miércoles, 15 de julio de 2020

Los astronautas no pueden llorar


Relato que publiqué originalmente en Espacio Ulises hace ya años. Vio la luz en papel en la antología Ulises y Penélope: Relatos tejidos en red, y todo.


Resulta extraño pensar que los astronautas no podemos llorar. No es ninguna norma estúpida, ni nada por el estilo: simplemente, para que las lágrimas rebasen el lacrimal, hace falta cierta presión, que en condiciones de gravedad cero no se ejerce correctamente. Dicho de otra forma, si no hay gravedad, las lágrimas no pueden caer, sólo se van acumulando en el ojo y tal vez si fueran muchas sí podría desprenderse alguna gota, pero nada más que eso; y, seguramente, por la tensión superficial, se quedaría pegada al globo ocular.

Es la clase de cosas que nadie te explica cuando decides ser astronauta, ¿no? Porque bueno, en algunas películas ves hasta cómo se las arreglan para comer y beber en gravedad cero, y está bastante bien hecho así que supongo que contratarán asesores. Pero lo de llorar, por ejemplo, nadie te lo cuenta. Incluso he visto películas en las que hay astronautas llorando y las lágrimas inmediatamente caen y se quedan por ahí flotando. No, eso no es así. Se les olvidó consultar al asesor para esa escena, por lo visto.

De todas formas, sí tengo que decir que cuando decidí ser astronauta sabía más o menos lo que me esperaba. Yo estudiaba en la cuarta promoción tras la Reforma Educativa Computerizada. Es decir, teníamos tres promociones por delante además de todos los sujetos de prueba, pero aún así, nos sonaba a algo realmente raro. Mis padres, por ejemplo, no estaban nada convencidos. La idea de dejar a tu hijo en una máquina que le inserte conocimientos directamente al cerebro difícilmente podían convencerles.

La TNA8, la tasa necesaria de almacenamiento a los ocho años, era del 70 %. Por supuesto, siempre es un cálculo especulativo porque depende de la cantidad de información que tenga el niño en el cerebro, y otros factores, pero en mi experiencia, he de decir que es un cálculo bastante aproximado.

Es verdad que la TNA8 para ser astronauta es bastante elevada, pero necesitamos muchos conocimientos: motricidad en gravedad cero, física, química y astronomía a nivel muy avanzado, computación e informática, biología, anatomía y nutrición del cuerpo humano, etcétera. Así que, cuando tenemos ocho años, nos introducen en el cerebro información que ocupa el 70 % del espacio “libre”, por así decirlo (aunque las sinapsis se abren y se cierran y se pueden sobreescribir ligeramente en algunas ocasiones, es algo que aprendí entre aquellos conocimientos). Una TNA8 del 70 %. Es de las más elevadas. Para ser encargado de limpieza, por ejemplo, sólo hace falta una TNA8 del 20 %. Aunque, por otro lado, algunas variedades de antropólogos y de matemáticos trabajan con una TNA8 del 95 %, es algo elevadísimo. Con una tasa tan alta, apenas quedará espacio en el cerebro para ir almacenando más recuerdos a lo largo de tu vida; tendrás suerte si consigues recordar la información necesaria para el día a día y, con suerte, atesorar algunos recuerdos de momentos pasados con tu familia, tus amigos o tus parejas.

A mí también me resultó difícil, no digo que no. La información importante, al final, siempre se guarda: nuestro cerebro es inteligente y sabe qué hay qué guardar y qué no. Pero otras cosas se difuminan de mi memoria mucho más rápido que antes de tener ocho años, de eso estoy seguro. Recuerdo a una larga lista de conocidos, amigos, chicas con las que he mantenido relaciones, las calles más cercanas de mi ciudad, aquellas vacaciones en verano de 2098… pero se me olvidan muchas otras calles, se me olvidan películas que veo y música que escucho si no me llaman mucho la atención, se me olvida gente a la que conozco de vista y hemos hablado un par de veces. La inmensa mayoría de mi cerebro está ocupada por los conocimientos básicos que se obtienen hasta los ocho años (que, al fin y al cabo, son muchos: el lenguaje y vocabulario, sin ir más lejos, es crucial) y por los conocimientos necesarios para ser astronauta que me insertaron. El pequeño hueco que queda para recuerdos personales, acontecimientos vitales y nueva información… bueno, hay que saber sacarle provecho.

