jueves, 3 de enero de 2019

España Pastiche: Prefacio y Capítulo I


Adelanto de la novela España Pastiche, que publicaré el domingo en formato digital. ¿Cuántas referencias a productos de ficción españoles pilláis en el Capítulo I?


Prefacio

El pastiche es un género basado en copiar elementos de otros autores y juntarlos para crear un producto nuevo. De forma obvia, quiero decir, porque si hacemos caso a la filosofía aristotélica, al fin y al cabo cualquier idea nueva será una mezcla de dos o más ideas que ya existían.
Cuando hablamos de elementos, podemos hacer referencia a estilos, ideas, etc. Un ejemplo bastante conocido sería Quentin Tarantino, cuyo cine suele ser un pastiche muy evidente de películas de serie B. Pero también podrían ser pastiches de personajes, claro.
Los orígenes de esta idea, la de coger a un grupo de personajes creados por otros autores y narrar una nueva historia con ellos, pueden llegar tan lejos como queramos. En cierta forma, toda mitología es un pastiche de personajes, pues cada nueva historia narra las aventuras de dioses o héroes concebidos por otras personas. Quizá el ejemplo más claro, sin embargo, sea Jasón y los Argonautas en la mitología griega. Aquí, al concebir la idea de los Argonautas, sí se ve una intención clara y explícita de juntar héroes de varias historias de la mitología que hasta el momento no tenían relación entre sí: Jasón, Hércules, Orfeo, Teseo, etc.
En la literatura reciente hay ejemplos muy interesantes de estos pastiches de personajes. Quizá el primero lo bastante notable sea el universo de la familia Wold Newton, creado por Philip José Farmer. Farmer escribió una biografía ficticia de Tarzán en 1972, y otra de Doc Savage en 1973. En ambas novelas sugirió que el meteorito que había caído en Wold Newton en 1795 era radioactivo y creó una estirpe de humanos mutados dotados de gran fuerza y/o inteligencia. Ya puestos, decidió tirar del hilo y contar en posteriores novelas que además de a Tarzán y a Doc Savage, esta familia Wold Newton incluía a Sherlock Holmes, Phileas Fogg, Fu Manchú, la Sombra y un largo etcétera de personajes que se fueron cruzando de forma más explícita en las novelas de Farmer.

En 1992, Kim Newman empezó a escribir la serie de novelas Anno Dracula, que parte de la premisa del Conde Drácula casado con la Reina Victoria, gobernando una Inglaterra en la que los vampiros empiezan a ser mucho más comunes. A partir de ahí, se va sucediendo un maremágnum de personajes reales y ficticios, incluyendo Lewis Carroll, el Dr. Jekyll, lord Ruthven, Jack el Destripador… la saga hace grandes saltos en el tiempo, de tal forma que posteriormente vemos al Barón Rojo, el dr. Caligari, Edgar Allan Poe (versión vampirizada), el Club Diógenes de Mycroft Holmes, Andy Warhol, el inspector Closeau, Michael Corleone, y otro largo etcétera.
En 1999, Alan Moore crea el cómic League of Extraordinary Gentlemen, tal vez el pastiche de personajes más ambicioso hasta el momento, que comienza con una discreta formación compuesta por Alan Quatermain, Mina Murray, el Hombre Invisible, mr. Hyde y el Capitán Nemo para acabar abarcando, también con grandes saltos en el tiempo, una cantidad abrumadora de referencias a otras obras.
El cómic Fables, las películas Shrek o Van Helsing, la serie Penny Dreadful y demás hacen que nos vayamos adentrando en el siglo XXI con pastiches de personajes a nuestro alrededor. Ahora, Rompe Ralph y Ralph Rompe Internet están arrasando. Éste es otro más, un pastiche de personajes centrado exclusivamente en obras de ficción españolas. Pero, ¿por qué? ¿Por qué España?
El independentismo parece  estar de moda y ser un tema a tratar en cada telediario; es discutible si como cortina de humo o no, pero el caso es que social y culturalmente es un tema en boga. Si bien el catalán es el más comentado ahora, no debemos olvidar que se pueden encontrar movimientos independentistas en prácticamente cualquier comunidad: Euskal Herria, Galiza, Andalucía, Canarias o la Castilla comunera también son territorios que un número visible de personas preferiría separar de España.
En este sentido, resulta interesante ver también España como un pastiche, ¿no? En cierto modo, coge unos cuantos elementos de aquí, otros de allí… y termina formando un país en el que, como en los pastiches que hemos tratado, no se produce una mezcla homogénea sino que está bien claro de dónde sale cada cosa, porque hay suficientes diferencias entre, por ejemplo, Catalunya y Canarias, como para verles fácilmente como entidades propias.
Esta novela corta se basa en este paralelismo. La situación que se presenta aquí es la de un pastiche de personajes que se ven envueltos en el intento de deshacer un país pastiche. Pasad y disfrutad.


