento a Twitter o a cualquier servicio de noticias. Las noticias nos afectan muy a menudo, deberías saberlo.

Hernández asintió en silencio, aceptando la reprimenda. No tenía por qué: las familias de la Cosa Kostra eran totalmente independientes entre ellas. Era la mejor forma de actuar. Sin embargo, la de Madrid había sido la primera, y seguía siendo la más importante y peligrosa. Lo que hacía Madrid afectaba a las demás.

—Hay un último asunto que quería comentarte—dijo Barrios—. La situación en Navarra.
—No queda nadie, ¿verdad?
—Ni una sola persona. Ya hace 6 meses que les encarcelaron a todos, y siguen pudriéndose en la cárcel. Aquellos a los que extorsionaban se ríen. Da mala imagen. Las noticias se propagan mucho, y si una familia se ve débil, las demás también.
—¿Qué sugieres?
—Es posible que dentro de un tiempo tengamos que darnos una vuelta por Navarra, dar un par de golpes contundentes. De momento estamos recopilando información. Queremos saber quién les metió en la cárcel.
—Perfecto. Estaremos preparados.
—Bien. Nos vemos.

Los jefes se estrecharon la mano, y después Barrios hizo una seña a su guardaespaldas, que se encaminó hacia el coche. Martín se acercó a Hernández, que encendió un cigarrillo para hacer tiempo: no era prudente que les vieran juntos, aunque fueran unos segundos mientras cogían el coche.


Josu entró en el Gudari. Apenas había tres personas en el bar: saludó a Mikel, después dos besos a Maitane y un suave beso en los labios a Cristina.

—¿Qué tal?—preguntó ésta.
—Nos han dado fecha para el juicio. El 6 de abril.
—¿Cómo lo ves?
—Ahora soy un capo. Es más fácil que antes demostrar que estoy vinculado a la Cosa Kostra, pero también tengo más responsabilidades. No puedo acabar en la cárcel.
—No puedes dejar que te metan en la cárcel por una paliza a un niñato de NNGG. Lasai. Saldremos de ésta. ¿Eneko ya está más tranquilo?
—No creo. Se le nota un poco mal. Pensaba que cuando se unió a la Cosa Kostra ya tenía claro que se arriesgaba a ser detenido o encarcelado, pero se ve que no.
—Sí, hay algunos que se lo toman como un juego.

Maitane, dejando un poco de intimidad al reencuentro de la pareja, había estado echando un vistazo a Twitter en su móvil. Entonces intervino.

—Ya que habláis de palizas a niñatos de NNGG, tenemos un problema.
—¿Qué pasa?—Josu y Cristina parecieron hacerse conscientes de repente de que no estaban solos.
—El niñato al que le dieron una paliza los soldados de Celaya el miércoles. Acaba de morir en el hospital.


Mikel Amorrortu salió del portal y encendió un cigarrillo. Cresta rubia, camiseta de La Polla Records, pantalones de tartán y botas militares: cumpliendo totalmente el estereotipo de punk, era normal que la mayoría de ancianas le mirasen mal por la calle.

Aquel día, el problema no fueron las ancianas. Un coche de policía se detuvo junto a él y dos policías se acercaron a paso rápido, con una mano en el cinturón, preparados para actuar.

Amorrortu suspiró y tiró el cigarrillo. Un piti desperdiciado. Qué se le iba a hacer.

Uno de los policías le puso contra la pared y le empezó a cachear. Por suerte, no llevaba armas encima.

—¿Eres Mikel Amorrortu?—preguntó.

Entonces, el joven quedó helado. Estaba tan acostumbrado a que la policía le parase para registrarle en busca de drogas sin más razones que su vestimenta, que lo había tomado por otro cacheo rutinario. Pero si sabían su nombre, podía tener la certeza de que no le esperaba nada bueno.

—¿Eres sordo o gilipollas?—insistió el agente—¿No me escuchas cuando te hablo?
—Sí. Sí, soy Mikel Amorrortu.
—Bien.

Al momento, le esposó las manos a la espalda, y le apoyó nuevamente contra la pared, usando a propósito algo más de fuerza de la necesaria para que la cabeza de Amorrortu golpeara la pared y le hiciera una pequeña herida en la frente.


—Una vecina te grabó cuando te cargabas a un chaval de 19 años—le informó el otro policía—. Te vas a pasar toda la vida en la cárcel, hijo de puta. Ya verás cómo te dejan el culo.

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