Esta vez la ilustración corre a cargo de Miguel Montenegro.
El vasto espacio se expande a mi alrededor en todas las
direcciones, como una risa cruel empeñada en recordarme la angustia de mi
pequeñez y mi soledad, de tal modo que quede grabada a fuego en mi mente
durante cada segundo del día, si es que los días y las noches tienen
significado en esta triste nave.
Siento como si los meses se acumularan sobre mi espalda.
Ninguna compañía tengo: nada, excepto la biblioteca que pude copiar de mi
planeta natal antes de exiliarme, y los recuerdos, malditos recuerdos.
En el frío aséptico de esta nave, repaso mi vida una y otra
vez.
Mi infancia transcurrió tranquila en Pedra IV, dentro del
Imperio Tierra. Por aquel entonces ya estábamos en guerra, la guerra se ha
prolongado durante tantos miles de años… Cientos de miles de años de muertes,
¿para qué? ¿Acaso tiene alguna finalidad? Mejor sería dejar a las especies
inferiores en paz y no sacrificar vidas humanas para traerles un progreso que
no desean.
Pero, en definitiva, la guerra aún no había llegado a los
paisajes que yo conocía. Incluso en esta infinita soledad, sería tedioso
exponer para mí mismo los movimientos bélicos de aquellos años, que se han ido
difuminando en mi memoria. Acaso merece la pena repasar por encima la tensión
que tuvo lugar cuando uno de los planetas de la Unión desarrolló un arma
capaz de destruir planetas enteros, mas después de conseguirlo en tres
ocasiones, las tropas del Imperio consiguieron inutilizar dicho arma.
En fin, poco sentido tiene recordar los años de mi infancia;
a pesar de estar repletos de esa felicidad, tranquilidad e inocencia que casi
toda infancia tiene, no me resulta especialmente agradable rememorarlos; ignoro
el porqué. Tal vez se deba a que yo era un chico tímido y retraido, y de algún
modo me sentía vacío sin saber exactamente qué era lo que me faltaba.
Creo que puedo atisbar que todo empezó a tener sentido
cuando conocí a Magna: sus finos cabellos cayendo en cascada sobre sus delgados
hombros, la piel blanca como porcelana, el rostro esculpido con tanto acierto
que cualquiera diría que las mismas Diosas se detuvieron a cincelar sus labios
y pintar el verde de sus ojos…
Recuerdo nuestros años felices, uno tras otro. Nuestras
vacaciones en los lagos volcánicos de Pedra II, las noches viendo el crepúsculo
de los tres soles en la Peña
del Ocaso… Las décadas fueron pasando radiantes. Poco después de nuestro 40
aniversario se nos informó de que la esperanza de vida se vería reducida por la
acción de la guerra, que imposibilitaba el uso de la cirugía para alargarla.
Pero, ¿qué importaban unos pocos siglos menos de vida? Seguíamos siendo
felices. Veíamos pasar las parejas a nuestro lado, la mayoría de ellas sin
durar mucho más de una década, mas nosotros seguíamos unidos por lazos que
partían de lo más profundo de nuestras almas.
Y entonces, llegó la guerra, y con ella, el éxodo. Mi amada
Magna fue de los primeros en escapar, mientras que yo, como bibliotecario del
Consejo, tuve que quedarme a recopilar la información y proceder al traslado.
Se nos prometió que volveríamos a reunirnos con el resto de refugiados, y, como
Orfeo que no se gira para contemplar a Eurídice, acepté.
Mas los años fueron pasando y la guerra se recrudeció en
este sector de la Galaxia ,
de modo que difícilmente pudimos seguir el plan establecido. Para nuestra
sorpresa, algunos ejércitos de los salvajes planetas libres, tal y como
insisten en llamarse, decidieron perseguirnos para robar la información de la
biblioteca.
Uno a uno, sin percibir siquiera el menor atisbo de piedad
por parte de nuestros cazadores, fuimos cayendo.
Y ahora estoy solo, perdido en la inmensidad del vacío y
dejando que una computadora calcule por mí un rumbo para reencontrarme con mi
amada, cuyo recuerdo es lo único que me mantiene vivo, sin atravesar las zonas
hostiles en las que las vidas son segadas con tanta facilidad como un robot
resuelve una ecuación.
Ah, cuánto dolor, cuánto sufrimiento, ¿para qué? ¿Por qué
esta necesidad de aniquilarnos unos a otros?
Un repentino pitido me saca de mis ensoñaciones, arrojándome
de vuelta al duro mundo real. Se acerca una nave, y el monitor me pide
instrucciones. Compruebo rápidamente que dicha nave no tiene sistemas de
ataque, así que rechazo activar el escudo de la mía. ¿Puede ser algún aliado?
Serían excelentes noticias. De pronto, la esperanza se reaviva en mi corazón,
como un fuego que nunca se había apagado del todo, sino que había estado oculto
bajo las brumas de éste, mi infeliz destino.
La nave se va acercando conforme los latidos de mi corazón
se aceleran cada vez más en el interior de mi pecho. Finalmente, se coloca
junto a la mía y se tiende un puente. Antes de abrir la compuerta, puedo
distinguir la silueta del único ocupante de la nave, y mi corazón a punto está
de reventar la caja torácica.
¡Oh, Magna, Magna…! ¿Cómo has llegado hasta aquí? Mi dulce
Magna, apareciendo ante mí como un ángel; casi puedo discernir los coros
celestiales resonando a mi alrededor.
En la ausencia de gravedad del espacio, nuestros pies no
tocan el suelo; nos fundimos en un abrazo y el otro es en todo cuanto nos
apoyamos, nada más que el otro rodeándonos y convirtiéndonos en uno solo.
Omnibulado como estoy por las dulces mieles del amor, apenas
siento la aguja hipodérmica surgir del brazo de Magna y hundirse en mi cuello.
Comprendo demasiado tarde que es un androide, un vulgar androide enviado para
superar las defensas de mi nave y poder obtener así la información de la
biblioteca.
¿Acaso no tiene limites la crueldad de la Unión ? Si en lugar de una
aguja hubiesen escogido un método sólo unos segundos más rápido, tan sólo unos
segundos… entonces, hubiese muerto feliz.
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