La verdad, hasta ahora, nunca había hecho una misión tan larga y peligrosa. Durante casi dos décadas, me dediqué a tareas relativamente sencillas, normalmente tareas de mantenimiento en las estaciones espaciales y satélites más cercanas a la Tierra. Y, en muchos casos, ni siquiera tuve que exponerme yo mismo: me limitaba a programar robots.

Fue hace un año cuando empezó esto. Tareas de mantenimiento, experimentación y programación en una nave de ecosistema cerrado experimental. Es decir, teníamos que probar la eficacia de una nave con un ecosistema cerrado, destinado a éxodos: que pueda estar viajando por el espacio miles de años de ser necesario hasta encontrar otro planeta habitable. Una nave en la que puedan criarse y morir cientos de generaciones, usando únicamente la energía de las estrellas e hidrógeno muy ocasionalmente, en caso de poder recogerlo: todo lo demás, reciclando los propios residuos que genere la nave.

Sorprende que a estas alturas todavía hubiera protestas de fanáticos religiosos que opinaba que era irrespetuoso descomponer los cadáveres de los habitantes de la nave que fueran muriendo para convertirlos en abono para plantas, agua, calcio y proteínas, etc. Por suerte, son una minoría muy reducida y no podían presionar lo bastante. Tampoco es que nosotros vayamos a tener que hacer eso, claro: descomponer cadáveres es algo extremadamente fácil y no harán falta ensayos de prueba. Nuestras tareas son más relacionadas con la química compleja y con el funcionamiento de la nave.

En cualquier caso, hace un año nos mandaron a esta misión. Mi compañero es John, llamado así en honor a su bisabuelo, puesto que en los siglos XX y XXI era un nombre bastante común.

No quiero parecer… influenciable, pero al verle me transmitió cierta sensación de confianza y seguridad. Había una mirada en sus ojos, tal vez de inteligencia y amabilidad, que daba la sensación de que sería un buen compañero para cumplir la misión. Desde luego, pasar más de un año con la única compañía de una persona que te cae mal desde el primer día debe de ser desagradable.

John tenía pelo castaño, corto. Rasgos bien definidos. Su cuerpo estaba musculado y fibroso, característica habitual en astronautas debido al trabajo que realizamos y a la comida que ingerimos, nada que ver con la comida basura de la Tierra.

Las horas se fueron acumulando en nuestra misión espacial. Ocasionalmente nos llegaban comunicaciones desde la Tierra, incluso nos enviaron alguna película para entretenernos, pero se fueron acabando. El e-book que traje tenía más de 300 novelas que me interesaban, pero tampoco se puede pasar uno el día leyendo. De todas formas, con una TNA8 del 70 %, consumir cultura es un entretenimiento muy pasajero.

Sólo estábamos John y yo. Perdidos en la inmensidad del espacio, él y yo solos a cientos de miles de kilómetros de cualquier otra persona. El amor no tardó en surgir.

Si tengo que decir la verdad, nunca me había planteado mi orientación sexual, aunque, de haberme preguntado, supongo que habría dicho que era heterosexual “por defecto”. Probablemente yo entraba en un porcentaje muy pequeño de población que en el siglo XXII sigue pensando así; quizá me criaron unos padres demasiado conservadores. No tardé en entender por qué quedan tan pocos heterosexuales y lo fácil que es entregarse al placer de probar algo nuevo.

Pronto, sin embargo, se me empezó a hacer difícil concebir la vida sin John. Su sonrisa, pasar la mano por su pelo, su olor, su aliento en mi nuca, eran la rutina diaria y ya no me imaginaba cómo sería sin él.

