Estoy solo. Los árboles se mecen con el viento, pero nada
más. Ni un animal se mueve entre los muros de esta ciudad abandonada. Esto es
una zona muerta.
Me muevo lentamente por la ciudad, apoyándome en mi bastón.
Yo también me siento muerto. Los edificios vacíos se amontonan a mi alrededor,
dando una sensación de soledad, paz y sosiego, pero también de desolación. Paso
a paso, con mucho esfuerzo, voy atravesando todas las calles.
A lo lejos veo la silueta de la noria, irguiéndose majestuosa. Nunca llegó a ser usada.
No es lo único que se ve desde aquí. Más allá sobresale
también la silueta de la Central Nuclear
de Chernobyl, el motivo de que esta pequeña ciudad haya sido abandonada para
siempre.
Prípiat es un lugar encantador. La primera vez que la visité
fue durante los años 70; entonces la llamaban “la ciudad del futuro”… Je… La
ciudad del futuro… Recuerdo que me pareció un sitio precioso. Plantaban un
arbusto de rosas por cada habitante, así que cuando se produjo el accidente
había 50.000 arbustos de rosas. Ahora están todos marchitos, claro.
Y los habitantes… bueno, Prípiat era una de las ciudades con
tasa de natalidad más altas. Ahora están construyendo otra ciudad para todos
los refugiados… Slavutich, creo que se llamaba, a unos… 45 kilómetros de aquí,
más o menos.
En los muros hay pegados carteles con la hoz y el martillo.
Ah, la hoz y el martillo…
Yo era muy joven por aquel entonces. Tendría… 16 años. 16,
sí. Aún así, solía leer los panfletos que traían a casa mis padres. Bueno,
ellos se movían sobre todo en círculos anarquistas, porque había muchos
anarquistas por aquel entonces, pero a mí me interesaban más las ideas de Marx
y Engels. Todo eso de la anarquía estaba bien para el campo, claro, pero
nosotros vivíamos en las afueras de Leningrado… no, qué digo, San Petesburgo,
entonces era San Petesburgo. O igual era Petrogrado… Es lo mismo. El caso es
que mis padres habían emigrado allí de jóvenes y ahora vivíamos en las afueras
de una gran ciudad, y a mí me parecía evidente que la anarquía no funcionaría
allí. Así que yo solía leer panfletos comunistas, no los entendía del todo
porque había palabras muy complicadas y no habíamos podido estudiar mucho, pero
sí entendía la idea de la revolución. Y me parecía muy buena.
En fin, en aquel momento todo el país estaba a punto de
estallar… Fue cuando llegó la revolución de febrero. Yo entonces no comprendía
todas las consecuencias, claro, simplemente me dejé llevar por la rabia y por
el hambre. Mi hermana pequeña acababa de morir de hambre hacía unas semanas, mi
madre quedó destrozada.
Así que nos echamos a la calle. Los soldados disparaban
contra todo lo que se movía, era horrible… Pero lo conseguimos. Derrocamos al
zar.
A partir de ese momento, todo cambió. Estábamos creando algo
nuevo, algo bonito y maravilloso. Estábamos escribiendo en la Historia.
Recuerdo aquellos años como totalmente idílicos. Me formé
como albañil, pues presentí que la recién nacida URSS pronto crecería, y harían
falta más edificios… y tenía razón. Conocí a Natalia y aquello fue maravilloso
mientras duró… ¿Cuánto, 13 años? Sí, 13 años. Después, ella murió por una
extraña enfermedad, y las cosas empezaron a torcerse. Era la época de Molotov,
y habíamos perdido un poco la pasión de los años de Lenin… pero seguíamos en
pie. Seguíamos resistiendo a los burgueses y a los imperialistas, vaya si lo
hacíamos.
No pude volver a mantener una relación duradera después de
aquello. Rozaliya sólo aguantó unos meses, en el… ¿38, 39? No sé, recuerdo que
fue durante la guerra de España, pero no estoy seguro… Ah, en el 38 tuvo que
ser, claro, porque era invierno. Sí, 1938 y principios del 39.
Unos años después, me mandaron a la guerra. Yo ya no era tan
joven como para combatir decentemente, pero al final lo hice… vaya sí lo hice.