   

I

Barcelona, 1 de octubre de 2017.
De forma bastante sonora, Curtis esnifó a través de un billete la raya de cocaína que tenía delante.
—Aaaaah—suspiró—. Rasca un poco, pero es la hostia de buena.
—Déjale algo a Povedilla, hombre—dijo al momento Aitor, compañero de Curtis.
—No. No, gracias—respondió el aludido—. Prefiero estar sobrio, la verdad. Bastante va a ser ya esto como no quieran soltar las urnas.
—Joder, Povedilla. Venimos desde San Antonio para que nos encierren en ese puto barco y ahora que por fin nos sueltan y hay un poco de acción… ¿No crees que te vendría bien desahogarte un poco o qué?
—Yo creo que bastante vamos a tener.
—Y tanto, eso sí—asintió Aitor—. Vamos a abrir todas las cabezas que queramos. Cómo le tiene que joder a Torrente estar perdiéndose esto. Venga, vamos.
Los tres hombres se pusieron los cascos y se unieron al resto de antidisturbios que iban bajando de la lechera, con la mano asiendo la porra en el cinturón.
Las lecheras desfilaban por la Diagonal, soltando antidisturbios para reforzar los dispositivos policiales a izquierda y derecha. Subían por Gràcia hasta Plaça del Diamant, por el Carrer de Mallorca hasta la Sagrada Familia; recorrían las Ramblas hasta Colón y la Rue del Percebe hasta el Clot. Una ciudad entera tomada por policías de toda España enviados específicamente allí a evitar el referéndum por la independencia de Catalunya.
Los incidentes, como los llamarían en los telediarios, se sucedían en toda la ciudad. Ancianas cayendo por las escaleras, porras alzándose en el aire y bajando hasta golpear carne, disparos con pelotas de goma y un chaval que consiguió derribar a un antidisturbios arrojándole una papelera.
Fue uno de los disparos con pelotas de goma lo que consiguió que Santa se estremeciera. Quizá se estaba haciendo viejo. Él había sido uno de los obreros despedidos masivamente en la reconversión industrial de Vigo, y había participado en muchas manifestaciones y protestas, algunas de ellas bastante violentas. Estuvo presente en la polémica manifestación en la que un agente antidisturbios apellidado Romero casi perdió la vida en una paliza, lo que dio de hablar a las televisiones durante meses. Pero ahora tenía más de 50 años, y acababa de ver cómo una pelota de goma destrozaba permanentemente el ojo de otro manifestante. La sangre teñía el asfalto.
Como si los siguientes momentos ya no fueran con él, pálido y ligeramente mareado, se dio la vuelta y echó a andar hacia el Raval.
La grasa corporal de Santa parecía haber vivido mejores tiempos, pero ahora era un hombre delgado, en buena forma física dentro de lo razonable para su edad. Tanto su pelo despeinado como su barba empezaban a encanecer. Las arrugas en torno a sus ojos hacían parecer su mirada más escudriñadora, más dispuesta a captar cada detalle.
Las calles de Barcelona se fueron haciendo más estrechas y sinuosas conforme se adentraba en el Raval y en el Barrio Gótico. El centro histórico de la ciudad tenía en cierto modo más vida, como reteniéndola entre las piedras de edificios más antiguos. Las torres de la catedral del mar coronaban el paisaje. Finalmente, Santa llegó a donde quería y tocó en una vieja puerta de madera.
Se oyó un  pasador y se abrió la puerta. Un hombre algo más joven que él le miró a los ojos, sin decir palabra.
—Creo que es el momento—dijo Santa—. Sé que este sitio no suele funcionar así, pero… prometisteis que lo guardarais para cuando llegara la hora. Por favor, llévame hasta el Plan.
El guardián asintió en silencio y se apartó, dejándole entrar. Escudriñó la calle y cerró la puerta de nuevo.
Santa siguió al guardián por un paisaje que nuevamente le dejó sin aliento: el Cementerio de los Libros Olvidados. Lomos de libros de todos los colores formaban un mosaico de estanterías interminables, retorciéndose sobre sí mismas y extendiéndose hasta donde se perdía la vista.
Durante varios minutos, el guardián llevó a Santa por un laberinto con olor a papel viejo, lleno de títulos sugerentes y manuscritos perdidos. Finalmente, se detuvo junto a una estantería en concreto, y Santa reconoció el lomo del archivador que buscaba. Lo cogió y hojeó rápidamente algo más de cien páginas escritas a mano sujetas con anillas.
—Bien. Bien, lo pondremos en marcha.