No exagero si digo que el año que pasé con John fue el más feliz de mi vida. Pero hace unos días, todo se torció y se deshizo para siempre.

Hubo una avería en el exterior de la nave. La radiación, sumada quizás a algún fallo eléctrico; pero el conversor se estropeó. No nos quedaba energía para volver a la Tierra o para seguir alimentándonos. Por cruel que suene, tampoco es que las agencias espaciales fueran a gastar millones y millones en recursos para traernos de vuelta: no valíamos tanto.

El conversor se podía arreglar desde fuera, sí: pero era algo demasiado arriesgado como para que cualquier persona con nuestro equipamiento pudiera hacerlo.

Por tanto, sólo había una opción posible: teníamos que usar las piezas del interior de la nave para construir un robot y programarlo para que fuese él quien arreglase el problema del conversor. Por supuesto, no había forma de que pudiéramos hacer esto: teníamos ciertas ideas básicas de robótica, pero no como para construir un robot desde cero, ni cómo programarlo, ni siquiera sabíamos lo bastante sobre el conversor como para saber qué era exactamente lo que tenía que hacer el robot.

Desde la Tierra nos facilitaron dos paquetes de datos, lo más comprimidos dentro de lo posible, lo justo para que pudiéramos salir de aquel apuro. Lo justo para aprender cómo llegar a la Tierra de vuelta, perdiendo parte de nuestra formación básica como astronautas y, sobre todo, todo el resto de recuerdos que nos habíamos formado desde 8 años. Parte de nuestra infancia, toda nuestra adolescencia y nuestra vida adulta desaparecería para siempre: todos los amigos, todos los romances, todos los sitios visitados y las películas vistas, toda la experiencia y la madurez.

La última noche fue la más nostálgica de mi vida. John y yo compartimos nuestros recuerdos más valiosos, conscientes de que, después de aquello, se perderían para siempre. Las barreras que había entre nosotros, si es que todavía quedaba alguna, se desmoronaron, y compartimos los secretos más íntimos.

Yo le hablé de mis vacaciones, de pasear con la mano con mi ex novia por los Jardines Recuperados, que incluían plantas del Jurásico y del Cretáceo clonadas a partir de fósiles, de abrazar a mi madre la noche en que murió y de submarinismo en los Grandes Corales. Él me habló de la casa de su infancia, de contemplar la puesta de las lunas de Júpiter en una misión que tuvo que hacer años atrás, de su primer novio y de acariciar el pelaje del último lince ibérico.

Después, hicimos el amor por última vez y nos dormimos, conscientes de que al día siguiente no nos reconoceríamos el uno al otro.

Cuando desperté, al momento supe que algo iba mal; o quizás era sólo la angustia que aún rondaba por mi cabeza. John no estaba a mi lado. Tardé en encontrarle.

John estaba tendido en el suelo junto a las compuertas de la nave. Ésta, ya reparada, se dirigía hacia la Tierra. Los robots la habían arreglado mientras yo dormía. Todo estaba en orden. Todo, menos John.

Dejó una carta de despedida. “Para que los mejores momentos de nuestras vidas no se pierdan en el olvido”, decía. Su razonamiento fue que, si los dos descargábamos una parte de la información necesaria, nadie recordaría nuestro viaje y así no se perdería en el olvido. Si él descargaba las dos partes de la información, yo seguiría recordando el viaje perfectamente… pero él básicamente se destrozó el cerebro, perdiendo toda la información que no necesitaba para la tarea.

Ni siquiera puede andar o comer correctamente, mucho menos hablar. Los médicos dicen que no se recuperará; pueden borrar parte de las instrucciones y reemplazarlas por algunas cosas más útiles para la vida cotidiana, pero no por las más básicas. Un cerebro adulto ya no tiene suficiente plasticidad como para que pueda aprender a hablar o cosas igual de complejas.

En todo caso, él permanecerá hospitalizado toda su vida. Yo soy el guardián de nuestros recuerdos, y no los olvidaré jamás.

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