Al principio fueron todo batallas pequeñas. Recuerdo que nos
perdimos la de Stalingrado… cómo lo lamentamos, los chicos y yo. Roman estaba
que echaba chispas, no podía parar quieto, no dejaba de repetir “¡si yo hubiera
estado ahí habría matado a todos esos nazis yo solo!”… pobre Roman, unos días
después una bala le atravesó la cabeza.
Pero llegamos a tiempo a la batalla más importante. Berlín.
Vaya si lo disfrutamos… a pesar del hambre, del cansancio, de saber que
podíamos morir en cualquier momento, pudimos saborear la victoria. Vi la
bandera comunista ondeando en el Reichstag y supe que ese momento sí que
pasaría a la Historia ,
y yo había estado allí. En primera fila.
El camarada Stalin nos había guiado a la victoria. El
camarada Stalin… un hombre curioso, desde luego. Todos aquellos estandartes,
aquellas estatuas…
Así fue como me metí en política. El camarada Lenin decía
que todos teníamos que ser iguales, que no se podía mitificar la figura del
líder, y no podíamos consentir aquella adoración hacia nadie.
Poco a poco fui haciendo contactos con gente que pensaba
igual que yo; algunos trotskistas, otros no, claro que sólo se hablaba de los
trotskistas.
Yo repartía propaganda en contra de aquella adoración. Un
día de verano, me atraparon. Recuerdo perfectamente sus voces, sus preguntas,
los golpes, como si fuera ayer.
Oh, desde aquí se ve la noria de Pripíat… por allí deben
estar las piscinas… sí, todo es tal y como lo recordaba.
En fin, fui encerrado en un gulag. Hoy en día todos los
extranjeros me preguntan si fue en Siberia… no, no fue en Siberia, por suerte,
seguramente habría muerto de frío allí. Aunque casi muero de todas formas. Pasé
años en aquellas paredes sucias y frías, compartiendo vivienda con gente como
yo y con delincuentes comunes: violadores, ladrones y demás gentuza sin ningún
principio a los que los guardias trataban exactamente igual que a nosotros,
puede que incluso mejor.
A principios de 1956, repasando informes, alguien se acordó
de mí. Jrushchov estaba en plena desestalinización, liberando a los prisioneros
políticos que habían sido encarcelados bajo las órdenes de Stalin.
Resultó que mi historial les impresionó considerablemente.
Participé en la Revolución
de 1917, en la Batalla
de Berlín, había protestado contra Stalin pero de manera pacífica y por motivos
lógicos… y así fue como acabé trabajando en el KGB. Aún no me lo creo del todo.
Me consiguieron un trabajo en el Noveno Directorio. Nos
encargábamos de la seguridad de personas importantes y de las armas nucleares,
el Servicio de Protección. Concretamente, yo me encargaba del papeleo, claro,
no estaba como para andar corriendo ni pegando tiros.
Al principio era un trabajo sencillo, después fui
adquiriendo más responsabilidades, con el paso de los años... hablo ya de bien
entrados los 60 y principios de los 70, claro. Diseñaba estrategias, asignaba
agentes. Dirigí la seguridad de varios eventos importantes. No quería
jubilarme, la verdad. Era un trabajo que me gustaba, creo que ser albañil nunca
fue lo mío.
Me temo que no llegaré a la noria. Me empiezan a fallar las
fuerzas.
Durante mi época en el Noveno Directorio, visité tantos
sitios… Leningrado, Kiev, Bakú… aquellos también fueron buenos años. También
viajé al extranjero en un par de ocasiones, a Estados Unidos y a Francia.
Recuerdo que me partía el corazón ver mendigos por sus calles. No sé si
ellos ganaron la carrera espacial, como dicen, pero en nuestras ciudades no
había mendigos en las calles.
A finales de los 70 me retiré y también viajé un poco más,
pero no fue lo mismo, ya estaba viejo para disfrutarlos… Mi salud se fue
deteriorando, igual que se deterioraba todo a mi alrededor.
Y ahora aquí estoy otra vez, en Prípiat. Este panorama
desolado tiene cierta belleza, cierto encanto… pero ya no puedo andar más. No
podré ver la noria desde cerca, aunque bueno, desde aquí también se ve bien…
Anteayer, la gente de Berlín se levantó y derribó el muro a
martillazos. Con una revolución comenzó todo, y con una revolución acaba. No
hay futuro para la URSS.
Ya no puedo sostenerme. Caigo al suelo. Todo se va volviendo
negro…
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