Extremadura, 17 de diciembre de 2017.
El director bajó del coche en el que le llevaban. Era un hombre que pasaba de los 60 años, con cierta barriga acumulada durante éstos; calvicie avanzada, gafas y un grueso bigote blanco.
Se encontraba en una de las amplias fincas del marqués de Leguineche, una de las personas más adineradas de España. El marqués y su padre –el antiguo marqués, claro— se habían exiliado a Francia a principios de los 80 ante el temor de que la inminente llegada al poder de los socialistas implicara una merma considerable de su riqueza: primero movieron su capital, y después se movieron ellos. El señor marqués falleció en el exilio en 1984, legándole el título a su hijo, que rápidamente se dio cuenta de que los socialistas que estaban gobernando en España no eran socialistas de verdad, sino que más bien estaban en su mismo bando.
Así pues, el marqués de Leguineche regresó a España, estableciendo su sede en Madrid y varias fincas de recreo en Extremadura, entre las que se encontraban la de su abuelo materno, que seguía siendo de su propiedad, o ésta que había comprado por una cifra considerable. Esta finca por la que el director caminaba ahora había ido cambiando de dueño desde los últimos años del franquismo, cuando su señorito fue asesinado durante una batida de caza por un sirviente desagradecido.
El director llegó a la puerta y un sirviente le condujo por un largo pasillo. El tapizado del suelo era exquisito, las lámparas parecían realmente caras y las paredes del pasillo estaban adornadas por una sucesión de cuadros dignos de mención. El director pensó esto al notar que la temática de los cuadros giraba en torno a quienes el marqués de Leguineche parecía considerar los mayores héroes militares –o paramilitares— de la historia de España.
La galería, que parecía empezar con la Reconquista, empezaba con el Cid, el Capitán Trueno o Adolfo de Moncada, entre otros héroes militares de la época, meticulosamente ordenados por fecha de fallecimiento. Continuaba con el Siglo de Oro, con personajes como Don Quijote de La Mancha, el capitán Alatriste o Gonzalo de Montalvo, pasando por las Guerras Carlistas con militares como Martín Zalacaín de Urbía y finalizando en la Guerra Civil con José Churruca y, como punto final, por supuesto, el mismísimo Caudillo.
Algunos de los cuadros bien podrían valer millones; el de Alatriste, por ejemplo, estaba pintado por el mismísimo Velázquez. Otros más recientes tenían firmas menos conocidas como Julia. En todo caso, al director le pareció que aquella selección de cuadros decía mucho de su dueño.
Finalmente, el sirviente se detuvo e hizo pasar al director a una sala de estar en la que el olor a puros y coñac impregnaba el ambiente. Cinco hombres estaban ya sentados allí, encabezados, por supuesto, por el propio marqués de Leguineche, un hombre que ya rondaba los 90 años y parecía resistirse a dejar de ocuparse personalmente de sus asuntos.
—Caballeros—dijo—, les presento al director general de la TIA.
El director sonrió y estrechó la mano uno a uno a los hombres allí presentes. Lo cierto es que eran cinco de los hombres más poderosos de España, y sus apellidos llevaban siéndolo desde hacía varios siglos. Tres de los apellidos eran Ortega, Alarcón y Alvarado. El otro hombre presente era el padre Bocquerini, de apellido menos conocido pero amplia influencia a través de la Iglesia –se comentaba que el nuevo Papa, demasiado progre para algunos, no se atrevía a toserle—. Sólo el mismísimo Jarrapellejos habría podido dotar de más poder a aquella escena.
—Le hemos hecho venir, director—continuó el marqués—ante la sospecha de que el separatismo catalán ha reactivado un peligroso plan para romper España que llevaba décadas en el olvido.
—Nos preocupa que en las Vascongadas y en Galicia, especialmente, aprovechen las circunstancias—apuntó Ortega—. Es cierto que ETA nos proporcionó muchos beneficios políticos y económicos, pero también fue una amenaza para nuestras vidas. No podemos permitir que regresen grupos semejantes.
—Entiendo. ¿En qué consistiría ese plan?
—Aún no lo sabemos.
—Sé lo que puede pensar, director—intervino el marqués—. Con una información tan vaga, la existencia de este plan podría ser una locura afirmada por conspiranoicos con un gorrito de papel de aluminio que insisten en la existencia del Ministerio del Tiempo, de CIRCE y demás ideas delirantes. Pero ahora no estamos hablando de asociaciones secretas que viajan en el tiempo. Nos consta que un plan redactado en unos pocos cientos de páginas llegó a estar en manos de ETA, y realmente llegó a despertar las sospechas de la Guardia Civil en los años 80, que llegó a considerarlo una amenaza real. Después desapareció. En un mar de burocracia y con funcionarios ya muertos hace años, es difícil encontrar más información sobre dicho plan.
—Así que ponga a su mejor agente en el caso—añadió Alvarado—. Considerando que varios cuerpos policiales y agentes de información están ya hurgando en los movimientos independentistas para ver qué encuentran, alguien con experiencia coordinando debería poder aprovechar eso para encontrar algún resquicio del plan en algún lado.
—Bien—asintió el director—. Hablaré ahora mismo con el superintendente para que ponga a nuestro mejor agente en ello. Investigaremos a conciencia.
—No esperábamos menos, director. Puede retirarse.
—Cuando se encuentre con el mayordomo, dígale que haga pasar aquí a las putas—añadió el padre Bocquerini.
El director así lo hizo: dejó la habitación, cerró la puerta cuidadosamente y recorrió de nuevo el pasillo desde el que los héroes españoles al óleo parecían mirarle sin mucho interés. Encontrándose con el sirviente a medio camino, le dio las instrucciones pertinentes y, a continuación, sacó su teléfono y marcó.
—Vicente—le dijo a la voz al otro lado de la línea—. Aparta a Anacleto de cualquier caso en el que esté trabajando. Ahora tiene uno más importante. Se lo explicaré mañana en cuanto llegue a la sede.


Barcelona, 23 de diciembre de 2017.
Santa llegó al cruce del carrer Fray Perico con la avenida Conde Lucanor, en la zona del Clot. Allí se erigía una pensión no precisamente lujosa. Santa llamó al timbre, subió al tercer piso sin un ascensor como ayuda y tocó con los nudillos en la habitación que buscaba, siguiendo una clave predeterminada.
Una joven de poco más de 20 años, con un vestido negro, le abrió la puerta. De estatura y peso muy cercanas a la media de una joven de su edad, pelo castaño cortado a la altura del hombro y piel pálida, esbozó media sonrisa al ver al recién llegado.
—Ya era hora, Santa. Empezábamos a pensar que estabas en un cuartel de la Benemérita contándoles hasta nuestro tipo sanguíneo.
—Me subestimas, Begoña, me subestimas. Ha ido todo bien y creo que podemos contar con que las manifestaciones contra la represión en Catalunya se extiendan por todo el Estado.
Una tercera persona se levantó del sofá en el que estaba recostada fumando un porro.
—No sé si sirve mucho esto de ir agitando. Por mí pasaría a la última fase del plan directamente y ya está.
—Otra que desconfía…—se quejó Santa—Tranquilidad, chicas. Esto saldrá bien.
—Chicha quiere acción. Y no me extraña, no estamos haciendo mucho—apuntó Begoña con malicia.
Chicha era una mujer que estaba llegando a los 50 años. Llevaba jersey negro, falda de tartán, unas medias rasgadas y unas botas de punta de acero. El rostro, surcado de arrugas, reflejaba los daños de quien ha pasado por varios monos de heroína. Pelo negro quebradizo que empezaba a volverse gris, con las puntas teñidas de verde aunque destiñéndose ya desde hacía meses; un candado a modo de pendiente en una oreja y una llave en la otra, piercing en la nariz, labios pintados de negro. Era el vivo estereotipo de la punk más marginal que logró sobrevivir al caballo y, sin embargo, seguía manteniendo todo el resto de atributos propios del punk más marginal.
—Primero tenemos que conseguir tensión, reafirmar los movimientos independentistas por toda la Península. Luego vendrá lo bueno.
Sólo en un sentido puramente estético, el equipo ya era de lo más variopinto, al estar formado por un ex estibador de 60 años, una punk de 50 y una joven de aspecto totalmente normal de 20. Santa, Chicha y Bego estaban unidos por las circunstancias y por, eso sí, un odio notable al concepto de España y a todo lo que parecía implicar inevitablemente: la nostalgia del franquismo, la monarquía, la corrupción y el caciquismo.
—Bien—sonrió Chicha—. No creo que a España le queden más de unos meses de vida.

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